Capítulo 20
20
—Stef está enfadado con la españolita.
Si ya me siento mal, la frase de Blanca termina de hundirme. Estaba a punto de darle un trago al cóctel, pero me detengo para asesinarla con la mirada. Debe notar que no ha sido muy apropiado, porque enrojece un poco.
—Es decir... —murmura—. ¡Qué exagerado! Qué dramas.
—Pues a mí me parece normal —opina Miki—. No hay que caer en el juego sucio de los demás. Tienes que ser mejor pers...
—Oh, por favor.
Eso ha salido de mí, aunque no estoy muy segura de si quiero seguir hablando. No voy tan borracha como para empezar a arrepentirme de lo que digo, pero tiendo a hablar más de lo que debería y todavía no quiero que me odien.
Aun así, ya lo he dicho y los tres me contemplan con curiosidad. Yara incluida, aunque no se esté enterando de mucho.
—¿Qué? —me pregunta Miki, sorprendido.
—Que estoy haaaaarta del discursito de que hay que ser una mejor persona que los demás, que hay que ser madura, que no hay que rebajarse a su nivel... ¡Pues igual hay gente que solo te entiende cuando te rebajas a su nivel! ¿Y lo de perdonar a todo el mundo? Y una mierda. Si no se arrepienten, que se jodan. Ser rencorosa compensa más que ser una buenísima persona.
Mientras Yara se come toda la comida que han traído, Miki tuerce el gesto y Blanca asiente con fervor.
—¡Eso! —chilla la última—. Que les den. También tenemos derecho a ser unas cabronas.
—Exacto. ¿Por qué la buena tiene que soportar que le digan de todo sin hacer nada para defenderse? Pues no. En mi cuento, las buenas también tienen garras.
—¿Eso quiere decir que tú eres la buena?
—¿Quién quieres que sea? ¿La Canela esa?
—¿Eh?
—Cinnia —aclara Miki.
—Como se llame —protesto—. Obviamente yo soy la buena. No entro en la categoría normal de buenaza de la telenovela, pero prefiero eso que ser la villana.
—También puedes ser un antihéroe —opina Miki.
Le doy otro trago a la bebida, cabreada.
—¿Y eso qué es?
—Pues... esos héroes que no entran en la categoría clásica de buenazos absolutos. Batman lo es.
—¿Y a quién le importa Batman? Yo solo conozco a Hannah Montana.
—Madre mía. —Miki tiene que tomarse un trago para seguir aguantando esta conversación.
De mientras, Blanca se ha terminado el suyo y le da vueltecitas al vaso entre sus dedos. Parece pensativa. Y Blanca pensativa es un poco peligrosa.
—Tienes razón —opina—. Que le den a Stef. Si se meten contigo, tienes derecho a defenderte. Yo me apunto a darle una paliza a Cinnia, que tampoco me cae bien.
—No quiero pegarle a Canela —aclaro—, solo que sufra un poco.
—Más sufrimiento que haber estado con el amargado de Stef...
—Stef no está amargado —protesta Miki—. Es que... tiene una personalidad que hay que ir descubriendo poco a poco.
—Miki, sabemos que tienes un crush, pero relájate.
Mientras ellos siguen hablando, yo dejo el vaso ya vacío sobre la mesa y me cruzo de brazos. Me molesta mucho que me digan las cosas que hago mal. Me pregunto si tendré algún traumita de esos que lo explique. Aunque, pensándolo bien, siempre uso los traumitas de excusa con cualquiera de mis comportamientos de mierda. Quizá debería parar.
—Creo que volveré a la cabaña —murmuro al final—. Estoy cansada.
Blanca señala a la que sigue comiéndose absolutamente todo lo que hay sobre la mesa.
—Dile a Yara que duerma contigo para no sentirte sola.
—No, gracias.
—Pobre Yara, qué rechazo.
Al final, la aludida se queda con ellos en el chiringuito para seguir hinchándose a comer, así que yo me marcho sola en dirección a la cabaña gigante. Sigo sin creerme que ahora pueda dormir aquí. Es un subidón de categoría que, aunque me gusta, me hace sentir un poco incómoda. ¿Es normal que eche de menos mi cabañita diminuta? Incluso a la noruega, y eso que apenas hace un día que me mudé.
