consummatum est
Se acabó todo
Hay un silencio interesante que solo existe después del atardecer. Cuando el sol te lleva a morir con él.
Silencio.
—Arriba, Mar.
Subo las escaleras del edificio de profesores. Las más angostas del campus entero. Tienes que mirar los escalones, para pisar sin fallar, y tienes que mirar hacia arriba, para que las paredes no se abracen entre sí mismas y te dejen subiendo eternamente.
Lo que quizá más odio de este sitio, son las pequeñas ventanas que decoran los descansos. Parecen burla. Es un trozo de cielo tan lejano. Solo un hilo del exterior se puede ver a través de estas. Un recuerdo de que hay algo más allá que el concreto.
Hoy es un día especial. Hoy es el día en el que no moriremos con el sol, hoy mataremos a la noche.
Solo falta algo. Hay que subir aún, y hay que guardar silencio.
Silencio entre las cabezas. Silencio entre las paredes. Silencio frente a los cuadros. Silencio frente a los desnudos. Silencio en el infierno. Silencio después de este.
Sé perfectamente al lugar al que voy, por eso me aferro con fuerza al barandal y tomo mi tiempo en los escalones. La luz de la oficina estaba encendida, la miré desde que llegué a la explanada. Había una figura que se alcanzaba a ver desde abajo.
La quinta caja.
La última.
He soñado contigo, Mari.
Desde el primer día que cruzamos palabra, él me llamó Mari. Nunca me gustó que me nombrara así. Mari. Mari no era yo. Mari estaba en su sueños, pero yo no lo sabía. No en ese momento, no en la primera vez que lo vi. Para cuando me sonreía y tocaba ligeramente mi brazo para preguntarme algo, Mari estaba en la parte podrida de sus pensamientos oscuros.
Mari eran las fotografías desnudas. Mari era el polvo de la calle. Mari eran los parásitos. Mari eran partes muertas (de quién, no sé) queriendo revivir.
Y pude nunca haberlo averiguado, fue discreto. No me había dado cuenta de las palabras, ni del tono. Pero el olor distintivo del azufre siempre me resultó imposible de soportar. Algo se escondía dentro de él que me hacía doler el estómago.
Dijo que necesitaba ayuda, lo dijo sonriendo con los ojos. Azules. Alguna vez escuche a alguien decir que él tenía los ojos del color del cielo, pero no eran rojos. Para aquel entonces yo todavía no tenía con quién realizar servicio becario, sin embargo, me había decidido ir a buscar una actividad en la que no tuviera que estar encerrada.
Quería decirle que no.
Mari.
Pero dije que sí.
La primera vez que me habló de Mari nadie se dio cuenta, pero tenía una una mirada siniestra. Divertida. Me lo dijo en una clase, alguna de las primeras. Mari y dejó salir una carcajeada. Yo no lo sabía, pero sus ojos eran las puertas de un dolor grande. Grande. Grande. En ellos ya se veía mi destino tortuoso.
Desde ese entonces, desde antes de que yo pudiera saberlo, él poseyó una parte de mi piel y se entretuvo estirándola. Partiéndola. Cocinándola. Degustándola.
Te veías tan preciosa.
No recuerdo la primera vez. Solo sé que llegué a casa y dormí llorando.
Era.
No, no era.
Mamá estaba acostada al otro lado de la pared, pero nunca se quedaba despierta a escuchar mis lágrimas. Pero eran tantas que la jardinera podría haberse llenado varias veces de ellas, para regar todas sus flores.
(Se hubieran marchitado).
Ojalá hubiera sido de poco a poco. Hubiera tenido la oportunidad de aclimatarme para no perderme. ¿Perderme? Perderme. Perderme. Para no arrancarme las entrañas. Ojalá hubiera tenido las intenciones de arrancarle las entrañas a él desde el principio.
No fue así.
Fue.
Y fue repentino.
—No dejes de subir, Mar.
A veces él no decía nada. A veces sentada yo entre la lluvia de papeles, entraba, cerraba la puerta y me cosía los labios. Punto, punto, punto, punto. A veces arrancaba la piel con las plumas, y otras la mordía enseguida. Comía. Narraba. Carcajeaba. Las hojas del techo me acariciaban la cabeza, pero también sabían cortar profundamente las palmas.
