Capítulo 12
12
Puñeteros niños.
En serio, otro día podría fingir que me gustan o que, por lo menos, los soporto. Hoy no. La cabeza ha estado martilleándome desde que me he levantado. El sol brillante tampoco ayuda. Me siento como un vampiro.
En estos momentos, que controlo el partido de voleibol que están jugando los siete niños turistas que tengo delante, no puedo hacer otra cosa que querer morirme. Y es que soy la viva imagen de la resaca: gorrito, gafas de sol, labios secos y mueca de hastío. Davide, al verme esta mañana, le ha pedido una pastillita efervescente a Fabrizio. Tengo un aspecto tan lamentable que le doy pena incluso a mis jefes.
Miro la hora por tercera vez consecutiva. Ah, por fin.
—¡Hora de cerrar! —anuncio, un poco más alegre de lo que debería.
Los niños no me hacen ni puñetero caso, así que me meto en el partido para coger la pelota antes de que puedan seguir jugando. Sueltan lo que supongo que serán palabrotas en sus idiomas respectivos, pero no puede darme más igual.
—Sí, oh, ¡qué pena! A molestar a vuestros padres, venga.
Veo que estamos de buen humor.
Me preocuparía de su opinión sobre el resort, pero sus padres son los que cuentan y ellos parecen bastante contentos, en el chiringuito con Fabrizio. Así que los veo marcharse y, cuando los niños me lanzan miraditas de reproche, le sonrío ampliamente.
—Yo también os adoro —aseguro con retintín—. ¡Hasta mañana, queridos niños!
Una vez a solas, me tomo mi tiempo para desarmar la red y empezar a plegarla. Se ha hecho tan rutinario que ya lo hago sin pensar. Qué raro se me hace pensar que el primer día me pareció un trabajo tan tedioso.
Ya estoy con la última parte de la red cuando noto que me vibran las tetas.
Preocupante.
Es el móvil.
Menos preocupante.
Me extraña un poco ver la videollamada entrante de mi mejor amigo. Supongo que es la mejor forma de comunicarnos mientras yo solo tenga internet y no línea para llamarle. Respondo con un suspiro.
—Hola, Arni...
Él, que está sentado en nuestro sillón de concha, parpadea varias veces.
—Joder, vaya cara.
—Tengo resaca.
—¡¡¡Uuuuuh!!! ¡Alguien se lo está pasando genial con los italianos!
Con otro suspiro, me dejo caer en la arena. También aprovecho para quitarme las gafas de sol. Ahora que el sol no es tan fuerte, no me molesta tanto.
—No hay muchos italianos —explico—. La mayoría son de otros países.
—Lástima. Tenía la esperanza de que volvieras del bracito de alguien interesante y que me enseñara italiano.
Esbozo media sonrisa un poco amarga.
Me acuerdo de lo de anoche, ¿vale? De la persecución. Del casi beso. No estoy pretendiendo que no pasó. Es que... mi autoestima se resquebraja por momentos. Me acuerdo de la expresión de Stef después de que recuperar su caja de tabaco. Lo fácil que habría sido besarnos. O besarle yo a él. Iba a hacerlo, pero se apartó. Sé que es porque iba borracha y todo eso, pero aun así... es difícil no llevarse un golpe en todo el amor propio. Nunca me habían negado un beso.
—Mmm... —Arni se coloca un dedo en la barbilla, como si me analizara—. Alguien está pensativa. ¿Qué pasa, nena? ¿Ya estás aburrida? Puedo ir a buscarte en plan caballero al rescate.
—No, no... El trabajo está bien.
—¿Entonces?
—¿Podemos hablar de otra cosa?
Arni puede ser muchas cosas, pero insistente no es una de ellas. En cuanto ve que no quiero meterme mucho en el tema, sonríe y se acomoda mejor.
—Hablemos de que tus padres me preguntan todos los días cómo estás —medio bromea, medio dice en serio—. Deberías hablar con ellos.
—Sí..., quizá.
—Y cierta exnovia peliazul me vio en una fiesta y quiso hablar conmigo.
Por primera vez en mucho tiempo, pensar en Marina solo me provoca cansancio. En ciertos momentos, no puedo dejar de pensar en ella. Pero no es como antes; ahora, solo soy capaz de ver las cosas malas. Todo lo que me faltaba con ella. Y, aun así, una parte de mí se plantea si las cosas habrían salido bien de haber aguantado. De haberme comportado de otra manera.
