Capítulo 14


14


—¿Qué tal? —le pregunto a la noruega—. ¿Parezco... deportista?

Ella me contempla durante unos segundos. Por su cara, debo parecer estúpida.

A veces es una virtud.

A ver, no es que seamos grandes amigas, pero los dos metros cuadrados de cabaña nos obligan a interactuar de vez en cuando. Por las noches, cada una se mete en su cama y mira el móvil en silencio. Por las tardes, que es cuando más me apetece hablar, le toca escucharme sin hacer mucho caso.

Me pregunto cuántas tardes aguantará antes de intentar ahogarme mientras duermo.

Siempre positivas.

Hoy, después del turno que me tocaba, he decidido volver a la cabaña y ducharme —no sé para qué, si voy a sudar como un puerco—, peinarme —de nuevo, ¿para qué?— y buscar la única ropa deportiva que tengo en la maleta. Todo para prepararme para una bonita tarde de diversión familiar.

Ugh... qué raro suena todo. Si mi hermano me viera aquí, en familia, probablemente empezaría a reírse con incredulidad. Lo que me lleva a pensar que todavía no he llamado a mis padres. Ups.

Bueeeeeeno, un día más pueden aguantar.

Ya empezamos.

Da igual; el problema inmediato es que solo tengo un conjunto deportivo. En mi defensa: pensé que, al venir, usaría mis vestidos y mis sandalias. Pero, no. Decidí venir al infierno italiano donde solo uso el uniforme y, de vez en cuando, las gafas de sol.

Me observo en el espejo que comparto con la noruega. Llevo mallas cortas, un top deportivo y mi chaquetita de Adidas. Menos la sudadera, que es amarilla, todo lo demás es verde oliva. ¡El conjunto perfecto! Lo compré hace años para ir al gimnasio, pero, después de una sesión, me aburrió y nunca volví a usarlo.

—¿Cuáles son mejores? —pregunto a mi compi de cabaña.

Le estoy enseñando dos zapatos. Mis dos únicas zapatillas, también. Unas son blancas con líneas doradas, mientras que las otras son de un blanco inmaculado. De nuevo, sin estrenar. ¿Para qué querría ponerme esta monstruosidad si no es para hacer ejercicio?

Las simples mortales las usamos a diario.

La noruega, por cierto, suspira de manera exagerada. Ya está harta de mí.

—No me iré hasta que respondas —indico con una ceja enarcada.

Agotada de mi existencia, señala las doradas. Perfecto.

Estoy terminando de atármelas cuando llaman a la puerta de la cabaña. Ella ni se molesta en levantarse. Creo que, en todo el tiempo que llevamos en el resort, nunca han venido a verla. Suele preferir ir ella a otras cabañas. Sabia decisión.

Entusiasmada, me pongo de pie de un saltito. Vuelvo a mirarme en el espejo solo por si acaso y, finalmente, abro la puerta.

Stef, como de costumbre, tiene cara de querer estar en cualquier otro lugar.

—¿Vamos? —pregunta con aburrimiento.

Vale, estoy un poco indignada.

También como de costumbre.

—Se agradecería un poco de entusiasmo —indico.

—¿Por qué?

—¡Por la excursión!

—Oh, sí, qué ganas. ¿Vamos?

Tras poner los ojos en blanco, vuelvo a entrar en la cabaña para recoger mi mochilita y colgármela del hombro. No sé qué planean hacer, pero necesito mi botella de agua, la batería portátil, protección solar y, sobre todo, el repelente de mosquitos. Si van a desangrar a alguien, me aseguraré de que no sea yo. Ni alguien que esté en un radio de cinco metros, porque no voy a dejar de echármelo en todo el viaje.

A todo esto, Stef sigue de pie en la entrada de la cabaña. Con las manos en los bolsillos, contempla mi proceso de preparación. Él se ha limitado a ponerse unos pantalones por las rodillas, una camiseta sin mangas y poco más. Parece un pijama. De verdad, qué poca preparación.

—¿No llevas nada? —pregunto, escéptica.

