Capítulo 17


17


Stef, como de costumbre, camina dos pasos por delante. A veces se le olvida que yo no tengo sus patas de grulla y, por lo tanto, no puedo seguirle el ritmo. Especialmente con estos andares furiosos.

—¡Oye! —chillo por detrás—. ¡Frena un poco!

Pese a que hace como si no me hubiera oído, sí que ralentiza un poquitín. Es la viva imagen de la furia contenida: puños apretados, ceño fruncido y pasos largos. No me gustaría ser Mauro en estos momentos. Ahora... ¿ser la que vea cómo le da una paliza a Mauro? Eso sí que me gusta.

El héroe que no sabíamos que necesitábamos.

—No me puedo creer que haya intentado despedirte —masculla él—. A ti y a otras cuatro personas. ¡Sin avisar a nadie! Desde que volvió, supe que era una mala idea. Que la estábamos cagando. ¿Por qué nadie me escucha cuando digo que algo va a salir mal?

—Porque eres muy negativo. Pero, oye, en esto tenías razón.

Por su suspiro, deduzco que no he conseguido consolarlo demasiado.

Como va tan rápido, ya estamos llegando a la altura del chiringuito. Stef se sube de un salto y, aunque parece que va a seguir corriendo hasta su hermano, se detiene un momento para ofrecerme una mano. La acepto con una gran sonrisa que contrasta con su expresión.

Una vez en la plataforma, nos acercamos a la barra del chiringuito. Todavía hay una marabunta de voluntarios protestando. No solo los que han sido despedidos, sino también sus amigos e incluso algún que otro cliente porque todavía no han abierto el chiringuito y no se pude pedir su puñetera sangría.

Mauro se encuentra en medio del caos, pero nadie diría que le importe demasiado. Se ha apoyado en la barra con la espalda, mantiene la Ha torcida y su actitud, en general, es de quien no se arrepiente en absoluto de lo que ha provocado. Incluso diría que una parte retorcida y pequeña de su ser disfruta con ser el centro de atención, aunque sea al precio de que todo el mundo le odie.

Es un villano de Phineas y Ha.

En cuanto alguien se da cuenta de que Stef se está acercando, empiezan a volverse todas las cabezas de golpe. Empiezan los reclamos. Ni siquiera puedo entender la mayoría de los idiomas que están usando. Sin embargo, mientras que a Mauro parecen reclamarle, con Stef están más bien suplicando.

Su hermano mayor sonríe como si nos estuviera esperando.

—¡Stefano! —exclama—. Mucho estabas tardando.

—Pero ¿qué has hecho?

—Gestionar mi resort, como bien os dije que haría.

—¿Despidiendo a gente sin nuestro permiso?

—¿Qué te hace pensar que necesito el permiso de nadie?

—El abuelo se va a llevar una decepción.

—Bueno..., podré superarlo.

Stef murmura algo más, pero como es en italiano yo empiezo a perderme. Contemplo al resto de voluntarios con curiosidad. Algunos parecen más resignados que otros. Unos pocos siguen enfadados. La mayoría ya están empezando a mirar sus móviles, supongo que para asumir que van a tener que empezar a hacer muchas llamadas.

—Vamos —me dice Stef de pronto.

Como no sé de qué va absolutamente nada, decido seguirlo a ciegas. Tampoco es la primera vez. Y, por supuesto, Stef me lleva directo hacia las rocas. Una vez en ellas, se apoya con la espalda y se lleva un cigarrillo a los labios. Ni siquiera me ofrece. No sé si es porque se ha olvidado o si —sospecho que se trata de esta opción— por fin se ha dado cuenta del asco que me da.

De todos modos, con la primera calada no dice nada. Permanecemos los dos en silencio absoluto, aunque no incómodo. Es con la segunda que empieza a hablar.

—Tenemos un problema —dice.

—Gracias por avisarme.

—Técnicamente, puede contratarte y despedirte sin pedir permiso —prosigue—. Podría decírselo a mis padres o a mi abuelo para que intentaran pararlo, pero dudo que consigan nada. Además, es justo lo que él quiere.

—Por tu tono, deduzco que tienes un plan.

Stef por fin me mira. Lo hace mientras le da otra calada al cigarrillo.

—Sí. No es un gran plan, pero es mejor que nada.

