Capítulo 1


1


Creo que nadie describiría mi piso como uno muy rutinario. Con tres personas de veinte años deambulando es un poco complicado que caiga en el aburrimiento. Y, sin embargo, una vez a la semana, yo me planto en el salón e inicio la misma conversación.

—Chicos... necesito un cambio en mi vida.

Arni, mi mejor amigo y perpetuo compañero de piso, levanta la cabeza del portátil. Su cara es la viva representación del hastío más absoluto. Al principio me molestaba, pero después de dar la misma charleta diez veces... sí, creo que puedo empezar a entenderlo.

—¿Y qué quieres hacer esta vez? —pregunta—, ¿voy a por un tinte de pelo?

—No, no. Con lo que me ha costado recuperar este color...

—¿Entonces?

—Es otro tipo de cambio, Arni.

Vivimos juntos desde... bueno, no sé cuánto hace. De forma oficial, nos mudamos nada más cumplir los dieciocho años. De forma extraoficial, más jovencitos ya nos pasábamos la vida en casa del otro. Supongo que, por eso, nos comportamos más como hermanos que como amigos.

La confianza, que da asco.

Arni —que en realidad se llama Arnau, pero solo acepta que lo use cuando me cabreo con él— sigue tecleando mientras me mira fijamente. Lleva tantos años usando el portátil que se puede permitir esas cosas sin equivocarse, pero a mí me parece un poco perturbador.

—¿Y a qué te refieres? —insiste—. ¿Quieres irte por el mundo de mochilera?, ¿aprender un idioma nuevo?, ¿volver a la universidad?

—El nivel de desesperación nunca llegará al nivel de querer volver a la universidad, Arni.

—Creo que se refiere a algo más espiritual —comenta Felipe por la cocina.

Oficialmente, Felipe es el novio de Arni. Extraoficialmente, también es un poquito mi pareja. No en el tema de hacer guarradas —lo planteamos una vez, borrachos, pero la cosa no salió muy bien—, sino en lo referente a la dinámica. A veces, me siento como si estuviera casada con ambos.

Una vez mi madre me preguntó si Arni no se ponía celoso de mi relación con Felipe y tuve que contenerme para no contarle que fue precisamente él quien propuso el trío. Fuimos Felipe y yo quienes no pudimos completarlo. Era raro. Como hacer cosas feas con un hermano. Empecé a poner mi cara de asco y ya no pude seguir.

Ellos, por cierto, son bastante diferentes: Arni es bajo, de hombros y caderas anchas y cara redonda, mientras que Felipe es alto, delgadito y de cara alargada; Arni viste todos los colores habidos y por haber, Felipe suele escoger cosas que no llamen la atención; Arni es la clase de persona que le exigiría a un camarero que le cambiara una copa por una manchita, Felipe el que se comería un plato equivocado con tal de no meterse en un lío.

Pese a todo, hace ya cuatro años que están juntos. Se conocieron en el instituto y, no es por ponerme medallitas, pero los presenté yo misma. Felipe iba a clase de interpretación conmigo y Arni se quedó pillado al instante. Empezaron a salir a la semana siguiente y, aunque yo fui de las primeras que dijo que aquello estaba siendo muy precipitado, Arni no me escuchó y siguió adelante. Si te apetece estar con alguien, hazlo y ya está. Eso me dijo. Y, honestamente, no le faltaba razón. ¿Para qué perder el tiempo?

Pensar en eso hace que me hunda un poco más en el sofá. Tiene forma de concha y lo compré en mi último bajón emocional, metida en Amazon a las cuatro de la mañana de un día laboral.

Arni casi se me murió al ver una concha rosa y gigante en medio de nuestro salón.

Felipe vuelve de la cocina con la infusión que acaba de prepararse y me da una que no le he pedido pero que sabe que necesito. Le doy un sorbito dramático.

—Necesito un cambio espiritual —confirmo con gravedad—. Un cambio de aires.

—Si lo que quieres es que dejemos de vivir juntos —repone Arni, todavía tecleando—, hay formas más fáciles de ir al grano.

—Que no, idiota. Pero a veces os veo tan juntitos y enamorados... y yo no tengo nada de eso. Estoy taaaaan sola... Mi vida necesita más cosas a parte de la amistad. Esto no me completa.

Arni frunce el ceño con indignación, mientras que Felipe suelta una risita divertida.