No sé por qué sigo torturándome con ella.
Yo tampoco.
—Seguro que la mandaste a la mierda —murmuro, divertida.
—Efectivamente. Pero, primero, tocaba oír el chisme. ¿Qué clase de amigo sería si no viniera a trasmitirte mis conocimientos?
—Y por eso somos besties.
—Eeexacto. Resulta que nuestra no-querida Marina empezó a salir con otra chica. La de la foto de Instagram, ¿recuerdas? Bueno, pues la chica en cuestión le puso los cuernos con un chico, así que ya no están juntas. Una relación breve, pero intensa.
Una parte cruel de mí quiere sentirse bien con ello. Casi como si el karma hubiera obrado su gracia. Pero..., no me sale. No sé. Tampoco me pone triste. Es como si Marina, a veces, dejara de provocarme reacciones. Supongo que debería alegrarme.
El tiempo quita todo lo malo.
—Lo que significa —prosigue Arni—, que va a hacer lo de siempre.
—¿Volver conmigo porque soy la única idiota que siempre termina aceptándola?
—No, nena. Volver contigo porque eres una buena persona y sabes perdonar a la gente. Pero ella no se merece a una buena persona.
El halago me pilla un poco desprevenida. O un poco sensible, quizá, porque siento que se me aprieta un poco el corazón.
—Arni... —murmuro con un puchero.
—Oh, por favor, no te pongas sensiblera.
—Ya has roto la magia.
—Mejor. No me gusta la gente llorona. Lo que quiero decir es que, si vuelve a por ti, recuerdes la última conversación que tuviste con ella. Y pienses en algún voluntario del resort, que seguro que te distrae. O en ti misma, joder. No necesitas a nadie para superar a una ex cansina.
Tras sonreír, asiento con la cabeza.
—Sí, eso haré. Si es que lo intenta.
—Lo hará.
—Y ahora que hemos hablado de mi parte... ¿me vas a explicar por qué tu novio no está contigo?
No es que se pasen el día juntos, pero a estas horas sí que es raro que Felipe no esté por el piso. Y, por la cara de Arni, enseguida sé que es mala señal.
Oh, no, ¿qué ha pasado ahora?
—Ah, eso... —Lo considera unos instantes—. Nada importante.
—Si quieres, finjo que no me he dado cuenta. Pero creo que tienes ganas de hablar.
—¡Pues claro que tengo ganas de hablar! —salta de repente, exasperado—. ¿Te puedes creer que se ha enfadado conmigo por no hacer la colada?
Puede parecer un poco estúpido, pero... sí. Suelen enfadarse por cosas muy pequeñitas que van escalando a una más grande. Ya no me sorprende demasiado.
—Ha empezado a decir que siempre tiene que hacerlo todo él, que si estoy todo el rato pensando en mi trabajo... ¡pues claro que siempre pienso en mi trabajo, Clau! Es lo que mantiene nuestra parte de alquiler, ¿no? ¡Es importante!
Me pellizco la nariz, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Quizá solo quiere que le hagas más caso, Arni —explico al final.
—¡Pues hay mejores formas de decirlo!
—Sí, eso es verdad, pero a veces pospones los problemas, se te enquistan y terminas explotando de forma un poco absurda.
Él refunfuña, poco convencido.
—Sí que ayudo en casa —protesta al final—. No estoy tooodo el día pendiente de mi trabajo...
A ver, siendo honesta, no ayuda mucho. Casi todo el peso de las tareas domésticas recae sobre Felipe y sobre mí. Pero no creo que sea el momento de decírselo y que se enfade todavía más.
—No creo que sea una cuestión de ayudar en casa, Arni. Creo que se siente un poco apartado.
—¿Apartado? Pero... ¡si es mi novio! Si pudiera, me pasaría el día entero pegado a él.
—¿Y has probado a decírselo?
—Felipe lo sabe.
—Felipe es de esas personas que necesitan que se lo recuerdes constantemente.
Al menos, eso parece tranquilizarle un poco. Arni hace una mueca de incomodidad. Al cabo de unos segundos, suspira con pesadez.
—Quizá debería hablar con él.
—Sí, creo que eso sería lo mejor.
—Bueno... —Hace una pausa, dubitativo—. Ya te contaré, entonces. ¿O quieres hablar un poco más?