Por cierto, qué traición eso de ayudarles a hacer mi maleta. Pensándolo bien, no la echo de menos. Que se joda.
La menos rencorosa.
Irritada, me meto en la cabaña gigante y voy directamente a la ducha. Ya me he lavado antes, pero necesito hacer algo con mi vida y no estoy tan cansada como para dormir. Termino reordenando los armarios, hablando con Arni, viendo la televisión y encerrándome otra vez en la habitación. Para cuando Yara llega, yo estoy sentada en mi escritorio con una lamparita encendida, la lupa colocada y los pedacitos de pulsera extendidos ante mí.
Es un trabajo un poco tedioso, pero a mí siempre me ha gustado. Y no recordaba lo mucho que lo hacía hasta que lo he intentado de nuevo. Cuando era pequeña, solía intercambiar pulseras y collares con todas mis amigas. Los suyos no me gustaban tanto como los míos, pero tocaba aceptarlos con una sonrisa. Cuando se lo contaba a mi hermano, Rubén siempre se reía a carcajadas y me decía que era demasiado honesta.
Lo sigues siendo.
Bueeeno, nunca se es demasiado honesta. Lo que pasa es que la gente le teme a la verdad.
Claro, claro.
No sé cuánto tiempo pasa, pero cuando me empiezan a picar los ojos llevo cuatro pulseras y media, y también dos colgantes. Algunas están hechas con cositas que he ido encontrado por la playa, otras con lo que he encontrado por la cabaña, y unas pocas de lo que me sobró cuando le hice el colgante a Bruno.
Como me sobra tiempo y sigo sin sueño, le quito la anilla que lleva la lata que me estoy tomando y empiezo a darle vueltas entre los dedos. Sé por qué no puedo dormir; siempre me ha pasado. Soy incapaz de descansar cuando sé que alguien está cabreado conmigo. Lo curioso es que siempre me ha pasado con amigos, nunca con alguien que me gustara. Y esta vez me pasa con Stef.
Tras contemplar la anilla un rato más, recojo mis pinzas y empiezo a darle forma.
Diez minutos más tarde, estoy recorriendo la playa en pijama.
Son las tantas de la madrugada, así que no hay nadie alrededor. Incluso el chiringuito está cerrado y vacío. Qué extraño. Me siento un poco sola. Quizá es el momento perfecto para nadar y que nadie juzgue mi técnica horrible.
Perfecto para ahogarte y que nadie te vea, sí.
Al final, decido encaminarme hacia donde he decidido que iría y subo los escaloncitos de piedra que hay al inicio de la playa. Espero recordar bien el camino, porque este lugar tiene unas cuantas casas. Si me pongo a llamar al timbre de la que no es, me puede abrir Mario exótico. Si de normal ya da miedo, no quiero ni imaginarme cómo será recién despierto.
Material de pesadillas.
Con mi regalito en la mano, empiezo a repasar cada casa e intento recrear el caminito que hice con Stef ese día que me dejó crema para el sol. Lo bueno es que recuerdo el color de la casa; lo malo es que hay tres iguales.
¿Qué es la vida sin un poco de riesgo?
La más grande parece tentadora, pero termino yendo a la mediana. Espero que sea esta, porque ya la estoy rodeando para llegar a una de las ventanas de atrás. Uf..., como sea algún turista despistado...
Pero me resulta familiar. He visto esta ventana cuadrada. Y estas persianas abiertas. Y esta enredadera subiéndose hasta el techo. Y estas florecitas de decoración. Recuerdo especialmente las últimas porque enseguida supe que no eran la elección decorativa de Stef y me hizo mucha gracia.
Pego la nariz al cristal sin ningún tipo de vergüenza, pero no consigo ver mucho del interior de la habitación. Lo único que consigo es que mi aliento forme una mancha extraña que tengo que lavar con el brazo. Qué desastre.
Bueno, a la mierda. Empiezo a aporrearla con el puño.