—Te pones así cada vez que cortáis —dice el último—. Lloras, nos dices que te irás para siempre, subes a un vuelo sin retorno por un país cualquiera... y a los cuatro días ya vuelves a estar por aquí. Dos noches más tarde, nos preguntas si sería buena idea volver a llamarla. ¿No sería más fácil saltarte todo el proceso y llamarla directamente?

Me llevo una mano al corazón.

—¿Estás invalidando mis sentimientos? Qué amigo tan tóxico eres...

Esta vez, interviene Arni con una mueca de cansancio.

—Mira, Clau, te queremos mucho... pero entenderás que consolarte por quincuagésima vez por lo mismo es un poco agotador.

—No vais a tener que consolarme más —repongo con indignación—. ¡Esta vez es definitivo!

—Eso dices tooodas las veces.

—No... Me ha dejado de verdad.

Mi tono grave hace que sus dedos se detengan sobre el teclado. Felipe también me mira, sorprendido. No me queda otra que entrar en detalles.

Pero, antes de eso, mejor recapitulo para que te enteres de la historia.

¿Redoble de tambores?

Sí, por favor.

¡Tututututututu...!

Solo necesitas ubicar a dos personas. Una soy yo, la eterna soñadora, sufridora y amadora. La otra es Marina. Ella es oscura. No nos interesa.

En realidad, nos interesa un poco.

Bueeeno, pues entro en detalles, vale.

Marina y yo nos conocimos durante el verano de mi último año de instituto. Me había pasado años y años estudiando, esforzándome y sin apenas salir de casa, y con todo ya aprobado con sobresalientes lo que me apetecía era pasármelo bien. Me propuse decir que sí a más cosas, a ser más positiva, a no cerrarme a la gente nueva. Por eso, cuando Arni me propuso presentarme a un grupo que estudiaba arte con él, dije que sí. Sabía que supondría un cambio, uno que anhelaba y que, a la vez, me aterraba.

Y había motivos para las dos cosas.

Viéndolo en retrospectiva, lo que más me gustaba de Marina es que representaba todo aquello que siempre había faltado en mi vida: despreocupación, diversión, risas y ganas de pasarlo bien sin pensar en las consecuencias. Me tuvo en la palma de su mano con una sola mirada. Nos acostamos esa misma noche y al despertar me pidió que la acompañara a su casa. Nunca en mi vida creí que podía llegar a sentirme tan a gusto con alguien, pero con ella fue instantáneo.

Lo que sentí —por ridículo que suene ahora, no me juzgues— era que había encontrado a mi alma gemela.

Pero estar con alguien como Marina tiene sus consecuencias, y estas empezaron un mes más tarde. Para mí lo nuestro era algo exclusivo y para ella era una manera de pasárselo bien. Nuestra primera discusión fue por eso, y terminé diciéndole que no volviera a hablarme en su vida, ya que al parecer había estado acostándose con otra gente mientras estaba conmigo.

Esa noche, que justo coincidió con la fiesta de cumpleaños de Felipe, me acosté con otra persona. No sé muy bien qué pretendía con aquello, pero conseguí que Marina se pusiera lo suficientemente celosa como para proponer que volviéramos a intentarlo, esa vez de forma exclusiva.

Cero por ciento sano, cien por cien funcional.

Pero... —para sorpresa de un total de cero seres humanos en el mundo—, lo nuestro seguía sin funcionar.

Llevábamos un año intentándolo, y cada pocos meses —o semanas, a veces—, Marina me salía con el cuento de que la estaba agobiando. Mi necesidad de estabilidad hacía que se sintiera ahogada, y yo notaba que mi forma de demostrar cariño a ella le suponía un compromiso muy incómodo. Nunca en mi vida me había sentido intensa, pero ella siempre me hizo pensar que mi amor era algo pesado, algo que molestaba y que había que controlar.

Como he dicho, nos peleábamos a menudo, y en casi todas las ocasiones había una que le decía a la otra que se había terminado y que no iba a seguir con aquella relación. Y esa persona siempre era yo. Marina era la encargada de volver a buscarme dos días más tarde.

Solo que, en esta ocasión... ella fue quien cortó.

La discusión ni siquiera fue muy dramática. Estábamos las dos en el salón de su casa, ella con su tablet y algunos diseños, yo con el portátil y varias webs de viajes abiertas. Habíamos hablado de viajar por algún lado durante un tiempo, y ese verano teníamos la ocasión perfecta, ya que las dos teníamos varios días libres.

—¿Qué te parece Italia? —sugerí, pasándole un dedo por el empeine—. Aquí hay programa de alojamiento a cambio de trabajo. Ellos se encargan de todos los gastos, y a cambio tú te...