—¿Y es...?

—Joderle mucho. Muchísimo. Hasta el punto en que contrataros para que dejéis de molestar sea una mejor alternativa que deshacerse de vosotros.

¿Molestar? Mmm... Eso se me da bien.

Por fin mi área de especialización.

—Podría funcionar —admito—. Aunque no creo que te refieras a quemar contenedores. ¿O sí?

Stef, por un momento, deja la expresión de enfado a un lado. Su pequeña sonrisa parece iluminarle toda la expresión. Creo que no soy consciente de lo guapo que está cuando sonríe hasta que, de repente, me regala otra visión majestuosa de sonrisita divertida.

—Mejor no —opina—. Pero hay otras alternativas. Y ahí es donde esperaba que entrara tu imaginación maligna.

—Vaya, es la primera vez que hablan de mi lado maligno como si fuera un halago.

—Quizá sea para que no lo uses contra mí.

Honestamente, dudo que fuera a ser capaz. Más que nada, porque soy malísima con la gente que me hace cosas malas a pequeña escala. Ahora, ¿cuando se trata de alguien que me hace daño de verdad? Ahí es otra cosa totalmente distinta. No tengo energía como para ponerme a pensar en planes de venganza. No tengo energía para nada. Lo único que puedo hacer es llorar y preguntarme a mí misma cómo he podido dejar que me engañaran durante tanto tiempo. O eso es lo que me ha pasado con Marina, por lo menos.

No sé cómo será el día que tenga que despedirme de Stef. O que él decida que quiere despedirse de mí. Tampoco sé si llegará ese día o se dará de forma natural. O por qué estoy pensando ahora en ello. Lo único que tengo claro es que no me vengaría de él. Ni siquiera si fuera un capullo conmigo.

—¿En qué piensas tanto?

Si él supiera...

Pero, en lugar de decírselo, esbozo una gran sonrisa y me vuelvo hacia él. Mi expresión —tan malvada como iluminada— hace que enarque una ceja con interés. Incluso se ha inclinado un poquito sobre mí.

—Presiento que tienes una idea.

—Pueeede...

—Y presiento que me va a gustar.

—Pueeede..., también. Pero voy a necesitar ayuda. Una que igual no te gusta tanto.

—¿Por qué?

—Porque quizá tengamos que volver a robarle la lupa a la joyera amargada.

Stef está a punto de reírse, pero se detiene al ver que yo no lo hago. Y es que hablo totalmente en serio. Ojalá se me ocurriera una alternativa, pero creo que es la salida más fácil y, sobre todo, la más rápida.

—¿Otra vez? —pregunta al final en tono agudo—. ¡Ya tuvimos que salir corriendo!

—Bueno... ¡mejor! Ya tenemos experiencia.

—¿Por qué será que cada vez que estoy contigo voy rozando la ilegalidad?

—Porque te encanta.

—Puede —admite con media sonrisa—. Aunque tendremos que pensar una nueva estrategia, amore. Alquilársela, por ejemplo.

—Qué aburrimiento.

—Prefiero que estés aburrida que en un calabozo. Vamos.

Tras esa última palabra, apaga el cigarrillo contra la roca. Hace un ademán de tirarlo al suelo, pero se detiene al ver la miradita que le echo. Con un suspiro, se lo guarda en la mano hasta que encuentre una basura.

—Vamos —repite.

—Espera, ¿vamos ahora mismo?

—¿Tienes algo mejor que hacer, ahora que estás en el paro?

—Qué sensible eres.

—Yo prefiero llamarlo práctico. Vamos.

Sin más que discutir, lo sigo directamente hacia la zona de los coches. Están junto a la entrada, y la vieja furgoneta roja y rota sigue donde la dejamos la otra vez. Stef me pide que le espere un momento mientras va a por las llaves, así que eso hago: me cruzo de brazos y espero con el mayor aspecto de mafiosa que he tenido en toda mi vida.

Al menos, hasta que alguien me da un ligero tirón en la camiseta. Bajo la mirada, confusa. Bruno me contempla con curiosidad.

—Qué susto —protesto—. Pensaba que eras tu puñetero padre.

Bruno, por suerte, sigue mirándome con curiosidad porque no entiende una sola palabra de lo que digo.

