2. Cosas encerradas en muros
“Hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo.” – Federico García Lorca.
Stede abrió los ojos con gran complicación y sintió un punzante dolor atravesar su barriga mientras una mano era colocada en su pecho y presionaba con suavidad para evitar que intentara levantarse del suelo.
—No te muevas, o la herida se va a poner peor de lo que está.
Stede hizo caso ciegamente, y lentamente volvió a cerrar los ojos. Tampoco le estaba sirviendo de mucho la vista, ya que se encontraba borrosa y ni siquiera entendía muy bien lo que acababa de pasar.
Lo mínimo que recordaba es que se encontraba en la Plaza Cataluña, intentando huir de los disparos y las explosiones que le habían pillado en un momento fatal cuando había salido de su casa sin imaginarse el panorama que se encontraba en el centro, y ahora de repente, se había sentido desmayado y respiraba contra el frío suelo de un lugar desconocido, escuchando una voz que recordaba a duras penas y sin mucho esfuerzo.
—¿Quién... Eres? —preguntó Stede, tosiendo después con su cuerpo soportando con dificultad el esfuerzo de mover el estómago teniendo en cuenta la sangre que brotaba de él.
—No hagas esfuerzos —le dijo, sonando preocupado— Yo soy...
Teach vaciló a la hora de contestar a Stede. Se preguntó si lo correcto era que él supiera de su persona, teniendo en cuenta lo mucho que él sabía de su vida en comparación y los peligrosos paralelismos entre sus grupos ideológicos.
Realmente, en medio de una situación de la que ni siquiera tenía esperanzas de salir vivo, la diferencia entre los bandos no le importaban demasiado, así que confiar ciegamente en el hombre burgués que le contó el trasfondo de Bodas de Sangre una tarde corriente no le pareció ninguna locura en el momento.
—Soy al que le hablaste sobre Lorca hace unos meses. Nos encontramos en una taberna de la Liga Regionalista, y te dije que saliéramos fuera para que me contarás más sobre su obra, que al final me dejé en tus manos.
Stede intentó procesar aquello con las pocas fuerzas que le quedaban de todo lo que había sufrido. Le llevó un rato, pero finalmente musitó una sonrisa débil entre sus labios y se acordó de aquél hombre.
—Tú... —susurró. Acto seguido sin embargo, toda la conciencia que le quedaba se fue al musitar aquella palabra y caer en la suave realización de quién se encontraba encima suya.
────────
Stede se levantó y el silencio reinó a su alrededor. Abrió los ojos para encontrarse con la tenue banda sonora de la madrugada y comprobó que estaba en el mismo lugar que el día anterior antes de perder el conocimiento por segunda vez consecutiva en el mismo día.
La habitación en la que se encontraba era de madera clara, no muy espaciosa y los rayos de luz entraban con debilidad entre la madera vieja que cubría las ventanas; parecía ser un edificio abandonado que había sido usado con anterioridad como refugio y la tranquilidad que se respiraba desde el exterior avisaba la victoria del bando republicano sobre el levantamiento nacional.
No tardó mucho en avistar a Edward en la habitación, quién dormía con el arma sujeta al brazo. Al principio, había pensado que la presencia de aquél hombre había sido causa de la poca cordura que le quedaba después de vivir tan de cerca una explosión, pero se alegró al ver que no había sido así. Al menos sólo durante unos segundos.
Stede dio un vistazo rápido a su cuerpo y al observar su gorro rojo y negro, cinturón marrón y mono azul de cuerpo completo, finalmente llegó a la inaudita realización de que el hombre que se encontraba al frente suya, que parecía haberle salvado la vida y al que le había contado con todo lujo de detalles el contexto cultural de la tragedia de Bodas de Sangre, no era nadie más que un anarcosindicalista de la CNT.
Empezó a comprender muchas cosas al instante, que azotaron en su mente con gran fuerza mientras al mismo tiempo caía en la cuenta de dónde se encontraba y con quién. Se empezó a sentir inmiscuido en un confuso peligro, porque aunque sabía que se encontraba al lado de un anarquista con un arma, encima en la peor situación posible, algo en él quería hacerle confiar en esa persona después de la tarde que vivieron juntos hace unos meses, cuando se respiraba una situación relativamente tranquila a la que se vivía ahora.