—No.

—Vale —murmuré, sorprendida por su tono—. Pues... sigo buscando.

—No es eso.

—¿Quieres otro país?

—Claudia, tenemos que hablar.

Esa vez sí que aparté el portátil, confusa. Marina seguía sentada al otro lado del sofá, solo que había dejado la tablet a un lado y tenía la cara hundida en las manos. Los mechones de pelo azul se asomaban entre sus dedos.

—¿Qué pasa? —pregunté, preocupada.

Marina no respondió de forma inmediata. Suspiró, se levantó del sofá y se alejó varios pasos de mí. Cuando vi que se quedaba dándome la espalda y mirando por la ventana, mi corazón empezó a encogerse.

Esa no era mi Marina. Estaba hecha a sus gritos, a sus subidones de mala leche... pero el silencio no era nada habitual. Estaba empezando a asustarme.

—¿Qué pasa? —repetí, en un tono mucho más bajito.

—No quiero ir de viaje —dijo sin mirarme—. Ni quiero ir a ningún sitio contigo. Esto... esto ya no funciona. Y no quiero que sigas planeando cosas conmigo. Se acabó.

Me quedé contemplando su espalda con perplejidad, como si esperara que, en cualquier momento, se diera la vuelta y empezara a reírse.

Pero, claro, no lo hizo.

Si lo hubiera hecho no tendríamos historia.

—Deberías irte —añadió en voz baja.

—Pero...

—¿Cuánto tiempo hace que estamos con esto, Claudia? —Por fin se volvió, y me sorprendió ver que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Mira, no buscamos las mismas cosas y estoy cansada de este bucle interminable. ¿No va siendo hora de acabar con él?

—Pero...

—¡No hay peros! —Se exasperó—. Estoy harta de estar contigo, y dejar de estarlo, y luego volver otra vez... Es insostenible. No quiero planificar viajes, ni hablar de vivir juntas. No quiero ir a casa de tus padres a conocerlos, cenar cada noche con tus amigos, ir al cine los domingos o pensar en un futuro. Quiero disfrutar de la vida, ¿es que no lo entiendes? Me lo paso mejor una noche con mis amigos que toda una semana contigo.

Carraspeé, tratando de controlar el nudo que sentía en la garganta. Como siempre, sin embargo, no dejé que mis emociones se llevaran el control de la situación, sino que me incorporé muy lentamente.

—Vale, te has agobiado —murmuré—. Lo entiendo, y...

—¡No lo entiendes! —saltó, ya irritada—. ¡Cada vez que intento hablarte del tema, lo evades! ¡No quiero seguir contigo, Claudia! Por favor, vete de mi casa. Por favor.

No esperó una respuesta, sino que se encerró en su habitación.

Y eso hice, claro. Volví a mi pisito con Arni y le conté lo que había pasado con la tranquilidad de que al día siguiente despertaría con un mensaje de Marina. Pero no fue así.

Ni tampoco al día siguiente. Ni al siguiente.

Ahora ya hace una semana, y lo único que he sabido de ella es la caja que me ha mandado a través de un amigo suyo, con todas las cosas que tenía en su piso. Me la ha dado esta mañana. Por su cara, creo que se esperaba que montara una escenita digna de Hollywood, pero lo único que he hecho ha sido aceptar la caja y llevarla a mi habitación en silencio.

Arni y Felipe han llegado justo después de que comprobara que, tal y como una parte de mí ya sospechaba, Marina me ha bloqueado en todas las redes sociales.

¿Necesitamos más señales para entender que va en serio?

Para cuando termino con el relato, tengo a Felipe a un lado y a Arni en el otro, ambos abrazándome y consolándome, aunque no estoy llorando, ni gimoteando, ni sollozando. Simplemente, se lo cuento en voz bajita.

¿Por qué no me apetece llorar? No lo entiendo. Quizá no sea la persona más emocional del siglo, pero suelo ser mucho más expresiva que esto. Quizá todavía no lo he asumido.

—No pasa nada, Claudia —asegura Felipe con cariño—. Aunque ahora parezca que se acaba el mundo..., es solo un desvío más en el camino. Eso decía siempre mi abuelo.

—Además, sabíamos que algún día terminaría —añade Arni, mucho más directo que sensible, cosa que siempre me ha gustado de él—. Era difícil mantener una relación con dos personas tan distintas.

—Ya..., pero no esperaba que fuera a ser tan... repentino.

—Ella ha tomado la decisión por las dos. Pero es algo que tú ya me dijiste hace tiempo que querías hacer, así que... no estés triste, ¿vale? No te doy permiso.

