velis nolis

Quieras o no quieras


Nunca le he pedido nada a los monstruos.

Nunca toqué las puertas de la caverna de XXXXX, nunca susurré su nombre con la avidez con la que él pronuncia el mío, nunca me atreví a palpar sus heridas con mis dedos. Solo callé y sigo callando. Pero a Hide necesito pedirle mucho. 

No estoy segura de saber vivir sin él. Ya no sé cómo encontrar luz sin que él me retrate los rostros de la maldad arrodillados mientras piden piedad antes de que les arrebaten los ojos. Las paredes del infierno son menos dolorosas si él me habla. 

De repente llega a mi la enfermiza idea de que Hide me ha tomado cariño a través de los años. Quiero creer que le duele lo mismo que a mí. Tal vez también está cansado. Tal vez también tiene pesadillas. Puede que tiemble, cuando yo tiemblo. 

Suelo pensar mucho en lo que pasaría si le doy permiso. Sobre todo cuando pinta los pastos tan tiernos y rojizos y me habla de todas las cosas que cambiarían si él pudiera ver. Quiere ayudarme. Quiere llevarme a ese sitio que tanto me hace soñar. 

Quiero ir. 

—Ven. 

Pero no debo darle demasiado. Es él quien habla desde la desesperación. Es él quien fue comido, reducido a casi nada. Después de todo, lo que me duele a mí también tiene que dolerle a él. Cuando rasco demasiado la piel, si golpeo la cabeza lo suficiente, lo escucho quejarse. 

También debe de estar harto de las pesadillas, del olor que desprenden las cabezas de cerdo, de la carne inerte que no deja de mosquearse. Debe realmente odiar las larvas y sus huevecillos. 

Y sufrir así, sin razón aparente más allá del egoísmo humano en un ciclo infinito, harta.

Por eso ansía quitarle los ojos a muchos. Desea alimentarlos con la misma oscuridad que nos arrulla en las noches eternas. No debería de recurrir a esas ideas macabras tan seguido, pero es interesante escucharle hablar con tanto amor. 

En esos sueños le encanta pintar el césped de rojo junto a mí. Le encanta el color vivo recién despellejado. El rojo. El reflejo de nosotros en este. Pleno y paz. Me pide que meta las manos. Me entinto de sus deseos. Me hace sentir que jamás había respirado tan bien como ahí. Gozoso me pide que pinte la piel de las cabezas de los cerdos, pero termino pintando solo mi rostro. Se divierte, sabe que no quiero tocarlas. No voy a tocarlas. No. 

Me dice en ocasiones, que, si lo dejara ver por un rato, si le regalara mis ojos yo dejaría de sentir este hueco en el corazón. Dice que podría sentir esa plenitud por siempre. Rodeada de ríos rojos brillantes. Nadar eternamente sobre las aguas calladas. Sin delirios. Sin pesadillas. Sin dolor. 

Hide me cuidaría. Dice que él puede encargarse de todo. Que puedo quedarme en nuestro paraíso todo el tiempo que quiera. Quiere materializar sus palabras. Quiere existir. Es un idealista empedernido. El día que robe mis ojos, trabajará de sol a sol para comer a los que saben mirar con tanta diversión mientras arrancan las entrañas. 

Regreso. Faltan un par de casas más para llegar. Pero en la casa de mi vecino Noel, en su jardín, se dan siempre dientes de león. Suelo agacharme para arrancar los pequeños tallos. Necesito llevarme los brotes, son tan tiernas y tan bellas flores. Crecen sobre un pasto contento, precioso. Si lo pisas ligeramente, se cede un poco ante ti. Es como si quisiera hundirte en él delicadamente.

A Noel nunca le he visto regarlo. No creo que lo cuide, así que poco debe de importarle. Por eso me concedo el derecho de tomar esos puntos amarillentos cada que paso por aquí. Porque estoy segura de que ninguna de las cabezas que viven debajo de ese techo se han dado cuenta de que aquí germinan cosas lindas. 