—¿De qué?

—No sé, ¿agua?

—Te la robaré a ti.

—Ni se te ocurra acercarte a mi botella.

Parece que va a responder, pero se queda callado una vez, por fin, se da cuenta de la ropa que llevo. Intento adoptar una postura natural, coqueta y casual. Tengo mucha práctica en ello.

No sé qué esperaba, pero, desde luego, no era que contuviera una sonrisita.

—¿De qué vas vestida? —pregunta, aguantándose la risa—. Pareces la Spice Girl deportista.

—Sé que intentas burlarte, pero voy divina. —Hago una pausa—. Es el momento perfecto para que digas que siempre voy divina.

—Si quieres cumplidos, te has equivocado de persona.

Durante unos instantes, creo que es lo único que va a decir. Y entonces me mira mejor y sonríe de una forma mucho menos burlona.

—Aunque..., sí, siempre estás bien.

—¿Estoy bien? —repito, irritada—. Vale, déjalo.

—¿Lo ves? Te quejas de que no digo nada, pero es mejor así.

—Tenemos que trabajar esa capacidad oratoria, Stef. Y tu ropa. Un día, te llevaré de compras.

—Y luego me tiraré por un acantilado.

En medio de todo el intercambio, la noruega nos contempla con aburrimiento. Por su cara, debemos ser lo más molesto del universo. Mejor irse antes de que empiece a plantearse volver a poner los tiktoks a todo volumen para molestar.

Stef, por cierto, acaba de darse cuenta de que la noruega está presente entre nosotros, porque asiente una vez a modo de saludo. Ella hace lo mismo. Luego, cada uno vuelve a lo suyo.

Profundo.

—Lista —anuncio felizmente.

—Menos mal.

Profundo otra vez.

Salgo de la cabaña con ambas manos en las asas de la mochila. Me siento como cuando iba al colegio, solo que la mochila pesa menos por la falta de libros.

Stef no es un gran conversador —tiene otras virtudes, el pobre—, así que se limita a caminar a mi lado. Creo que esta excursión le apetece tanto como una puñalada en el hígado, y no se molesta en ocultarlo.

Además, desde que llegó su hermano está de peor humor de lo habitual. Hoy, por lo poco que he visto en su clase de surf, ni siquiera se ha molestado en fingir que se alegraba de los alumnos que conseguían ponerse de pie sobre la tabla.

Sus padres, Davide, Nicola, Lia y Luca nos esperan en la entrada del resort. Es un consuelo ver que, por lo menos, los demás sí que se han preparado un poco más que él para la excursión. Y están contentos, para variar.

—¡Claudia! —exclama Greta, su madre, nada más verme—. Grazie per essere qui. ¡Excursión divertida!

Un poco de alegría para compensar al gruñón que ha venido a buscarme. No está mal.

—Gracias por invitarme —respondo, haciéndome la persona formal para caerle bien—. No he ido de excursión desde que iba al colegio, ¡tenía muchas ganas!

Ottimo! —Davide se frota las manos con malicia—. Haremos competición. Primero que llega a la cima, gana.

Creo que Nicola es la única que me ve la cara de horror, porque intenta no reírse.

Lia y Luca ya están discutiendo. Consigo entender algunas palabras relacionadas sobre quién lleva la mochila, pero poco más. En algún momento, Lia consigue arrebatársela y empieza a correr. Luca la sigue de cerca, furioso, para robársela otra vez. Pero falta alguien...

—¿Dónde está Bruno?

Mi pregunta causa un silencio un poco incómodo. El padre de Stef, como de costumbre, es el único que no se da cuenta de nada porque está ocupado revisando un mapa gigante que ha abierto delante de él. Nicola y Davide, en cambio, intercambian una mirada. Greta se limita a suspirar y a decir algo rápido en italiano.

—Se queda con su padre en el chiringuito —traduce Stef, con pocas ganas.

—¿Y no pueden venir los dos?

—Si viene Mauro —murmura, de mal humor—, olvídate de mí.