Sus palabras me sacan una sonrisa muy pequeñita.

—Déjame con mi viaje típico para olvidar mis amores..., y ya no estaré triste.

—Lo estarás, porque al volver Marina no estará esperándote. Esta vez es diferente, Claudia. Siento ser tan sincero, pero no quiero que te ilusiones antes de tiempo.

Su recordatorio me hace volver a la realidad, y trago saliva con fuerza. Tiene razón. Es distinto. El seguro que suponía Marina en mi vida ya no está, así que no puedo contar con ella.

De pronto, me siento inmensamente sola. Y perdida. Como si tuviera que empezar desde cero. No sé cómo hacerlo. Una parte de mí se había acomodado tanto al hecho de ser su pareja que siento que ahora ya no sé quién soy por separado.

—Oye —interviene Felipe entonces—, ¿no te inscribiste en un sitio de esos en los que trabajas a cambio de alojamiento?

—Bueno, sí... nos apunté a las dos. Pero fue antes de todo esto.

—¿Y qué? Podrías ir solo tú. No se me ocurren formas mucho más cómodas y baratas de viajar, la verdad.

—Y estarías fuera un tiempo —observa Arni—. Quizá, así, podrás digerir la noticia con más espacio de por medio.

Me mordisqueo el labio inferior.

—¿Vosotros creéis que es buena idea? Sicilia está un poco lejos...

—Son dos horas de vuelo, tía —protesta Arni con una sonrisa—. Si tenemos que rescatarte, podemos llegar antes incluso de la hora de comer.

Suelto un bufido divertido y les paso un brazo por encima de los hombros.

—Me lo pensaré —prometo.

Pero no digo que apenas tengo que pensármelo porque, como buena histérica que me considero, todas mis decisiones importantes son fruto de mis impulsos.

Ceno con ellos, les ayudo a limpiarlo todo, me meto en la habitación, hago un poco el tonto con el portátil, hojeo un libro, vuelvo a la cama... e irremediablemente vuelvo a mirar el perfil de Marina. O lo intento, al menos, porque solo veo el pantallazo de que me ha bloqueado. Voy a mi galería. Tengo cientos y cientos de fotos con ella. Y empiezo a mirarlas, una tras otra. Una en mi piso, otra de fiesta, otra de una excursión que hicimos con sus hermanos, otra de cuando pasamos la Navidad con Arni y Felipe... en cuanto llego a las fotos un poco más subidas de tono, las paso rápidamente.

Lo que me faltaba ya por ver.

Y entonces llego a la primera foto que nos hicimos juntas.

No recordaba que hubiéramos tenido ese aspecto. En aquel entonces, ella llevaba el pelo teñido de rojo oscuro, maquillaje llamativo, una camiseta negra y suelta y unos pantalones ajustadísimos. Aparece apoyada en una mesa del bar donde nos presentaron, mientras que yo estoy sentada al otro lado. Con mi blusita rosa, mi pelo rubio atado en una coleta y mi aspecto no haber roto un plato en mi vida. Dios, no pego nada con ella. Y se nota en nuestras expresiones; mientras que la suya es entusiasta, la mía es dubitativa.

Me quedo mirando la foto más tiempo del necesario y luego, sin darme cuenta, me pongo de pie y me acerco al espejo que me compré al llegar al piso. Me miro mejor. Estoy más delgada que cuando me hice esa foto, tengo el pelo más largo, y parezco... mayor. Ya no soy tan niña, creo. Otra persona no se daría cuenta, pero yo sí. Hay algo que ha cambiado. Algo que no se explicar, pero que de pronto es donde me aferro para no caer en la desesperación de la ruptura.

Justo antes de las docede la noche, busco vuelos desde Barcelona hasta Sicilia.

○○○

Al bajar del autobús, estoy bastante más nerviosa de lo que me gustaría admitir. Mi destino es Taormina, una ciudad costera que es el punto de encuentro más cercano al resort donde voy a trabajar.

Y... aquí todo el mundo está muy bronceado, muy guapo y muy en forma. Por Dios, que no me miren mucho o les voy a parecer un alien.

O peor... una turista.

Mi despedida con Arni y Felipe ha sido bastante anticlimática, la verdad. Están tan seguros de que volveré en unos días que ni siquiera se han molestado en fingir que no es así. Mis padres, en cambio, se han pasado diez minutos diciéndome por teléfono lo loca que estoy por irme a trabajar. Que si ellos tienen dinero suficiente como para que solo tenga que viajar para estudiar, que si debo sentirme abandonada, que si algo va mal, que si sigo con esa chica rara que les he mencionado alguna vez... Eso último es lo único que ha hecho que suspiren con alivio. No les gustaba Marina. Según ellos, se interponía en mi camino para ser una persona funcional.

