Capítulo 6
6 – Partida de caza
Adam hizo sonar el cuerno de caza a primera hora, cuando Carfax permanecía aún profundamente dormida. Aquel día la niebla era densa, pero tan baja que, por primera vez en mucho tiempo, los hombres podían divisar el hospital desde la distancia.
Era, sin lugar a dudas, un día propicio para la caza.
—El Fabricante está contento —anunció Ash Engels a la guardia con una amplia sonrisa cruzándole la cara. Aunque la organización de las partidas de caza era trabajo del jefe de la guardia, aquella mañana Barak Zane había hecho llamar a Luther Ember antes incluso de que sonara el cuerno—. No desaprovechemos este gran regalo; armaros. Arcos y flechas, lanzas y fusiles. Recordad, partidas de cinco miembros como mucho. El cazador que más piezas traiga será colmado de honores.
—Espero que esta vez el honor no sea una palmadita en la espalda, Ash —bromeó Alec Vergal, el vencedor de la última competición—. Me supo a poco. ¿Qué tal si me das también un besito?
—Solo si te afeitas —replicó Engels con diversión—. Vamos, prepararos. Hoy no os lo voy a poner tan fácil, señoritas.
Los hombres rieron. Lo cierto era que no había ningún gran premio para el vencedor, ni ningún regalo ni ritual fuera de lo común, pero todos ansiaban ganar y poder ser reconocidos como cazadores frente a toda la compañía.
—Doce minutos —anunció—. Doce minutos y volverá a sonar el cuerno.
Todos salieron en busca de sus armas, ansiosos por empezar cuanto antes. Aquel tipo de eventos solo se daba en contadas ocasiones, por lo que no estaban dispuestos a perder ni un minuto. Cuanto antes empezasen, muchísimo mejor.
Los días de caza, que era como se conocía a aquellas magníficas veladas que el Fabricante brindaba a los hombres después de un ritual de bienvenida del que estuviese especialmente orgulloso, eran largas jornadas de niebla baja en la que los hombres competían entre sí repartidos en grupos por el tan venerado título de Cazador. Normalmente solo participaban los guardias y los recolectores, pues el resto de gremios no estaban demasiado versados en el uso de las armas como para animarse, pero no lo tenían prohibido. Al contrario, cuantos más participantes hubiese mayor valor se le daba a la competición.
La duración de la cacería siempre era la misma. El primer hombre en descubrir la presencia de las presas, el cual acostumbraba a ser un explorador o, en este caso, un cronista, daba la señal de alarma tocando el cuerno de caza. A partir de entonces, los hombres tenían media hora para organizarse, armarse y prepararse. Treinta minutos después el cuerno volvía a sonar y empezaba la caza hasta que, diez horas después, volvía a sonar el cuerno. Finalmente, esa noche, como conmemoración de la jornada y en honor del vencedor, se hacía un gran banquete.
Los participantes no tardaron en reunirse de nuevo junto a Ash repartidos en pequeños grupos de caza. En la mayoría de los casos los carfaxianos se unían formando partida con aquellos compañeros con los que tenían mayor afinidad sin tener en cuenta su habilidad en la materia. Aquella jornada se consideraba festiva, así que, aunque la cacería tenía gran importancia, se preservaban los nexos de unión.
Uno a uno, Ash les fue deseando suerte. Él también participaría en la competición, pero dado que en esta ocasión no habría nadie para desearle suerte, pues él era el organizador, dudaba mucho poder vencer. Además, su grupo había perdido a dos miembros importantes en los últimos tiempos. No obstante, no le importaba. El mero hecho de poder salir a disfrutar de una larga jornada de caza era más que suficiente para él.
—Recordad, paciencia, buena puntería y cabeza. No os alejéis más de diez kilómetros a la redonda; es fácil perderse. Si os veis en peligro, volved al campamento, y si detectáis algo extraño...
El cuerno volvió a retumbar por segunda vez, silenciando así sus palabras. Ash alzó la vista instintivamente hacia la terraza desde la que el cronista había vuelto a soplar el instrumento y sonrió. A su alrededor, los guardias y recolectores no tardaron más que unos segundos en esfumarse.
Leigh Middlebrook, su fiel camarada y compañero de armas, se apresuró a acudir a su encuentro desde la última fila desde donde había estado escuchándole. A las espaldas cargaba con un par de arcos.