—Estoy bien, Arni. Además, tengo que meter todas las cosas en la caseta.
—Oh, claro. Te ayudaría, pero estoy un poco lejos.
—Como si fueras a ayudarme de haber estado cerca...
—No lo haría, pero, como tengo excusa, mi rechazo es muy elegante. Ciao!
Oír a Arni con su maravilloso acento italiano me hace gracia, dadas las circunstancias. Me pregunto cómo sería presentarle a la gente del resort. Blanca y él serían mejores amigos. Yara le pondría nervioso. Se enamoraría de Davide o de Miki, que están muy en su perfil... Con la noruega no creo ni que fuera a hablar.
Me pregunto qué pensaría de Stef. Y qué pensaría Stef de él. No estoy segura de si se adorarían o se matarían.
¿Ahora queremos que Arni apruebe a Stef?
¿Q-qué...? ¡No lo pensaba por eso!
Ajá.
Tras esconder el móvil otra vez, termino de plegar la red y me la pongo sobre el hombro. A este paso, voy a terminar sacando bíceps y todo.
Para mi sorpresa, cuando llego a la caseta encuentro con todas las cosas colocadas en su lugar. Alguien se ha ocupado de mi trabajo, y eso me preocupa un poco. ¿Tanto he estado hablando con Arni que se han pensado que me había olvidado de mis tareas? Mierda.
Dejo la red en un rincón y me doy la vuelta para salir de nuevo, pero me detengo de golpe al ver a Stef con dos tablas bajo los brazos.
Él iba a entrar como si nada, pero al verme ahí parada me imita por inercia. Nos miramos fijamente. El silencio se hace un poco... incómodo.
Pasados unos momentos de silencio, él enarca una ceja como si me estuviera preguntando qué puñetas me pasa.
—Hola —murmuro al final.
No sé si es por mi tono, pero Stef sigue mirándome como si algo no encajara. De todas formas, pasa por mi lado y deja las tablas en su lugar.
Bueno, por lo menos no va a regañarme. O eso parece. Casi de puntillas, empiezo a avanzar hacia la puerta de la caseta y...
—¿Dónde vas?
Oh, oh. Peligro.
Su tono acusador hace que me vuelva con una sonrisa inocente. Ahora está de brazos cruzados y no me pierde de vista. No sé de qué es su expresión y eso me preocupa un poco.
Oh, no, ¿y si quiere hablar de anoche? O, peor, ¿y si finge demencia?
—Iba a... ¿ducharme? —sugiero, dubitativa.
—Te estaba esperando.
—Vaaale, ¡he tardado mucho! Pero es que los críos no querían irse, y... em... puede que luego haya estado hablando con mi mejor amigo un ratillo, pero ¡porque necesitaba desahogarme un poco y...!
En cuanto veo que su expresión se vuelve confusa, empiezo a bajar el volumen hasta que dejo de hablar del todo.
—¿Qué? —pregunto.
—¿Qué? —pregunta él.
—No sé. ¿No ibas a regañarme?
—¿Yo?
—Sí.
—¿Por?
—No sé.
Silencio incómodo.
—Solo he dicho que te estaba esperando —termina por decir.
—Ah...
—He entrado las cosas, pero no porque tardaras demasiado. Necesitaba terminar rápido con las actividades de hoy.
—¿Por qué?
No sé qué me pilla más desprevenida, su sonrisa o que señale la playa. Más concretamente, el agua.
—Te dije que te enseñaría a nadar, ¿no?
La información tarda unos segundos en tener sentido. Y, en cuanto lo hace, casi habría deseado que me regañara por llegar tarde. O que me sacara lo del casi beso de anoche.
Bueno, eso último no, pero hubiera preferido otro tema.
A mí me gustan las charlas sobre besos.
—¿Ahora? —pregunto, un poco espantada.
—¿Se te ocurre un mejor momento?
—Em... ¡podríamos empezar mañana!
Stef suelta lo que parece una risa burlona entre dientes. Después, da un paso en mi dirección. Siento que se va a quedar ahí, pero termina dando unos pocos más, hasta que se queda justo delante de mí. Al tener que echar la cabeza atrás para mirarlo, trago saliva.
Él, de mientras, mantiene su sonrisita.
—¿Me estás evitando, Claudia?
