errare humanum est
Errar es humano
¿Cómo se detiene un corazón? Porque tengo las manos sobre el pecho con el torso inclinado al suelo y quiere salirse, palpita con fuerza y no aguanta más. Respiro, respiro, respiro, respiro. Los profesores avanzan de un lado a otro y sonríen. Esos que llevan hojas entre sus manos no se dan cuenta de que están empapadas y se van desboronando.
Respiro. Solo un segundo dejo que mi corto cabello oculte lo que pueda de mi horrible rostro. El corazón no se calma, quiere seguir taladrando su hoyo hacia el exterior. Al levantar la cara encuentro a la muchacha sonriendo a su libreta, es la recepcionista de siempre. No necesita un nombre porque todos la conocen sin llamarla en voz alta.
Ella se ve tan pulcra, tan limpia, tan pura. No observa nuestro cansancio y no nos pone atención. Limpio con mi muñeca lo húmedo de mi boca. Regresa la piel manchada. Le sonrío de vuelta a ella. ¿Cómo va a notar a mis piernas que no dejan de temblar? Ni el suspiro atemorizado la alcanza. Está absorta. ¿Cómo va a notar el pedazo de carne entre los dientes?
Me atrae el objeto encima de su escritorio, es un tarro brillante lleno de dulces grandes y coloridos. Rompemuelas. Siempre que vengo permanece lleno, como si estuviera a punto de reventar. Si lo miro por mucho tiempo el recipiente comienza a fisurarse. Crecen las figuras azules, amarillas, verdes. R o j a s. ROJAS. En el fondo de estas algo líquido comienza a burbujear y crece hacia arriba. Algo oscuro que quiere llenar los espacios de entre los dulces de poco a poco.
—Quememos el lugar entero.
No tengo idea de cómo he llegado hasta acá si todavía puedo sentir el vaivén de las larvas recorriendo mi piel. Aún puedo oler lo limpia y fresca que estaba la mano de Julia. Debería de haberle hecho caso a él.
Él arrastró mis piernas, intentó detenerlas, se aferró a ellas y las quiso asfixiar. Cada paso que tomé hasta acá ha sido cuestionado y mordisqueado. ¿Está creciendo tu deseo de comer más de lo que debes de mí?
He hecho sangrar a Julia.
Relamo mis labios un poco para limpiar de lleno los restos de sangre que pudieran haber quedado.
—No es suficiente.
No. Avanzo igual que la manecilla del reloj frente a la primera pared. Tres doce, tres doce, tres once, tres diez. Intento saludarla a ella, pero ningún sonido logra salir de mí. Quiero que me mire. Quiero que vea lo que hay sobre mis labios. Quiero que aprecie el agujero que está creando mi corazón. Es abrumadora su indiferencia. Está bien, es quizá el montón de folletos de la exposición que tiene acumulados a un lado de los lápices mordisqueados, lo que la tiene tan concentrada.
Desde este punto, en el centro de las oficinas, se escuchan todos los teclados de los profesores. Las voces no alcanzan a ser encerradas en esas aulas pequeñísimas. Ahí están las clases que no tienen fin, así como el llanto de un marcador sobre la esclerótica de algún desgraciado. Extraño. Ese último grito no cesa. Concentro la mirada al zumbido de los focos que siguen prendidos a pesar del calor del sol. No he podido encontrar otras bombillas igual a estas que logran crear sombras a pesar de que están encendidas.
Voy a la última oficina a la izquierda allá en el fondo del pasillo porque mi destino cae en esa única puerta cerrada. No camino yo, es el pasillo me mueve a mí hasta mantenerme de frente al umbral de mi delirio.
Volteo varias veces a la oficina de atrás antes de entrar. Un calvo profesor levanta la vista y luego la mano. Sonríe con los dientes chuecos, amarillentos, enormes; encoje sus ojos hasta casi cerrarlos. ¡Qué genuina sonrisa! Qué particular sonrisa. Tiene más incisivos de los normales y detrás de esa fila se nota otra más, y detrás de esa otra hay otra, pero es una genuina sonrisa. Los chicos que están con él voltean despacio. De uno se nota el hueco de las mejillas sangrantes con la piel colgando. Goteando. Del otro la oreja que le cuelga se balancea entre el aire en un vaivén que no tiene la intención de cesar.
Ambos felices.
—Dejemos en cenizas todo.
Regreso. La puerta es abierta y deja salir a un grupo de quimeras. Todos llevan cabezas de perros con vestimenta de jóvenes cansados. Pero si prendemos fuego a todo, ¿no le haríamos daño a los cerdos? Reconozco estos rostros frente a mí. No puedo nombrarlos a todos, pero Raúl está entre ellos. Los demás gruñen y salivan al verme, sus cuerpos expresan furia y sus manos se van empapando con las hojas mojadas.
Raúl sin hablar me pide disculpas llenas de lástima, con un brazo detiene el instinto de los otros. Me mira directamente al rostro. Esa expresión. Esa, justo esa. La de impotencia mezclada con una extraña empatía. Dime, Raúl, ¿qué expresan mis ojos? ¿las larvas de Julia? ¿el reflejo de locura? ¿un desnudo en silencio?