Si supieran lo poco funcional que soy, con Marina o sin ella...

El vuelo ha transcurrido sin problemas y, arrastrando mis dos maletas de veinte kilos, una en cada mano, he recorrido el aeropuerto entero. No ha sido hasta ese momento que me he dado cuenta de la existencia de los carritos, pero ya era un poco tarde para recuperar mi dignidad, así que me he metido en el autobús.

Luego, he tenido que correr por la estación para subirme al siguiente, que casi se marcha sin mí, y me he pasado dos horas —contadas segundo a segundo— de pie junto a un señor sudoroso que tenía el sobaco pegado a mi frente, mientras que yo intentaba sujetar las maletas con una mano y me agarraba a la barra con la otra.

¿No querías una aventura? Pues ahí la tienes.

Por lo menos, ahora que he salido, todo esto me parece más bonito. Es una zona costera, y la carretera en la que me encuentro bordea la línea del mar con un pequeño muro de piedra. El olor a sal, a crema de sol, a comida de chiringuito... El sonido de las olas, el de las gaviotas... el del reggaetón que tiene puesto un señor con un altavoz que le quita un poco de magia al asunto.... sí, puedo acostumbrarme a esto.

Se supone que aquí es donde vendrán a buscarme, pero me distraigo tanto mirando a mi alrededor que no me doy cuenta del chico que me espera junto a la parada. Lleva un cartelito que reza mi nombre.

—¡Oh! —exclamo con voz chillona, y me apresuro a arrastrar las maletas para acercarme—. ¡Hola! Digo... eh... ¡ci-ciao!

Al oír mi triste intento de meter una coletilla italiana, esboza una pequeña sonrisa divertida.

Ciao. ¿Claudia?

—¡Sí!

Quizá lo he dicho con mucho entusiasmo, porque intenta no reírse en mi cara.

Es un chico que rozará, quizá, los treinta años. Es de porte alto, hombros anchos, piel morena y cabello negrísimo y rizado. Lleva puesta una camisa de manga corta y unas bermudas, y se le asoma un tatuaje por el cuello que haría que mis padres se escandalizaran, pero su expresión es amable. La clase de persona de la que te fiarías sin conocer de nada.

Lo contrario a ti, entonces.

Efectivamente.

Él también me mira a mí, pero no de forma muy exhaustiva. Mas bien, lo hace con confusión. Quizá se deba a mi atuendo y a mis dos maletas gigantes. No creo que mi vestido estampado con flores y mis sandalias de Gucci hayan sido la mejor elección del mundo. Especialmente, viendo que aquí todo el mundo va vestido de forma casual y típica de la playa.

El outfit no está on point, no.

Aun así, sonríe y se adelanta para ayudarme con las dos maletas.

Io sono Davide —se presenta, señalándose—. Tú... poco italiano, ¿verdad?

—Muy poco —aseguro—. Casi nada.

Quizá debería habérmelo callado, porque no recuerdo si en el currículum lo pedían.

Por suerte, no es así. Davide sonríe con alegría.

Non preoccuparti! Aprenderás fácil. Muy parecido al spagnolo —asegura—. ¡Yo aprendo contigo y tú conmigo!

—Vale, pero creo que te arrepentirás de eso en cuanto me oigas intentarlo.

Davide echa la cabeza hacia atrás en una sonora carcajada. Vale, se ríe de mis chistes malos. Ya me cae bien. Tengo mi primer amigo italiano.

No se detiene hasta que llegamos al final de la cuesta, donde vuelve a empezar la carretera. Tiene un jeep rojo y descapotado aparcado junto a una farola. No se ha molestado siquiera en quitarle las llaves. O tienen una tasa de criminalidad bajísima, o mi colega Davide pasa de todo. Opto por la primera.

Es nuestra oportunidad de subir la tasa de criminalidad.

Supongo que es mi comité de bienvenida, porque lanza el cartel junto con mis maletas al asiento trasero. Es ahí cuando me doy cuenta de que el coche no es que sea convertible, es que es descapotado. Directamente. No puede cerrarse. Alguien le arrancó la capota y así se ha quedado.

Madre mía, verás la melena que tendré cuando lleguemos...

—¡Sube, sube! —dice con alegría, mientras él salta al asiento del conductor.