En cuanto veo un movimiento en el interior del dormitorio, siento la corazonada de que sí se trata de mi Romeo enfadada. Respiro hondo. Vale, ha llegado el momento. Esperemos que sea la fórmula mágica para que se le pase el enfado.
Un muy cansado Stef abre la ventana. Tiene peor cara de costumbre, porque su mal humor ahora se mezcla con el sueño que acabo de interrumpir. Confuso, contempla a su alrededor. Se pone de peor humor a cada segundo.
Y entonces me ve ahí, con una rodilla en el suelo y ofreciéndole la anillita con una gran sonrisa.
—Hola —saludo alegremente—. ¿Quieres casarte conmigo?
Durante unos instantes, Stef contempla la anilla deforme que he conseguido convertir en un anillo bastante convincente. Luego, me observa con el ceño fruncido.
Y, finalmente, vuelve a cerrar de un golpe.
Pasa un momento antes de que reaccione. Y, aunque debería ser el momento más humilde de mi vida, lo único que consigo es cabrearme todavía más. Todavía con la anilla en la mano, empiezo a aporrear la ventana otra vez. Lo hago con tanto ímpetu que, cuando abre otra vez, estoy a punto de darle en toda la cara. Menos mal que me detengo a tiempo.
—¿Qué? —grazna, todo dulzura.
—¡No me cierres así!
—¿Sabes que hora es?
—Hora de que me perdones.
Stef, que estaba intentando dormirse, tan solo puede suspirar y pellizcarse el puente de la nariz. Me pregunto qué se le pasará por la cabeza.
Nada bueno.
Mientras invoca paciencia, yo aprovecho para contemplar su pijama. O su no existencia de pijama. Solo lleva ropa interior. Lástima que la ventana le cubra hasta la cintura, pero al menos me da una vista bastante panorámica de todo su torso superior. No es nada que no haya visto en la playa, con el bañador, pero en ropa interior parece distinto. Más íntimo. Me pongo un poco nerviosa. Tampoco lo había visto nunca tan despeinado. Todo novedades. Podría acostumbrarme a ellas.
Mientras yo babeo sobre el alféizar de su ventana, él ha tenido tiempo de despertarse del todo y enfrentarse a mí.
—Son las cuatro y media —aclara finalmente.
—Preciosa hora.
—Claudia... ¿no puedes esperar a mañana?
Oh, nombre completo. Alguien está cansado de verdad.
—Es que, si no me perdonas, no puedo dormirme. Es psicológico.
—Qué interesante.
—Oye, no te rías de mí. Te he traído un anillo con toda mi buena voluntad y me has cerrado la ventana en la cara. Vas a tener que esforzarte mucho para que te perdone.
—¿No se suponía que el enfadado era yo?
—Bueno, pues ahora ya no. Me has perdonado, ¿a que sí?
Por un momento, parece que va a volver a suspirar. Al final, sin embargo, esboza media sonrisa que intenta ocultar sin muchas ganas.
—Esto es ridículo —murmura, aunque sigue sonriendo.
—¿Ves como me perdonas?
—¿Qué remedio? No te vas a ir hasta que lo haga.
—No finjas que tienes tanta prisa porque me vaya.
Como él no dice nada, decido ofrecerle la anilla otra vez. Stef la recoge para examinarla de cerca. Pese a que no es mi mejor trabajo, creo que le gusta mucho. Y eso que intenta disimularlo.
—Debo admitir —murmura—, que nunca me habían regalado anillos.
—Me alegro de estrenarte en el tema.
—Aunque no voy a casarme contigo.
—Lástima.
—¿No deberías estar durmiendo? —añade, centrándose otra vez en mí.
—¿Para qué? Mañana no tengo trabajo. Ya no puedes explotarme.
—No sabía que solo necesitara dormir la gente que trabaja.
—Que ya me vooooy... ¿Te ha gustado el regalo?
—Mucho, sí.
—Ahora dilo de verdad.
—Claudia... —murmura, ya en tono de advertencia.
—Cuando dices mi nombre completo, me siento como cuando me regañaba un profesor.
—Es que te estoy regañando.
—Sin justificación, diría yo.