—Pero ¡Bruno no tiene la culpa de que Mario exótico sea un pesado!

—¿Mario... ecólico...? —Intenta entender Davide, perdidísimo.

—Estoy de acuerdo —murmura Stef, en cambio—, pero paso de ir a convencerlo.

—Pues lo haré yo. Y... ¡Davide!

El aludido da un saltito, alarmado, y se señala a sí mismo.

—¿Yo? Ma perché?

—¡Porque eres simpático!

—¿Y yo no? —protesta Stef.

El silencio que se crea alrededor sirve bastante como respuesta. Ofendido, se cruza de brazos.

—Estoy replanteándome lo de la excursión.

—Bah, no seas tan amargado, que cuando sonríes estás muy guapo. ¡Vamos, Davide!

No sé qué es peor, si la cara de perplejidad de Stef por el cumplido o la de resignación de su hermano al empezar a seguirme.

—Ser simpático es malo —murmura por el camino—. Todo el mundo pide cosas.

—Oh, venga, solo vamos a secuestrar a un niño. ¡Alegra esa cara!

—Tú un poco rara. Pero Stef también —añade, sonriendo—. Coppia perfetta.

—No sé qué quiere decir eso, pero suena bien.

Al menos, mis palabras sirven para que se anime un poco. Para cuando llegamos al chiringuito, parece mucho más decidido que cuando nos hemos alejado del camino. Me subo a la plataforma de un salto y busco con la mirada. Entre cócteles, turistas borrachos y niños correteando por todas partes, consigo ver a Fabrizio tras la barra. No está ni la mitad de sonriente que de costumbre, así que Mauro no estará muy lejos.

Disimuladamente, Davide se sube a la plataforma junto a mí. Se ha puesto tras una mesa como si estuviera espiando a su alrededor. Los turistas más cercanos nos contemplan con confusión.

—¿Cómo hacemos? —susurra él—. Sono pronto!

—Mmm... Déjame pensar una estrategia.

Tardo un poco más en ubicar a Bruno. Está sentado en una de las mesas, solito y dibujando en su cuaderno. Se encuentra muy cerca de la barra, y Mauro está tras ella atendiendo a algunos turistas. Vaya, se complica la cosa.

Toca estrategia evasiva.

—Voy a hablar con Mario exótico —murmuro—. Tú... secuestra a Bruno.

—¿Podemos usare otra... palabra?

—Pues... ¡échate el niño sobre el hombro y sal corriendo!

—Eso peor.

—¡Davide!

—Ugh... vale.

En cuanto él empieza a moverse hacia la mesa de Bruno, hago un esfuerzo para esbozar mi mejor sonrisa. No creo que sea muy convincente, pero aun así me acerco a la barra. A la zona de Mauro, concretamente. Ahora mismo, no está atendiendo a nadie; todos los turistas se apilan en la zona de Fabrizio, que es mucho más simpático que él.

No podemos culparlos.

Con la misma sonrisa forzada, arrastro un taburete cerca de Mauro y me siento delante de él. Levanta la vista durante un momento, pero enseguida decide que le importo un bledo.

—¿Qué? —pregunta, centrado en limpiar la barra.

—Hola, Mauro. ¿Cómo estás?

—Bien. Adiós.

—¿Te parece correcto hablarle así a una clienta?

Pensé que tardaría un poco más en hartarle, pero llevo dos frases y ya me mira como si quisiera tirarme el trapo a la cabeza.

Entre Mario exótico y la noruega, no llegaré viva al final de este verano.

Por lo menos, he captado su atención. Ahora que está centrado en odiarme, no se da cuenta de que Davide está agachado junto a Bruno y habla con él.

—No eres una clienta —explica Mauro con el mismo tono amargado de ayer—. Eres una pesadilla. ¿Qué quieres?

—Vas a ser mi nuevo jefe y no sé nada de ti. ¡Deberíamos conocernos un poco más!

—Para lo que vas a durar en este resort..., no vale la pena.