Yo lo hago con menos gracilidad, claro, porque por alta que sea no lo soy tanto como él. En cuanto lo logro, me abrocho el cinturón con los nervios a flor de piel. ¿Este es mi nuevo jefe? ¿Debería decirle algo para caerle bien? Por ahora, parece que voy por buen camino.

Davide enciende el motor y sale del aparcamiento con suavidad, cosa que me tranquiliza bastante. Al menos, mi pelo no se va a destrozar en cinco minutos. Emprende el sentido opuesto por el que he llegado, siguiendo la línea de la costa, y no tarda en meterse en una carretera secundaria rodeada de pinos, maleza y arena de playa.

—El resort está a unos... venti minuti —asegura Davide, colocándose unas gafas de sol—. Un poco... em... ¿lejos?, pero ai clienti encanta.

Pese a que tiene el acento marcado, me sorprende entenderlo todo a la primera. Asiento con la cabeza.

—Les gusta desconectar —deduzco.

Esatto! Es importante que nosotros demos misma sensación a clienti, ¿entiendes? Tratar como si fueran personas que necesitan... rilassarsi —remarca esa palabra—. Deben disfrutar. Esa nuestra tarea.

—¿Y a qué me dedicaré yo, exactamente?

—Mi hermano decide.

Asiento, ahora un poco más ansiosa.

Ya leí en la página web del resort que se trataba de un negocio familiar. Por lo visto, las tierras donde está construido forman parte de su patrimonio desde hace más de cien años, y toda la familia se dedica a ello. El dueño es un tal Fabrizio, que supongo que será familiar de Davide.

Impresionar a un jefe es complicado, pero... ¿impresionar a una familia entera? Eso es un martirio.

—Ahora vemos horarios —añade al ver que no digo nada—. Tienes habitación para desconectar de trabajo, y por la tarde tiempo libre.

—¿Hay muchos otros empleados?

—Algunos —admite con una sonrisa—. De todo el mundo. Tú única española.

—Ah, qué alegría...

Non preoccuparti. ¡Todos aquí para aprender italiani!

Todos menos yo, que lo único que hago aquí es intentar olvidarme de una relación caótica.

Davide y yo seguimos hablando durante el trayecto, y me cuenta varias cosas del lugar. Estoy tan centrada en escucharlo que apenas me doy cuenta de que hace rato que hemos dejado atrás la ciudad y, lo que antes parecía el escenario perfecto para las fotos de un influencer, se ha ido transformando lentamente en un paisaje mucho más natural, lleno de árboles, maleza, arena de playa y rayos de sol que se cuelan entre las ramas.

Davide gira justo antes de llegar a un pueblecito que tiene un cartel de bienvenida en su entrada. Vedrana, 1083 abitanti. Benvenuti! Es enano, pero está en una pendiente, tiene dos torres medievales e incluso su propio puerto; me parece muy bonito.

—Puedes visitar en tiempo libre —explica Davide cuando nota que me he fijado.

—¿Se puede llegar andando desde el resort?

A modo de respuesta, él señala su ventanilla. No me había dado cuenta de que justo acabamos de pasar un cartel que anuncia que nuestro destino está a cinco minutos de distancia.

Y entonces llegamos. No sé qué me esperaba exactamente, pero el lugar supera todas mis expectativas. Bajamos por unas cuantas curvas empinadas de carretera y, cuando casi alcanzamos el nivel del mar, Davide activa el intermitente y se mete bajo un arco de piedra que reza Le Sirene. Tras él, nos espera un corto caminito rodeado de árboles verdes y luminosos. Entonces, por fin aparece el resort en sí.

Lo primero que vemos es el edificio principal, una estructura pequeña de dos pisos, hecha totalmente de piedra. El gran portal de la entrada está abierto de par en par, y al otro lado hay un pequeño muelle donde hay varios tipos de barcas y botes amarrados. En la fachada del edificio está la silueta de una sirena sentada en una especie de fuente, y encima vuelve a poner el nombre.

—Edificio principal —me presenta Davide—. Atención a los huéspedes, y también armarios con material de mantenimiento. El piso de arriba es para empleados, puedes descansar si necesitas.

—¿Y eso de ahí?

Estoy señalando la zona por la que se desvía el sendero de piedra sobre la hierba mezclada con arena. Lleva a un caminito rodeado de cabañas de madera que, aunque no son muy grandes, parecen muy bien equipadas.

—Casas de huéspedes —dice Davide—. Treinta y dos. Empleados por ese otro lado. ¡Vamos!

