in articulo mortis

A punto de morir


Papá es el monstruo que mamá borró de la casa. Y yo recuerdo que el monstruo solía quemar a las hormigas. 

Era un tipo de venganzas extrañas. Cuando ellas lo mordían dejaban marcas grotescas en su cuerpo. Enrojecía y se hinchaba la piel de una exagerada manera. La mancha permanecía ahí por un tiempo eterno y papá pasaba esas eternidades caminando de un lado a otro, un ser que parecía estar infectado por pequeñas criaturas vivientes. Hablaba un idioma que no entendía mi madre.

Uno que a veces solo yo entendía. 

No se vengaba de inmediato, no. Papá tomaba su tiempo. Dejaba que pasaran un par de días y entonces buscaba el pequeño camino de ellas. Agarraba una botella de alcohol de farmacia y la echaba sobre la alfombra de hormigas. Luego las encendía desde lejos, aventaba un cerillo y se quedaba ahí para verlas. Las pobrecillas creaban caóticos caminos una vez que las llamas estaban sobre ellas. El fuego era pequeño, invisible, avergonzado de ser notado.

Pero podías escuchar el crujido de las hormigas mientras el calor se expandía. 

Crac.

Crac.

Crac.

Crac.

Papá decía que solo con el fuego se irían, para él había que matarlas. Sin evidencia alguna de ello. Aunque estoy segura de que ni él mismo sabía que su corazón se emocionaba al presenciar la escena. Yo lo escuchaba. Incluso desde lejos latía contento y ruidoso. 

Ni siquiera tenía razón para acercarse al hormiguero. Pero sentía una delirante picazón por años y años. El montículo de tierra estaba demasiado lejos de la casa, demasiado lejos de las flores de mamá, pero tan cerca a las pesadillas de él. Papá iba risueño, extasiado por su propósito. Vertió el líquido entre los poros y luego lo encendió. Ninguna llama salió. Se escuchó un estruendo mágico, pequeñísimo y brutal.

Jamás había visto tan contento a mi padre.

Mas ahora, con las llamas enfrente mío, la caja de madera ardiendo y los recuerdos dañinos haciendo crac, yo no encuentro esa paz.

—No estuviste ahí —reclamo—, no escuchaste a XXXXX.

No.

No tengo que preguntarle el porqué. Ya debería de estar acostumbrada a esos rostros deformes. Ya debería de acostumbrarme al ardor del dorso de las manos, a las grietas que parecen precipicios, ahí se perciben las larvas que me han contagiado. Ya debería de acostumbrarme a la cosa que me terminará matando.  

—¿Viste a esa muchacha? ¿Su reacción? —musito—. Estaba desesperada por alejarse de nosotros. Incluso pensó en no entrar. Se quedó quieta en la puerta con la mano en la manija. Dispuesta a huir. 

¿Por qué no hui yo?

—Tal vez tenía prisa, o notó la sangre. Tal vez olió los dulces podridos.

—Tal vez notó la sangre —continúo—. Lavarla nunca es fácil y lo sabes mejor que nadie. No me acostumbro al contraste de colores. Por eso hago tanta espuma como se pueda. Espuma. Espuma. Espuma. Espuma. Pequeños agujeros se abren en el dorso de la mano. Más heridas. Estoy cansada de lavarme, pero las manchas de mis palmas siguen aquí.

—Podrías estar peor.

No creo que sea posible. Jalo un poco el cabello de mi nuca. Constante mordisqueo debajo de los pequeños bultos de la piel.

—Ella era muy linda —hablo—. Incluso con esa ropa deportiva y el rostro quemado por la exposición al sol. El cabello lo tenía desarreglado, los mechones le atravesaban el rostro. Tenía el delineador corrido y las pecas sin forma. Incluso con la sonrisa torcida era bella. No olía a rosas. No parecía de porcelana, pero sentí que podía quebrarla con tanta facilidad. ¿Sentiste lo mismo?

—Yo no vi un reflejo tan distinto al tuyo.

—Es porque eres ciego. ¿Crees que el infierno tenga las llamas rojas?

Regreso. Me levanto para buscar hojas secas sobre el pasto, el viento siempre nos regala varias. Recojo tantas como puedan mis manos, las hago crujir entre mis dedos antes de alimentar al fuego. 

—No.

Ya veo.

La puerta de entrada se abre. Mamá está aquí. Entra abrazando macetas con diferentes plantas, tiene los brazos a reventar de más hijas bellas. No lo había notado antes, pero pequeñas enredaderas verdes le están creciendo de entre la clavícula. La veo respirar confundida. Sí, madre, son las cenizas que me dolieron. 

No hace falta que busque mucho. Estoy enfrente de ella a un par de metros de la entrada. En su jardín. Sus ojos se pasean sobre mí y me miran cansados. No, no quiere acercarse a nosotras en este estado porque he estado llorando (quizá demasiado) y he estado quemándome (quizá demasiado). He lavado mis heridas con limón y sal (quizá demasiado). 

Tampoco lo había notado, pero de su cabello están naciendo flores.

—No me siento bien. —Quiero llorar—. Estoy pensando en cosas muy feas todo el tiempo y...