Pero aquello simplemente no era posible, no debía abogar por esa posibilidad.
Conocía su partido y lo que había escuchado de su familia estos últimos días, habían apoyado el levantamiento del 17 en el protectorado y su apoyo a los sublevados nacionales seguiría su curso hasta el fin. Si se quedaba al lado de un anarquista que había estado combatiendo contra su bando, lo más probable es que él cayera también.
Otorgó un rápido vistazo hacia abajo y casi se desmayó por tercera vez al observar la herida de su costado cosida con un desorden que a muy duras penas había funcionado. Stede no pensó en aquello, o en si el anarquista de verdad le había salvado la vida y curado su herida, pues ya había decidido que debía salir de ahí.
Intentó levantarse pero tuvo que reprimir un aullido de dolor cuando se dio cuenta de que las heridas de su cuerpo causadas por la explosión todavía estaban frescas, así que tuvo que decidir arrastrarse por el suelo para salir del lugar. Había vislumbrado un cartel del Hotel Colón a través de las pequeñas ventanas del lugar, así que si estaba en lo correcto conocía el lugar en el que se encontraba y un lugar seguro no se debería de encontrar muy alejado de él.
Se desplazó por el lugar como pudo, esquivando partes de la pared que se habían caído de la habitación y luchando contra su vida para que la dicha lesión no se le abriera más de lo que ya estaba.
No obstante, al tener la cabeza apoyada ya casi al lado de la puerta, se dio cuenta de que algo le paraba, y levantó la mirada para encontrarse con los ojos abiertos del anarquista encima suya, que ya había despertado, seguramente a causa de un oído fino acostumbrado a las siestas en medio de las guardias.
—¿Qué estás haciendo? Todavía no te has curado.
Stede entró en pánico, pero ya no podía huir. Probablemente se desangraría antes de abrir siquiera la puerta, y era él contra un hombre de arma en mano.
No tenía ninguna posibilidad.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar el hombre. Stede no tenía ni idea de qué responder a aquello, aunque parece ser que su expresión en su rostro había dejado muy claro lo que no había sabido colocar entre palabras— Oh, ya.
Edward suspiró cuando llegó a la realización de por qué el otro estaba tan nervioso y había intentado salir del lugar No era algo difícil de adivinar, y premonía que iba a acabar ocurriendo y que el otro hombre desconfiaría de él, pues aquello ya hasta se asemejaba a una ley natural entre los españoles con los tiempos que corrían.
—No te preocupes, no voy a matarte —le confesó finalmente con sinceridad. El burgués ahora parecía más extrañado que antes, pero también seguía ligeramente desconfiado—. No quiero... No eres unos de esos sublevados que me apuntan con armas de todas maneras, y te he traído aquí para que te cures. No he cosido las heridas de muchas personas, así que espero que no lo haya hecho demasiado mal esta vez, y también tienes otras por las piernas y las caderas pero son mucho más pequeñas. Te habría llevado con médicos, pero los que conozco son de mi bando, y no creo que les haga mucha gracia ver a un burgués de la Lliga Catalana en sus edificios obreros.
—¿Por qué me has salvado? —preguntó ahora el catalán, mucho más confuso que antes.
Edward musitó una pequeña risa respecto a aquello. Todo era tan surrealista; había estado prácticamente toda su vida amenazando, estando en contra y asesinando a gente de derechas, y ahora debía darle explicaciones a un regionalista conservador de por qué no le había dejado morir. Y ni siquiera él tenía una respuesta clara a aquello.
—Creo que no eres mala gente —explicó—. No quería dejarte morir —y sería una falta de respeto hacia tus hermosas palabras sobre poesía el permitir que no pudieran volver a ser expresadas.
—¿Acaso vosotros sabéis de malas y buenas personas a la hora de salvar a alguien?
—Normalmente no, pero hoy por mi parte, sí.