Bajamos del coche y él recoge mis maletas. Ni siquiera me deja intentar llevar una. Lo sigo por el camino opuesto. Me sorprende que me esté llevando directa a la zona de playa. Tienen una gran franja de arena solo para su resort, y está bordeada por dos grandes peñascos, uno de los cuales tiene un faro cuya luz no deja de vueltas. Por lo demás, es una zona con varias casetas e incluso un chiringuito abierto por todas las paredes en el que un señor mayor está sirviendo a los clientes. También les canta en italiano.

—Oh, ven —dice Davide al verlo—. ¡Presentaré a mi abuelo!

Mierda, ¿tan pronto conoceré al jefe?

Trago saliva con fuerza y, cuando se da la vuelta, me aseguro de que tengo un aspecto presentable.

Llegamos al chiringuito, que huele a comida frita, a pescado y a salsas de todo tipo. Se me hace la boca agua, y eso que no soy mucho de ese tipo de comida. Davide pasea entre las mesas y sillas de madera oscura y se acerca a la inmensa barra que rodea todo el centro del chiringuito. Su abuelo está tras ella, ahora lanzando un hielo al aire para que caiga justo dentro de la copa redonda que sostiene con la otra mano. Mete dos chorros de líquido diferentes y luego lo desliza sobre la barra hacia su cliente, que sonríe con admiración.

Buon apettito! —exclama con alegría el hombre, y luego nos ve a Davide y a mí. Su sonrisa, si es que es posible, se amplía todavía más—. Claudia, ¿eh? ¿La española?

Vale, veo que ya tengo una nueva identidad.

Abrázala con cariño.

—Esa soy yo.

Oh, benvenuta, benvenuta! Sono muy contento de que sei qui. ¿Cansada del viaje?

—¡En absoluto! —aseguro enseguida—. De hecho, me gustaría empezar en cuanto antes.

Necesito distraerme, porque cada vez me planteo más si todo esto ha sido buena idea. Por lo menos, ellos parecen simpáticos.

Fabrizio, al oír mi respuesta, suelta una carcajada entusiasta.

Questo è lo spirito! Pasarás en grande por aquí, ya verás. —Parece que va a añadir algo más, pero al mirar a su alrededor se le cambia la sonrisa por una mueca de confusión. Al final, se dirige a su hijo—. Dov'è Stef?

È sulla spiaggia —dice Davide, encogiéndose de hombros.

Fabrizio le dice algo más, pero es tan rápido que se me hace imposible entenderlo con mi italiano de Duolingo.

De todos modos, me da la bienvenida otra vez y Davide, acto seguido, me hace un gesto para que lo siga. Se detiene al final del chiringuito, justo donde empieza la playa.

—Ve a buscar a mi hermano Stef —pide—. Él dirá lo que tienes que hacer y enseñará el resto del resort. Si no lo encuentras, pregúntale a cualquiera. Aunque... —hace una pausa, dubitativo—, nosotros no hablar mucho español. Busca caseta con tabla de surf, ¿sí?

—Me las arreglaré —aseguro.

Davide sonríe.

Perfetto. Llevo tu maleta a habitación, entonces.

—¡Gracias por todo!

Él se despide con un gesto de la mano y yo me vuelvo hacia la playa, un poco nerviosa. Vale, tengo que encontrar a alguien teniendo cero noción de su idioma.

A la aventura, tú puedes.

Me encamino, con mis sandalias carísimas, eligiendo cuidadosamente dónde piso y dónde no, hasta que por fin llego al caminito de madera de la playa. Lo recorro buscando con la mirada, pero todos a quienes veo parecen turistas. Nadie lleva la camiseta blanca con el símbolo de sirena que he visto en Davide y Fabrizzio.

Y entonces, por fin, veo una caseta abierta con una tabla de surf colgada justo en la entrada. Si hay alguien a mi alrededor que trabaje en el resort, tiene que ser justo aquí.

Recorro el último tramo de escaleras, intrigada, y asomo la cabeza al gran arco de piedra abierta. El otro lado también está abierto, y la luz solar me permite ver la cantidad indecente de accesorios de playa que hay dentro del edificio. Desde tablas hasta flotadores deshinchados, tumbonas y sillitas de plástico. Hay de todo.

Pero lo que me llama la atención es el chico que está de pie en el centro, lijando una tabla naranja que tiene apoyada sobre dos barras de hierro. Pese a que me da la espalda, reconozco la camiseta blanca de los empleados. ¡Menos mal!

—¿Stef? —pregunto, dubitativa.