Sus labios se abren.
—¿Qué hiciste?
No lo pregunta. Déjame preguntar por ti, Raúl.
¿Qué hiciste?
La he mordido bien fuerte.
Detrás de ellos XXXXX porta el cabello recogido. Sus atención asentada sobre un libro. Soberbio. Anota un par de cosas en el ordenador, luego subraya con una pluma algún texto. Levanta su mentón un segundo como si tuviera curiosidad del evento. Azul. Si alguien pudiera tocar su iris estoy segura de que la yema se derretiría por el calor del infierno.
—¿Necesitan algo más, Raúl? —pregunta el demonio.
Voz, grave, áspera y terriblemente asfixiante. Sabe esconder sus malditos gestos.
El grupo levanta al mismo tiempo las hojas llenas de ejercicios, todas reparten gotitas de agua por el área. Es una despedida del martirio. Un adiós rabioso acompañado de un enorme hilo de saliva espumosa que cae hasta la punta de mis zapatos. Puedo saborear el sentimiento oscuro.
Casi puedo masticarlo.
—Esto será suficiente —ladra uno—. ¿No es así?
—Esperemos que sí —exclama el profesor—. No puede ser tan difícil.
Contesta despacio, en el entretanto, se da el tiempo para voltear indiscretamente hacia mí. De mis ojos un delgado río comienza a fluir. Uno más pesado que las lágrimas. Uno de sangre. Mis dedos buscan el origen del denso dolor, pero por más que tallo los parpados mis dedos no regresan entintados.
Raúl cabizbajo pasa por mi lado. Toca dos veces mi hombro izquierdo, me toma desprevenida su ligera decepción. De haber estado preparada le tomo la mano y la arranco. Que se quede algo real de él conmigo. Que pueda sentir también este infierno.
Todas las quimeras desaparecen detrás de él.
Saco la mirada hacia el pasillo y le veo caminar sin regalarme una palabra. Yo hablaré por ti, Raúl. También me odio mucho.
De nuevo silencio.
En este cuarto hay dos monstruos.
Hay algo que me quema la espalda mientras camino deprisa hacia el librero. Tomo los libros que debí devolver hace tiempo, me cuesta quitarlos de su lugar. Pesan como nunca. Escucho la puerta atrancarse. XXXXX está sentado en la silla y sigue observando su libro. Sus hojas están secas, demasiado ásperas.
—¿Qué harás? —pregunta.
Qué hice, qué hago, qué haré... Quita la pretina de su cabello con lentitud como si fuera un acto rutinario y no barbárico. Las hebras castañas y claras caen a los costados ocultando su quijada. Remarcan esa aura tenebrosa. Se levanta de su silla con cuidado y camina despacio hasta el otro lado del escritorio. Toma asiento en una silla de estudiante. De pie enfrente de él estoy yo, y donde debería sentirme poderosa, me siento tan pequeña.
Mi imagen está justo al lado de su ordenador.
Él sonríe cuando me nota observándola.
La fotografía jamás me había parecido tan denigrante.
Jalo un par de cabellos de mi nuca. La raíz del cabello arde hasta que las hebras permanecen entre mis nudillos. Un efímero alivio recorre mi esencia.
—Podríamos empezar por este lugar. Quemarlo a él antes que a nadie.
Trago saliva. Parpadeo. Parpadeo de nuevo. Una vez más. Otra. Miro al techo guardando los cristales rojos que quieren desprenderse. Toco mi pecho, pero el corazón ya ha huido.
Qué alivio.
—Siéntate —ordena.
El susurro es suficiente para obedecerlo. La silla me queda demasiado grande, la piel rechina ante mi contacto. No termino de acomodarme porque estoy hundiéndome poco a poco sobre el asiento y mi piel empieza a arder.
—Me pregunto si alguien se habrá dado cuenta —habla—. ¿Qué planeas hacer?
Quemarme.
Alimentar la tierra adorada de mi madre con mis cenizas.
Ocultarme debajo de sus flores.
—Oh, voy a estar muy celoso de todos esos ojos que van a verte.
Había pensado en arrancarme. Correr. Pero mis muslos aún resienten mi propio tacto, están muy cansados. Me imagino que aún poseen los grotescos moretones oscuros debajo de la piel. La sangre muerta está debajo de ellos.
XXXXX ya no está frente a mí. Su respiración cercana me encoge las manos. La primera vez no pude decir nada. No estoy segura de qué arrebató mis palabras ese momento donde susurró hasta hacerme tanto daño.
Dulce. Así se había referido a mí antes de quebrarme, como un dulce.
Durante semanas me quedé pensando en la quimera en la que él se transformaría.
—Voy a devolver los libros —hablo.
Me detiene por los hombros hundiéndome más en el asiento. Quema mi piel a pesar de que varias telas me cubren. Las capas se trastornan con el toque, se calcinan, se ennegrecen. Acaricia el brazo sin sutileza. Sube y baja. Traza formas horribles, tantas como le place.
Y yo en silencio.
Siempre en silencio.