De nuevo, se queda en silencio. No sé qué ha hecho con el anillo, pero ya no lo tiene en la mano. Que se lo quede es buena señal, ¿verdad? A mí me lo parece.
La pausa se extiende un poco más de lo que esperaba y, aunque suelo tener conversación para llenar un día entero, me descubro a mí misma sin nada que decir. Sigo un poco nerviosa por estar a solas, de noche y con él tan expuesto. Y eso que mi pijama sí que es de persona decente que se tapa las tetas para dormir. Y no sé por qué estoy pensando en tetas. Ay, debería irme a dormir antes de que enrede las cosas otra vez.
No obstante, en lugar de irme a dormir, suelto la pregunta más estúpida de la historia.
—Y... ¿qué hacías antes de que llegara?
Stef me contempla como si se estuviera cuestionando mi número de neuronas, aunque parece divertido.
—Dormir.
—Ah, claro.
—Ajá.
—Tiene sentido.
—Lo tiene.
Silencio incómodo.
Su mirada es la de alguien que disfruta con los nervios del otro, y pronto entiendo que esta conversación solo puede ir a peor. Al menos, para mí. Hora de irse.
—Buenas noches y... em... que descanses y todo eso.
Stef no responde. Simplemente, me contempla dar la vuelta y empezar a alejarme de su casita de colores. Dios mío, qué vergüenza.
Sin embargo, no llego a oír cómo se cierra su ventana. Lo que sí oigo es cómo busca algo en su cómoda y salta el alféizar. Sé que se está acercando a mí, pero por algún motivo sigo moviéndome como si no me enterara de nada. Definitivamente, estoy nerviosa.
—¿Vas a acompañarme a la cabaña? —pregunto en un tono un poco más agudo del habitual.
—Solo quiero fumar.
—Seguro.
—¿Qué otra cosa voy a querer?
—Tú sabrás.
—Sé de unas cuantas, sí.
No quiero ilusionarme, así que suelto un sonido que puede interpretarse como una risa y sigo andando sin mirarlo.
Él me sigue escaleras abajo, y también por la arena. Estamos por la mitad del camino cuando, de pronto, noto que me detiene de la mano y empieza a tirar de mí en dirección contraria a mi cabaña. No entiendo dónde se está dirigiendo hasta que veo que es la orilla.
—¿Qué haces? —pregunto, aunque me estoy dejando arrastrar con toda la alegría del mundo.
—Por culpa tuya no tengo sueño, así que te toca entretenerme.
—Eres siempre taaan romántico...
Aun así, dejo que siga tirando de mí. No se detiene hasta llegar al borde de la orilla, donde no me suelta la mano hasta que me siento a su lado. Pese a que la arena en la que estoy sentada está calentita del sol de todo el día, la de mis pies empieza a humedecerse por las olas. Contemplo mis pies manchados de arena sin saber qué otra cosa hacer. Estoy más nerviosa de lo que me gustaría admitir.
Stef, de mientras, se enciende un cigarrillo y apoya una mano justo detrás de mi espalda. Es una chorrada, pero sentir su piel tan cerca de mi espalda es una sensación muy extraña. Como si me abrazara, pero sin llegar a rozarme.
—¿Sueles venir a fumar aquí? —pregunto, aunque sea solo para cortar el silencio.
—A veces. Por la noche, nadie viene por esta zona. Se quedan junto al chiringuito.
—Ah, claro...
—Te noto mucho más callada de lo habitual, amore.
—Estoy reflexiva.
—¿Sobre qué?
Sobre tus pectorales.
—Sobre la vida.
Stef no responde inmediatamente. Por el humo que aparece ante nosotros, diría que es porque acaba de tomar una calada. Ya ni siquiera se molesta en ofrecérmelo; sabe que lo detesto. Aunque creo que ya tenemos la confianza suficiente como para que, por primera vez, admitiera que no me gusta.
—Siento haberme enfadado contigo —dice de pronto.
Es lo primero que me saca los nervios. Quizá es porque me ha llenado de curiosidad. Con las rodillas pegadas al pecho, me vuelvo hacia él. Me está mirando.
