1. El día del levantamiento
Edward daba vueltas en su cama en una noche en la que le estaba costando dormir más de lo habitual.
Había vuelto de Barcelona sin información valiosa para sus amigos del sindicato, y cuando volvió tuvo que justificarse diciendo que "los de derechas siempre hablan de los temas más absurdos y aburridos siempre", a lo que todo el mundo en la casa le creyó sin cuestionarse nada.
Pero es que Edward no quería hablar del burgués que había conocido. Se hacía una idea de la reacción de sus compañeros si les dijera que se había hecho amigo (o había disfrutado una conversación). de un miembro de la Lliga Catalana. Amistarse con uno de derechas no era lo más adecuado para alguien como él, sobre todo cuando en el parlamento los dirigentes de los diferentes partidos políticos se amenazaban de muerte entre sí prácticamente todos los días y la situación estaba más tensa que nunca en el país. Las personas de los bandos contrarios eran consideradas automáticamente enemigos.
El Frente Popular había ganado las elecciones, pero eso no significaba que por eso mismo la estabilidad iba a volver a España de golpe cuando se encontraba más lejos que nunca de aquello. Ya se empezaba a hablar de un golpe de estado de la ultra-derecha que los izquierdistas temían mientras el gobierno se mantenía ocupado en otras cuestiones y la CNT actuaba a espaldas de todo esto, escondiéndose detrás de pequeñas huelgas que convocaban en las ciudades por las polémicas de las leyes agrarias, que siempre molestaron a los sindicatos desde el año treinta y tres.
Pero es que aun así, ¿qué más había que hacer ya? Edward podría apuntarle con su pistola a tantos conservadores y monárquicos como quisiera, pero no podía hacerse ni la más mínima idea de a qué estaba contribuyendo en eso para el futuro de su nación.
Y estaba claro que acercarse a una taberna de burgueses de Barcelona no era la mejor idea en este momento, y tampoco estaba seguro de cuándo podría parecerlo. Era una pena, porque aquél hombre llamado Stede había calado de verdad en su corazón con esos mechones dorados y palabras en frases que nunca parecían acabarse sobre la tragedia de Federico García Lorca, que ahora había perdido y ni siquiera podría recuperar de vuelta.
Había llegado el sábado, era un 18 de julio y Edward empezaba a recibir las primeras noticias sobre la sublevación militar que se había producido en África en los cuarteles de Melilla. Aquello solo confirmó que había ocurrido lo que ya se había visto venir los últimos meses.
Las Milicias Antifascistas de la CNT recobraban la vida mientras Edward se mentalizaba para lo que se les echaba encima a él y a sus compañeros sindicales, comunistas y socialistas. Ahora parecía no haber distinción entre ellos mientras debían prepararse para defender Barcelona de los levantamientos que llegarían a la capital en las próximas horas.
Edward había empuñado pocas veces un arma, pero el haberlo hecho no hizo que al equiparse una la situación se le hiciera menos pesada ni difícil de sobrellevar. Estaba rodeado de obreros y campesinos, personas que en su vida habían agarrado una pistola y ahora sin embargo, en la mañana del 19 de julio, todas se encontraban detrás de una barricada con el afán de frenar el avance de la influencia de los edificios que los nacionalistas habían hecho suyos.
Se escuchaban tiros por todos los puntos y aquello le volvía paranoico, miraba hacia todos los lados para intentar captar posibles ataques y se detenía al escuchar explosiones que provenían de la lejanía. Ya ni siquiera sabía qué ruidos causaba su bando y cuáles el contrario.
Es ahora cuando Edward recuerda aquella mañana del 1924 en la que decidió marcharse de casa. Cuando volteó la vista atrás, puso la mano en el pecho y juró que algún día debería de volver con ellos, aún si solo fuera para asegurarse de que estaban bien y que por lo tanto no debía de preocuparse por su situación.
No obstante, ahora sentía que jamás podría volver a sentir el suave tacto de las manos de su madre cuando le era tendido su pañuelo rojo, que le dejaba tocar cuando lloraba por las noches después de escuchar cómo su padre la gritaba y violentaba. Era algo que siempre conseguía calmar su llanto; algo que nunca jamás volvería a sentir.
Quería echarse las manos a la cabeza, cubrirse los oídos y desear que todo esto fuera un mal sueño; que realmente en España no estaban creciendo las semillas de una guerra civil y que ahora mismo podía ir perfectamente a la taberna de la ciudad para encontrarse con aquél burgués en la puerta y conversar sobre sus obras favoritas de Lorca, pero de repente le agarraron del brazo y le gritaron "¡Vamos!", para forzarle a que se levantara y salir de la barricada en la que había estado refugiándose.