—Nos vamos de aventura —le informo—. Vamos a robar cosas. ¿Quieres venir?

No sé qué ha entendido, pero se le ilumina la mirada y empieza a asentir. Con toda su alegría, cierra el cuaderno en el que estaba dibujando, cierra el bolígrafo y se pone a mi lado para esperar con la misma postura que yo.

Así nos encuentra Stef unos minutos más tarde, cuando se acerca con las llaves en la mano.

—¿Qué hace aquí el niño? —es lo primero que suelta, todo dulzura.

—Se apunta al robo.

—No sé si es la mejor influencia para un crío.

—¡Se lo pasará genial! Venga, vamos.

Por suerte, Stef decide no insistir más y se sube al coche. Nosotros hacemos lo propio; Bruno se pone el cinturón como el niño bueno que es, Stef arranca el motor y yo me coloco mis gafas de sol de diva. Cada uno con su función en la misión.

Al menos, hasta que Stef me quita las gafas de sol y se las pone él.

—¡Oye! —protesto.

—Las necesito más que tú.

—¡No es verdad! Yo las necesito más.

—¿Para qué? ¿Para verte como un mosquito? Yo las necesito para que no nos matemos.

—Idiota.

Voy a seguir protestando, pero él mete la marcha atrás y sale del aparcamiento con su delicadeza habitual. Conduce como si fueran a darle un premio por los arranques y frenazos más fuertes de la historia. Aunque sospecho que esta vez lo hace a propósito, para que me calle.

Empezáis a parecer un matrimonio.

Estoy tan centrada en la misión que, esta vez, apenas me fijo en el paisaje. Estoy centrada en morderme las uñas, contemplar la carretera y maquinar alguna forma de manipular a la joyera amargada para que me deje su lupa. Un buen recurso es lanzarle a Bruno y salir corriendo, pero luego tendríamos que volver a por él. Además, no quiero volver a ver al puñetero policía. Seguro que esta vez me detiene. Y a Stef también.

—Mierda —murmuro.

Stef me echa una ojeada por encima de mis gafas de sol.

—¿Qué?

—Tengo las uñas destrozadas —observo—. Vine aquí con mi rosa coral perfecto y mira qué desastre.

—Tienes preocupaciones muy serias.

—Prefiero preocuparme por tonterías que no preocuparme por nada.

Pese a que en otra ocasión le habría ofendido, en esta se limita a esbozar media sonrisa.

Por ahí detrás, Bruno observa su alrededor con una gran sonrisa. Tiene todo el pelito hecho un desastre por el viento, pero no parece importarle demasiado.

No quiero seguir pensando en las uñas y estoy aburrida, así que echo una ojeada a mi chófer de confianza. Mi primer impulso es incordiarle un rato, pero no quiero arriesgar nuestras vidas de forma tan estúpida. Además, últimamente aguanta todas mis tonterías sin perder los nervios. Tiene más paciencia que yo.

Aun así, estiro el brazo y camino con dos dedos por encima de su hombro. Asciendo por cuello hasta llegar a la pata de las gafas, a las que empiezo a dar toquecitos. Pese a que las gafas empiezan a bailarle sobre la nariz, pero él hace como si no se diera cuenta.

—Mírate —comento con retintín—, ¿quién te habría dicho que estarías tan preocupado con que la españolita tuviera que irse a casa?

Stef no responde. De hecho, sigue con su cara de moai habitual.

—¿Llorarías mucho si me fuera? —insisto, empujándole las gafas hacia delante.

Él por fin suspira y se las coloca con una mano. Antes de que pueda seguir dándole toquecitos, me atrapa la mano y cambia la marcha sin soltarla.

—No echaría de menos estas cosas —asegura de mala gana.

—Yo creo que un poquito sí.

En cuanto hago un ademán de liberarme del agarre, él da un tirón y gira el volante sin soltarme. El tirón hace que mi cuerpo vaya hacia un lado como si fuera una muñeca de trapo. Casi me caigo del asiento. Indignada, le frunzo el ceño. Ahora sí que está sonriendo.

—¿Te hace graci...? —intento preguntar, pero da otro volantazo y yo casi salgo volando—. ¡OYE!

—Si no quieres que te molesten, no molestes.