Y por fin entendí, que había segundos compuestos por siete eternidades, y que unas eran más oscuras que las otras. Unas con más costuras que las otras. Unas más silenciosas que las otras.
Dolorosas.
Se abría la puerta, e incluso con las personas entrando y saliendo del infierno, el techo no dejaba de llorar hojas blancas. Y no podía entender, todavía no logro entender, a dónde para el río de esas hojas. Aunque quizá alimentan a las llamas del infierno.
En mi cabeza quedaba un espacio negro. Extenso. Me acompañaban pocas cosas ahí, no memorias. Solo el sonidos. El de la tinta, el de las teclas, el de la hebilla de su cinturón, palabras soltadas en su tono: «Sueño, preciosa, ven, muerde, quieta, muda, ven, ven, ven, ven, contigo, conmigo, silencio, ven»; El de su respiración, el de las hojas cayendo, el de las hojas atravesando mi piel, el de sus jadeos, el del frío de sus ojos, el de Hide tarareando, el de mi corazón cavando un hoyo. Ven.
El sonido de sus sueños. Eso siempre quedó.
Y por más que me preguntaba en casa, ¿por qué tengo que lavarme tanto las manos? No podía responderme. Sabía que la tinta roja nunca desaparecería, eso lo aprendí de inmediato. Que iba a ser como eso del cielo. Rojo. Siempre rojo. Pero, entonces, ¿por qué lavarse tanto las manos? Si sucias iban a quedarse hasta que los gusanos me engulleran por completo.
—Sigue subiendo, Mar.
El simbolismo, tal vez, la forma del agua que no atraviesa las manos, la que la acaricia. La tibieza de esta, el chorro que afirmaba que todavía podían sentir a pesar de estar tan sucias mis manos.
Y mamá llegaba a cerrar los grifos preguntando si no era suficiente lavarse cuatro veces las manos. Pero no podía explicarle si yo no lo había entendido.
Y es que quedó mucho.
Yo también quería preguntarle si no era suficiente ver las flores marchitas para dejar de regarlas como si estuvieran vivas. Pero no lo hice.
Quedó mucho infierno.
Hide golpeaba el occipital, a veces no estaba, a veces lo perdía entre los sonidos. Pero estaba ahí. Lo mordía, el occipital. Lo arrancaba con las uñas, me pintaba de otro tono el cielo (de un rojo más claro). Comía mis ventanas, masticaba los vidrios y me hacía escuchar las vibraciones de los molares triturando lo indebido. Apaciguaba la imagen, le quitaba nitidez, le restaba colores. Figuras borrosas moviéndose en una densa oscuridad. Pero cuando la puerta se cerraba y yo quedaba afuera en mi piel quedaba marcado XXXXX.
Ardían las lagunas. Los sueños de XXXXX sabían matar, pero no lo suficiente. Nunca lo suficiente para la paz. Eran torpes y recurrentes, la lluvia de hojas debía de clavarse fuerte sobre mi cuello, para que pudieran colocar mi cabeza junto a los cerdos y juntos admirar el río rojo; pero el infierno solo sabía arrancar pedazos pequeños de piel.
En algunas eternidades mataba muy poco. Poco. Poco. Muy poco. En algunas de esas eternidades yo solo quería silencio.
—No dejes de subir, Mar.
Silencio, y nada más.
¿Qué más me quedaba? Me quedaba observar. Me quedaba escuchar. Me quedaba delirar. Me quedaba ser mordida. Me quedaba sangrar. No sabía bien si estaba mirando a una persona. A un demonio. A un sueño quimérico. Al castigo de un pecado. O al castigo del peor de todos ellos. Como aquellas cabezas escondidas en mi cuarto. Irreales, pero palpables. Ilusión punzante.
Y al final el infierno se rodeaba de una vocecilla. Respiraba, poco, pero respiraba. Nunca me lo ha dicho, no necesita hacerlo, sé que él también quedó marcado por el demonio.
