Capítulo 3
3
Después de mi primer día, lo único que me apetece es meterme en mi cabañita y dejar de existir. Ah, y darme una ducha. Estoy llorando por dentro solo con pensar que mi única protección de intimidad serán unas cortinitas finitas.
Sin embargo, resulta que tengo público justo delante de la puerta. En los escalones que suben a mi cabaña, específicamente. Me quedo parada delante de Blanca, Miki, Thai y Yara.
—¡La nueva! —exclama la primera con una gran sonrisa.
—Por tu cara, deduzco que ha ido genial —bromea Miki.
Sonrío con ironía, a lo que ellos se ríen. Todos menos Yara, que dice algo muy seria pero nadie la entiende, así que la conversación sigue fluyendo.
—¿Te han dado el horario infernal? —pregunta Thai.
Asiento y, con dificultad, me acerco y me siento al final de las escaleras con ellos.
—Ha sido horrible —murmuro—. Mañana voy a tener agujetas por todos lados.
—Si te sirve de consuelo —comenta Miki—, cuando empezamos todos teníamos ese horario.
Vaya si me consuela. Levanto la cabeza de golpe, sorprendida.
—¿Todos lo habéis hecho?
—Sí. —Blanca se ríe entre dientes—. Fue horrible.
—Todavía recuerdo llegar a la cocina sudando como un cerdo —añade Miki—. Todos los cocineros se reían de mí.
—¿Y el final en el granero? —sigue Thai con una risotada—. No sé ni cómo llegué. Habían pasado dos horas más, pero bueno, al menos llegué.
—¿Dos horas? —pregunta Blanca—. Yo ni siquiera llegué al granero. Me rendí en el puto partido de voleibol. Cómo odié a esos niños...
—Espera —intervengo, confusa—, ¿me estáis diciendo que no terminasteis el recorrido a tiempo?
Todos se quedan en silencio. Yara murmura algo y asiente con solemnidad.
—Claro que no —dice Thai, confuso—. No está pensado para que puedas hacerlo. Es imposible.
—Mmm... creo que es posible, en realidad.
—¿Eh?
—Lo he hecho entero. Y a tiempo.
Y... silencio. Otra vez.
Todos me contemplan hasta que Blanca, con una carcajada de perplejidad, me pasa un brazo sobre los hombros y empieza a apretujarme contra su cuerpo. Espero que no le importe el olor a sudor que desprendo.
—¡Es una campeona! —exclama con admiración.
—¿Lo has hecho a tiempo? —repite Miki, como si no pudiera creérselo.
—Sí... creo Stef lo estaba cronometrando, así que podéis preguntarle.
—¡El jefe tiene que estar con ganas de morirse! —exclama Thai con diversión—. Imagínate no tener nada de lo que quejarte..., debe ser su infierno personal.
—No digas eso —interviene Miki—. A ver, no es míster simpatía, pero tampoco es tan malo. Solo le gusta que la gente haga las cosas bien.
—Miki está enamorado —explica Blanca.
—¡No estoy enamorado! —salta el aludido, aunque se ha puesto un poco rojito—. ¿Podemos cambiar de tema?
—Resumiendo, entonces —propone Thai, y cuando me sonríe yo parpadeo, confusa—. Tenemos algo para ti.
—Algo fabuloso —añade Blanca.
—¡TACHÁAAAAN!
Honestamente, me esperaba un Ferrari, pero resulta ser mi camiseta de empleada del resort.
Aun así, después del día de mierda que he tenido, me hace ilusión. La recojo con una sonrisa, a lo que ellos aplauden con entusiasmo. Es como la que llevan ellos, con el logo de la sirena en un lateral del pecho y los bordes de color azul.
—¡Ya eres una más de la secta! —exclama Blanca con entusiasmo.
—Luego hacemos el sacrificio de sangre —añade Thai.
—¡Felicidades! —Sonríe Miki.
Yara me señala, exclama algo y luego aplaude con ganas.
—¡Gracias! —Para mi propia sorpresa, lo digo con honesta ilusión. Miro mi camiseta, que creo que me irá un poco grande, y de pronto me apetece ponérmela. Me apetece ver cómo me queda—. Esto pasará a la historia como la primera vez en mi vida que me esfuerzo por algo.
