Carne humana

Carne humana


Una pequeña caja de zapatos pintada de roja era lo que Julia avistó por la ventana de su habitación en el fin de un verano que ardía. La joven, que cargaba una cicatriz profunda en la mano, vivía al lado del río (casi muerto) que cruzaba por el ombligo del país que solo era conocido por sus dolores. Siempre había cosas flotando arriba de este río. Bolsas de plástico. Llantas. Hojas vivas y muertas de los árboles. Musgo. Personas (o restos de ellas). Pero, como con cualquier evento fuera de la rutina, Julia no pudo quitarle la mirada de encima a la caja roja.

No supo si eran las pequeñas marcas que no alcanzaba a leer, o que la caja flotara tan divinamente entre el agua, como si desde el inicio, las pequeñas corrientes la hubieran creado desde sus profundidades. De cualquier manera, la dejó fluir hasta que se quedó en sus pensamientos.

Pero más, no supo. Varias veces avistó en sus sueños la caja. Al color también. Y después los sueños se hicieron más extraños. La caja tenía gusanos, el río era rojo. A veces le llegaba un repentino olor a carne de cerdo y todos eso sueños fueron acabando con alguien mordiendo su mano. 

De repente un escalofrío le recorría por los brazos y se maldecía a sí misma por no haber salido de su casa hacia el río en aquel final de verano. 

En algunos días se pillaba a sí misma caminando hasta el fondo de la calle, donde solo una reja oxidada separaba a la tierra de las aguas. Se quedaba hipnotizada, como si algo pequeñito gritara desde las profundidades de la corriente, y para volver a casa, tallaba los ojos; más que para despertarse de esa ilusión, para cersiorarse de que sus ojos seguían ahí. Ridículamente ella sentía que se le podían caer en cualquier momento. 

Y cada vez que regresaba después de observar al río, no dejaba de pensar en Mar. 

La última vez que la había visto llevaba un enorme ojo podrido y saltaba a las llamas para intentar salvar a las personas que ardían en fuego; para Julia, lo peor no había sido que Mar se aventara al fuego con tanta alevosía. Lo peor, fue cuando la arrastraron fuera del humo. 

La manera en que Julia calmaba sus pensamientos era pensando que todos, esa noche, en la exposición de Carne Humana, es que estaban viviendo una película de terror. 

Porque todos, la noche de los cielos que ardían, se quedaron inmutados mientras un maniático golpeaba el cráneo de Mar contra el pavimento. Era como si aquella persona hubiera querido partir en dos su cabeza. Con tristeza, y dolor, cada golpe contra el cemento era como si le pudiera doler a él hasta los huesos.  

Fue hasta el segundo retumbar de la tierra donde poquitos espectadores, incluyendo a Julia, corrieron a salvaguardar a Mar. Entre el par de personas, el hombre malvado de cabellos rubios ondeaba un pedazo de papel, lo ponía frente a los ojos de quien lo alejaban. Como queriendo justificar su actuar con el cuerpo caído y quemado. Pero todos estaban rodeados de delirios y parecía que de los labios de aquel chico solo salían conjuros en idiomas infernales. Y fue esa locura de las personas que llevó hasta el fuego al papel. 

Entre los gritos y el infierno, la locura subió a la garganta de todos. Julia sentía que algo estaba paseando entre sus dientes, pero no lo dejó subir. Sin embargo, sentía las mismas ganas de todos. 

Las de morder. 

El hombre que se encargó de sacar a Mar de las garras de un infierno, para aventarla a otro más brutal, se fue entre lágrimas cuando lo mordieron. Nadie lo notó, porque todos estaban sumidos en una especie de danza colectiva donde solo podían a las llamas, pero Mar también desapareció llorando. ¿Cómo iban a saberlo? Que aquellos dos locos habían nacido al mismo día, y a la misma hora. Llevaban el mismo nombre y la misma mirada podrida. ¿Qué iban a saber? 

Que no importaba de qué garras ayudaran a ella, siempre habían otras dispuestas a abrirla. 