—¡Esa no es la actitud, Mauro! Hay que llevarse bien con los empleados. Son la cara del negocio, ¿no? Pues mejor que la cara esté un poco sonriente.

Irritado, deja de frotar la barra y pone los brazos en jarras. Como siga por este camino, va a terminar despidiéndome.

—¿Qué quieres? —repite lentamente—. ¿Te manda mi familia?

—¿Cóoomo...? No sé de qué me hablas.

—Entonces, déjame trabajar. Es lo que deberías estar haciendo tú.

—Ya he terminado mi turno —informo con una gran sonrisa—. Y me apetecía beber algo fresquito.

—No.

—¿Cómo que no?

—No te voy a servir nada.

—Pues lo siento mucho, pero voy a tener que pedirte la hoja de reclamaciones.

—¿Perdona?

—¡Te perdono! ¿Ves qué fácil?

—No he...

—¿Me pones un vasito de agua? Con hielo. Por fi.

Mauro me dirige una mirada que, fácilmente, podría haber helado el infierno. Aun así —y para mi absoluto asombro—, se vuelve para coger un vaso y empezar a llenarlo de agua.

Aprovecho el momento de distracción para echar una ojeada a Davide. Aliviada, veo que tanto él como Bruno se dirigen a la salida del resort tan rápido como pueden.

Me vuelvo justo a tiempo para que Mauro me ponga el vaso de agua con hielo. Lo hace con un golpe seco que derrama varias gotas sobre la barra, pero no parece importarle demasiado.

—Ahora —murmura, cabreado—, ¿me dejas en paz?

—Vaaaya, acabo de recordar que tengo que irme. Pero ¡bébete el agua en mi honor!

—¿Eh?

—¡Hasta luego!

—Espera, ¡no has pagado!

—¡Tampoco he bebido! Ciao.

Vale, podría habérmelo bebido. O podría haberlo pagado. Pero me cae mal. Que se joda.

Y me llaman a mí rencorosa.

Mientras cruzo el chiringuito, sigo oyendo las maldiciones de Mauro. Fabrizio también debe hacerlo, porque intercambia una mirada conmigo con cierta perplejidad. Sonrío con inocencia, a lo que él se encoge de hombros y vuelve a centrarse en sus clientes. Lo hace de mucho mejor humor.

Encuentro a Davide y a Bruno en la playa, charlando en voz baja. En cuanto me ven aparecer, Bruno sonríe con amplitud y Davide suspira con alivio.

—¡Qué buen equipo hacemos! —exclamo, encantada—. Deberíamos secuestrar a más gente.

—No más, ti prego.

Ofrezco una mano a Davide, que la choca conmigo con cara de —otra vez— resignación. Bruno, en cambio, la choca con toda la diversión del mundo. Está encantado.

Los demás nos esperan en el mismo lugar. En cuanto nos ven aparecer, empiezan a aplaudir con entusiasmo. Todos menos el padre de los chicos, que sigue intentando descifrar su mapa y murmura palabrotas en italiano porque no lo consigue.

Bruno! —chilla Luca felizmente—. Sei qui!

Para lo mal que se llevan de costumbre, me sorprende ver que Lia y él lo abrazan con fuerza. Nicola y Greta dicen alguna cosa que no entiendo, pero deduzco que será buena. Davide responde con agotamiento y, por los gestos que hace, diría que les está describiendo lo que hemos hecho con mucho más dramatismo del estrictamente necesario.

¿Quién soy yo para quitarle méritos? En cuanto me preguntan alguna cosa —que no entiendo—, yo asiento con toda la convicción del mundo.

Stef sigue de brazos cruzados. Contempla la escena sin dejar de sacudir la cabeza.

—No vas a parar hasta que a Mauro le dé un infarto.

—Y te encanta.

Stef sonríe, pero no dice nada.

Sin más inconvenientes a la vista, la excursión empieza. Los padres de Stef van en cabeza, uno mirando el mapa y la otra parloteando sin parar. Luego van los tres niños, que se pelean entre sí y hacen las paces cada cinco minutos. Davide sigue contándole la historia a Nicola, que tiene la decencia de creerse —o de fingirlo— que el rescate de Bruno ha sido algo súper épico. Stef va tras ellos, con los manos en los bolsillos y la mirada perdida en el camino.