Él deja de lijar al instante y, sorprendido, se vuelve para mirarme.

—Joder. —Se me escapa, y estoy a punto de taparme la boca. Luego recuerdo que no habla mi idioma, y me calmo un poco—. Bueno, ya solo me faltaba esto...

Y no lo digo como algo malo, sino todo lo contrario. Parece que aquí todo el mundo está bueno. Él también es de complexión alta, como su hermano, pero está bastante más delgado. Además, tiene el pelo más corto, aunque igual de oscuro, y la piel bastante más bronceada. Aunque, sin duda, su mayor diferencia es su expresión. Mientras que la de Davide me ha parecido encantadora, la de su hermano me parece más bien... impaciente, como si esperara que le dijera lo que sea que tengo que decirle.

Vale, mal momento para ponerse nerviosa.

Claudia, ni se te ocurra cagarla ahora.

Ahora es cuando me arrepiento de haber dejado dos clases de italiano medio terminadas para ver capítulos de Succession.

Io... io sono... —intento decir, señalándome—. La nuev... digo... nuova... em... —Vale, esto no está funcionando. Su ceño se frunce un poco con confusión, y yo empiezo a ponerme todavía más nerviosa—. Soy... eh... tú sei... este...

—Eres la nueva, supongo.

Estoy a punto de asentir, aliviada, pero no estoy segura de que esto sea bueno. ¿Habla mi idioma?

A eso le llamo yo empezar con buen pie.

Stef sigue mirándome fijamente, aunque ahora se ha percatado de mi atuendo. Lo contempla con contrariedad y, cuando vuelve a mirarme a la cara, es como si algo no le encajara.

Sin embargo, vuelve a girarse sin darle mucha importancia y sigue lijando la tabla.

—Vaya, qué bien hablas español —comento con tono agudo y ridículo—. Si vas por España, puedes camuflarte en el ambient...

—Estaba esperando dos personas, no una.

Vale, a mi nuevo jefe no le gusta charlar.

Dato apuntado.

No pasa nada, puedo adaptarme.

Tener que explicarme implica hablar de la innombrable, y hablar de Marina hace que la situación sea todavía más incómoda de lo que ya es.

—La otra persona no... no va a poder venir.

—Pues ya puedes darle las gracias.

Parpadeo, confusa.

—¿Por?

—Porque ahora tendrás que trabajar por las dos. Enhorabuena, no podrás aburrirte en todo el verano.

No espera una respuesta, sino que recoge la tabla, la cuelga de la pared junto con las demás, y se encamina hacia la puerta. Pasa por mi lado sin mirarme, y yo me apresuro a seguirlo antes de que se me escape.

—No entiendo muy bien... —intento decir.

—Por ese camino está el chiringuito —interrumpe, señalándolo sin mirar—. Puede que algunas veces tengas que ir a ayudar, pero por lo demás no quiero verte emborrachándote en horas de trabajo. Detrás están las cabañas de los huéspedes, donde pasarás la mayor parte de tu tiempo. Ni se te ocurra tocar nada que no sea tuyo.

—Pero...

—El edificio principal está justo detrás y por aquí están las casetas de empleados.

—¡Espera, no sé...!

—Aquí están —corta en seco, parándose. Me detengo torpemente a su lado, y sigue hablando sin mirarme—. La tuya es la número tres. Iba a ser para dos, así que tendrás dos camas. Disfruta de la soledad mientras puedas, porque pronto encontraremos a alguien que la ocupe contigo.

—¿Y no...?

—Por aquí están tus nuevos mejores amigos.

Suelto una maldición entre dientes y corro tras él, que anda a grandes zancadas hacia una caseta que hay junto a las cabañas de empleados. La abre, se mete en ella y sale empujando un carrito de limpieza. Me quedo mirándolo, pasmada, y él por primera vez me devuelve la mirada, aunque es solo para dejarme el carrito.

—Te presento a tus mejores amigos en esta aventura: el cubo, la fregona y la escoba. Seguro que os llevaréis genial. Y hasta aquí ha llegado el tour, espero que lo hayas disfrutado con locura. —Por un momento, parece que va a largarse, pero se detiene a medio paso y me mira de arriba a abajo. Cuando vuelve a mis ojos, ya no me cabe duda de que su expresión es severa—. Yo me cambiaría esa ropa tan bonita, principessa, si no quieres mancharla.

No me da opción arespuesta, sino que se marcha por el camino de madera y me deja ahí, plantada yconfusa.

Bienvenida a Italia, supongo. 


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top