—¿Lo sientes? —repito con confusión.
—Sí..., no ha sido la reacción más adecuada. Aunque no me guste lo que haya oído. —Durante unos instantes, no estoy segura de si va a seguir hablando—. Tiendo a enfadarme primero y dar explicaciones después. Voy a... intentar cambiarlo. Supongo.
—Oh.
Podría darle una respuesta más elaborada, pero es lo único que me sale. Eso le provoca una sonrisa divertida.
—¿Oh?
—Me parece una gran reflexión —digo al final—. Una gran evolución de personaje, exacto.
—Oye, no hables de mí como si fuera un personaje ficticio.
—En mi corazón eres real.
—Qué romántica.
—Esa frase irónica es mucho más romántica que nada que me hayas dicho tú en los últimos dos meses.
—¿Y qué quieres que te diga? No se me ocurre nada romántico.
—Pues algo horrible.
—Solía hacerlo con Cinnia justo donde estás sentada.
Por un segundo, no proceso la información que me ha soltado. Lo hago en cuanto empieza a sonreír.
—Es broma —aclara.
Por primera vez, su broma no me hace ni puñetera gracia.
—¿En serio?
—Claudia, es broma.
—Idiota. Que te den.
—Oye...
—Fuma tú solo. Idiota.
Creo que por fin se da cuenta de que no me ha hecho gracia, porque borra la sonrisa y enarca las cejas. Mi reacción le ha pillado por sorpresa. Bueno, pues que espabile. Idiota.
Hago un ademán de levantarme, pero su mano me atrapa la muñeca y me retiene. Irritada, intento zafarme. Solo consigo que me atrape la otra.
—Es broma —insiste, ahora mucho menos risueño—, como has dicho algo horrible, pensaba que...
—¡No tiene gracia!
—¡Vale! —salta de repente—. Pues no volveré a hacer esas bromas, pero no te enfades.
Tarde. Ya estoy cabreada, y quiero irme de aquí antes de que empiece a decirle cosas de las que me pueda arrepentir.
Vuelve a retenerme de la muñeca. Solo que esta vez tira con un poco más de fuerza y, de alguna forma, aterrizo sobre él. No es una posición que suela molestarme, pero en esta ocasión me irrita muchísimo. Intento zafarme otra vez, pero él trata de inclinarse para que tenga que mirarlo a la cara. Idiota. Frustrada, consigo zafarme de su agarre y, de alguna manera, termino sujetándole el hombro con una mano para que no vuelva a acercarse a mí.
En medio de todo el forcejeo, mi cuerpo se ha activado y ya estoy respirando con agitación. Él también, aunque ya no me toca. Tiene ambas manos apoyadas en la arena. Por su expresión al mirarme, cualquiera diría que no ha hecho nada malo en toda su vida.
Y, al verlo desde tan cerca, mi enfado no disminuye, pero empieza a teñirse de otro color. Uno que hacía mucho tiempo que no veía ante mí. Me remuevo un poco sobre su regazo, y puedo sentir el pequeño cambio en su expresión al sentir exactamente lo mismo. Otra vez, me pregunto qué le estará pasando por la cabeza. En esta ocasión, creo que tengo la respuesta.
Este no era el plan. De hecho, mi plan actual era hacerme la enfadada hasta mañana. No obstante, termino haciendo otra cosa muy distinta.
En cuanto le doy un beso en los labios, Stef despega las manos de la arena como si le quemara bajo los dedos. Las noto enseguida alrededor de mi cuerpo. Los pequeños granos me raspan la piel, especialmente cuando me sujeta de la espalda y las caderas, pero no puede importarme menos. Mi beso ha empezado agresivo, pero él lo empeora mil veces. Lo transforma en algo distinto. Algo que hace que abra la boca sobre la suya y le rodee el cuello con los brazos. Pronto me encuentro a mí misma separándome un momento para tratar de aclararme las ideas, aunque él me las borra todas al atrapar mi labio inferior entre los suyos.