—Sube, Mar.
Se acaban los escalones. Las puertas están abiertas, pero no hay nadie detrás de estas. El escritorio de la entrada tiene la silla mal acomodada, el reloj se ha detenido; el frasco de dulces está vacío, acompaña a los folletos de la exposición del martirio.
Llevabas el suéter azul que tanto te agrada vestir en clase. Y te quedabas tan quietecita, tan muda. Como ahora.
Avanzo lentamente por el pasillo de la derecha, desde acá se encuentra la puerta de él semi-abierta. El corazón en la maleta hace ruido, palpita, palpita. Busco entre la maleta, recién noto las manchas que ha dejado la cabeza de cerdo en la tela. Abro los cierres, al lado de órgano se encuentra la caja negra.
La tomo con una mano.
Frente la puerta.
No pienso, solo empujo y me adentro.
Luz.
¿Ahora? Ahora no hay nada de él. Le busco entre las esquinas como si pudiera convertirse en sombra. No hay nada. Son cuatro paredes y es el mismo infierno. Es ese escritorio, es ese librero, es esa silla siniestra, todo pertenece al mismo abismo eterno. Misma puerta. Enorme. Maldita. Siniestra. Mismo, mismo, mismo infierno.
Volteo al techo, extiendo un brazo y espero que caigan las hojas, pero en este lugar ya no queda nada.
Solo yo. ¿Y yo? ¿Y de mí qué queda? Si la piel ya me la han arrebatado. Y las larvas. Oh, las bellas larvas. Ellas ya han comido todas de mí.
Abro el primer cajón del escritorio, solo queda una goma de borrar llena de rayones, pelusas y un pedazo de papel arrugado.
Coloco la cajita negra sobre el escritorio y dejo que la cinta de mi maleta se deslice de mi hombro hasta el suelo.
Por más que mueva los muebles. Por más que busque entre los estantes y cajones. Por más que tire boronas de lápices hacia el techo, ya no hay nada de él que pueda marcar y hacerle doler. No hay pedazo de carne que pueda cortar para los cerdos. No hay piel. No hay voz. No hay sombras. No hay nada que pueda corromper.
Dentro de las paredes todo está acabado. Ya no existe él. Y ya tampoco existe Mari.
¿Entonces por qué duele tanto?
—Mar.
Y luego bajabas. Te plantabas frente a mí. Nos comíamos enteros.
Observo la explanada desde la ventana. Debí hacer algo. Debí gritar. Debí llorar con más fuerza. Morder. Debí morder. Debí jalar con los dientes la piel y hacerlo sangrar. Debí tenerlo frente a mí y estirar la mano. Debí rasgar su rostro con las uñas. Pude haber alcanzado el puente de su nariz, alcanzar sus ojos. Debí tronarlos. Debí de haberlos masticado para escupirlos. Debí de haber tenido un sueño. Uno más putrefacto que el suyo.
Debí. Debí. Debí.
Debí tantas cosas.
Presiono mi dedo contra el vidrio. A cada persona que pasa la aprieto con más fuerza.
Y es que me quedé pensando en vagas ilusiones. Creció en mí la idea de que quizá, algún día, alguien me ayudaría. Y yo guardaría el secreto que torturaría al demonio cada mañana. Pensé que podía lavarlo. Enjuagarlo. Transformarlo. Quería quemarlo y revitalizarlo. Quitarle ese hedor de azufre que llevan los que suelen vivir en el infierno.
No pude.
Me engullías fuerte, hasta atragantarte.
Aquí en el suelo con Hide callado y mis manos tronando contra el suelo. Mis palmas duelen, mis piernas están entumecidas por los escalones eternos. ¿Cuánto tiempo llevamos? Pegando. Hiriendo. Soñando. Delirando. Nada, los relojes se han detenido. Ojalá pudiera arrancar las orejas y dejar de escuchar su voz. Ojalá pudiera olvidarla. Que en cada parpadeo se limpiara un poco más el tono de su maldad.
Pero no sucederá.
Mis ojos se están pudriendo, y pese a que no puedo ver, la única imagen que queda de esta habitación, es la de él comiéndome.