—¡Ahora hay que bautizarte! —exclama Blanca con entusiasmo.
—¿Eh?
—¡HAY QUE LANZARTE AL AGUA!
—¡Ah, no, de eso nada! —me apresuro a decir con los hombros tensos—. ¿Habéis visto mi pelo? Como se meta en agua de mar, no volverá a tener este color tan bonito.
—Aburrida —protesta ella.
—Llámame como quieras, pero el primero que me toque se lleva un mordisco.
Nunca nos cansaremos de tu dulzura natural.
No vuelven a insistir, pero sí que se quedan un rato conmigo ahí, sentados en las escaleras. Pasa casi una hora en la que charlamos un poco de lo que hacen ellos en el resort. Me sorprende descubrir que tienen tareas muy acordes con sus personalidades; Blanca se encarga del entretenimiento, Miki hace de guía, Thai de socorrista y Yara es organizadora de excursiones y actividades, por lo que nunca llega a interactuar con los huéspedes. Me pregunto qué me tocará a mí.
Poco a poco, empiezan a marcharse a sus respectivas cabañas. Algunos otros voluntarios pasan junto a nosotros, pero enseguida me doy cuenta de que no son tan cercanos como ellos. Quizá sea por la barrera del idioma.
Los observo marcharse y, una vez a solas, me meto en la cabaña para ponerme la camiseta nueva. Efectivamente, me queda grande. No me gusta que la ropa no me quede ajustada, pero en esta ocasión descubro que no me importa demasiado.
Salgo de nuevo de la cabaña y me siento en los escalones con el móvil en la mano. Necesito demostrar que no me he rajado, como hago siempre, por lo que me hago una foto a mí misma con la camiseta y señalo el logo. Se la mando a Arni, que contesta al instante con un audio.
—¡ESA ES NUESTRA CLAU! —exclama Felipe de fondo, con entusiasmo.
—Siempre creí en ella —añade Arni con solemnidad.
—¡Serás mentiroso! ¡Felicidades, Clau!
—¡Eso, felicidades!
Es el audio más corto de la historia, pero no me importa. De hecho, me apetece llamarlos. Me apetece hablar con ellos.
Sin embargo, no llego a hacerlo. En cuanto considero la posibilidad de ir a por el teléfono del edificio principal, un movimiento me distrae. Una figura pequeñita está pasando por encima de la cuerda que separa el caminito de la maleza. Tardo unos instantes en darme cuenta de que es un niño.
—Eh... —empiezo, confusa—. ¡Oye!
A ver, no es que sea mi problema que a un niño le dé por explorar el mundo, pero es que las cabañas están al inicio del acantilado. Si se cae por el otro lado no será un golpe gigante del nivel: vale, toca ir a urgencias..., pero será un golpe. No deberían dejar que se acercara.
Me pongo de pie, alarmada, y salgo corriendo hacia el lugar donde el crío ha desaparecido. Llego justo a tiempo para encontrármelo al otro lado de la cuerda, apartando el carrizo para meterse más adentro todavía.
—¡Oye! —repito, irritada.
El niño da un respingo y me mira con sorpresa. Tiene la cara redondita, el pelo oscuro y la piel morena. Y unos ojos castaños que lo llevan a mi top personal de personas más inocentes con las que me he cruzado. No creo que pase de los seis años.
—Sí, hola, tú. —Lo señalo con un dedo—. ¿Dónde te crees que vas?, ¿eh? ¿Quieres matarte o qué?
Suenas peor que una abuela cabreada.
Sospecho que el niño no entiende absolutamente nada de lo que le estoy diciendo, pero aun así comprende que el tono no es demasiado amistoso. Sus mejillas se tiñen de rojo y se mira las manos, con las que juega tímidamente con la camiseta.
—¡Venga, sal de ahí! —exijo con los brazos en jarras—. Imagínate que te caes y tengo que ir a rescatarte. O, peor, ¡imagínate que mi cara es lo último que ves antes de morir! ¿De verdad quieres irte de este mundo con esa imagen en la cabeza? ¡Ven aquí ahora mismo, señorito!