—Oh, el abuelo ya vuelve a dar lecci... ¡NO VUELVAS A GIRAR EL VOLANTE!

Pese a mi pánico, Bruno está aplaudiendo y riendo por ahí atrás. Menos mal que alguien se lo pasa en grande.

Stef, todavía sonriendo, por fin me suelta la mano y deja que vuelva a sentarme derecha en mi asiento. Indignada, me acaricio la muñeca como si acabara de recuperarla.

—Idiota —mascullo.

—Ponte el cinturón —dice él—. Si lo llevaras puesto, no podría tirar así de ti.

—Devuélveme mis gafas.

—No.

—Sí.

—No. Ponte el cinturón.

—Eres insoportable.

—También soy el único que te está ayudando.

—Para joder a tu hermano.

—Y para que te quedes. Ponte el cinturón, españolita.

Irritada, hago el máximo drama posible en cada gesto, pero me pongo el puñetero cinturón. Intento que haga tanto ruido como sea posible. Stef asiente con aprobación.

—Buena chica.

—¿Mis gafas, por favor?

Divertido, se las quita y me las pone sin mirar. Podría haberme sacado un ojo, pero lo hace con bastante habilidad. Debo admitir que estoy sorprendida. Y satisfecha, también. Con una sonrisita triunfal, vuelvo a acomodarme en el asiento.

Por suerte, no hay más disputas en lo que queda de viaje. Stef encuentra aparcamiento un poco más cerca de la joyería que la última vez, se baja y nos espera a Bruno y a mí, que tardamos el triple que él en hacer exactamente las mismas cosas. Llegamos a su lado de la manita.

—Listos para la aventura —anuncio con una sonrisa.

Él no parece tan entusiasta como yo, pero aun así empieza a moverse. Bruno y yo lo seguimos de cerca, todavía de la mano, y vamos contemplando cada escaparate que nos cruzamos. La mayoría son negocios de comida local, otros pocos de productos típicos destinados a los turistas, y también hay unas cuantas tabernas. Como hace bastante calor y es temprano, todavía no hay mucha gente por la calle. Solo la gente mayor que va a hacer la compra y los que van a trabajar. Algunos saludan a Stef, que gruñe a modo de respuesta. Tan dulce como de costumbre.

De pronto, Bruno tira de mi mano y me detiene delante de un escaparate. Es una tienda de dulces. Hay chocolates, caramelos y golosinas por todos lados. Sacos y sacos llenos. Y bolsas con preparaciones, también. Pero lo que le ha llamado la atención es el chocolate dorado que hay en la entrada, todavía haciéndose. Bruno tiene los ojos muy abiertos por la impresión. Y, honestamente, yo también.

Para cuando Stef se da la vuelta, nosotros seguimos con las narices pegadas al cristal.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Vamos a probar el chocolate —informo, muy digna.

—¿Ahora?

—¡Pues claro! Bruno quiere. ¿A que sí, Bruno?

El niño asiente enseguida, aunque no sé si me ha entendido.

Stef, a todo esto, ya empieza a tener cara de querer marcharse.

—Hemos venido a por la lupa —me recuerda.

—¡Hay tiempo para todo!

Antes de que pueda detenernos, Bruno y yo nos apresuramos a entrar en el establecimiento. Oigo su gruñido de impaciencia antes de que se cierre la puerta.

Tal y como esperaba, la tienda desprende una dulce mezcla de aromas que me pone de buen humor. Bruno se suelta de mi mano para ir a inspeccionarlos de cerca. Está entusiasmado. Especialmente por el que hemos visto en la entrada, que tiene brillitos por todos lados.

Quizá sea radiactivo, pero tiene buena pinta.

—¿Quieres probarlo? —le pregunto.

Él vuelve a asentir con fervor.

La señora de la tienda, que debe olerse una venta fácil, se apresura a salir de detrás del mostrador y acercarse a nosotros. Lo hace con una gran sonrisa. Casi puede verle los símbolos de euro en los ojos.

—¡Bienvenidos! —anuncia en un perfecto inglés—. ¿Españoles?

—Solo yo —informo, aunque sospecho que le importa un pimiento.

—¡Bienvenida, bienvenida! ¿Os ha gustado el chocolate mágico?

Si dijera esto delante de Arni, haría una broma con drogas que no sería apta para los oídos de Brunito.