Y te pintaba. Soñé que me deseabas. Me lo gritabas al oído.
Grito.
Pero, como siempre, no hay nadie que quiera escuchar los lamentos del averno.
Me quedo fatigada ante la caja con las manos carcomidas. Arden. Los hoyos de las moscas punzan, están naciendo las larvas y tengo delirios.
Anda. Tócalo.
Me acuesto en el suelo, y cierro los ojos con fuerza. No llores, Mar. Deja que el techo lo haga por ti. Deja que caigan las hojas de este. Que el papel se balancee por el aire y de vueltas hasta caer rendido. Escucha el sonido del papel ondeando. Que te eleve el mar blanco.
Tenía muchas ganas de preguntarle si alguna vez pensó en lo mucho que dolía.
Carcajeo.
Carcajeo.
Ruedo entre las hojas y dejo que el aire salga de mis pulmones. Que las lágrimas salgan de mis ojos mientras me siento arqueada e intento recuperar la respiración.
Vuelvo a la caja con una sonrisa en los labios. De todas, fue la única a la que no le pude poner nombre. Abro el estuche despacio. Ahí está. En el momento que tomo al ojo entre mis dedos, parece que grita furioso. Quiere escapar, lo sé porque sus gritos tocan la puerta, quieren abrirla.
Con el olor putrefacto en mis palmas, tomo la maleta del suelo y me acerco a la salida pisando la alfombra de hojas blancas. Saco la cabeza hacia el pasillo, alcanzo a ver la cola de una rata que corre, sus chillidos se convierten en el eco ligero que sigo de inmediato. Paso. Paso. Truena el ojo. Paso. Paso. Grita el demonio. Paso. Paso. Chilla la rata. Paso. Paso. Lo muerdo un poco. Paso. Paso.
Observo por las pequeñas ventanas de las escaleras al auditorio. La noche no ha comenzado, en el reflejo las llamaradas crean vida. Vienen de esos pequeños demonios que danzan sobre el concreto. Alcanzo a ver a la rata corriendo hacia allá. Se detiene para mirarme un poco y luego se avienta al fuego. Bajo corriendo. Bajo, bajo, bajo. ¿Al infierno? No, a algo peor.
Avanzo corriendo por detrás del edificio y llego a la exposición.
Todos se tiran al suelo y ruedan; se abrazan a sí mismos mientras cantan. Sus cuellos se abren, y puedes ver sus entrañas.
Paso. Paso. Las llamas tienen ganas de alcanzar el cielo oscuro. Paso. Paso.
Bajo.
Solo un poco.
Bajar.
Te podrás ir después de eso.
Las llamas se alzan. Trituran. Desaparecen a los parásitos. Todos bailan y cantan con ellas. Alguien pasa a un lado de mío y me toma de las piernas con fuerza. Intenta detenerme. Es un ritual. Le miro en silencio, miro sus ojos, miro el reflejo del fuego en ellos. Lo dejo.
Mientras avanzo más, la gente baila más fuerte. Es un oleaje continuo y caótico. Deja en el suelo a algunos y a otros solo los deja quietos.
Mirando desde afuera.
Quietos ante el sufrimiento.
El resto del ojo se me cae entre la multitud. La temperatura se eleva. Vapores. Humo. Azúfre. Me agacho para alcanzarlo y a gatas siento las patadas de todos. En una de esas siento un golpe en el vientre y me detengo. Se callan las mil voces dentro de mí. Otra cerca de las costillas. Hide me pide que respire, pero no sé hacerlo debajo de la marea. Y una más en el rostro. Cerca del ojo. Toso delirios.
Alguien me arrastra lejos de las danzas.
¿Quién?
No lo sé.
Quien más me haya dolido en la vida.
Va a gustarte. Te prometo que te gustará.
Me quedo sentada observando las llamas crecer tanto que ya no hay cielos que no alcancen. Esta noche respiro los trozos que me han robado.
Bañándome en mis cenizas.
—El fuego de sus ojos.
¿De quién?
De quien más me haya robado en la vida.
Crac.
Crac.
Y las olas rojas se apagan.
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