—¿Yo? No. Qué va. Para nada.
—Bien, porque no me gustaría.
—Oh. Em... Uh...
—Ve a ponerte el bikini. Te espero en la playa.
No me da tiempo a réplica, porque ya ha vuelto con sus tablas y sus piedras de limar, como si yo hubiera desaparecido. Me quedo clavada en mi lugar, un poco perdida y planteándome hasta qué punto estoy dejando de que me dé órdenes. Y por qué no me desagrada del todo, teniendo en cuenta lo mucho que me gusta mandar.
Todos sabemos por qué.
Cuando llego a la cabaña, la noruega está en su cama, con los auriculares y el móvil. Por lo menos, no parece que esté en medio de una videollamada. Es curioso ver como su lado está perfectamente ordenado, mientras que el mío es un desastre lo mires por donde lo mires. Tengo que escarbar en el armario para encontrar el único bikini que tengo. Nunca lo he usado.
Esto va a ser interesante.
Iría a cambiarme al baño, pero lo cierto es que ambas pasamos bastante de la otra y últimamente hemos decidido que ya no hay vergüenza. Ni siquiera levanta la mirada del móvil. Y yo, extrañada, me miro al espejo.
—¿Parezco una persona que sepa nadar? —le pregunto.
Ella bufa, pero no me responde.
Es como tener un gato.
—Me lo tomaré como un sí.
La mayoría de los voluntarios van a nadar antes de ir a la cafetería a por la cena, así que nadie se extraña mucho al verme pasear en bikini. Supongo que la única que se siente rara soy yo, con mi bikini de marca cara que me compré solo para hacerme fotos en Instagram. Nunca llegué a subirlas, pero me gustaron bastante. Y la prenda en sí también es bastante bonita. Todo blanco, con bordados en las tiras y un toque dorado en las hebillas de la cintura. No está mal.
Lástima que solo vaya a usarlo para ahogarme.
Stef, tal y como ha prometido, está sentado al lado de la orilla. Tiene una tabla clavada en la arena, a su lado. Todavía lleva el bañador que alguna vez le he visto en las clases de surf, así que supongo que lleva un rato esperando. Mientras me acerco, contemplo su espalda bronceada. El reflejo del sol en su piel. La arena en sus tobillos. La flexión de sus brazos. El pelo húmedo y oscuro. No debería fijarme tanto. Y no debería gustarme tanto como me gusta. Mierda.
Cuando suelto la toalla a su lado, Stef levanta la cabeza. Se pone una mano en la frente para que no le tape el sol y examina mi nuevo atuendo. Se toma unos segundos en lo que no sé qué postura adoptar para parecer tranquila y segura.
Por suerte, Stef es Stef y su expresión no cambia en absoluto.
—Bien. —Es la gran conclusión.
—¿Bien?
—¿Qué?
—He estado poniéndome guapa con mi bikini, ¿y solo recibo un bien?
Mi acusación parece pillarle un poco desprevenido. Más que nada, porque no lo digo en broma. No me iría mal un halago. Sigo bastante insegura por lo de anoche.
Vaaale, igual estoy exagerando, pero ¡me da igual! Me siento insegura y no me gusta. No sé tolerar el rechazo. Lo sé. No podía ser perfecta, ¿no? Y ha hecho que me replantee absolutamente cada aspecto de mi ser. ¿Es que no nos llevamos bien?, ¿no estoy buenísima? Debería ser suficiente, joder.
Esa es la actitud.
Stef parpadea varias veces, sorprendido por mi actitud.
—Estás... muy bien, entonces.
Intento no poner mala cara, pero no me sale muy bien.
—Pues vale...
Él sigue contemplándome por unos instantes. Parece que quiere añadir alguna cosa, pero termina por cambiar de tema.
—¿Entramos al agua?
Doy un brinco, alarmada. Stef se pone de pie y rescata la tabla bajo su brazo.
—¿Ya? —pregunto.
—¿A qué quieres que esperemos?
—No sé. ¿No deberías enseñarme a nadar?
—¿Fuera del agua? Lo veo difícil.
—Pero... ¡tienes que enseñarme a... sobrevivir ahí fuera! ¿Cuál es el código si me lleva la corriente y termino en una isla desierta?, ¿qué le digo al de la radio? ¿Y qué hago si algo raro me roza una pierna? ¿Y si alguien intenta ahogarme? ¿Y si me ahogo yo sola?