Yo soy la última, como siempre. No tanto porque me cueste seguirles el ritmo, sino porque me detengo cada cinco minutos a hacer fotos. Mi Instagram necesita un poco de gasolina, que está muy muerto.

Además, ¡el paisaje es muy bonito! Hemos empezado por la carretera, pero pronto nos hemos metido entre los pinos, por un escalones de piedra. Están tan desgastados por el paso del tiempo que me cuesta un poco no resbalar cada dos pasos. Quizá sea porque los zapatos son nuevos, pero me da igual. Es la excusa perfecta para hacerle una foto a un árbol que no había visto nunca. Y una florecita bonita. Y un pajarito que hay en una rama. E incluso a una piedra que me recuerda a la cara de Arni, pero que no le voy a pasar porque se sentiría un poco ofendido.

—Con tantas fotos, esto parece un reportaje —murmura Stef—. ¿Vas a escribir una crónica sobre la excursión o qué?

Empiezo a pensar que no sigue el ritmo de los demás para quedarse conmigo. Si es así, podría clasificarlo como lo más tierno de la historia.

Estoy de acuerdo.

En estos momentos, estoy agachada para hacerle una foto a una seta. Él me contempla con una ceja enarcada.

—¿Qué? —pregunto—. Es bonita.

—Es una seta.

—¿Y quién dice que las setas son feas? Me encanta Toad.

Su respuesta es un suspiro.

—Si no te gusta —protesto, ya de pie—, ve con los demás.

—Paso.

—¿Tantas ganas tienes de quedarte conmigo, jefe?

—Si te pierdes por el bosque, mi madre me ahogará en la playa.

—Solo hay un camino, ¿cómo voy a perderme?

—Te perderías aunque hubiera una señal de neón.

Empiezo a reírme y, tras ver si he hecho una buena foto, me meto el móvil en el bolsillo de la sudadera y vuelvo a caminar. Stef hace lo propio, justo a mi lado.

—Me gusta más tu otro bolsillo —observa.

Tardo unos instantes en entender a qué se refiere. Avergonzada, le doy un empujón en el brazo. No parece muy afectado. De hecho, está sonriendo.

—Idiota —mascullo—. Deberías ponerme bols... ¡Oh, mira qué conejo más bonito!

—Es una piedra.

—¿Y qué? Es bonita. ¡Sujétame la mochila un momento!

Con paciencia, espera a mi lado —con mi mochila sobre el hombro— mientras me agacho a hacerle una foto a la piedra.

Durante el resto del camino, las ganas de hablar empiezan a desvanecerse. Puede que el paisaje sea precioso, que oiga cantar a los pajaritos, a las cigarras y que huela a naturaleza, pero... Joder, cómo sube esto. ¿Cuánto llevamos andando?, ¿una hora? La siento en todo el cuerpo. Qué horror. Y, encima, el calor hace que me caigan gotitas de sudor por el cuello. Seguro que tengo la cara entera de color rojo sangre.

Stef no ha dicho nada, pero lleva un rato aguantándose la risa.

—¿Todo bien? —pregunta con cierto tonito de burla.

—Cállate —susurro entre jadeos.

—¿Por qué no te quitas la sudadera?

—¡Porque forma parte del outfit! Si me la quito, se rompe toda la armonía.

—¿Y es peor eso que un golpe de calor?

—Puedo aguantarlo.

Lo he dicho muy segura, pero diez minutos más tarde empiezo a dudar. Los demás están mucho más adelantados que nosotros, y yo estoy a punto de escupir un pulmón por la nariz. No es muy buena señal.

Agotada, roja y jadeando, termino por sentarme en uno de los escalones. Stef se detiene mi lado, tan tranquilo, y sonríe.

—Creía que podías aguantarlo, amore.

—Cá... lla... te...

