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Según la costumbre


Dulce. Era dulce.

Hay días como hoy en los que no puedo detener el pensamiento. Sé que Hide puede cambiar mi percepción de las cosas. Solo hace falta pinchar con sus dedos esa parte del cerebro que intercepta la imagen capturada por los ojos. Los cielos se vuelven turbios y las palabras en mi cabeza se enredan; Hide crea la sensación de una corriente cálida entre mis pies, pese a que estoy parada en concreto frío con los dedos desnudos.  

Y en esos días decenas de manos invisibles me cosquillean las piernas. A esas puedo entenderlas, son mis ganas de huir. Son las ganas de dejar la casa, de dejar a mi bella madre, de dejar a XXXXX, de dejar la memoria atrás. Son mis ganas de dejarme a mí. 

Se me antoja tanto correr para dejarlo todo. Correr, correr, correr. Que la boca se seque y que lo único que pueda sentir es la necesidad de respirar para seguir avanzando otro poco más. Es la raíz de un acto de supervivencia ancestral. Correr. Correr por miedo. Los vasos sanguíneos se dilatan por el incremento de oxígeno que entra al cuerpo, el cuerpo produce calor. Y en ese punto es el único instante donde no siento que mi cráneo está bajo presión. 

Cuando los pies no tocan el suelo. Cuando sigo las sombras grotescas que más me apetecen. Sin pensar. Ahí encuentro libertad con la cara al viento. Ojalá pudiera volar. 

Regreso. Estoy en mi cuarto a oscuras. Mamá no ha querido tocar las cortinas y todo se siente tan frío. Bien, es mejor así. Busco al espejo de mariposa. Debe de estar en el primer cajón de la cómoda, ahí es donde lo coloco cada vez que estoy de vuelta en este lugar. Pero en vez de abrir ese, abro el segundo. Tal vez porque me queda más cercano, tal vez porque el primero no deja de chorrear, tal vez porque mis pies no quieren salir de ese río siniestro. 

O quizá es porque detesto no encontrar a Hide en el espejo. 

Y tierno. Era tierno.

Abro el primero. Cinco. La primera cosa que se me viene a la mente cuando veo cinco cabezas en el cajón es lo extrañas que son. Tan quietas e incoherentemente, tan vivas. Siguen sangrando. Para mí siguen sangrando. Toco las mejillas de una porque me parece que sigue respirando. Lo hago despacio, no quiero despertarla. 

Se mantienen apachurradas unas sobre las otras. Todas duermen con una pequeña sonrisa. Risueñas. Encantadas de su encierro en un cajón lleno de polvo y un espejo. Huelen a objeto encerrado y maldito. Si hay algo que no pueda quitarse de ellas es ese olor repugnante que caracteriza a lo putrefacto. 

Las muevo despacio para buscar al espejo pequeño. Está entre las mejillas de dos, las que están en medio. Lo tomo con cuidado, pero termino jalando el cabello de una de ellas. Las hebras se quedan en mis dedos y al instante se vuelven cenizas. 

De repente les cambia la expresión a todas. Miedo. Una lágrima se cae con lentitud por la mejilla de a quien le he arrancado otro tanto de vida. 

No debí de haberlas molestado, pero ya es demasiado tarde. Mis manos están llenas de tinta, llenas de sangre y cenizas. Da lo mismo ahora que no entiendo nada y el dobladillo del final de mis pantalones está húmedo y frío. Abro la pestañilla de metal. Ya sé que dolerá, cuesta separar el broche del espejo. Tienen que arder las yemas de los dedos cada vez que intento abrir el espejo. 

Dulce y tierno. Era dulce y tierno. 

Ahí. 

Si adentro mis uñas en la cuenca y extirpo estas ventanas del alma, ¿qué le quedaría a Hide para permanecer conmigo? 

Jalo mi parpado inferior hacia abajo. Pellizco un momento la piel con la uña. Permito que el aire arda en el ojo, que las minúsculas venas se llenen de sangre y enrojezcan. Entre más tiempo paso observándolas más extraña y grotesca me vuelvo. Ni siquiera puedo escucharlo ahora su risa ha desaparecido. Se está escondiendo. Aquello que siempre pone pensamientos en mi cabeza se mantiene incongruente. Existiendo y dejando de existir a veces. 

Pero ahí está. Ahí tiene que encontrarse. Profundo, muy por detrás del ojo. ¿Estás dormido?

Dejo caer el espejo de inmediato y suelto mi párpado. Me doy permiso para parpadear de nuevo. Parpadeo, parpadeo, parpadeo, parpadeo. Tiro algunas hebras de cabellos de la nuca. Bajo a mis pies, están secos y fríos. Tiemblo. 

Ojalá pudiera volar. 

Arrancar cabello de mi nuca no hará aparecer a Hide. Este silencio de la tarde me hace crear realidades trastornadas para mi mente, hace que piense en la sangre que se dispersaría por mis labios de arrancarme los ojos. Me hace ver mi lugar junto las cabezas de allá, que no existen para chorrearse hasta el segundo cajón. No. No existen. Al menos no afuera de mí. 

Volar. Quiero volar. 