El niño, ahora ya completamente rojo, murmura algo tan bajito que apenas puedo entenderlo. Acto seguido, señala el suelo y se mete todavía más en la maleza.
Vale, hay dos opciones: dejar que se escape a su suerte o ser una buena ciudadana y meterme tras él.
Desgraciadamente, me gusta meterme en los problemas ajenos.
—¡NIÑO!
Doy un salto para cruzar la cuerda y suelto una maldición. Por un momento, me he olvidado de que voy en pantalones cortos. Entre muchas más maldiciones, ignoro los raspones en las piernas y sigo avanzando.
—¡Niño! —insisto—. ¡Vuelve aquí o te sacaré yo de la oreja!
El movimiento de una cabecita oscura me guía. Mi pie da con una roca y suelto una palabrota bastante fea, así que esperemos que el crío no entienda español.
Y entonces por fin llego a su altura. Está agachado en el suelo y, justo cuando se levanta, pierde el equilibrio y está a punto de caerse al suelo. Lo pillo justo a tiempo de la muñeca, y no sé cómo consigo no matarnos a los dos. El niño me mira con los ojos muy abiertos, asustado, y yo resoplo por el esfuerzo.
—¡MIRA QUE TE HE AVISADO! —chillo como una desquiciada.
El niño enrojece el triple.
—S-scusa...
—Lo que me faltaba, encima no me entiendes. ¡Ven aquí de una vez!
No tiene pinta de ser un niño muy extrovertido, pero aun así no parece excesivamente asustado por mi enfado. De hecho, diría que está alucinando con que una desconocida le esté gritando en un idioma que no ha oído en su puñetera vida.
—¿No vas a salir? —pregunto. Él parpadea varias veces—. Joder, niñito. Tienes suerte de ser tan cuqui o ya me habría enfadado el doble.
A ver, no va a salir y no puedo arrastrarlo porque estaría feo, así que voy a lo complicado —como siempre en mi vida— y lo levanto por debajo de los hombros. En cuanto consigo llevarlo a una zona menos peligrosa, me agacho y lo subo a mi espalda.
—Hazme el favor de no lanzarte ahora —mascullo.
No lo hace, sino que se sujeta de mis hombros. Lo sostengo con un brazo y con el otro voy apartando las zarzas hasta llegar al caminito otra vez. Después, una vez a salvo, lo dejo en el suelo otra vez. Ya vuelvo a sudar.
Y prefiero no verme las piernas, porque corro peligro de que me dé un ataquito.
—Listo —mascullo, y le aparto el pelo de la frente con la finura de quien tira una lata al contenedor—. ¿Me puedes explicar qué coño hacías por ahí dentro?, ¿eh? ¿A que se lo cuento a tus padres?
No entiende absolutamente nada de lo que le estoy diciendo, porque sigue contemplándome con los ojos muy abiertos por la confusión.
—A ver... —Reúno todos mis poderes bilingües mientras me froto las sienes—. ¿Mamá y papá? Eso tiene que sonar igual, ¿no? ¡¿MAMÁ?!, ¡¿PAPÁ?! ¡¿ME ENTIENDES?!
Por fin parpadea como si hubiera pillado algo. O eso, o finalmente he conseguido espantarlo.
No, diría que es lo primero, porque agacha la cabeza y juguetea con lo que sea que ha ido a recoger entre los arbustos. Suspiro y me agacho delante de él para quedarme a su misma altura.
—¿Qué era tan importante como para entrar ahí? —pregunto, y le enseño la palma de la mano. Él lo entiende perfectamente, pero esconde todavía más su tesoro—. Venga, que no me enfado más. Quizá vuelva a gritar, pero no será con enfado.
El niño duda unos segundos, me mira sin saber qué hacer y al final me enseña la palmita de su mano. En su interior me parece ver una piedrecita partida en varios fragmentos, pero al cabo de unos segundos me doy cuenta de que es algo un poco más especial. Es una perla.
—Vaya, vaya —murmuro, enarcando una ceja—. ¿Puedo...?