—Si terminas en una isla desierta, hazte amiga de un coco. Si consigues una radio, le dices que te lleven a cualquier lado menos a este resort. Si algo raro te roza una pierna, dale una patada. Si alguien intenta ahogarte, le daré la patada yo. Y no te vas a ahogar sola porque yo estaré contigo. ¿Todo aclarado?
Me tomo un momento para pensar en alguna otra duda que pueda justificar mi cobardía.
—¿Y si...? —Dudo—. ¿Y si no se me da bien?
—Seguiremos practicando.
—¿Y si...?
—Claudia —interrumpe, un poco más suave que antes—, era una sugerencia, no una orden. ¿Quieres que nos olvidemos de todo esto?
Parece tentador, pero mi orgullo no me lo permite. Aun así, estoy aterrorizada. Nunca en mi vida he entrado en un agua que me cubriera más allá de las rodillas. Y el mar es tan... sucio. Tan grande. Lo contemplo un momento, asustada.
Cuando vuelvo a mirar a Stef, intento respirar hondo.
—Júrame que no dejarás que me ahogue.
—Juro que no dejaré que te ahogues —murmura dramáticamente, con una mano en el corazón.
—Lo has jurado, ¿eh? Como me muera...
—Montaremos una fiesta.
—¡Oye!
Parece que ya ha tenido suficiente conversación, porque empieza a encaminarse en dirección al agua. Sin otra cosa que hacer, lo sigo de cerca. Tengo los hombros tensos y los puños apretados.
—No sé por qué me intimida —digo por el camino, como si no estuviera aterrorizada—. De cerca, no parece tanta cosa.
—Lo que te aterra es hacer algo que no controlas al cien por cien.
—¿Ahora eres psicólogo?
—Tengo ojos. Y cerebro. A veces, se unen para atar conceptos.
Suelto un sonidito de burla. Si no fuera por lo nerviosa que estoy, quizá me atrevería a responderle con un comentario peor que el suyo.
Stef empieza a meterse en el agua con toda la calma del mundo. Al llegar a la altura de la cintura, se detiene y pone la tabla en el agua. Mientras la sujeta con una mano, hace un gesto para que me acerque.
—Em... —Sigo en la orilla—. ¿Seguro que esto es una buena idea?
—Sí.
—No sé si voy a poder... em...
—Solo hay una forma de descubrirlo, amore.
Bueno, en eso tiene razón.
Ánimo, españolita.
Respiro hondo, aprieto todavía más los puños y, tensa de pies a cabeza, me atrevo a acercar un dedito al agua. Está... menos fría de lo que pensaba. Meto un pie entero, un poco temerosa.
—Es... um... —No sé ni qué pensar—. Las olas me hacen cosquillas en los tobillos.
Es un comentario un poco estúpido, pero oigo que se ríe entre dientes. Supongo que es buena señal.
Debe darse cuenta de que no voy a seguir avanzando, porque arrastra la tabla mientras se acerca a mí. Por un tenebroso momento, considero la posibilidad de que vaya a lanzarme al agua sin previo aviso. Pero no. Simplemente, se queda de pie a mi lado con la mano libre extendida.
—Vamos —dice. No es suave. Stef nunca es suave. Pero... aun así, me conforta un poco.
Tras un titubeo, acepto su mano. Está fría por el agua, pero aun así me provoca una sensación agradable. Y me gusta la forma en la que aprieta mis dedos con firmeza. Hace que me sienta un poco más segura. Sin perder de vista mi pie en el agua, me atrevo a meter otro y suelto una bocanada de aire.
—Odio salir de mi zona de confort —admito en voz alta, un poco histérica.
—Ya lo veo.
—Apreciaría un poco de sensibilidad.
—Lo estás haciendo bien. —Mientras habla, tira lentamente de mí—. Y, tranquila, los tiburones no pueden alcanzarte hasta que llegues a tres metros de la orilla.
—Idiota.
—Es una bromita para bajar la tensión.
—Oh, sí, estoy mucho menos tensa...
—¿Prefieres que esté en silencio?
—¡No! Solo... ¡Ya me gustaría verte en una situación que te dé miedo!
—Mmm... No me dan miedo muchas cosas.
—Alguna habrá.
—¿Ahora eres psicóloga?
—Idiota.
