minima de malis
De los males, el menor
Regreso. Mis pies están muertos. Me desvanecería si anduviese un paso más. Volteo al cielo. Rojo y en un parpadeo, azul.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí?
Mis zapatos están repletos de lodo y la tierra que empieza a secarse me provoca comezón en los tobillos. Me siento despacio, vuelvo poco a poco y encuentro a Kai mirando al cielo también. Él no se molesta en intentar tapar al sol, está moviendo los labios despacio, como si hablara con las nubes en secreto.
Estamos recostados sobre el concreto en las gradas del estadio de fútbol del campus. Las áreas verdes para llegar aquí están llenas de charcos de lodo. Han arrancado de varias partes al pasto y por más agua que echen a la tierra, esta no deja crecerlo de nuevo.
Nadie suele venir aquí. Hay que atravesar el caluroso pavimento de un extremo a otro del campus para luego escalar decenas de escaleras. Kai encontró el pedazo de teja que está destrozada. En este punto exacto se asoma un pedazo de cielo.
No sé cómo llegué hasta acá. Si intento recordar la conversación solo vuelve el sonido de un río que fluye. Las imágenes son tan dispersas como las palabras que ahora él suelta de sus labios para el cielo. Incomprensibles.
Me dejaste volver, Hide.
—Sé lo que piensas.
Aprieto ligeramente mis orejas, no tengo que escucharlo. No tengo que escucharlo ahora, no cuando Kai está aquí conmigo.
—Sé que crees que él puede salvarte.
—¿Te gusta aquí? —pregunta Kai.
Le miro contrariada. Un espasmo recorre mi vientre y niego de inmediato. Kai es real. Respira, respira, respira. Apoyo las manos sobre el concreto. Dejo mis ojos sobre su clavícula rosada, quieta y muda hasta observar cómo va el vaivén de su pecho. Sube, baja, sube, baja, sube, baja.
—No. No lo sé —corrijo—, es demasiado ruidoso. A veces son muchas personas y a mí nunca me gustó estar rodeada de gente.
—Lo sé.
¿Lo sabe? ¿Se habrá dado cuenta de que apenas logro entender a sus labios?
—Él no puede salvarte, ¿verdad, Mar?
Kai heredó muchas cosas de su sangre. La piel terriblemente blanca, el cabello rubio y brillante, ojos de cielo, nariz pequeña y afilada; heredó la facilidad para enredar a las personas en palabras de seda. Y una sangre caliente, siempre quemando. Pero Kai desde niño quiso raspar su identidad. El ídolo de rostro dorado que debía ser adorado decidió ennegrecerse. Dejó de hablar, llenó sus rodillas con costras y cicatrices, posaba horas bajo el sol para quemar su piel, cortó su cabello. Se cortó a sí mismo.
Renegó su raíz.
Y lo entiendo porque yo he partido mis palmas tantas veces para arrancar lo que me pudre desde adentro.
—¿Por qué es tan difícil? —pregunto en un susurro.
Kai carcajea despacio.
—¿Sabes qué pasa, Mar?
—Tu cabello es corto ahora —exclama Kai pasando sus dedos sobre mi cabeza—. Te ves diferente. Me gusta. Me gusta mucho.
Gota.
¿Hasta dónde caía antes? Busco las puntas de mi cabello, las hebras se sienten húmedas y mis dedos regresan entintados de negro.
Gota.
—Que no hay nadie quien pueda salvarte ya.
Gota.
Volteo al hombre que le ríe al cielo, Kai pronto se dará cuenta de que algo me pasa, que algo diferente creció dentro de mí. Ya he notado ese ladeo de su cabeza cada vez que hablo. Es como si mirara a alguien más. Y es aterrador pensar que me he vuelto irreconocible.
Sé que estás riéndote, Hide. Puedo escuchar.
A veces las cosas que veo son ilustraciones pinceleadas por su voz. Y mis manos no están limpias, pero tampoco están sangrando. Tapo mis ojos un segundo, ya he dejado de temblar desde hace rato. Estoy bien.
—Mira allá, Mar. Mira bien al final de las cosas.
Destapo mis ojos despacio, giro la cabeza un par de grados, los suficientes para llegar al final de las gradas.
—¿Lo ves?
En un rincón de los escalones se asoman un par de orejas puntiagudas y rosadas. Se mueve. Avanza por los escalones y se queda contenta. Se queda quieta y muda. Sus ojos expulsan sangre, pero no deja de sonreír como si no le doliera.
—Eso no está bien, Mar.
Kai me da un par de toques en la pierna, quiere que le preste atención de nuevo. Acomodo mi cabello detrás de las orejas y escondo mis manos debajo de las piernas. Lo escucho.
—El otro día rescaté un pequeño ratón —habla contento—. Y lo llamé Rodri. Es un bebé y tiene el pelaje de color negro. Hay gente que pone en adopción a estos animales, ¿lo creerías? Vivirá un año o dos. Es muy poco tiempo. Antes me parecía que vivían eternidades.
—Quizá pensabas eso porque hay muchas de ellas —respondo—. Demasiadas.
—Tal vez. Pero realmente son buenos animales, después de todo. Muy inteligentes, les puedes enseñar trucos.