Hago un gesto como para tomarla, y él no se aparta. Me pongo los fragmentos en la palma de la mano y los levanto un poco para verlos contra la luz del sol, que ya termina de ponerse. El niño me contempla con curiosidad mientras yo observo mi nuevo descubrimiento.
—Qué interesante. ¿De dónde has sacado...? Bueno, da igual, si no entiendes nada, ¿eh? A mí me gustaría no entender nada. La vida sin información es más tranquila.
El crío no me entiende, pero mi tono hace que esboce una pequeña sonrisa.
—Ah, ¿te hace gracia, eh? Qué puñetero. Debería aprender a hablar italiano para preguntarte quién te ha roto esto, pero ahora deberíamos encontrar a mamá y a papá. ¿Eso lo entiendes? Se está haciendo tarde y van a preocuparse, y solo nos falta que pongan una queja al resort. ¿Mamá y papá?
Eso último lo pregunto poniéndome de pie. Le ofrezco los restos de la perla, pero él sacude la cabeza y se mueve hacia mi otro lado para tomarme de la mano. Es un gesto tan repentino que me deja un poco descolocada. Creo que en mi puñetera vida había estado tan cerca de un niño.
De todas formas, empieza a andar hacia la zona del resort, cosa que me tranquiliza. Solo tengo que encontrar a sus padres y listo, puedo darme la ducha que me he ganado e irme a la cama. No tengo ganas ni de cenar.
Ya hemos llegado a la línea de la playa cuando él se detiene y mira a su alrededor. Yo también lo hago, aunque no estoy muy segura de qué estamos buscando. Y entonces por fin me doy cuenta de un detalle: hay una mujer junto a la orilla que corre de un lado a otro y no deja de gritar.
—¡BRUNO! —exclama, y suena muy preocupada—. Ti priego, Bruno, vieni!
Parece que el niño en cuestión ya tiene nombre. Lo miro de soslayo y él esboza media sonrisa inocente. Supongo que hemos encontrado a su madre.
Justo cuando voy a avanzar hacia ella, parece que nos detecta en su radar, porque se da la vuelta de golpe y nos mira con los ojos muy abiertos. Se acerca corriendo, desesperada, y se cae de rodillas delante de Bruno, que enrojece y, mientras que ella le dice cosas a toda velocidad en italiano, él me echa miraditas avergonzadas.
Y entonces la mujer se pone de pie y yo, con toda mi buena intención, esbozo una gran sonrisa. Espero un agradecimiento. O una palmadita en la espalda, por lo menos.
Pero no pasa ninguna de las dos cosas.
De la nada, me señala con un dedo y empieza a chillar en italiano.
No hace falta saber del idioma para saber que no es nada bueno, la verdad.
—...e solo un bambino!!! —grita, furiosa, y me da con el dedito en la frente—. Sei pazza?!
Eso es lo único que consigo sacar en claro, y tampoco es que me sirva de mucho, porque desconozco su significado. Visto lo visto, creo que es mejor no saberlo.
Bruno tira del brazo de su madre, rojísimo de vergüenza, y le dice algo en voz muy bajita. Ella pasa totalmente de él y, de hecho, me mete un empujón en el hombro que hace que dé un paso atrás. No soy una persona muy dada a la violencia física, así que me quedo completamente en blanco.
Llego a pensar que va a dar otro, pero entonces alguien mete un brazo entre nosotras y me hace retroceder. Parpadeo, confusa, cuando me encuentro de frente con la espalda de quien se ha plantado delante de mí. Solo necesito subir un poco la mirada para reconocer a Stef.
No entiendo nada de lo que dicen, pero la mujer intenta asomarse por su costado y Stef se mueve un poco para taparme con su hombro. Me quedo ahí plantada, sin comprender absolutamente nada de toda la situación, cuando de pronto una tercera figura a nosotros. Davide. No lo he visto desde ayer.
—¡Bruno! —exclama con una sonrisa aliviada—. Eccoti qui!
Su sonrisa se borra cuando la mujer insulta —sospecho— a Stef. Él ni se inmuta, pero Davide abre mucho los ojos y me contempla sin entender nada.