Edward le miró con una pequeña sonrisa para reforzar el tono afable de lo que acababa de decir. Aún así, el otro hombre todavía se encontraba asustado y desconfiado de él, de lo cuál tampoco pudo culparle, y Edward cambió el tono de voz queriendo sonar más convincente.
—Quiero ayudarte, de verdad... Déjame hacerlo. Como no te cures, esa herida no va a mostrar signos de mejorarse. Y no quiero hacerte nada, en serio.
Stede eligió creer al hombre.
Asintió y al instante se encontraba procesando lo que acababa de vivir, pero sobre todo el hecho de que había decidido confiar en un anarcosindicalista y no le estaba pareciendo una idea tan excéntrica como debería de parecerle.
—Por cierto, no te lo dije el otro día, pero me llamo Edward.
──────
El día había transcurrido y Stede no se movió de la habitación mientras pensaba en lo que debería de estar imaginando su familia sobre él y su paradero. Quería volver con ellos, decirles que no estaba muerto y que no se preocuparan por su posible muerte, pero no le era posible.
El levantamiento había sido un fracaso como en la mayoría de las ciudades de España y los sindicalistas y los obreros se hicieron con el control de la ciudad de forma tácita, sin mediar ningún tipo de acuerdo demasiado burocrático. Pero eso no significaba que la situación estuviera más tranquila, y de hecho, ahora es cuando empezaba la verdadera Guerra Civil en España.
Edward a veces se había alejado del lugar y al volver tuvo miedo de que se hiciera realidad lo que temía y que Stede lo hubiera abandonando y se encontrara por una Barcelona semi-destrozada dando vueltas con una herida mal cosida, pero al volver con alcohol y los medicamentos que pudo obtener con dificultad el burgués no se había ido y había podido ayudarle a que sanara con mayor facilidad, aunque le seguía doliendo horrores el costado y se preocupaba mucho por la situación actual de lo que le rodeaba.
La mayoría del día estuvieron en silencio, como si aquella fuera la única interacción posible entre personas de su distinta posición en la sociedad española, hasta que el sol ya descendía del cielo por la tarde-noche y después de pensarlo demasiado, Edward se dio cuenta de que no tenía por qué seguir así.
—Al final no pude leerme Bodas de Sangre.
Stede sintió que una punzada de nostalgia le recorría y le hacía olvidarse de la liviana desconfianza que había sentido por el hombre en las últimas horas; de la que no se había podido deshacer ni aunque quisiera.
—Sí, porque me lo llevé yo —recordó entre débiles carcajadas, y Edward se alegró.
Stede quiso seguir hablando del libro, pero en lugar se quedó en silencio durante un rato, reflexionando sobre otras cosas, y cuando volvió a hablar, cambió completamente de tema;
—Realmente yo no soy de la Lliga Catalana, mis padres lo son. No es como si hubiera tenido elección, y la verdad es que la política me da bastante igual —confesó Stede en un ataque de sinceridad, como si hubiera estado esperando toda su vida para que alguien escuchara sus más íntimas preocupaciones—. Quizá parece que digo esto para que no me mates, pero es la verdad. Todo esto que está ocurriendo... No es mi mundo, incluso si intentase convencerme de ello. Lo que realmente me gusta es leer poesía y ver teatro, y ahora con toda esta locura ni siquiera voy a poder lograrlo, porque mi familia va a apoyar lo que más le convenga para ellos y que no haya una revolución, pero a mí sinceramente todo eso me importa más bien poco.
El burgués ahora sonaba extremadamente negativo y decepcionado sobre el rumbo que había tomado su vida.
Edward hacía demasiado tiempo que no escuchaba unas palabras tan sinceras y pacíficas. Analizó en profundidad todo lo que había vivido los últimos días y casi quiso llorar al pensar en todo lo que estaba ocurriendo y en cómo podía haber un hombre tan ajeno a su ideología política si con ello alcanzaba la felicidad para sí mismo. Edward envidió con gran fuerza aquello.