Nadie necesita robar tantas flores, es por Hide que lo hago. Él es de la idea de llevar mementos de cosas que nos cortaron. Las flores no me duelen, pero el día que me arrastraron sobre el concreto, cuando mi piel se desprendió ruidosamente frente a estos pétalos, les tuve tanta envidia. Estaban tan risueñas. 

La madre de Noel no me lastima, le digo buenos días cada que la veo. Si converso con ella, mi pensamiento no recurrirá a la escena donde estuve lavando la sangre de mi playera en silencio. Si le sonrío a ella, mucho menos recordaré el sonido que hacían mis costillas sobre el pavimento. Y pese a que de ella sacó el rostro Noel, cuando la miro no pienso en la carcajada de él, ni en mi dolor. 

La risa era siniestra. Era el eco de las mordidas de varios demonios. Los cerdos le acompañaban desde la colina aunque sangraran más por moverse. 

Le pido a Hide que olvide la mugre que se pegó a los brazos. Que se olvide de las casas inhabitadas y las indiferentes miradas, que olvide lo rojo de las heridas, que olvide lo horribles que eran las cicatrices. Le pido que cuente qué tan rojo es nuestro río el día de hoy para que olvide lo horribles que siguen siendo las marcas. 

Fue un evento bizarro. A diferencia de XXXXX, a Noel no le gustaba marcar sus manos sobre la piel. Noel mataba con palabras. De repente solía amenazar, cantaba canciones siniestras y no se daba cuenta de ellas. Y el día que intentó matar con las manos, se quedó quieto.

—Débil. 

Observó mi terror. 

—Cobarde. 

Y corrió.

Noel me pidió perdón el invierno pasado. Es un hombre que ahora disfruta de leer filosofía, toma poesías y las recorta. No tanto, no, no tanto como a mí pudo recortarme. Es ahora un hombre callado y desconocido para mí. Noble, amable. Me abrazó el invierno pasado. Susurró en mis oídos que lo lamentaba. Su tono de voz era ligero, casi imaginario. No quería tocarlo, pero ¿a dónde iba a correr? Siempre callada, callada. Pidió perdón de nuevo y no pude entenderlo. No pude creer que se trataba del mismo demonio. 

Un hombre nuevo. Hombre arrepentido.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Hay un punto que encuentro, uno profundo, en donde las personas cambian. Es en la cumbre del sufrimiento y desde ahí hay que forzarlos a mirar el precipicio. Yo soy esa especie de vértice de transición. Veo el lado más putrefacto del ser humano porque estoy hecha para sufrir con ellos. En el mundo deben de existir más personas como yo. Creo que somos almas creadas para convertir. Revitalizamos mientras morimos.

Mar. Estoy destinada a lavar las personas llenas de barro, a esperar que salpique maldad en mis labios. Estoy hecha para comer de esa tierra maldita que cubre a los desdichados. Me impregnaré de la suciedad. Los infiernos morderán, jalarán la piel y me desangraré para que ellos puedan sanar.

Es difícil convencer a Hide de que mi destino ya está escrito. Él no entiende que he de quedarme en el fango acostada un rato, después de las transiciones, para escupir hasta que salga el veneno por completo. No le agrada. Para él es estúpido, para él no hay razón para que yo beba del sufrimiento de los demás, pero yo no elegí ser así. 

Regreso. Noel nunca averiguará que en esta parte de su jardín salen flores preciosas. Hide y yo no necesitamos tantos pétalos, ya hemos guardado varios en la caja de memorias. Yace junto a los otros objetos, debajo de la cama, en una pequeña caja de madera.

Ahora que Noel estaciona su coche enfrente de su casa y saluda con una sonrisa radiante, como si no me conociera, como si no pudiera ser capaz de infligir daño alguno; pese a lo que me hizo, no me impresiona verle tan tranquilo. Ni a mí, ni a las cabezas de cerdo.

—¿Crees que quede bien su cabeza junto a las otras?


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