Pregunta algo en italiano y, al instante, Stef da media vuelta y murmura algo que hace que la mujer esté a punto de lanzarle un objeto a la cabeza. La ignora completamente y pasa por mi lado, dejándome frente a frente con ella. Abro la boca para decirle algo a su expresión furiosa, pero apenas me da tiempo, porque Stef me rodea el codo con una mano y me arrastra tras él.
Me dejo llevar sin saber qué otra cosa hacer y, para mi sorpresa, me guía en dirección contraria al edificio principal. Está yendo a las cabañas de empleados. Pero, en lugar de dejarme en la mía, se detiene junto a la roca que hay al lado de la primera de todas y apoya la espalda en ella. Echa un vistazo sobre mi espalda y, tras asegurarse de que no nos han seguido, me mira con el ceño fruncido.
—¿Qué hacías con Bruno? —pregunta finalmente.
—¿Yo?
—Sí, la única persona a la que he visto con el niño.
—¡Oye, no te burles! —protesto—. ¿Quién era esa mujer?
—La novia de Davide.
—Ah... ¿Y se puede saber por qué se ha enfadado tanto? ¡Solo he ayudado a su hijo!
Stef suspira y empieza a rebuscar en el bolsillo de sus pantalones. Saca un paquete de tabaco y se pone uno entre los labios, contemplando el camino por el que hemos venido con distracción.
Bueno, no podía ser perfecto.
—No es su hijo —aclara mientras rebusca el mechero—. Es su sobrino.
Parpadeo varias veces. Los numeritos vuelan por encima de mi cabeza.
—¿Es... tu hijo? —pregunto en tono agudo.
Stef suspira con agotamiento.
—No, idiota. Es de mi otro hermano. El mayor.
—Vuelve a llamarme idiota y te meto el cigarro por el cu...
—¿Vas a decirme qué hacías con el niño o no?
Suspiro y me cruzo de brazos. Más que nada, porque él me mira fijamente y se enciende el cigarrillo sin dejar de hacerlo. ¿Desde cuándo me pone cachonda que alguien se meta alquitrán en los pulmones delante de mí? Estoy descubriendo muchas cosas de mi psique sexual gracias a este señor.
Centrémonos.
—Me lo encontrado entre los matorrales —protesto—. ¿Qué querías que hiciera? Se estaba acercando al acantilado. Alguien tenía que echarle una mano para que no se hiciera daño.
Stef frunce un poco el ceño y, tras contemplarme unos instantes, suelta el humo entre los labios.
Cen-tré-mo-nos.
—¿Por qué me lo dices como si te estuviera echando la culpa a ti? —pregunta.
—Parece que lo haces.
Se queda sospesando mi respuesta durante unos instantes.
—No lo hago —dice al final—. Es mi tono. Solo intentaba entenderlo para explicárselo a Nicola cuando se tranquilice.
No lo conozco demasiado, pero no estoy acostumbrada a que la gente me dé explicaciones. Más bien, me acostumbré hace tiempo a tener que rogarlas constantemente. Quizá por eso me quedo en blanco.
Stef, al ver que estoy contemplando su cigarrillo, lo malinterpreta y se cree que quiero uno. Solo que, en lugar de sacar otro, hace un movimiento con la muñeca y me ofrece la boquilla del que él mismo está consumiendo.
Me quedo mirándolo. Creo que, si lo rechazo ahora, se dará cuenta de que solo lo miraba con interés porque estaba en su boca. Presa del pánico, lo acepto. Mis dedos rozan los suyos al tomarlo, y lo miro a los ojos. Él no se inmuta.
—Estaba preocupada por Bruno y lo ha pagado contigo —explica, apoyando la espalda en la roca y cruzándose de brazos—. Se creía que te lo habías llevado o algo así.
—¿Y tengo que creerme que tú me has defendido?
Él abre la boca para responder, pero se queda callado. Yo le doy una calada al cigarrillo que acabo de llevarme a los labios. Sabe horrible, qué asco.
—Estás bajo mi cargo —dice entonces, como si fuera obvio—. Mi obligación es protegerte.
—Mi turno de hoy no ha sido muy protector.
—Era tu fase de prueba. Y la has aprobado. Quédate con eso y pasa página.