La universidad nunca habló de lo sucedido. Era como si los estudiantes que ardieron en llamas no hubieran tenido nombre jamás, y no era importante ponerles alguno ahora que eran cenizas. Apareció el título de la noticia en un periódico. En otro. Y otro. ¿Más? No. Carne humana eran las palabras claves para referirse al asunto delirante, pero pronto se fueron desvaneciendo con los días. Incluso la exposición y las fotos se fueron maldiciendo, quedando entre susurros de la gente. ¿Más? No.

A excepción de Julia, claro, que cada vez que cerraba los ojos sentía un pequeño calor avanzar hasta la cabeza. 

Pensó la chica que estaba perdiendo la cabeza, no podía traer a conversación alguna el nombre de Mar, porque todos quienes la habían tocado, no estaban. Se habían quemado. 

Fue en el funeral de Xx'xx (cuyo nombre creía saber, pero no recordaba) que sintió que alguien le hablaba. Fue mientras todos estaban sumidos en un estado de tristeza inyectado que creó un nuevo río en algún lugar de la ciudad. Julia no podía dejar de ver a todos picándose los ojos, como si estos ardieran, y conforme caían las lágrimas, escuchaba más y más la voz. 

Y ahí, cuando observó de reojo al río que solo crecía, Julia vio de nuevo la caja roja. 

Con las ganas de arrancarse los sueños malditos, ella nadó de entre las lágrimas de todos, bebió de algunas sin querer y tuvo que escupirlas mientras se hacía espacio para correr a la caja. El río apestaba y estaba crecido, jamás se le había visto al río llevar aguas tan negras como las de ese día, pero Julia se aventó. 

La gente no entendía mucho por las tristezas, pero ver a Julia nadar en algo tan putrefacto era como ver a un cisne atrapado entre petróleo les detuvo los sollozos, observaron cómo de poco a poco el rostro se le coloreaba de marrones y tiznes, y cuando estuvo completamente cubierta, volvieron a llorar.

Ella escuchó a la voz que le gritaba. Por un momento, mientras estaba debajo del agua, sintió que aquella voz no provenía de la caja, sino de su propia cabeza. 

Se aferró a la caja y quedó suspendida un momento. 

Fue hundiéndose poco a poco.

Eran las imágenes macabras las que pesaban, y, supo desde el momento en el que sostuvo la caja, que iba a ahogarse. Quizá no ahí, quizá no entre el agua.

Algún día. 

Entre las llamas.  

Salió a la superficie y se aferró al árbol triste y solitario que crecía en las orillas del río, debajo de las tumbas de otros sin nombres. 

«Este es mi cráneo.»

Se leía en una caligrafía que ella conocía a la perfección, pero que jamás había visto con tanta sangre y pena. 

Lo abrió en dos. 

Ahí dentro, encontró una roca extraña perfectamente redonda de la que se aferraba una minúscula enredadera. Las pequeñas florecillas amarillas le hicieron carcajear y llorar al mismo tiempo. Había un olor espléndido entre todas aquellas palabras escritas que tenían en común a Mar

Cuando levantó la piedra suave, observó que algo diminuto colgaba.

Un hombre.

Se talló los párpados y volvió a observar. 

Aquel ser se aferraba con las uñas a las ramas que le habían crecido a la roca extraña. Tenía los ojos hinchados, y Julia supuso que toda aquella agua que estaba dentro de la caja, no provenía del río, sino de aquel llanto del hombre diminuto. Él mascaba y mascaba, después de un par de minutos Julia notó que lo que comía aquel ser extraño, eran las pequeñas florecillas amarillas que crecían de la roca redonda.  

Él no tenía ojos, pero sus manos eran largas y afiladas, con esas le bastaba para arrancar las flores mientras lloraba. Cuando Julia lo colocó en su bolsillo con todo y la roca, ella escuchó un extraño tarareo. 

Y ahí, empapada, observando a las flores y al llanto, ella también tarareó. 

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