Repasa con sus dedos el cuello de mi suéter. Juega con este. Acerca su nariz hasta mi cabello e inhala profundamente. Me pregunto si la esencia putrefacta de Julia me ha perseguido hasta estas paredes. Una repentina intensión se balancea en mi lengua, quiero preguntarle qué le revoca mi esencia.
—Quiero ver tu rostro cuando todos xxxxxxxx frente a esas fotos —anuncia.
Pasa sus dedos sobre mi clavícula. Presiona y entierra las uñas, mis delirios quedan enterrados en el borde de sus dedos. Puedo imaginarme las estacas con cabezas diminutas, pequeñísimas, enterrándose en la mugre de sus dedos.
Sobre el panfleto lo escrito con tinta de marcador se aclara.
«He soñado contigo.»
Agacho mi cabeza y repaso la figura de sus manos, tan claras pese al el daño que me han hecho. Y las mías tan agrietadas. Secas. Muertas.
Me imagino un tono de voz tierno. Uno caramelizado. Dulce. Dulce. Dulce. Dulce. Matices ligeros entre las vocales. La voz de mamá. La de Julia. El tono de voz que tendría una margarita ante el sol. Una tierna.
Yo también he soñado con él.
Lo he visto mientras porto este mismo suéter azul en un pasto alimentado por ríos rojos. R o j o s. ROJOS. Lo hemos visto con los ojos inyectados de negro y las puertas del infierno cerradas. Con la misma tinta de las plumas que pasaron por mis manos mientras él se disfrutaba frente a mí. Lo hemos visto sin dedos. Dedos cortados por nosotros. Dedos que dimos de comer a los cerdos. Dedos que los cerdos olieron para luego pisarlos todos, se burlaron de ellos y luego bebieron del río rojo.
Soñé con él.
Soñé con su dolor.
Y era tan amargo.
Una vez más busco el río denso de mis ojos, pero no hay nada. Aprovecho para llevarme los libros entre los brazos mientras carcajea. Girando la silla lo encuentro descabezado en una esquina. Las cuencas de sus ojos ahora pintadas de negro, en la mano izquierda el marcador incrustado. Se acerca a mí hablando el idioma que siempre desconozco.
—Xxxxx xxxxxxx.
Me alejo de él.
Parpadeo, busco en mis ojos algo con urgencia, esta vez mis dedos regresan pintados de negro. Trastabillo, tambaleo, tropiezo, caigo y me quedo en el suelo. Escucho carcajearle.
—Mari, dulce, Mari, xxx x xxxxxxxxxxxx xx xxxx. Xxx x xxxxx.
Tallo más mis ojos. Avanzo hacia atrás.
—Espera, Mari. Quédate. Quédate, cuéntame más de ese sueño.
Abro la puerta. XXXXX se para a un lado de mí, la oficina vecina con su caníbal saluda tranquila. Otro par de palmadas sobre mi hombro, otro par de cabellos arrancados de mi nuca.
Le devuelvo el saludo a la oficina vecina. El profesor con las filas de dientes sigue sonriendo con la boca roja y los estudiantes ahora están pegados al escritorio. Voltean un rato a verme. Ambos tienen sus camisas manchadas y les falta la piel de sus rostros. Las fibras musculares de su cara completan el aura de un semblante satisfecho. No les importan los ojos oscuros de quien me acompaña.
Me alejo.
Pero no lo siento.
Algo mío se queda ahí dentro. Y conforme regreso la mirada, ahí sigue carcajeando con los ojos quemados.
De vuelta al principio. El bote de dulces ahora está lleno de ese denso líquido. Lleno hasta el tope. Tanto que gotea discretamente por los orificios de la tapa, está a punto de reventar. Es tan brillante. Brillante. Brillante. Brillante. No sé cuántas veces retrocede el segundero, pero no importa porque mi corazón ya ha escapado.
—¿Quieres algunos? —dirige por primera vez palabra hacia mí— Toma los que quieras, son nuevos.
La joven me sonríe un poco con complicidad. Asiento ante ella y de inmediato remueve la tapa de vidrio. Mete la mano dentro del jarrón. La viscosidad empapa las puntas de sus dedos, pero ella mantiene el semblante alegre. No parece importarle mancharse las pulseras buscando tantos dulces para mí como puedan caberle dentro de la palma. Me acerco de inmediato y tiendo mi mano libre agradeciéndole para guardar los dulces en el bolsillo de mi pantalón.
Voy chorreando las escaleras. Dejo un trayecto de gotas rojas y cabellos de mi nuca que intento desprender de mis manos. Cada que puedo regreso la mirada porque la espalda me sigue quemando y sigo escuchando la risa cerca de mis oídos. Tomo un par de dulces y los aviento a mis labios. Trago del delirio rojo. Lo mastico. Dejo que el cabello se enrede entre mi lengua y vuelva a su sitio. No sé, tengo la idea repentina de que crecerá de nuevo todo lo que se me ha arrancado.
Alguien pasa corriendo y se detiene al verme. Con el dorso de mi mano limpio el líquido que se ha quedado en la comisura de mis labios.
Sonrío.
—¿A qué sabe?
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