A todo esto, Stef ha entrado en la tienda y está plantado a mi lado con los brazos cruzados. No es la imagen que te viene a la mente cuando piensas en una tienda de dulces.

—Tenemos prisa —informa con su típico tono gruñón.

—Oh, ¡será rápido! —asegura la mujer con alegría—. Tenemos una pequeña degustación de tres chocolates mágicos. Si os gusta algo, podéis llevaros una tableta a casa.

Mientras que Stef niega, yo empiezo a asentir.

—Tenemos... —empieza a decir él.

—¡...muchas ganas de probarlos! —finalizo yo, encantada.

La mujer prácticamente se va detrás del mostrador dando piruetas. Le dedico una sonrisita entusiasta a Stef, que suspira con pesadez.

Ella aparece con una bandeja con muchos más chocolates que los mágicos, pero no puede importarme menos. Ha cortado tres trocitos de cada uno. Bruno se apresura a tomar unos cuantos para él, mientras que yo empiezo por el dorado. La mujer espera reacciones con los ojos muy abiertos, y parece satisfecha cuando ambos empezamos a emitir soniditos de aprobación.

—¿El señor no quiere? —pregunta al ver que Stef sigue de brazos cruzados.

—No.

—¡Sí! —aseguro—. Es que es muy tímido.

—No soy tími...

Para callarle un rato la boca, le meto un trozo de chocolate entre los labios. De la sorpresa, está a punto de escupirlo. Menos mal que decide empezar a masticar.

La mujer sigue esperando una reacción. Una que no llega. Stef se traga el chocolate y, finalmente, se encoge de hombros.

—No está mal.

La pobre muchacha jadea como si acabaran de pisotearle el corazón.

—¿No está mal? —repite—. ¡No puede ser! ¡Son los más vendidos de la tienda!

Stef vuelve a encogerse de hombros, totalmente impasible.

—¡Está buenísimo! —aseguro.

Sin embargo, cuando intento coger otro trocito, la mujer aparta la bandeja y desaparece tras el mostrador. Cualquiera diría que la sigue una nubecilla oscura, porque todo su entusiasmo se ha esfumado.

Mientras Bruno se mete en la boca todo el chocolate que ha conseguido robar, yo le doy un manotazo en el brazo a su tío. Stef da un paso atrás, pasmado.

—¡Oye! —protesta.

—¡Has sido muy desagradable!

—He sido sincero —se defiende—. No estaba tan bueno.

—¡Estaba delicioso!

—Tienes el estándar muy bajo.

—Será por eso que me gustas, idiota.

En otro momento, me daría vergüenza admitirlo en voz alta. Pero Stef no es la clase de persona que se burla de estas cosas. Ni de nada, en realidad. Vive en su propio mundo paralelo y rara vez le afecta lo que pase en el nuestro.

La mujer vuelve con una nueva bandeja. Lleva tres chocolates diferentes. No tienen tanta decoración, pero parecen mucho más sofisticados. En cuanto baja la bandeja, Bruno se apresura a hacerse con dos trozos y guardárselos con los otros. Tengo que partir el restante para que Stef y yo podamos probarlo.

Creo que ella ya se ha olvidado de mí, porque solo mira la cara de moai de Stef. Este mastica como si fuera el mayor esfuerzo que ha hecho en su vida, mientras que yo quiero morirme del gusto. ¡Qué rico está! Sabe a cacahuetes y a gloria.

—Meh.

En cuanto oigo el sonidito despectivo de mi acompañante, levanto la mirada. Incluso Bruno deja de hincharse para contemplarlo.

—¿Meh? —repito—. ¡Esta...!

—Mediocre. ¿No tienes nada mejor?

La mujer, a estas alturas, está blanca como un fantasma. Con los hombros hundidos y la cabeza alta, se apresura a volver a meterse tras el mostrador.

—Le estás arruinando la vida —informo a Stef.

—Hay que saber encajar una crítica.

—Lo tuyo no son críticas, son bombas atómicas.

—Tengo los estándares altos. Será por eso que me gustas, amore.

Le dirijo una sonrisa irónica, aunque la suya parece sincera. En cuanto reaparece la mujer, se apresura a borrarla y adoptar, de nuevo, su pose de cliente insatisfecho.