Este beso me recuerda al primero que me dio. Me trasmite la misma sensación de hambre, de ganas de hacerse con todo lo que soy, y lo peor es que yo siento lo mismo. Con los brazos firmemente apretados en su cuello, siento que él sube las manos por mi espalda y vuelve a bajarlas hasta llegar a la cinturilla de mis pantalones de pijama. Apenas me ha tocado y ya puedo sentir el recorrido cálido que va a dejar sobre toda mi piel. Con una mano, consigo acunar su cara para alinearla con la mía. Cuando volvemos a unir nuestras bocas, ya ni siquiera sé si lo estoy besando o le estoy comiendo la boca. Me da igual. Pego mi pecho al suyo. La arena me duele bajo las rodillas, que tengo clavadas a ambos lados de sus caderas. Sus dedos me arden en la espalda, donde no deja de acariciarme de arriba a abajo y me vuelve loca porque no intenta hacer nada más.
Pero ya no hay vuelta atrás. He sentido deseo antes, pero nunca de esta manera. Y, de alguna forma, siento que estoy lanzándole absolutamente todo lo que he estado conteniendo estos meses. Y todas las ganas que he tenido de tocarle desde que lo conocí. Y me vuelve loca que él me esté haciendo exactamente lo mismo. Y que, cada vez que intento separarme, vuelva a buscar mi boca como si no pudiera tener suficiente.
De pronto, noto que mete las manos por la parte de atrás de mis pantalones. En cuanto siento sus dedos clavándose en mis nalgas, contengo la respiración contra su boca. En otra ocasión él sonreiría, pero ahora apenas puede respirar. Siento sus bocanadas de aire contra la boca. Y la forma en que aprieta los dedos para pegarme a su cuerpo. Creo que nunca me he sentido tan cerca de alguien. Y con tantas ganas de acercarme a la vez.
Casi con la misma rudeza con la que me ha estado tocando y besando, de pronto me levanta por el culo y se mueve debajo de mí. No entiendo por qué hasta que mi espalda choca contra la arena. Y mi cabeza. Y mi pelo, que se extiende sobre el suelo y choca contra las olas, aunque apenas me importa. Stef se queda de rodillas entre mis piernas y, aunque considero la posibilidad de que se lance otra vez encima de mí, se limita a sujetarme una rodilla con una mano y pellizcarse el puente de la nariz con la otra.
—¿Estás bien? —pregunto, y apenas reconozco mi voz.
Él se toma unos segundos antes de quitarse la mano y mirarme otra vez. Vuelve a estar despeinado, pero esta vez es por mi culpa.
—¿Cuánto te enfadarías si te dijera que he traído un condón? —pregunta finalmente.
Mi respuesta tarda unos segundos en llegar. Los que me tomo para reírme, meterme una mano entre las tetas y sacar el que he traído yo también.
—Poquito —aseguro.
Stef contempla mi condón con cierta sorpresa. Entonces, sonríe y me lo quita de la mano.
—Por estas cosas te... Ven aquí.
Pensé que con esa frase se refería a que me acercara, pero no necesita mi ayuda; vuelve a meterme las manos bajo el cuerpo para clavarme de un tirón debajo de él. Sus movimientos son brutos, más movidos por la necesidad que por la lógica. Y, aunque nunca pensé que esto fuera lo que me gustaría, la verdad es que nada parece suficiente. Necesito que vuelva a tocarme de la misma manera. Que vuelva a besarme de la misma manera. Que me vuelvan a doler los labios cuando llegue a la cabaña. Que haya arena por todas partes.
La siguiente vez que me besa, no hay suavidad ninguna. Ni siquiera en su mano, que se cierra entorno a mi cuello y baja entre mis pechos para meterse entre mis pantalones. Su forma de tocarme es mucho más dura de lo que tengo acostumbrado, y no dejo de jadear contra sus labios. Stef apenas me toca entre las piernas antes de arrancarme los pantalones, y aun así ya ha despertado a todo mi cuerpo. Ya me estoy retorciendo debajo de él para quitarle los bóxers. Veo con impaciencia cómo deshace uno de los condones, y estoy tan ansiosa que tiro de él apenas lo lleva puesto. Nada es suficiente. Necesito tenerlo cerca. Necesito que no se separa de mí.