—Espera, de eso nada. ¡Los demás me han dicho que soy la única que la ha superado!
Stef me contempla unos instantes.
—¿Es que vas a pedirme un premio o algo así?
—Bueno... una felicitación no estaría mal.
—Pues llama a tu abuela. ¿Quién te crees que soy?, ¿Papá Noel?
—Si tú fueras Papá Noel, las Navidades serían más Halloween que Navidades.
De nuevo, me da la sensación de que va a reírse. Y, también de nuevo, no llega a hacerlo. Simplemente, me mira con el ceño fruncido.
Y entonces oímos a Davide llamándolo a gritos. Supongo que eso de llamarse a berridos aquí es común. Es como si no hubiera salido de mi casa.
Stef contempla la zona por donde se ha escuchado a su hermano, suspira con pesadez y se separa de la roca.
—No has comido nada —me dice al pararse delante de mí.
Echo la cabeza a un lado, confusa.
—¿Eh?
—Que hoy no estabas en el almuerzo. Y tampoco has ido a cenar.
—No tengo hamb...
—Cena y calla, ¿tienes que discutirlo todo? —Pone los ojos en blanco, y luego me mira de arriba a abajo—. Ni se te ocurra saltártelo. No quiero que te dé un ataque en tu primer día.
—Me esperaré al segundo, entonces.
Juraría que ha sonreído, pero para por mi lado a toda velocidad y no puedo comprobarlo con certeza. Simplemente, me quedo mirando la roca donde ha estado apoyado unos segundos antes y suelto el humo del cigarro entre los labios, pensativa.
Y, entonces, una caricia en el dorso de la mano hace que me quede estática. La mano de Stef prácticamente rodea la mía para robarme el cigarrillo y, a la vez, se asoma por encima de mi hombro. No me atrevo a mirarlo. No puedo. Pero noto su aliento en la mejilla.
—Y no se te ocurra decirle a nadie que fumo —añade, tan tranquilo.
Dejo que me quite el cigarrillo y, cuando se marcha camino abajo, no puedo evitar mirarlo. Cuando llega al final del camino y se vuelve para observarme por encima del hombro, me apresuro a meterme en mi cabaña.
○○○
Segundo día: ganas renovadas y, contra todo pronóstico, cero agujetas.
Cuando estoy en Barcelona, tengo el gimnasio justo delante de mi casa. Va perfecto para atender mis clases de yoga intermedio-avanzado, que me ayudan a ir lidiando con la mierda de mi día a día.
Aquí no hay gimnasio, pero sí una playa bien grande en la que puedo estirarme tanto como pueda. Lo bueno de hacer ejercicio a las cinco y poco de la mañana es que estás completamente sola. Me gusta más de lo que habría creído.
O, bueno, creía que estaba completamente sola.
Justo cuando me sostengo sobre las plantas de los pies y las manos, aprovecho para asomarme entre mis piernas. Alguien se está acercando. Es Davide.
—Buongiorno! —exclama con su alegría habitual—. Tú mucha energía, ¿eh? Yo poca.
—Es cuestión de práctica —aseguro.
Quiero decirle que siento lo de ayer, aunque sigo sin estar segura de qué hice mal. Como no sé cómo enfrentar el problema, termino sentándome en la toalla sin saber qué más hacer.
Davide, ajeno a mi drama interior, señala el caminito al edificio principal.
—Carta para ti —informa.
Tardo unos instantes en reaccionar.
—¿Una carta? —repito con incredulidad.
—Sí. A tu nombre. ¿No quieres?
—Sí, sí... es que... —Frunzo el ceño. ¿Quién puñetas me manda cartas a mí, precisamente? —. Ahora voy a por ella. Gracias por avisarme.
Dice algo en italiano, hace una especie de reverencia y luego se marcha a empezar con su día. Yo aprovecho que las duchas están desiertas para darme una rápida y, después, estreno mi súper uniforme nuevo y sin bolsillos.
Para cuando llego al edificio principal a las seis en punto, ya tengo mucha curiosidad. Stef me espera dándole vueltas a un bolígrafo entre los dedos. No sé cómo se las apaña para hacerlo tan rápido sin que se le caiga.