—¡Vamos! —exclamó con entusiasmo. A continuación le lanzó el arco con exquisita precisión—. Esta vez tenemos que ganar. Me niego a que ese bocazas de Vergal vuelva a pavonearse como la última vez.
A pocos metros de distancia del hospital encontraron el bosque. Surgidos de la nada, miles de árboles, arbustos y césped habían cubierto de espesor y frescura el perímetro. Debido a la densidad de la niebla era imposible poder ver hasta dónde se extendía su superficie, pero teniendo en cuenta los anteriores eventos, era de suponer que tendrían espacio más que suficiente para moverse.
En pocos minutos todos los participantes desaparecieron entre los árboles. La mayoría de ellos se habían repartido en grupos de tres o cuatro personas, pues era el número más adecuado para la mayoría, pero también había varias parejas y quintetos.
Pocos eran los que participaban individualmente.
Ash y Leigh, rápidos y diestros en las artes de la exploración, no tardaron demasiado en adentrarse en las profundidades del bosque y encontrar a las primeras presas. A diferencia de otros que preferían perseguir y acorralar a sus presas, los dos guardias se valían del sigilo y el silencio para dar caza a sus víctimas sin que éstas tuviesen opción a escapar. Las localizaban desde la distancia empleando las ramas de los árboles como mirador, se acercaban a ellas como sombras silenciosas y, una vez a una distancia prudente, disparaban.
Aquel proceso era algo más lento que el de acorralarlas, pues a veces tardaban más de lo esperado en situarse y alcanzar un buen ángulo de tiro. No obstante, apenas tenía margen de error. El perseguirlas, en cambio, solía provocar que las bestias se diesen a la fuga ridiculizando abiertamente a sus perseguidores, e incluso, a veces, provocaban accidentes. Tobillos torcidos, rodillas rotas, caídas...
Localizaron a sus primeras presas, un par de ciervos de tamaño medio, bebiendo agua de un charco. Los animales eran dos bellos y jóvenes ejemplares de pelaje rojizo y ojos oscuros que, sedientos después de varias horas de marcha, habían decidido hacer una parada para refrescarse.
Leigh, que había sido el primero en divisar las presas desde lo alto de uno de los árboles, alzó la mano para que Ash se detuviese. Aunque ambos eran muy ágiles, auténticos exploradores dotados de un equilibrio y sigilos asombrosos, la destreza del primero era tal que, a su lado, Engels se sentía torpe y extremadamente ruidoso.
Leigh era, tal y como acostumbraba a decir el capitán, una ardilla.
—¿Qué ves? —preguntó Ash en apenas un susurro.
Como respuesta, Middlebrook le instó a que subiera con él para poder ver a los objetivos. La altura desde la que él los observaba era bastante elevada, y aún tendrían que avanzar casi cincuenta metros para poder tenerlos a tiro, pero al menos desde allí podría hacerse una idea. Obediente, Ash trepó por el árbol hasta alcanzar las ramas donde aguardaba Leigh. Se puso las manos a modo de visera sobre los ojos y observó.
Ensanchó la sonrisa.
—Vaya, vaya. —Lanzó un silbido—. Empezamos bien. ¿Izquierda?
Leigh alzó ligeramente su arco a modo significativo.
—Derecha. Buena caza, Ash.
—Buena caza, Leigh.
Antes incluso de que la mente del jabalí pudiese llegar a comprender qué significado tenía el rostro que veía reflejado en la orilla del río junto al suyo, Diane hundió el puñal la nuca del animal. Lo hundió hasta ìnchar el hueso, y una vez prácticamente decapitado, lo extrajo embadurnado de sangre negruzca. Empujó con la bota el cadáver para que no cayese en la corriente del río y se agachó para limpiar el filo del arma. Aquél era el tercer cadáver que dejaba tras de sí, y al igual que los otros, Diane no estaba dispuesta a cargar con ellos. Si esos estúpidos querían alimentarse, tendrían que recogerlos. Extrajo del interior del bolsillo de su chaqueta la pistola de bengalas y disparó al cielo. Pocos minutos después, guiados por el resplandor azulado, algún carfaxiano encontraría el cuerpo y se lo adjudicaría.