Su forma de hacerlo es la misma que para besar; bruta, desprovista de cualquier tipo de suavidad. Y me descubro a mí misma disfrutando cada segundo. Mis piernas se cierran de manera involuntaria alrededor de sus caderas, mis manos se clavan en sus omóplatos y mi boca busca su piel constantemente, pero aun así Stef mantiene una mano apoyada sobre mi cabeza. El único sonido que hay a nuestro alrededor es el de las olas golpeando la orilla, y mi pelo, y en algún momento mi cuerpo. No sé cómo, pero termino subida encima de él. Stef me suelta por primera vez para apoyarse en los codos y mirarme, y yo necesito tomarme un momento para echarme el pelo hacia atrás. La humedad y la arena me resbalan por la espalda mientras me muevo sobre él, y ya ni siquiera siento el aire frío en la piel que acaba de descubrirme al quitarme la camiseta. Sé que nos movemos más, pero soy incapaz de procesar ningún tipo de información que no sea la agradable sensación que me asciende por los muslos, que me desciende por la espalda. Lo mucho que me gusta ver su expresión. El dulce dolor de sus manos clavándose en cada parte de mi cuerpo. En cuanto termino, Stef clava las manos en mis caderas y me deja quieta en mi lugar. Empieza a moverse, aunque sea él quien está debajo. Lo único que puedo oír es el sonido rápido y brusco de sus caderas contra las mías, y soy incapaz de hacer otra cosa que absorberlo y clavar las uñas en la arena.
Para cuando él se quita el condón, yo apenas puedo moverme. Nunca lo había hecho con un tío sin preliminares, aunque supongo que nuestras preliminares han sido los dos meses de provocación mutua. No sé ni cómo sentirme. Me tiemblan las piernas. Y otras cosas que es mejor no dejar por escrito. Lo único que puedo hacer es permanecer tumbada junto a su cuerpo.
Stef, que está tumbado a mi lado, vuelve a tener un cigarrillo en la boca. No se ha molestado en taparse; simplemente, tiene un brazo tras la cabeza y contempla el cielo con expresión relajada. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero mi cuerpo empieza a parecer mío otra vez.
Entonces, me ofrece el cigarrillo. Lo acepto más por inercia que por otra cosa. Puedo sentir cómo observa mis labios mientras le doy una calada.
—Pensé que esto de ensuciarte el pelo te molestaría más —admite con media sonrisa.
No puedo hacer otra cosa que reírme y mirarlo. Cuando le suelto el humo en la cara, su sonrisa aumenta.
—Ahora mismo —murmuro—, me da todo igual.
—¿Todo?
—Casi todo.
—Así me gusta, amore.
Le devuelvo el cigarrillo. Él se lo lleva a los labios sin dejar de mirarme. Aprovecho para tumbarme de lado y observarlo de vuelta. Tiene arena por el cuello. Y por la mejilla. Por todas partes. También tiene la marca de mis uñas en los hombros, aunque no parece molestarle. A mí tampoco me molesta absolutamente nada de lo que tengo en el cuerpo ahora mismo.
—¿Qué? —pregunta al final, burlón.
—Yo pensé que esto de hacerlo en una playa te parecería demasiado cliché.
—El plan era hacerlo en un sitio más íntimo, pero se me ha olvidado enseguida.
—Si nos ha visto un turista, deberías subirle el precio por el espectáculo gratis.
Stef se ríe y, mientras suelta el humo, me coloca el cigarrillo sobre los labios. Los frunzo para darle una calada, y en el proceso echo un poco la cabeza hacia atrás. Apenas he soltado el humo cuando, de pronto, él lo apaga contra la arena y tira de mi cuerpo otra vez.
—Vamos a darles una segunda ronda —dice, tan contento.
—¡¿Ya?!
—Tenemos dos condones, ¿no?
Sin embargo, no se lo pone enseguida. Apenas he tenido tiempo de recuperarme cuando noto los mechones de pelo acariciándome el pecho. Y bajando. Y bajando un poco más. Encantada de la vida, me dejo caer enseguida sobre la arena.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top