Deja de mirar el cielo, pero no nota el final. Jala la mochila hacia él para buscar. De ahí saca su teléfono y en un par de segundos encuentra lo que quiere. Enseguida se pega más hacia mí y me enseña un vídeo de ratas corriendo sobre objetos a gran velocidad, pero no puedo evitar notar el reflejo sobre su pantalla. Me asquea estar tan marchita.
—¿Por qué tienes vídeos de ratas? —pregunto alejándome de la pantalla.
Kai permanece absorto sobre el vídeo, sonríe ante los saltos y las acrobacias. Pausa un momento para dedicarme una mueca divertida.
—Inspiración para Rodri. Los pongo cada vez que le enseño como motivación. Hemos iniciado con algo sencillo, que se suba a mi hombro y se quede ahí. Claro, toma tiempo. Leí que intentar que las ratas hicieran algo, era como enseñarle a un gato un truco de perro. Creo que pueden reconocer su nombre, pero Rodri todavía no entiende esas cosas.
—Suena a que estás loco y tienes mucho tiempo libre —exclamo.
—Tomaré eso como un cumplido.
Volteo al final de las gradas. No hay nada. El cielo se sigue expresando por el tejado roto y el concreto sigue igual de frío. No, nada.
—¿Quieres comer algo? —pregunta repentinamente—. Déjame alimentarte.
Saca un par de envases de su mochila. No pasa ni un instante después de que los abre y el aroma a especias, carne y pasta me envuelve. De las servilletas saca una cuchara y agarra un poco de carne. La tiende directo hacia mis labios. Sonríe satisfecho mientras abro la boca y mastico.
Se siente surreal. Escucho los golpes de la carne cayendo por las gradas y el olor de la sangre fresca me inunda por completo. Mastico, me inquieto, intento dejar de pensar en la gota negra que cae en mi nuca para recorrer su trayecto por la curvatura de mi espalda, mastico. Quiero escupirlo todo, mastico y trago.
—¿Crees que alcances a mancharlo?
No es real.
Me quedo quieta mientras Kai prueba de la comida con la misma cuchara sin dejar de sonreír. Por un segundo baja la mirada hacia sus pies, hay una hormiga enorme caminando por ahí. Kai estira la mano para alcanzar el insecto, deja que pasee entre sus dedos y lo inspecciona con tanto anhelo. Él la acerca a mis piernas y le permite que suba a mí.
—¿Por qué te dejó Kai?
Kai no me dejó. No quiso hacerlo.
Dejo que el hombre de rodillas raspadas me siga alimentando mientras escucho sus odiseas. Pasa de correr por las montañas, a los dibujos en su cuerpo, a tragarse los libros enteros. Estoy perdida. Dice que se ha hecho un tatuaje en honor a mi nombre, no pudo haber querido dejarme.
Detrás, en su nuca, hay una ola azulada con espuma que se levanta. La toco despacio. El cabello de Kai debería sentirse maltratado, seco. No es así, es suave. Es todo lo que no quiere ser.
Vuelve a darme de comer otra cucharada. Toma la servilleta de entre el concreto y sonríe al limpiar con ternura la comisura de mis labios. Intento decirle que no es necesario, pero él no escucha, solo repite que está alegre de verme y mi corazón palpita con fuerza. Con tanta fuerza que me asusto de que Kai lo alcance a escuchar.
Por miedo.
Porque también podría escucharlo a él.
—¿Qué tan real es Kai?
Es real.
Es real, no podría haberlo imaginado. No podría haber imaginado ese tinte verde claro, no podría haber imaginado la suavidad de su piel, no podría haber recordado esa fragancia que carga la tela de su ropa.
—¿Por qué me hueles? —pregunta risueño.
No le hago caso. Me acerco a él otro poco y vuelvo a inhalar profundamente de su prenda.
La cabeza está más cerca, incluso ahora cerca de Kai puedo ver con claridad los ojos entrecerrados del cerdo y las orejas caídas.
—¿Segura? Tú puedes imaginar muchas cosas, ¿no es así?
La cabeza está detrás de nosotros chorreando con sufrimiento. Me habla con una tristeza que jamás había percibido.
Me alejo de inmediato Kai cuando sus dedos viajan al puente de su nariz, solía hacer eso cuando estaba molesto.
Me hubiera gustado saber por qué nunca fue malo conmigo como lo fue con los demás. Kai no tomó esa amabilidad de su sangre. Llegó un momento donde hizo polvo al ídolo y todos temían de su nombre como se le teme al nombre de un demonio. No hacía falta mucho para que la oscuridad apareciera entre sus labios. Un tono de voz desagradable, una risa horrible. Kai sangraba y cuando lo hacía sonreía.
Era una bestia.
—¿Mar? —pregunta.
Deja los envases en el frío concreto, voltea hacia atrás y no hay nada que él pueda ver. Saca del bolsillo derecho un panfleto, es el anuncio de una exhibición de arte de hace un par de meses. El autor, Pablo, llamó a su exposición: Carne humana.
El cerdo procede a llorar.
La exposición se compone de varias fotografías de una joven desnuda que seca su cuerpo después del baño. Puedes ver la húmeda piel erizada por el frío en distintas poses. El rostro de cada fotografía está oculto bajo un rectángulo oscuro.
Nueve fotografías capturadas en secreto un día de primavera donde el artista vino a degustar desde lejos la intimidad a través de una ventana.
Esa mujer soy yo.
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