—Las alturas.
—¿Eh?
—Las alturas me dan miedo. No en las atracciones y todo eso, sino... mmm... cuando tengo el vacío delante y nada donde sujetarme. Lo detesto.
Estoy a punto de contemplarlo con sorpresa por la revelación. Porque la haya compartido conmigo, más concretamente. Pero entonces noto que una suave ola me roza la parte superior del abdomen y me encojo de forma involuntaria. Al mirar abajo, pasmada, me doy cuenta de que en toda la conversación hemos estado avanzando por el agua.
Stef debe ver que por fin me he dado cuenta, porque deja de tirar de mí y se limita a quedarse de pie a mi lado.
—¿Lo ves? Ya tienes la mitad del camino recorrido.
—Stef, como me sueltes la mano...
—No lo haré. ¿A que no es tan desagradable?
La verdad es que... no. El agua está un poco fresquita, pero la sensación es normal. Casi como si me estuviera acariciando todo el cuerpo. Y me siento más ligera, también. Como si pesara mucho menos. Como si fuera a flotar con facilidad.
—Está... bien —admito, dudosa.
—Bien. Ahora, vas a usar la otra mano para sujetarte a la tabla.
Le echo una mirada sospechosa.
—¿Vas a ponerme a hacer surf? ¡¿Ahora?!
—No. —Sonríe—. Es para que la uses de flotador.
Quizá esta es la peor idea de la historia, pero le hago caso y me agarro a la tabla con todas mis fuerzas. La desesperación es casi ridícula. Aun así, él mantiene su temple serio y no se burla de mí.
—No te sueltes —advierte—. Yo estaré al lado, pero con la tabla no te hundirás.
—Tranquilo, me agarraré con uñas y dientes.
En esta ocasión, sí que se le escapa una sonrisa.
Y así empieza la primera clase de natación de toda mi vida. Al principio estoy aterrada, especialmente cuando hace que me hunda hasta los hombros. Él lo hace a mi lado, así que eso me da un poco de tranquilidad. Empezamos con las piernas, luego me hace avanzar un poco, todavía cerca de la orilla y agarrada a la tabla. No es que tenga grandes dotes de nadadora, pero por lo menos consigo mantenerme a flote y, poco a poco, dejo de clavar las uñas en la pobre tablita.
Llegados a cierto punto, Stef tira de la tabla un poquito más hondo y yo entro en pánico. Estoy a punto de hundir la cabeza en el agua, pero él se mueve rapidísimo y me coloca una mano en el abdomen para sostenerme.
—Tranquila —dice, tan calmado como de costumbre—. Avanza un poco más.
Lo haría, pero acabo de quedarme congelada. Y lo único que puedo sentir es su mano extendida en todo mi abdomen.
Imagínate si te afecta que se te ha olvidado que estás nadando.
—¿Claudia? —insiste, confuso.
—¿Eh?
—Avanza un poco más —repite—. Tranquila, yo te sujeto.
Bueno, prefiero que se piense que mi pánico es por el agua y no por la reacción de mi cuerpo, que está revolucionándose a cada segundo que pasa.
Por lo menos, el resto de la clase pasa un poco más tranquilo y no me toca a no ser que esté a punto de hundirme. Me sorprende lo serio que está. Y lo buen profesor que es. No se ha reído de mí en ningún momento y, en cuestión de vente minutos, ya me he atrevido a nadar sin tabla una o dos veces. Puede parecer una tontería, pero con lo aterrorizada que estoy, para mí es un gran avance.
Por ahora solo hemos probado a nadar en zonas donde tocara perfectamente, así que el peligro es bastante relativo. Aun así, me siento como si estuviera haciendo lo más valiente que he podido afrontar en toda mi vida.
—¡Mírame! —exclamo, nadando como un perrito medio desorientado—, ¡soy toda una profesional!
Stef suspira y parece que va a decir algo burlón, pero termina asintiendo con la cabeza.
—Estoy impresionadísimo.
—He notado la ironía, idiota.
—Estás aficionándote mucho a llamarme idiota, ¿eh?
—¿Prefieres que te llame amore?
De nuevo, mi tono es un poco pasivo-agresivo. Sigo resentida. Él me contempla unos instantes.
—Podrías llamarme por mi nombre —sugiere.
—Qué aburrimiento.
—Si no quieres aburrirte, podemos probar a nadar un poco más lejos.