—No pensé que la primera vez que jadearías conmigo sería en este contexto.

—Mué... re... te...

Y empieza a reírse. Si no fuera porque estoy rozando la muerte, disfrutaría de ese sonido tan dulce.

Stef me concede unos minutos de margen, pero después se acuclilla a mi lado. Sigue sonriendo, el muy asqueroso.

—Ya casi hemos llegado —asegura.

—Y una mierda. Seguro que falta media hora.

—Cinco minutos. Prometido.

Jadeo con desesperación y echo una ojeada a las escaleras que nos faltan. Ahora que lo menciona, es verdad que puedo ver el final del camino. Y puedo ver, también a los niños correteando como si no acabaran de subir las escaleras de la muerte. Qué envidia.

—Vale, cinco minutos —murmuro—. Puedo hacerlo.

—Así me gusta.

—Pero no me mires.

—¿Eh?

—Que no me mires. Estoy asquerosa. Y roja. Y sudada.

—No digas tont...

—¡Que no me mires!

Un poco harto de mí, Stef pone los ojos en blanco y se vuelve hacia las escaleras. Aprovecho el momento de intimidad para beber agua y ponerme lentamente de pie. Mañana no voy a sentir las piernas.

Peeero, ese problema es de la Claudia de mañana. Vuelvo a colgarme la mochila del hombro y, tras respirar hondo, reanudo el camino. Stef me sigue sin mirarme, tal y como le he pedido.

Los cinco minutos se transforman en diez por culpa de mi ritmo, pero al menos conseguimos llegar a la cima sin que me muera. Todo un logro.

Y es... muy bonito, honestamente. Lo primero que veo es el final de la colina. Es una caída impresionante, para tan solo por la valla de madera en la que Davide está sentado con toda la calma del mundo. Detrás de él, el sol todavía nos ilumina con ganas. Y se refleja en las olas del mar. Desde aquí, vemos perfectamente la playa del resort. Los turistas y voluntarios parecen hormiguitas rodeadas de un espeso verde y amarillo conformado por árboles de todo tipo.

Agotada, dejo la mochila junto a un árbol y respiro hondo. Esto de ser la única que jadea es un poco vergonzoso, pero nadie se burla de mí. El padre de Stef, incluso, me da una palmadita reconfortante en la espalda.

Coraggio, piccola spagnoletta!

Como no entiendo muy bien qué dice, asiento. Debe ser la respuesta correcta, porque enseguida vuelve a tomar un trago de la cerveza que se ha traído hasta aquí arriba.

Nicola está con los niños junto a la fuente que mencionaron. La que le da el nombre al resort. Y... vaya, empiezo a entender por qué han subido hasta aquí. Es impresionante. Una gran estructura de piedra llena de agua, con la sirena como corona. Está en el centro de plataforma con varios elementos marinos a su alrededor. Sentada y con expresión calmada, tiene una mano extendida hacia el centro de la fuente, que es de donde sale el agua.

—¿Te gusta? —pregunta Greta, con su fuerte acento italiano.

Como todavía estoy recuperando el aliento, me limito a sonreír.

Grazie per essere con noi, Claudia. Stef... contento. ¡Nosotros también!

Tengo mis dudas respecto a la felicidad de su hijo, pero aun así asiento otra vez con la cabeza.

—Es precioso —aseguro—. Ya entiendo por qué tantos turistas hacen excursiones hasta aquí.

—Oh, sí, muy popular.

Parece que va a decir alguna cosa más, pero se distrae en cuanto ve que Luca tiene a su hermana sujeta sobre su cabeza como si fuera a lanzarla a la fuente. Bruno, a un lado, los juzga con la mirada.

Mientras Greta los regaña, aprovecho para acercarme a la valla de madera. Se nota que tiene muchos años, pero aun así parece resistente. Apoyo las manos en ella para asomarme un poco. Efectivamente, la caída es brutal. Y lo único que hay abajo es un acantilado con rocas y olas chocando contra ellas.

Que no ganen los pensamientos intrusivos.