Edward disparó sin piedad. La adrenalina del momento no le otorgó tiempo de asimilarlo, pero sintió al instante cuando una bala suya acabó en el cuello de un nacionalista que se asomaba por las ventanas del ayuntamiento, y la sangre empezó a brotar efusivamente de su cuerpo. No se detuvo, si no que siguió disparando y observó cómo la mayoría de sus balas recayeron en el cuerpo de un hombre que al primer balazo ya había tirado su arma por el impacto. Al segundo y al tercero, sintió cómo su cuerpo se debilitaba para caer en el suelo al cuarto y finalmente morir al instante cuando el quinto ya le había alcanzado.
Edward no era capaz de recordar con lucidez la vez que observó la muerte tan de cerca. Se le ocurren algunos ejemplos de su vida en Lebrija o de sus vivencias con los pistoleros, pero nada tan vivo como esto.
El humo empezaba a adentrarse en sus pulmones con agresividad, pero su arma siguió disparando sin piedad y acabando con la vida de hombres del bando contrario, que por ello parecían perder la cualidad de la humanidad, deteniendo al mismo tiempo con éxito los avances del golpe militar mientras las horas avanzaban sin cesar.
Cuando volvió a sentirse profundamente consciente de lo que vivía, se encontraba desplazándose rumbo a Plaza de Cataluña. Tenía el arma bajada mientras caminaba, pero la levantó rápidamente al darse cuenta de que un nacionalista había enfocado el punto de mira de su arma en él y ahora le apuntaba mientras llevaba su dedo hacia el gatillo. Todo dependía de quién fuera más rápido, y durante un breve momento todo se sintió como si transcurriera a cámara lenta y de una gran manera intensa, viendo cómo la dicha arma contraria le amenazaba con dejar caer mortalmente una bala en su cuerpo hasta que de repente su vista se nubló y una fuerte explosión asoló sus oídos y su vista, haciendo que su cuerpo acabara en el suelo y su arma volara hacia la otra calle que se encontraba detrás suya.
Un fuerte pitido resonó en sus oídos y se sintió insoportable mientras abría los ojos e intentaba asimilar todo el desastre a su alrededor. Con dificultad recuperó la respiración y la vista, pero siguió sintiendo cómo ese sonido indisoluble le hastiaba. No pudo comprobar si estaba herido hasta que finalmente hizo el esfuerzo de levantar el torso; se le había oscurecido parte de la ropa por el polvo pero al parecer la distancia a la que había sufrido la explosión le había afectado lo suficiente para tumbarle de un empujón hacia el suelo y poco más. Podría sufrir más daños por el corte de algunos de los cristales de una ventana que había sido reventada al lado suya, pero se sintió con las fuerzas suficientes para levantarse con ímpetu y apoyar sus rodillas en el asfalto para así ponerse de pie.
Planeaba volver a las barricadas de alrededor y seguir con el transcurso de esta pesadilla que no habría sido capaz de imaginar ni en sus sueños, pero cuando dio un rápido vistazo hacia su alrededor sintió cómo se angustió de momento cuando su vista se encontró con la de un cuerpo herido. No era uno cualquiera, sino alguien que conocía, y la explosión le había afectado a una distancia mucho más cercana que la suya.
El sudor de su frente empezó a caer mientras corría hacia la persona y se apoyó de rodillas frente a ella. Volteó su cuerpo y abrió los ojos con estupor cuando se dio cuenta de que aquella persona afectada por la detonación era el burgués catalán de hace unos días que le había estado explicando todo el trasfondo de Bodas de Sangre mientras se había olvidado por un día de la política, así como de los polémicos conflictos ideológicos del país.
Aquello lo había hecho sin pensar; se tiró con frenesí hacia el cuerpo de una persona de la que su mente solo había tenido tiempo para asimilar que debía ir a ayudarla y él mismo se sorprendió cuando se encontró con la mirada de Stede, ahora con unas pupilas mucho más apagadas que la tarde que se conocieron, y por lo tanto menos hermosas para su propia desgracia.
No quería pensarlo demasiado, porque sabía que si lo haría, acabaría haciendo algo de lo que se arrepentiría, por lo que acto seguido levantó al hombre entre sus hombros y se decidió por llevarlo a un sitio más seguro con la esperanza de que sus heridas no se lo llevasen a la otra vida.
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