Su pasar apurado calla lo que quiere salir de mí. Mamá se acerca a la caja de memorias. No te acerques mucho madre, que te puedes manchar. 

Con enfado deja las plantas en el suelo y vuelve a mí con las manos llenas de tierra. Quiero llorar, quiero llorar mucho mientras ella intenta aplacar mi cabello. No le permito que se quede mucho tiempo así. Niego porque no debe escucharte, Hide. Mi cuello se retuerce de inmediato por la sensación de larvas paseándose entre las hebras. Mamá toma mi rostro con ambas manos y me obliga a ver esa aura suya parecida a la de una rosa. 

—¿Ahora qué hiciste, Mar? ¿Qué te pasa? —pregunta. 

Niego tantas veces como puedo. He introducido pinzas entre las heridas para sacar los parásitos. ¿Qué no es obvio lo tanto que me duele?

—No me siento bien.

—¿Qué hiciste en el jardín? —Me sacude—. ¿Qué te hiciste en las manos?

Ojalá me arranque la cabeza. 

¿Lo podrá ver si lo hiciera? ¿Podrá sentir cómo se esconde con tus palabras? ¿Con el tono de su voz? No podría explicarle cómo sé que está ahí. No podría explicarle cómo lo escucho. No podría hablarle de sus susurros y de mi actuar. De su aparición y desaparición. Cada vez que atrapo una larva se desvanece en el aire.

Mira ahora mis labios, madre, ¿no parecen los de un cadáver? Me está comiendo algo por dentro y no puedo detenerlo.

No quiero detenerlo.

Por el cabello de mamá varias catarinas pasean. Negras, rojas, rojas sin puntos, rojas con puntos negros, negras con puntos rojos. Algunas crecen de tamaño, otras se achican demasiado. Los pequeños seres se vuelven más siniestros conforme más los veo. Los dedos de tierra de madre me aprietan la quijada, me hacen voltear a ver a las flores, a los ojos tranquilos, a los insectos paseando, a la enredadera que quiere ahorcarme. Ya no quiero regresar. No, nunca más. 

Sus dedos traspasan mi piel. Puedo probar la misma tierra con la que crecen todas sus flores. Esa tierra que a mí jamás me haría crecer.

Jamás me hizo crecer.

—¿Por qué te pareces tanto a él? —pregunta extrañada— Tanto, tantísimo.

Vuelve a peinar el cabello que me queda. Quiero negarle que lo mío no es una invención. No es una somatización. Yo no quemo hormigas, yo quiero que ellas coman de mí. Que desde hace tiempo hay un hombre en mi nuca al le encanta escuchar mi nombre. Mar Mar Mar Mar. Y luego se pone a tararear. 

—Tengo miedo.

Me presiona contra ella y me obliga a escuchar sus latidos. Calmados. Siniestros. Escucho grillos dentro de ella misma. Las catarinas empiezan a mudarse a mi cuerpo. Quiero alejarme, pero es demasiado tarde, ella ya me está enterrando. Claro, a los corazones que ya no viven se les guarda bajo la tierra. 

Toma mi mano para guiarme al patio. Hacía algo parecido con el que era mi padre. Cuando no podía encontrar una respuesta en sus ojos vacíos, mamá lo ponía debajo del sol. Le hacía sentirlo hasta que la piel se enrojeciera y ardiera.

—Mira arriba, Mar. ¿Qué ves?

—El cielo.

—Y lo verás siempre ahí. Día, noche. Invierno, verano —habla en tono severo—. Estés o no estés, lo veas o no, ahí permanecerá. 

Bajo la mirada a mis manos, las catarinas han comenzado a meterse por las pequeñas rendijas que le hice a mi piel. Me cosquillean mientras contentas nadan entre las venas. Mamá, el cielo es rojo. 

—La sangre de tu padre tenía eso. Era extraña. Tu abuelo se desaparecía por las noches, tu padre bebía tanto como podía. No podían lidiar con esto. —Señala su cabeza—. Hablaban de cosas que no son reales.

Me suelta de golpe y se aleja de mí para volver a su tierra. 

Mientras recoge las cenizas, pellizco la carne. Arranco un pedazo mientras me da la espalda. Otro. Y otro, y otro. Otro. Insectos redondos verdes intentan adentrarse más, mordisquean. Se esconden.

Parasitosis delirante.

Me acerco un par de pasos a ella. Tal vez mamá tiene razón y esas cabezas en mi cajón no están tiernas, sino podridas. Me siento a un lado del repiqueteo de las tijeras sobre algunas hojas, las partes muertas caen despacito y las que no son arrancadas por ella con sumo cuidado.

—Lo siento.

No tengo idea de por qué me disculpo con mi flor bella, tal vez es esa esperanza de que algún día mamá cortará lo muerto en mí.

Alza en un segundo su mano. Es repentino, es un accidente. La he espantado. El dolor punzante se expande en mi ojo izquierdo. Las enredaderas de mi madre se empiezan a difuminar y todas se van marchitando. Intento despegar mis manos, pero incluso así no logro ver. Cuando voltea a verme grita espantada. 

Algo muerto mío ha caído.

¿Lo habrá visto? 

¿Te habrá visto?

¿Hide?





Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top