—Solo si me sujetas —advierto.
—Alguien tiene ganas de pegarse a mí.
—Sí, y está claro que solo soy yo.
Creo que acabo de cruzar la línea de su paciencia, porque deja de ofrecerme una mano y frunce el ceño.
—Vale, ¿se puede saber qué te pasa?
Podría ser una persona madura y decírselo, pero hoy no me apetece ser una adulta. Así que, en lugar de enfrentar el problema, vuelvo a poner los pies en el suelo. El agua me llega por el pecho, pero aun así me las apaño para echarme el pelo a un lado como una diva.
—Nada —murmuro.
Efectivamente, muy madura.
Stef se ha pasado la tarde ignorando el tema, así que espero que haga lo mismo.
Pero... parece ser que ya no.
En cuanto hago un ademán de dirigirme a la orilla, me atrapa la muñeca con la mano y me devuelve a mi lugar. No es un gesto demasiado fuerte. De hecho, podría librarme de él con facilidad. Lo que me intimida es su mirada. Creo que ya empieza a estar un poco irritado.
—¿Dónde vas? —pregunta, entre confuso y enfadado.
—A mi cabaña.
—Pero...
—Llevamos aquí media hora, imagino que querrás terminar ya la clase.
Espero que me suelte la muñeca, pero no lo hace. Sigue mirándome fijamente, como si fuera un puzzle cuyas piezas no terminan de encajar.
Por un momento, su confusión llega a parecerme incluso tierna. Luego me acuerdo de que hoy me he propuesto estar enfadada por su casi-beso y se me pasa.
—No me digas que no te pasa nada si no es así —dice al final—. No sé cómo habrán sido tus otras relaciones, pero a mí no me gusta que me dejen con la duda.
¡¿Relaciones?!
¡¿Relaciones?!
Vaya, por una vez, estamos de acuerdo.
¡Céntrate en la conversación, loca!
Estoy tan pasmada con esa palabrita que no respondo. Por suerte, él no lo necesita.
—Si he hecho algo que te molestara, me lo dices y lo arreglamos —finaliza, remarcando cada palabra—. El jueguecito de fingir que no pasa nada y que el problema se alargue no me gusta, Claudia. Así que, dime, ¿qué te pasa?
Vaaale, admito que no me esperaba nada de esto. Normalmente, Stef es mucho menos directo. O mucho más pasota. Aunque... supongo que lo que pretendía con mis comentarios era esto, ¿no? Si no, me habría quedado callada.
El silencio se alarga un poco más de lo necesario, pero esta vez él no dice nada. No lo va a hacer. Está esperando deliberadamente a que tenga que ser yo la que lo rompa.
—No es nada grave —admito, un poco menos enfadada.
—Perfecto, pues no te costará decírmelo.
—No, no te lo diré. Es humillante.
Esa última palabra hace que parezca todavía más perdido. Dios mío, creo que está siendo el momento más confuso de toda su vida.
—¿Humillante por qué?
—Porque... lo es.
—Claudia, ¿se puede saber qué te pasa?
—Que... ¡me siento mal por lo de ayer!
En cuanto lo suelto, empiezo a enrojecer de pies a cabeza. ¿Hay algo peor que tener que admitir que un rechazo te molestó? Bueno, sí. Lo peor es admitirlo delante de la persona que lo hizo.
Stef echa la cabeza hacia atrás. Casi puedo ver cómo todas las imágenes de anoche se repiten en su cabeza, buscando cualquier tipo de problema que pudiera surgir.
—¿El juego? —pregunta al final.
Suspiro.
—No, Stef, no me refiero al juego.
—¿Entonces?
—¿No es obvio?
—¡No para mí! ¿Puedes decírmelo de una vez?
—Pues... ¡lo último! —Decirlo con detalles es demasiado vergonzoso. A estas alturas, ya estoy roja como un tomate—. ¡Lo de... las rocas!
Pensé que eso le daría un poco de claridad, pero hace que parezca todavía más perplejo.
—¿Por qué?
—¿No es...?
—¡No es obvio! —insiste, frustrado—. Puede que para ti lo sea, pero para mí no lo es.
—Pues que me molestó que... tú... que no... que... mmm...
Podría decir algo, la verdad. Me ayudaría bastante. Pero sigue mirándome como si me hubiera salido una segunda cabeza.