Justo cuando estoy a punto de asomarme un poco más, alguien me coge del brazo con fuerza. Con la suficiente como para echarme varios pasos hacia atrás, desde luego.

Pasmada, levanto la mirada para encontrarme a Stef. Todavía no me ha soltado.

—¿Qué haces? —Pese al intento que hace de disimular, suena muy alarmado—. ¡No te asomes tanto!

Estoy un poco perpleja con el ataque de preocupación, lo que le da pie a Nicola para soltar una risita divertida. Ella, como Davide, está sentada sobre la valla.

—Stef preocupado —insinúa con malicia—. Che carino.

El aludido parece darse cuenta de la situación, porque me suelta enseguida y se cruza de brazos.

—No estoy preocupado —aclara, muy molesto—. Es solo... ¡que Claudia es muy torpe!

—Vaya, gracias.

Che carino —repite Nicola con una sonrisa.

—¡Deja de decir eso!

—Vaya, Stef —murmuro—, creo que es la primera vez que te oigo levantar la voz.

Él me dirige una mirada un poco avergonzada, pero no dice nada. De hecho, se mantiene a varios pasos de la valla y no deja de echar ojeadas a su hermano y a Nicola.

—No debería haber dicho nada —masculla, malhumorado.

—Oh, pero ¡es tan tierno que te preocupes!

—¡Que no soy tierno! Dejad de decirlo.

Davide, a estas alturas, ya se está riendo a carcajadas. En cuanto lo oye, el cabreo de Stef se triplica.

—Cuidado, Davide —advierto—, quizá se acerque solo para empujarte.

—¡No si tiro yo primero!

Riendo, empieza a hacer como si fuera a caerse. Nicola lo imita, igual de divertida.

La cara de Stef se vuelve blanca por un momento y casi parece que va a ir a tirar de ellos. Entonces, cuando se da cuenta de que tan solo están bromeando, aprieta los labios con fuerza.

Stronzi —masculla entre dientes.

Las risas se multiplican. Estoy a punto de decir alguna cosa, pero Stef se marcha al instante. Lo hace con los hombros tensos y murmurando más insultos en voz baja. Vaya.

La viva imagen de la dulzura.

Dirijo una miradita un poco significativa a los dos contorsionistas, que han dejado de moverse en cuanto Stef se ha marchado. En cuanto se dan cuenta, empiezan a sonreír con inocencia.

—Solo broma —asegura Davide.

—Creo que a tu hermano no le ha hecho mucha gracia.

—Stef enfada por todo —asegura Nicola, poco afectada.

Davide vuelve a reírse.

No creo que tengan intenciones de ir a buscar a Stef y los demás no se han dado cuenta de nada, así que sigo el caminito que ha dejado mi querido jefe. Se ha ido un poco más lejos de lo que esperaba, entre los árboles, y tardo un rato en encontrarlo.

Está sentado en la copa de un árbol, con los brazos sobre las rodillas y los dedos ocupados rompiendo un inocente palito. Ya no masculla insultos, pero su expresión lo dice todo.

—¿Estás bien? —pregunto.

Por un momento, parece un poco sorprendido con mi presencia. ¿Se creía que no iría a buscarlo o qué?

—Perfectamente —asegura, otra vez centrado en romper el palito—. Son un par de idiotas, pero me da igual.

Intento no sonreír porque dudo que se lo tomara muy bien. Aun así, me acerco un poco más y me quedo de pie a su lado.

—Sí que son un poco idiotas —opino—. Pero ¿saben que te dan miedo las alturas?

—¡No me dan miedo las alturas! Me da miedo... caerme y todo eso.

—Lógico.

—Y no sé si lo saben; nunca se lo he dicho. Aunque deben imaginárselo.

Vaaale, admito que me siento un poquito especial por saberlo.

Lógico, también.

—Y estoy bien —repite, irritado.

—Oye, no voy a juzgarte. Después de todo, tú me viste temblar por poner un pie en el agua.

Por lo menos, consigo que sonría de medio lado. Parece un buen avance.

