alter ego

El otro yo


No debería de estar aquí, pero seguí al hilo de hormigas que comenzaba desde la almohada de mi casa. Había estado regando las plantas de mamá sin que ella se diera cuenta y para cuando volví a mi cuarto, había un camino de hormigas discreto. 

—¿Como tu sangre?

Avanzaba por las orillas de las paredes. Nunca me hubiera dado cuenta de ellas si no hubiera esforzado la vista. Algunas llevaban pequeños huevecillos en sus espaldas. Otras más cargaban hojas más grandes que ellas. Las fui siguiendo. Pensé que estaban haciendo su nueva colonia en algún lugar de la casa, pero la hilera era enorme. 

Atravesé las banquetas, me perdí un par de segundos por las intersecciones de las calles. Casi pierdo la cabeza en las jardineras de la avenida, fue el claxon de un automóvil lo que me hizo retroceder un par de pasos. No había nadie a mi lado. La calle era desierta y solo las hormigas atravesaban el pavimento por entre las grietas. 

Las seguí hasta que mis labios estuvieron secos. Y si me hubieran preguntado cuánto caminé, habría contestado que cinco noches seguidas. 

Regreso. ¿A dónde? Varias personas entran y salen de la antesala. El auditorio ha sacrificado sus ecos para contener al ruido de la multitud. El camino de hormigas se ha dividido en varias partes y sus ríos van creciendo. Todos se llenan de insectos hasta los tobillos y los crujen mientras caminan sobre ellos. Las hormigas muerden y dejan ronchas gigantes en las pieles que alcanzo a ver. 

Las paredes altas del lugar no alcanzan a callar los llantos de las hormigas que no terminan de morir cuando son arrastradas por suelas llenas de mierda, son arrastradas dejando sus entrañas en búsqueda de piedad. En búsqueda de muerte.

Me miran. 

Estoy clavada en el centro de la exposición. Rodeada de cristales y cubos de madera gigantes, alguien ha intentado decorar a la putrefacción. Camino con la mirada agachada, pero alcanzo a ver a las pequeñas tarjetas con la explicación impresa de la obra. Ya está colocado todo. Solo falta el plato principal, todavía no hay ninguna foto para degustar. 

Aquí, de pie en el centro, solo hay rectángulos que no quieren caer del techo. Están colgados con pequeños hilos invisibles.  Blancos y negros. 

Otra hormiga con la mitad del cuerpo embarrado sobre el suelo, mueve las patas. La aplasto despacio, marco la suela de mi zapato de un lado a otro. Siento la viscosidad debajo mío. El crujido me hace temblar. Ya no está llorando.

Después de dar piedad quedo frente a un cubo, frente al marco vacío de una fotografía. En el mar de gente que va arrastrando hormigas arranco con los sentimientos revueltos la etiqueta con un nombre que no me digno a leer.

—Te veo.

Casi tartamudea. Quito los pedazos de papel que no han podido ser arrancados de golpe, clavo mis uñas e intento llevarme el pegamento. Vuelvo un segundo al suelo para darme cuenta de que la sombra de Kai aterra a los insectos, forman vacíos donde él está y todas se paralizan un segundo cuando lo ven. 

Los insectos corren espantados, dejan los huevecillos, dejan las hojas, los ríos se convierten en un mar que choca contra sí mismo. Kai me atrapa en alguna de esas olas siniestras. Me toma en brazos. No me llama por mi nombre, ni por el color que debería ser Azur. No pregunta dónde he estado. No se ahoga con las hormigas que terminan horrorizadas sobre su rostro. Toca mi cabello, lo cepilla con sus manos. Tira una, dos, tres, cuatro hojas que estaban escondidas entre los nudos. 

—¿Por qué ahora?

Jala el elástico de mi playera, no le hago caso hasta que me hace encararlo. Sus raíces ya no pueden esconderse. El mar de hormigas se va calmando, me he despojado del papel de entre mis manos. 

Kai trae la mejilla derecha morada y el labio hinchado. No tengo que preguntarle nada. Ya sé lo que ha hecho, siempre lo he sabido. Acaricio la costra gigante que carga en la frente y le saco una sonrisa extraña, suspiro despacio al sentir la rugosidad de su piel. El mar se ha tragado a las personas y de repente devuelve una que otra con piel deforme llena de ronchas. 

—Definitivamente es más difícil entrenar a las ratas que a un perro. A un perro le das jamón, ¿y a una rata? ¿Cómo haces que una rata comprenda? Mira. —Me enseña su teléfono—. ¿La ves? Da vueltas si trueno los dedos y luego mira hacia arriba. Le voy a comprar uno de esos tubos para que corra como recompensa. También planeo hacerle una casa grande, para que tenga espacio. 