Entonces, parece llegar a una conclusión.
—¿Que no te besara? —pregunta al final.
Me encojo de hombros. Él frunce el ceño.
—¿Y por qué no lo dices?
—¡Porque es humillante!
—¿Que no te besara?
—¿Tienes que repetirlo todo el rato? ¡Estás rompiendo toda la magia!
—¿...magia?
Oh, voy a volverme loca.
—Déjalo. ¿Puedo ir a mi cabaña?
Esta vez sí que me suelta el brazo. Lo dejo ahí, reflexionando sobre su existencia, mientras salgo del agua a toda la velocidad que puedo. Recojo mi toalla con toda mi frustración. Creo que, en toda mi vida, nunca me había sentido tan avergonzada.
Para cuando consigue alcanzarme, ya tengo la toalla por encima de los hombros.
—Espera —dice, y su tono es completamente diferente al de antes—, ¿crees que no te besé porque no me atraes?
De nuevo, que lo diga en voz alta lo hace todavía peor. Me vuelvo para mirarlo, un poco harta de la conversación.
—¿A ti qué te parece?
—Una tontería.
—Vaya, gracias.
—¿Por eso todos los comentarios de antes? Oh, por favor...
—Por favor, ¿qué?
A modo de respuesta, clava la tabla en la arena de un golpe. Con lo mucho que las cuida normalmente, me pilla un poco desprevenida.
Extiendo la mano como si fuera a señalar lo que acaba de hacer, pero me sorprende al cogérmela y tirar hacia él. Antes de que pueda reaccionar, tiene la otra mano en mi nuca y se ha inclinado sobre mí. Creo que se me escapa un sonido de sorpresa, pero se queda ahogado en cuanto pega sus labios a los míos.
Es tan repentino y tan brusco que no sé ni cómo reaccionar. Noto que la toalla se me cae de los hombros, pero para mí ya pertenece a otro universo. Stef besa muy... duro. Nunca me habían besado así. Nunca me habían agarrado el pelo con un puño y me habían besado con labios, dientes y lengua. Mi cuerpo reacciona enseguida, y, si antes ya estaba ruborizado, a estas alturas está a punto de implosionar. Cierro los ojos de forma involuntaria y, de alguna forma, consigo corresponder abriendo la boca. Él reacciona al instante y me suelta la mano para pasarme un brazo tras la espalda. El choque contra su cuerpo es tan brusco que estoy a punto de perder el equilibrio, pero me sujeta con tanta firmeza que me quedo pegada a él de arriba abajo. Y no debería gustarme, pero me oigo a mí misma soltando un jadeo. Su brazo se aprieta al oírme. Su mano también.
Y, justo cuando empiezo a ser consciente de lo que está pasando y estoy a punto de tirarme sobre él con todo mi peso, Stef separa sus labios de sus míos. Solo eso. Su cuerpo sigue pegado al mío, su brazo sigue en mi espalda y su mano sigue enredada en mi pelo. De hecho, no puedo mover la cabeza.
—Deja de pensar que no me gustas —advierte, tan cerca que su respiración golpea mis labios entreabiertos—. ¿O todavía te queda alguna duda? ¿Tengo que volver a demostrártelo?
Quisiera responder, pero tengo la respiración agolpada en la garganta y soy incapaz de reaccionar. Él también respira con dificultad, pero parece mucho más sereno que yo. De hecho, al ver mi reacción, esboza media sonrisa que casi podría considerarse orgullosa.
—¿Estás bien, amore?
El tonito burlón es lo único que me hace reaccionar.
—Idiota —digo entre respiraciones.
—Me lo tomaré como un sí.
Y, como si no hubiera pasado nada, me suelta y se separa de mí. Parpadeo varias veces, todavía desubicada, mientras él recoge mi toalla del suelo y vuelve a ponérmela en los hombros. Comparado con lo de antes, su tacto suave de ahora me parece surrealista.
—Nos vemos mañana, amore —murmura. Me sorprende la ternura en su tono. Y más pasmada me deja que me ponga un mechón de pelo tras la oreja y aproveche para acariciarme el cuello. Pero entonces, justo cuando empiezo a hiperventilar de nuevo, él frunce el ceño—. Y no llegues tarde al trabajo.
Tras eso, con toda la calma del mundo, recoge su tabla y va directo a la caseta.
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