Un poco más envalentonada, le quito el palo de las manos y lo lanzo a un lado. Por un momento, parece que va a quejarse. Se le quitan las ganas en cuanto paso una pierna por encima de él y, con toda la tranquilidad del mundo, me quedo sentada en su regazo.

La más tímida.

Si su expresión de antes era de enfado, la de ahora es de perplejidad absoluta. Ni siquiera se mueve. Tan solo me contempla mientras yo me acomodo un poco, acuclillada encima de él.

—¿Qué haces? —pregunta, parpadeando varias veces.

—¿Te molesto?

—No... Bueno, em...

—Mejor. Porque estoy muy cómoda.

—Ah.

Admito que esto de llevar la iniciativa tiene su puntito. Y más cuando se pone tan nervioso. Me encanta.

Como sigue sin quejarse, me echo hacia atrás hasta que mi espalda se queda totalmente apoyada en sus piernas.

—Eres muy cómodo —comento.

—Uh... gracias.

—Intento distraerte de la posible caída mortal que tenemos a veinte metros. ¿Funciona?

—Hasta que lo has mencionado con tanto detalle, sí.

—Supongo que voy por buen camino, entonces.

Creo que ya ha empezado a acostumbrarse a la nueva postura, porque noto que se relaja un poquito debajo de mí. Yo, por mi parte, echo la cabeza hacia atrás. Tenemos tantos arbolitos alrededor que el sol ni siquiera alcanza a tocarnos, pero puedo ver el cielo entre las ramas. Es muy bonito.

—¿Qué vamos a hacer ahora que hemos escalado toda la puñetera montaña? —pregunto.

Stef carraspea.

—Cenar, supongo. Mi madre ha hecho un menú vegetariano para ti.

Sonriente, vuelvo a centrarme en él.

—¿Se lo has pedido tú?

—Ni se te ocurra llamarme tierno.

—Vale, señor duro e intimidante.

—Deberíamos volver —añade tras otro carraspeo—. O mi madre mandará a Davide a buscarnos.

—Vale, volvamos.

Pero nadie se mueve.

Todavía apoyada en sus piernas, enarco una ceja con diversión. Casi como si le estuviera retando con la mirada. Él hace lo mismo. De nuevo, nadie se mueve.

—No tienes mucha prisa —observo.

—Tú tampoco, por lo que veo.

—Sigo muy cómoda.

—Y yo también. Pero, como sigas moviéndote justo en ese punto, esto va a volverse un poco incómodo.

Es un poco sorprendente que yo, la reina de las bromas pervertidas, tarde tanto en pillar a qué se refiere. Al entenderlo, doy un saltito por la sorpresa y... sí, vuelvo a removerme justo en ese puntito mágico. Él carraspea por tercera vez.

—Ups —murmuro—. Perdón.

—Si mi familia no estuviera justo detrás de esos árboles, no me molestaría en absoluto.

—Ooooh, pero ¡lo divertido que sería que fueras a verlos con una mano en los pantalones!

—¿Vas a darles tú las explicaciones?

—Podría hacerlo, pero voy a ser buena.

Con una sonrisa, me apoyo en sus hombros para levantarme otra vez. No se me pasa por alto que él me repasa de arriba abajo al hacerlo. Una vez de pie, le ofrezco una mano para ayudarle. Él me mira con los ojos entrecerrados.

—Te gusta provocar, ¿eh?

—Veo que cada vez nos conocemos mejor.

—Desgraciadamente.

—¡Oye!

Divertido, acepta mi mano, aunque en realidad se pone de pie sin mi ayuda. Una vez a mi lado, vuelve a soltarme y me dirige otra miradita rencorosa mientras se coloca los pantalones cortos.

—¡Alegra esa cara, Stef! Hora de cenar con tu familia.

—Oh, sí, qué ilusión.

Pese al tono irritado, por el camino me pasa un brazo sobre los hombros. Trato que no se note lo mucho que me entusiasma, pero, por su sonrisita, diría que no lo consigo.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top