Baja la mirada a mis manos, todavía hay boronas de papel pegadas entre mis dedos. Se acerca, a paso torpe, a otro cubo de madera y sin decirme nada arranca el título de la obra. Las hormigas ya no lloran, pero siguen muriendo. Kai pone en el suelo al papel, me acerco a él con la intención de detenerlo, pero mi convicción de ver el papel caer sobre el agua de insectos es más poderosa. Escupe ruidosamente sobre la hoja y carcajea, el mar se vuelve a calmar y baja. Toma mi mano y me coloca frente a otro cubo. Menos hormigas se quejan.

—¿Dónde estabas escondida? —pregunta tierno—. He tenido que arrancar todas esas hojas yo solo. He tenido que quemarte yo solo.

—Deberíamos de seguir escondiéndonos de él.

Trota a otro marco y arranca la etiqueta. Las hormigas vuelven a ser un camino delgado que de repente cargan hojas. Kai raspa la madera con tanta fuerza que incrusta pequeñas astillas de esta misma dentro de su uña. La punta de sus dedos se enrojece ligeramente. Los insectos voltean a verme un segundo. En cuanto Kai jala de mí, hace que el lago de insectos se violente contra mis tobillos.

Muerden. 

Llegamos a otro cubo. Lo patea. La madera tiembla con su actuar y las demás personas giran a ver. Me empuja hacia el rectángulo, muy cerca de la tarjeta del título de la fotografía. Intento callarlo, pero no me permite, me señala la tarjeta pegada. La arranco despacio. Volteo a Kai, le quito una hormiga del hombro y le sacudo las mangas por si algún parásito se le había escondido.

Cae una hoja muerta de su cabello. Se lo acaricio con miedo antes de que me lleve corriendo por las otras maderas. Para apreciar el nombre de Pablo. Para escupirle al arte.

—Julia dice que has hecho cosas malas. —Sus palabras se mezclan entre risas—. Muy malas.  

Me quedo estática un segundo. He hecho cosas muy malas. Tal vez.

—Y lo ha dicho con miedo —recalca—. Como si no pudiera pronunciar tu nombre.

—No vayas.

Uno de los estudiantes intenta acercarse a nosotros. Tiene el rostro molesto y rojo. Los ojos se le están saliendo. El hombre que nació en el mismo segundo que yo, se dedica a empujarme fuera. Con los gritos en la espalda y las ronchas en los tobillos, salimos corriendo. No sin antes tumbar y romper de una patada el anuncio de la exposición.

—No vayas.

Le sigo con la mano hinchada y el brazo dolido por el agarre. Me lleno de sus oscuras intenciones, las caramelizo. Volteo hacia atrás, a la cabeza de cerdo gigante que se carcajea y come los insectos del suelo.

Estoy corriendo en un limbo de parásitos podridos y calles sangrientas. No sé hasta dónde iremos, ni si alcanzaremos. Pero no tengo ganas de parar.

No voltea hacia atrás en ningún momento mientras atravesamos personas y hormigas; es un mar de personas y cada vez que chocamos contra alguna yo pierdo algo de mi cordura. Damos las vueltas que él indica, pasamos las avenidas que él decide. 

Regreso. Llegamos al silencio. Kai saluda al guardia de la entrada, este no pregunta por nuestras caras, solo levanta la mano y nos permite pasar. 

Los jardines de este lugar son preciosos. A mamá le encantaría estar aquí. Le encantaría pasearse por las puertas gigantes con su vestido floreado. Se vería preciosa alimentando las hierbas. Matando a las hormigas. Arrancando ojos. 

Nos detenemos frente a una enorme casa con el pasto más hermoso de todos. Me suelto de Kai para poder agacharme frente al pasto, y tocarlo con mis propios dedos.  

Dulce.

Kai se adentra por el adoquín hasta pisar el tapete de entrada, deja un par de entrañas de hormigas en este cuando sacude los zapatos. A pesar del ladrido de los perros, y a pesar del sol que provoca chorros de sudor, Kai gira invitándome a pasar.

—¿Vienes? —pregunta. 

—No es tu casa.

Kai carcajea, vuelve a mí y me toma de los brazos. Reacia volteo al hogar ajeno, el pasto comienza a decaer con nosotros encima. Levanta mi mentón y quita las gafas, las guarda en su mochila sin que pueda decirle nada. Toca el párpado que recién va sanando. Lo presiona levemente. Duele. Sus ojos se fascinan por la herida, por la cicatriz que ha quedado. Me suelta.

—No —contesta—. No es mía.  

—¿De quién es? 

—De alguien será, ¿no?

Un pequeño empujón me anima a caminar sobre el pasto. Pienso de nuevo en mamá mientras Kai espera a que lo acompañe, pienso en los nombres de todas las flores y pienso que ella sería muy feliz aquí. Volteo a verlo confundida, llego hasta el tapete de entrada: Bienvenidos. Le quito otro insecto de la manga, lo sacudo con fuerza y mato a la hormiga entre mis dedos. Kai se desespera y abre la puerta de un tirón. No estaba cerrada. Me empuja otro par de veces hacia dentro, pero me niego. 

—Vámonos.