¿Habilidad con los dedos? Punto positivo.
Levanta la cabeza al oírme entrar y, aunque no deja de hacer lo del boli, aprovecha la otra mano para tenderme lo que parece una carta cerrada con una cuerdita.
—Buenos días, principessa —murmura, volviendo a lo suyo.
—¿Esto es para mí?
—Pone tu nombre, ¿no?
No me puedo aguantar las ganas y empiezo a abrirlo delante de él y la recepcionista. Mientras que la última me contempla con curiosidad, Stef pasa completamente de mí. Parece muy concentrado en sus cosas.
Sin embargo, me olvido completamente de él en cuanto consigo abrirla y veo el remitente. Mis manos se congelan con el envoltorio todavía entre mis dedos. Mis ojos se quedan clavados en el nombre. Rubén.
—¿Va todo bien?
La pregunta de Stef me hace reaccionar. Quizá llevo paralizada más de lo que me pensaba, porque cuando levanto la cabeza lo descubro mirándome.
—¿Ahora quieres leer mi correspondencia, jefe? —me obligo a decir, aunque no suena muy convincente—. Me parece un poco excesivo.
Sabe que he evitado el tema. Lo sabe perfectamente. Y, aun así, finge que no se da cuenta. Nunca lo voy a admitir, pero se lo agradezco.
—Tu nuevo horario —añade entonces, dejándome una hoja de papel en las manos—. Y el que tendrás hasta que te marches.
—Pero... ¡aquí siguen estando los puñeteros partidos de voleibol! —mascullo—. Y también la cocina y el inventario.
—No tienes que limpiar nada más —me recuerda—. Y tienes muchas más horas libres.
—Ya, pero... ¡tengo que aguantar a críos ricos y aburridos!
—¿Quieres que lo quite y busque algo nuevo?
La pregunta me pilla un poco desprevenida. Especialmente porque no parece una ironía, sino que de verdad está a punto de tacharlo.
—¿Por qué me lo has puesto a mí? —pregunto, confusa.
—Eres la única que consigue que esos críos se comporten mínimamente bien.
—¿Acabas de admitir que hago algo bien?
Una de sus cejas se dispara hacia arriba.
—Quizá tengáis más cosas en común de las que crees.
—Idiota.
Stef suspira como si estuviera harto de mí y vuelve a centrarse en su libreta. Yo, mientras tanto, me acerco al teléfono de la pared. Estoy lo suficientemente tensa como para que me dé igual que oigan mi conversación.
No me extraña que Arni tarde un rato en responder porque siguen siendo las seis de la mañana. La única sorpresa es que se despierte y decida hablar conmigo.
—Espero que sea una urgencia —murmura con voz adormilada.
—Lo es.
—Vaaale... ese no es tu tono de broma. ¿Qué ha pasado?
—He recibido una carta de Rubén.
Silencio. Oigo a Felipe murmurar algo y Arni le dice que luego se lo contará. Aun así, tarda un buen rato en responderme.
—De Rubén. —Lo repite en voz mucho más grave, y desde luego mucho más despierto—. ¿Cuánto hace que no hablas con él?
—Unos... ¿cuatro años?
—Joder, ¿y qué quiere?
—No he abierto la carta. No sé si quiero hacerlo.
—Ya... Lo entiendo.
De nuevo, nos quedamos en silencio. Juego con el cable del teléfono. Ahora mismo, soy incapaz de estar quieta. Estoy sintiendo un flujo de emociones muy confuso.
—Mira —dice entonces Arni—, aunque sea tu hermano... tienes derecho a no hacerle caso.
—Supongo que sí...
—Además, hace cuatro años que no está en tu vida. Abrir o no esa carta no va a cambiar nada, porque ya no te conoce tanto como para influirte. Es tu decisión, Clau. Hagas lo que hagas estará bien.
Asiento pese a que no puede verme.
—Sí... perdona por llamarte. Podría haber esperado a la tarde.
—Está bien. A mí también me gusta llamarte a deshoras para contarte mis dramas, así que estamos en paz.