Pasamos por tres bandejas más, cada una con chocolate más caro que el anterior, hasta que Stef por fin se detiene a contemplar un trocito de chocolate. Es negro, como su alma. No tiene nada especial, pero brilla mucho más que el resto. Y Bruno lo devora con muchas ganas. A mí me sabe a chocolate de millonarios, pero ya no sé qué pensará Stef.

La mujer observa, con los ojos muy abiertos, como él se mete el trocito en la boca y empieza a degustarlo. Lo hace como si fuera experto en chocolates, cuando en realidad puede que sea la primera vez que prueba algo dulce en su puñetera vida.

No obstante, esta vez no hay sonido de desagrado. Tampoco gruñidos. Stef murmura con aire pensativo y se lleva un dedo al mentón.

—¿Y bien? —pregunta la mujer, hundida en la miseria.

—Es decente. El primero que me gusta.

¿La conclusión? Está tan contenta que, antes de irnos, nos regala una barra gigante del chocolate que le ha gustado a Stef. Y otra pequeña del dorado para Bruno.

Balance positivo.

Una vez en la calle, le echo una miradita sospechosa a Stef. Él se pasea con su bolsa gigante de chocolate gratis. No parece muy arrepentido.

—¿Qué? —me pregunta.

—¿Todo eso ha sido un truco para conseguir chocolate gratis?

—No. Estaban todos deliciosos, pero intentaba que nos echara de la tienda por desagradables. Además, ahora tenemos chocolate gratis para una buena temporada. De nada.

Quiero protestar, pero la verdad es que ha sido una jugada maestra. Bruno, que va caminando a su lado, intenta abrir el papel de su chocolate para seguir comiéndoselo. Stef se lo guarda en la bolsa antes de que pueda conseguirlo. Le dice unas cuantas palabras en italiano, también. Por la cara de Bruno, deduzco que le está regañando porque no puede comer tantos dulces tan seguidos.

—Ahora sí —anuncia Stef—. ¿Podemos ir a la puñetera joyería?

—Vaaaale. Solo quería... ¡mira esos zapatos!

Antes de que pueda detenerme, voy corriendo al siguiente escaparate. Es de ropa artesana. Hay unas sandalias de cuña y tela blanca preciosas, con una cinta que se cierra alrededor del tobillo. Ni siquiera me molesto en mirar el precio. Tienen que ser mías o...

Antes de que pueda seguir deleitándome, un brazo me rodea de la cintura y empieza a arrastrarme calle arriba. Intento librarme, pero Stef me tiene agarrada con fuerza.

—No —dice, ya amargado—. Vamos. A. La. Joyería.

—Pero ¡esos zapatos eran...!

—¡Igual de aburridos que todos los demás! ¡Vamos a por la puñetera lupa de una vez!

Irritada, me cruzo de brazos y dejo que siga arrastrándome calle arriba.

Para su placer absoluto, llegamos a la joyería sin más interrupciones. Hay uno o dos clientes dando vueltas junto a los anillos del fondo, pero nadie nos presta atención. Tan solo la mujer delgada de la otra vez, que está de pie tras el mostrador y pasa un cepillo por encima de una pulsera dorada. En cuanto oye la campanita de la entrada, levanta la vista. Su expresión aburrida cambia nada más reconocernos.

Qué gusto da ser bienvenida en todos lados.

No sé qué dice en italiano, pero Stef suspira y empieza a hablar con ella. Lo siguiente que oigo es una ristra de protestas, negativas y cosas que no suenan demasiado bien. Stef me echa una ojeada un poco cansada, pero sigue intentando defender nuestro barco medio hundido.

—¿Qué dice? —pregunto.

Él pasa de mí y sigue hablando italiano, así que le pincho las costillas con un dedo. Tras dar un brinco, por fin se centra en mí.

—¿Qué dice? —repito.

—Que no, obviamente.

—Eso ya lo he pillado. ¿Por qué no?

—Porque somos unos niñatos ladrones.

—¿Te ha dicho eso?

—Es un resumen, pero sí. ¿Qué otra cosa va a decir?

La mujer, que no lleva muy bien que pasen de ella, empieza a protestar otra vez. Stef se apresura a acercarse al mostrador y a tratar de razonar con ella. No tardo mucho en darme cuenta de que no servirá de nada.