—Ninguna persona en España tiene elección. Yo vine aquí después de dejar a mi familia en Andalucía, y he estado todos estos años siguiendo una responsabilidad frustrante, pero que siempre he perseguido porque pensaba que la revolución era lo único que podía salvar a España. Ahora no sé ni qué pensar, no creo que ni este país pueda salvarse a sí mismo.
—Supongo que tienes razón —suspiró Stede—, o no. No lo sé. Últimamente no veo nada claro.
Stede se apoyó sobre sus propios brazos, su herida había sido cubierta por todo el torso con una venda blanca cuyo color había cambiado parcialmente por la sangre, y encima de un cojín que Edward le había traído descansaba su mirada en el techo.
Teach estaba física y mentalmente destrozado de las vivencias de los últimos días. En su cabeza, había repetido mil veces a los dos primeros nacionalistas que asesinó el día anterior y muy difícilmente había podido dormir con tranquilidad, forzándose a acabar en jornadas que no llegaban ni a otorgarle dos horas de sueño completas.
Haciendo uso de la melancolía que rodeaba su cuerpo, se sintió inspirado para sin pensarlo dos veces, sacar la tela roja de su madre de un bolsillo que sujetaba en la parte más estrecha de su pantalón para así propiciar el no perderlo durante la acción de los batallones y que de paso no saliera herido.
Siempre llevaba consigo la tela, y últimamente la sacaba más a menudo para sentir su suave tacto deslizarse sobre sus dedos, de tal manera similar a la que habría hecho su madre si ahora mismo la tuviera delante.
—Oh, ese pañuelo tiene pinta de ser de una calidad exquisita —comentó Stede, quién sin previo aviso se había girado hacia el anarquista.
Edward levantó la mirada y se quedó en silencio. No deseaba que el otro hombre contemplara aquello que había surgido por un momento de debilidad y casi no pudo controlar, pero ahora se mostraba intrigado por su comentario.
—¿De verdad lo crees?
—Por supuesto. Es una tela muy elegante, realmente te favorece —le dijo Stede con un tono de voz tan compasivo, genuino y amable que haría sollozar hasta a los mismos ángeles más corrompidos.
Edward sintió cómo su corazón se llenó de amor y añoranza.
──────
Había pasado ya casi una semana y la herida de Stede estaba empezando a cicatrizar como debía. Aún así, se había quedado al lado de Edward, recuperándose mientras el otro hombre le traía comida y salvaba algunos libros que encontraba de personas fallecidas que ya no podrían volver a disfrutarlos.
Para ellos, se había hecho costumbre quedarse toda la noche hablando por encima sobre diferentes autores de obras teatrales y de poesía, simplemente escuchando al otro y disfrutando de su compañía a pesar de todo el infierno que se desarrollaba afuera. Edward no recordaba haber estado sonriendo durante tanto tiempo y Stede nunca se había divertido tanto en casi sus cuarenta años de vida, y le había prometido que un día, si la vida les dejaba, le iba a leer sus poemas favoritas de Los Placeres Prohibidos, de Luis Cernuda, o de Romancero Gitano de García Lorca.
Sin embargo, sabían que esto no iba a durar para siempre; Stede debía volver con su familia y Edward con las milicias. Los dos tenían responsabilidades alejadas de lo que realmente querían hacer.
Así, Ed al final aceptó que tenía que despedirse del otro hombre, y con tristeza agarraba con delicadeza su mano a espaldas de la puerta del edificio abandonado donde se habían estado hospedando.
—Por favor, ten mucho cuidado —le dijo Stede. Los últimos días la barrera de ideologías entre los dos prácticamente se había hecho invisible. Ya no importaba que uno fuera un anarquista u otro un burgués de clase alta, porque habían descubierto cosas más importantes para los dos.
Edward agachó levemente la cabeza y llevó la mano de Stede hacia la suya para plantar un pequeño beso en ella, y acto seguido levantar la mirada y observarle con unos ojos resplandecientes.
—¿Volveré a verte alguna vez?
Stede no tenía ninguna respuesta a esa pregunta, pero deseaba que así fuera.
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