—No pasa nada, es de un buen amigo —habla—. No se molestará. Además, la puerta no tenía seguros. ¿No es un buen indicio? Si no nos quisieran adentro, no la dejarían abierta.

Hide empieza a tararear.

El eco que crean los pasos de Kai dentro de la casa es mágico, es tan sonoro que aterra. Hasta el más pequeño de los suspiros podría ser escuchado ahí dentro. Ningún secreto estaría a salvo. Kai trota hacia la sala principal. Abre los brazos y da un par de vueltas. Deja los brazos ahí y me mira risueño.

—¿Vienes?

No.

Toco la madera de la puerta con mis dedos. La disfruto. Son tan lisos y perfectos los detalles. No hay ni una sola alma en la calle. Los perros se van callando de poco a poco. Las cortinas de todas las casas permanecen cerradas. 

¿Por qué solo aparece después de los ríos rojos?

Repaso las hendiduras perfectas con las uñas. Dejo que suenen. Que raspen. Que vayan marcándose. Repaso el día que Kai no regresó a la escuela y los demás días que lo estuve esperando. Repaso todo lo que ocurrió después de su partida. Le escucho acercarse hasta mí, le veo jalarme despacio hacia dentro y dejo de negar. Susurra cosas que no alcanzo a escuchar. Cosas de ratas. Cosas de monstruos. Me hace reír. Y cierra la puerta.

Se acuesta en el primer sofá que ve. El mueble rechina ante su peso, se acomoda a su forma, casi lo engulle. Y disfruto tanto la escena de él siendo devorado. Pequeños insectos se salen del fondo de su pantalón, él, por supuesto, no los nota. Me da cierta pena por la casa que parece nunca haber tenido algo tan horripilante dentro de ella.

Con comodidad Kai se quita los zapatos y los lanza tan lejos como puede. Me llama con una mano, cuatro palmadas sobre la piel del sillón.

Jalo el lóbulo de mi oreja.

Dos pasos frente a él, las baldosas están tan limpias que noto el reflejo de mi imagen en el suelo. La estoy pisando.

—¿Y bien? —pregunta— ¿Qué quieres hacer? Eres libre aquí.

Camino al mueble del comedor. Escucho al sillón rechinar detrás mío, me dirijo a las fotos familiares colgadas una detrás de otra. Una familia bien vestida, dos niños sonrientes abrazando a sus padres. La tomo entre mis manos y luego se la enseño a Kai. El tuerce la boca.

—Dime, ¿quién de todos estos es tu amigo?

Arrebata la foto de mis manos para aventarla contra la pared. Cruje el cristal, los fragmentos pasan de largo. Vuelan. Kai voltea a verme amenazador, no quiere que me vaya. Levanta la foto y la rompe en dos pedazos, les ha cortado la cabeza a todos y no ha sonreído. Me lleva de la mano hasta la cocina. Intento quitarle los pedazos de las fotos de las manos hasta que prende la estufa y las tira en el quemador frente a mí.

No me permite salvar a la familia del fuego. Deja que se conviertan en cenizas frente con mis muñecas apretadas entre su palma, pero no forcejeo. Observo. Me da un beso sonoro en la cabeza con el olor del papel quemado inundando la cocina. Luego me da otro. Luego otro.

Y otro.

Deja las cenizas y la estufa prendida. Me ofrece un vaso de agua, lo pone sobre mis labios, bebo despacio sin dejar de verlo. Tomo una servilleta y me acerco al fuego para levantar las cenizas que quedan. Se interpone y niega con la cabeza.

—Ya no están. Ya no existen. ¿Qué quieres hacer?

Toma con las dos manos mi rostro. Pasa de un iris al otro. Toca con la punta de su nariz la mía, luego acaricia las puntas de mi cabello con las yemas de sus dedos. Niega despacio. Quito la cabeza. 

—Anda, sé libre.

Me despego de él, busco cualquier cosa con la mirada. Pero solo logro encontrarlo a él. Lo enfrento. Lo empujo con ganas, pero solo logro que se burle de mí, así como hace tantos años lo hizo. Vuelvo a intentarlo, a hacerlo entrar en razón. Le intento hacer volver, hasta que sale tinta negra de mis palmas. Pero, se siente bien. Se siente bien quemar las cosas. 

Perdón.

Caigo rendida. Siento pequeñas patas subirse a los dorsos de mis manos, el suelo brillante se ilumina de un chorro siniestro que sale de mí. No puedo evitar sentir que me está besando el infierno.

—Julia dice que la mordiste como un animal —susurra Kai desde arriba—. Estás molesta, ¿no? 

Observo la inmensidad de este infierno. 

—Quiero escucharlo de ti —exige. 

Una hormiga camina por su cuello, se esconde en su nuca. Observo mis manos llenas de pequeños puntos rojizos.  Kai se cierne sobre mi, pero el charco lo va consumiendo, lo obliga a ponerse de rodillas. Vuelve a acariciarme el rostro con las manos manchadas de cenizas y se acerca otro tanto, otro tanto. 

Y otro.  

—Muérdeme.





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