Carta a la muerte
Nuria volvió a leer la carta. Mientras la escribía, entregando su alma en cada párrafo, las lágrimas empañaron sus palabras.
Supo que aquello solo había sido una forma de desahogarse. Solía recurrir a la escritura cuando se veía incapaz de cargar ella sola con su tristeza, desnudando sus sentimientos ante una hoja en blanco.
Depositó la carta, con cuidado, sobre la mesita auxiliar que había junto a su camilla. Las horas siguientes las pasó esperando a que alguien le diese permiso para ver a su hijo.
El reloj de su habitación marcó las dos de la madrugada. Nuria no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde el accidente, pero a ella se le antojaban semanas. No había vuelto a tener noticias de su médico, de hecho, nadie pudo darle una respuesta precisa acerca de Mario. Y ella se temía lo peor.
Ya no era capaz de sofocar su angustia. Sentía incrementarse su agonía a medida que el tiempo transcurría; imaginándose a Mario, con tan solo cinco años, enfrentarse solo a una situación como aquella. Y la esperanza, a la que su inconsciente había decidido aferrarse, mermaba con cada incierta respuesta que recibía de los médicos.
En aquel momento de desesperación, cuando en su interior se libraba una batalla por ver cuál de sus agoreros pensamientos ganaría el combate, escuchó lo que hacía horas creyó no volver a escuchar nunca.
La voz de Mario le llegó difusa desde el pasillo que daba a su habitación.
Sin pensárselo, Nuria se arrancó la vía y se aproximó hasta el umbral de la puerta. Allí lo vio.
Contempló sus enormes ojos castaños mirarla confundidos, y cómo se tornaron sus facciones al verla. Vislumbró aparecer en sus mejillas los hoyuelos que siempre enmarcaban sus sonrisas.
Se arrodilló y le arropó entre sus brazos. Palpó con sus yemas el vendaje que trataba de ocultar las señales de lo ocurrido.
—Pensaba que te perdía. —Le confesó en un susurro.
Un violento ardor atravesó entonces el pecho de Nuria. Sin soltar la mano de Mario, se retorció entre convulsos movimientos, sintiéndose incapaz de reprimir su dolor. Varios médicos acudieron a la habitación, alertados por sus gritos. La llevaron hasta la camilla, donde trataron de detener sus espasmos. En un rincón de la habitación, sin poder contener las lágrimas, vio a Mario observando la escena.
Lanzó entonces un vistazo al lugar en el que, hacia unas horas, había depositado la carta. No había rastro de ella.
Fue ese el momento en el que Nuria comprendió lo que estaba ocurriendo. Valiéndose de las escasas fuerzas que le quedaban lanzó un beso al aire, dedicándole a su hijo su último aliento.
Años después, Mario recibió una carta. Nunca supo quién se la había mandado, pero sí supo porqué.
Querida Muerte:
Siempre he creído que cuanta más felicidad albergamos, más grande es nuestro miedo a que algo nos la arrebate.
Con ese mismo sentimiento he cargado yo discretamente durante los últimos cinco años.
¿La razón?
Se llama Mario. Su comida favorita son los macarrones con tomate, su color favorito es el azul (el color de la lluvia, dice), y su película favorita, y así lo atestiguan mis retinas todas las tardes, es el Rey León. Y es que, aunque es capaz de recitar sin pestañear cada diálogo, cuando la ve, disfruta como si fuese la primera vez.
Y yo le observo desde el umbral de la puerta, contemplando la forma en que sus ojos recorren embelesados la pantalla de la televisión, y la manera en la que canturrea divertido la canción principal de la película. Ese es mi momento favorito del día.
Pero entonces ocurre. Y nadie te prepara para ello.
Fue el día de su cumpleaños. Me había hecho prometer que le llevaría al parque que hay cerca de su colegio. Sabía que sus amigos irían allí esa misma tarde, y quería llevarles las magdalenas que me había ayudado a preparar la noche anterior.
Mientras conducía le observaba desde el retrovisor. Jugaba con el dragón de peluche que le acababa de regalar. Me dijo que le había llamado "Desdentao", como el de la película. Al mirarle, advertí lo rápido que estaba creciendo. Nunca creo atesorar lo suficiente los momentos que disfruto a su lado.
Fue mientras Mario me explicaba el nombre de su nuevo juguete, cuando vi acercarse hacia nosotros un descapotable rojo que conducía en dirección contraria a gran velocidad. Mi cerebro reaccionó antes que mi cuerpo, dándome a entender que había pocas posibilidades de sobrevivir a aquello.
Instintivamente, estiré el brazo hacia el asiento de atrás, tratando de sujetar a Mario. El impacto contra el descapotable hizo que mi coche se saliese de la carretera. Todavía no soy capaz de olvidar lo gritos de Mario mientras girábamos en el aire.
El coche impactó contra el suelo, y a la vez, mi cabeza contra el cristal. El airbag evitó que perdiese la consciencia. Mario no tuvo tanta suerte; y ojalá yo le hubiese podido regalar la mía.
Vi su cara ensangrentada, y su cuerpo enterrado entre un sinfín de cristales rotos.
Me quedé afónica gritando su nombre para tratar de despertarlo. El dragón de peluche, aún en sus manos, se le resbaló de entre los dedos. Traté de acercarme a él, pero algo me aprisionaba las piernas. No fui consciente de que el coche estaba bocabajo.
El ruido de unas sirenas tronó entonces en mis oídos. Yo seguía llamando a mi hijo entre sollozos. Lo último que recuerdo fue ver los ojos de la mujer que me liberó del coche, de un intenso azul, del color de la lluvia.
Desperté en una habitación de hospital. Reconocí el característico pitido del monitor mientras trataba de reconstruir lo ocurrido.
Una venda envolvía parte de mi cabeza, y, al palparla, sentí un intenso escozor recorrerme la frente. También me descubrí vendajes en la pierna y el brazo. Todo aquello, sin embargo, no fue nada comparado con el dolor que experimenté al recordar a mi hijo ensangrentado entre cristales.
Reconocí la voz de alguien a mis espaldas. Mi médico de toda la vida, me instaba a que permaneciese tumbada. La compasión que advertí en sus ojos me retorció las entrañas. No hizo falta que le preguntase, tampoco me atreví a hacerlo.
«Está muy grave, Nuria. Es difícil que sobreviva. Le hemos inducido el coma» Mi cabeza lleva repitiéndome esas palabras sin descanso, perforándome el alma con ellas.
Es por eso que me he decidido a escribirte.
Desde el día en que el médico me puso a Mario entre los brazos por primera vez, cuando sus minúsculos dedos tocaron los míos supe que haría todo lo que estuviese en mi mano para que nada malo pudiese ocurrirle.
Siempre he sabido que sería capaz de entregar mi vida por él.
Nuria
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