No le falta razón. Durante muchos años, él fue quien abría la puerta de mi habitación o me llamaba a las tantas de la madrugada. Básicamente, me decía lo que fuera que le había pasado esa noche y no se quedaba tranquilo hasta que yo le aseguraba que tenía la razón. Entonces, una vez reafirmado, volvía a meterse en algún lío. Todo eso cambió al conocer a Felipe, y creo que ahora hemos intercambiado un poco los papeles.
—Hablaremos más tarde —murmuro—, vuelve a dormirte, que seguro que te mueres de sueño.
—Un poco, pero puedo aguantar un rato más.
—No hace falta. Gracias por escucharme, Arni.
—No te me pongas cursi, que no va con tu personaje. ¡Disfruta del trabajo!
En cuanto cuelgo el teléfono, me vuelvo hacia la recepción. La mujer está atendiendo a unos clientes medio dormidos que acaban de llegar con las maletas, pero Stef me contempla sin disimular demasiado.
No creo que la cosa vaya mucho más allá, así que avanzo con la carta apretada en la mano. Sin embargo, me detiene nada más pasar por delante de él.
—¿Quieres volver a las rocas? —pregunta.
Tardo unos instantes en relacionar las rocas con el momento en que se fumó un cigarrillo. Asiento sin pensarlo demasiado.
En realidad, no vamos a las rocas de ayer porque ahora mismo están cruzándolas todos los voluntarios, sino que nos sentamos delante de la caseta de la tabla de surf. Me da igual estar sobre la arena. Stef ha dejado la libreta a un lado y se está encendiendo un cigarrillo. En cuanto le da una calada, me lo pasa. Todavía no sé cómo decirle que lo de fumar no me va mucho, aunque ahora mismo no me molesta.
Mientras le doy una calada, él apoya los codos en las rodillas y me mira por el rabillo del ojo.
—¿Quién es Rubén?
Por supuesto, empiezo a toser de forma compulsiva. Incluso me doy un golpecito en el pecho. Creo que me he tragado el humo de golpe.
A todo esto, Stef me contempla sin inmutarse, como de costumbre.
—Vaya —consigo decir por fin—, a alguien le gusta ir al grano, ¿eh?
—¿Es inapropiado que pregunte?
No sé por qué, pero que lo pregunte como si fuera un niño pequeño me parece muy tierno. Especialmente porque parece confuso de verdad.
—No, está bien —aseguro, y le devuelvo el cigarrillo—. Es mi hermano mayor.
—Ah, bien.
—¿Bien?
Se encoge de hombros.
—Aquí la gente suele enviar postales, pero es raro que las reciban.
—Es que no tiene mi número de teléfono.
Creo que cualquier persona normal se habría mostrado sorprendida, pero Stef se limita a asentir como si lo entendiera.
—Los hermanos son complicados —murmura.
—Todos menos Davide, que parece un ser de luz.
Una pequeña sombra de sonrisa se le forma en los labios. Me devuelve el cigarrillo.
—Davide es genial —admite.
No menciona al mayor, así que yo tampoco lo hago. Le doy una calada al cigarrillo, me quedo mirando el mar un rato y finalmente se lo devuelvo. Al recogerlo, me roza los dedos. Cada vez que hace una de esas cosas, yo me tenso de pies a cabeza. Me pregunto si él sentirá algo. Por su aspecto, nadie lo diría.
Creo que llevamos un minuto entero en silencio cuando por fin digo:
—Siento no hablar demasiado. Soy un poco aburrida.
—Aburrida —repite en voz baja, con los ojos clavados en el mar—. Podrías haber dicho cualquier palabra y te has quedado con la que menos te define.
No sé si es un halago o un insulto, así que me quedo callada. Por suerte, él sigue hablando por los dos.
—Y el silencio está bien. A mí me gusta. No tienes por qué decir nada.
Pese a que no me está mirando, asiento con la cabeza y me acomodo mejor sobre la arena.
Unos minutos más tarde, sin decir nada, ambos nos ponemos de pie y nos vamos a por nuestras respectivas tareas. Y estoy lo suficientemente relajada como para olvidarme, al menos durante un rato, de la dichosa carta.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top