No debería de pensar en ello. Por la irrealidad del asunto. Alguien más está colocando esas cabezas en mi mueble. ¿Cómo podría haberlas cortado y sentirme tan tranquila de tenerlas en el cajón? Ahí a la vista de todos y escondidas de mí. No soy esa clase de persona. No puedo hacer daño. ¿Por qué dejarlas ahí? Donde de repente mi madre puede entrar a buscar un nuevo lugar para sus flores. ¿Cómo podría irme tan tranquila sabiendo que sus manos podrían chorrearse con esa sangre? 

Lo sé, no están ahí. Pero entre más lo ignoro más reales se vuelven, más tierna la piel que envuelve el puente de su nariz, más vivos se vuelven sus ojos, más tiemblan mis labios, más se enrojecen mis venas, más charcos de sangre aparecen repentinos para darme ríos, más cabezas de cerdo exhalan suspiros junto a mis oídos, más sonrisas siniestras dedica XXXXX en un día de primavera, más flores aparecen muertas entre mis palmas.

Me pego a una de las paredes y resbalo poco a poco hacia el suelo. Que raspe sobre mi piel la porosidad de la pintura, que se llenen mis piernas de esa humedad fría del suelo.  

Un día como este tragué a Hide. 

Delicioso. Fue delicioso.

Las luces calaban y tenía que saltar al infierno porque todo lo demás no tenía sentido. Ese día escuché música y todas las canciones parecían estar en retroceso. El volumen tan bajo de las cosas me pedía que fuera a un lugar cálido para que los bajos pudieran tocar mi corazón. Que fuera a donde pudiera correr, pero no había manera de salir. Mi cuarto estaba hecho de paredes que llegaban al cielo, con ventanas falsas y una pintura del infierno. Sin puerta. Solo un hoyo profundo. 

Dejo caer mi cabeza hacia atrás. 

Golpear mi cabeza contra el concreto no hará aparecer a Hide. Pero observo en mi mente la imagen de mí atravesando la carretera. Alargando el paso en un puente. Acelerando de tope en un precipicio. Volando. Ojalá pudiera volar. No puedo observar por mucho tiempo las imágenes indebidas, pero me traen paz. 

Las cabezas están sangrando por más tiempo del que deberían y comienzo a imaginarme lienzos que quedarían perfectos con la saliva que desprenden los labios. 

Dejo caer mis manos hacia mis muslos. Si golpeo así las piernas, hasta dejarlas rojas y adormecidas, hasta sentir que mi puño toca el hueso y se hiere a sí mismo ¿dejaré de percibir el olor de la carne cruda? Siento un alivio donde debería sentir dolor. Nauseabunda sensación. ¿Cuántas veces tengo que adormecerme para dejar de pensar en el río sangriento? 

¿Dejaré de sentirme moribunda? 

Marchita. Quiero dejar de sentirme marchita. 

Hide lo detesta. Detesta sentir dolor.  ¿Por qué no se queja? ¿Por qué? ¿Por qué no te quejas?

Respiro profundamente. El nudo de mi garganta me imposibilita hablar. Se despeja un poco la nube negra, el color de las cosas se ve menos opaco cada que mis puños caen directamente a la carne de mis piernas y me causo cosquillas. Vuelvo a respirar, abro la boca. Anda, habla. Habla, habla, habla, habla.  

Se me atraca el pensamiento. 

Correr. 

Maravilloso. Fue maravilloso.

Kai.

El espejo de mariposa sigue abierto, refleja la expresión de un rostro que no quiero. Las piernas han quedado rojas, hinchadas, hablan con sangre y de sangre: laten furiosas por lo que he hecho. Todavía dejo caer despacio mis nudillos sobre ellas, por si se me ocurre la idea de correr de nuevo. 

Regreso. Sentada en el suelo de mi alcoba. No creo que pueda levantarme, no ahora. Tal vez en un rato me sienta mejor. Siempre termino de pie de nuevo. 

Es mentira.

No quiero tocarme, ni estar conmigo. Mañana tendré un moretón en mi piel. Dolerá al caminar. Estará presente en cada paso. Y sonreiremos. ¿Verdad, Hide?

Gateo despacio hacia el librero, pero algo me toma ligeramente de los talones y los mantiene quietos. Los arrastra a la esquina putrefacta donde yace el cuchillo que cortó las cabezas. O al menos, hacia al cuchillo que imagino que cortó mi cordura. 

La caja de fotografías está limpia. Donde quiero encontrar polvo y memorias muertas, encuentro fotografías de él. La posición exacta de un cuerpo que vi mil veces en la infancia impreso en un pedazo de tiempo palpable.

Pero es un alivio.

Un respiro.

Kai no es un sueño. 

—¿Mar?

Kai existe.

Es real.

¿Es real?


De nuevo dejo caer con fuerza mi cabeza sobre la pared. Después del sonido agolpado el silencio tortuoso se hace presente de nuevo. Lo acompaña el hormigueo de mis piernas y manos. Y un semblante mío medio muerto.  

Mi celular vibra. Apenas y tengo ganas de levantarme a leer la notificación. 

«La comunidad de artes y humanidades del instituto JONA invita al alumnado a ser partícipe de la presentación de la exposición fotográfica del joven guanajuatense Pablo Ruiz: Carne humana, la cual se tendrá en las instalaciones del subterráneo del 12 al 20 de agosto. Estamos orgullosos de reconocer el talento de la ciudad. Esperamos su presencia.

Saludos cordiales.»

Un tarareo se hace presente.

¿Por qué has tardado tanto en salir de ahí, Hide?

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