Esto no está funcionando, así que hay que pensar en un plan B. Podría volver a robar, ¿no? Mientras Stef habla con ella, podría dar la vuelta al mostrador y hacerme con la lupa. Aunque hay clientes, así que se darían cuenta. No..., tiene que dárnosla ella. Voluntariamente.

Mmm...

Tu cabeza pensante me da miedo. Y formo parte de ella.

Mmmmmmm...

¡Ya lo tengo!

Con una gran sonrisa, sujeto a Bruno por debajo de los hombros y lo levanto para colocármelo en la cadera. Él se deja, un poco confuso. Sigue irritado por no poder comerse todo su chocolate, así que pasa un poco de mí. Pero no pasa nada; para esta escena, no necesito su colaboración.

Stef está a media frase cuando yo, en medio del silencio educado de la joyería, suelto un sollozo que habría despertado a un muerto. Todo el mundo se vuelve hacia mí, alarmado. Especialmente Stef. Se ha girado tan deprisa que se ha quedado blanco. Y es que estoy llorando. Mucho. Muchísimo.

—¡Esa lupa fue un regalo de mi abuela! —chillo, todavía llorando a moco tendido—. ¡Mi bisabuelo se la guardó en el culo durante toda la guerra civil para que su pobre hijita pudiera usarla en sus largas tardes en la cabaña, apartada del mundo! ¡Con ella, forjó los anillos con los que se casó con su abuelo!, ¡y los de mis padres! ¡Mi familia lleva años buscando esa lupa y, ahora que la encuentro... ME DICES QUE NO PUEDO RECUPERARLA!

Probablemente nadie pueda entenderme, pero los clientes me miran con lástima y la joyera me hace gestos para que baje la voz. Supongo que voy por buen camino.

—¡Años! —repito, y me doy un golpe en el pecho a mí misma—. ¡Mi pobre hermanito y yo hemos viajado hasta Italia con los pocos ahorros de nuestros padres! ¡Incluso nos hemos traído a nuestro hermanito pequeño, que nunca había podido salir de nuestro pueblo... y este es el primer contacto que tiene con la sociedad! ¡Una joyera malvada que no es capaz de dejarnos la lupa por un precio muy razonable y asequible y con la seguridad de que se la devolveríamos en una semana!

La mujer aprieta los labios, furiosa, y vuelve a decirme que me calle en italiano. Su furia empieza a hacer que los clientes la miren con mala cara, así que aumento el sonido de mi llanto dramático.

—¡Mi pobre abuela! —chillo—. ¡¿Qué pensaría mi pobre bisabuelo después de pasarse toda la guerra civil con eso metido por el cu...?!

La joyera, de pronto, da un golpe seco sobre el mostrador. Detengo el llanto y la contemplo con una ceja enarcada.

—¿Y bien? —le pregunto a Stef—. ¿Está dispuesta a negociar?

Él sigue contemplándome con la cara torcida por el espanto, así que tarda unos segundos en reaccionar y volverse hacia ella.

—Dice que, por cien euros, está dispuesta a dejárnosla —informa.

—¿Cien? Está loca. Que sean veinte.

En cuanto veo que ella vuelve a negar, sollozo tan fuerte como puedo.

—Dice que no —informa Stef.

Otro sollozo desgarrador. Joder, empieza a dolerme la garganta. Bruno intenta limpiarme las lágrimas con las manitas, cosa que le da un toque trágico a todo el acto. Una clienta se lleva una mano al corazón.

—Dice que veinte está bien —informa Stef entoces.

Corto el llanto de golpe y, con una sonrisa, aparto un poco a Bruno para sacarme un billete de veinte de entre las tetas. Se lo dejo en el mostrador con toda la alegría del mundo.

—Mi lupa, por fi.

Ella me dirige una mirada que, de haber sido posible, helaría el infierno. Y aun así me trae la lupa y la deja a mi lado de un golpe. Stef se la guarda bajo el brazo y le da las gracias en italiano, pero la mujer está ocupada asesinándome con los ojos.

En cuanto salimos de la tienda, yo me limpio las lágrimas con el dorso de la mano. Stef me contempla con una sonrisa un poco pasmada.

—A veces —asegura, divertido—, das un poco de miedo.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top