Era sorprendente ver lo fácil que era distraerles. A veces, por mucho que intentaba evitar la cuestión, Diane no podía evitar plantearse la posibilidad de abandonar la compañía. Desde su aparición, la cronista se había sentido totalmente al margen de las bárbaras tradiciones de aquellas gentes. Según decía Zachary, esa sensación venía dada por el simple hecho de que estaba bastante más avanzada que la mayoría de carfaxianos, pero ella sospechaba que había más. Obviamente, el nivel evolutivo era importante; de eso no cabía la menor duda. Sus conocimientos eran mucho más amplios que los de la mayoría; su memoria genética estaba más desarrollada y, en general, era un ser bastante más inteligente y sagaz en prácticamente todos los campos. No obstante, aunque eso pudiese influir, Diane sabía que había algo más.
Tras abandonar el cadáver junto al río, la cronista se adentró de nuevo en los bosques con paso firme. Su mente era capaz de localizar y marcar las zonas de mayor peligro tiñéndolas de oscuro, por lo que no temía encontrarse con sorpresas. Ella, a diferencia de la compañía, era consciente de que para sobrevivir tenía que mantener la cabeza fría y calcular cada uno de sus pasos; tenía que prevenir los accidentes en vez de recuperarse de ellos. Era, en cierto modo, el motivo por el cual existían los cronistas... aunque en ocasiones no servía para nada.
Ocasiones como aquella.
Diane era incapaz de comprender el motivo por el que, aún a sabiendas del gran peligro que comportaba mantener a la chica en la compañía, se consentía. Eliminarla era una medida poco popular, eso era evidente. Ya lo habían demostrado sus compañeros al ningunearla durante la última reunión celebrada unas cuantas horas atrás. No obstante, ¿acaso no era la solución más lógica?
Aunque no quisieran admitirlo, la debilidad estaba empezando a ser un auténtico problema para Carfax. Ese absurdo sentimiento de piedad del que todos parecían haberse imbuido estaba jugando en su contra, y tarde o temprano sufrirían las consecuencias. El Fabricante volvería a enfadarse, y en vez de construir un edificio y asesinar a los niños, provocaría un corrimiento de tierras y todos serían engullidos. O quizás simplemente provocase una nueva guerra entre compañías, o una lluvia ácida, o un accidente...
Diane desconocía qué pasaría, pero sabía que era cuestión de tiempo que acabasen muriendo todos. Esa niña tenía que desaparecer del mapa, y tenía que hacerlo cuanto antes... ¿pero cómo? Barak le había pedido tiempo para meditar, pero ella sabía que era un error. Cuanto más lo pensase, más lástima y piedad sentiría por ella. Así pues, ¿acaso no sería mejor actuar antes de que fuese demasiado tarde?
Podría hacerlo. Diane sabía que aquello le traería bastantes problemas con la compañía, pero teniendo en cuenta que su relación con ellos era nula, le daba igual. Que se quejasen cuanto quieran; en el fondo lo haría por su propio bien. Lo que ya no le daba tan igual, en cambio, era lo que opinasen sus compañeros. Aunque a veces no supiese hacer bien su trabajo, tenía que admitir que Barak Zane era un buen hombre. Diane le apreciaba y respetaba, y sabía que el sentimiento era mutuo. Precisamente por ello, él no iba a pasar por alto una posible traición. ¿Y qué decir de Zachary? El mero hecho de plantearse la posibilidad de asesinar a la chica le repugnaba casi tanto como a ella la idea de no hacerlo. Ninguno de los dos se lo perdonaría. De hecho, ninguno de los tres. Adam quizás pudiese perdonárselo con el tiempo, pues él era bastante más práctico que sus otros dos compañeros, pero le costaría.
Y era por culpa de gente como ellos por lo que Carfax jamás podría completar su viaje. Tanto los hombres como los cronistas se habían vuelto débiles, y nada ni nadie parecía ser capaz de detener aquel viaje sin retorno que ellos mismos habían iniciado al enamorarse perdidamente de esos críos. Ya era demasiado tarde.
¿O quizás no?
Diane se detuvo ante el sonido de varios disparos. Aunque aquel atajo de salvajes que tenía por compañeros no mereciese ni su esfuerzo ni determinación, no quería dejarles morir. Al menos no de una manera tan estúpida, y mucho menos después de tantos años de lucha. Además, ¿para qué seguir engañándose? Ella tampoco quería morir. Sabía que podía intentar abandonar Carfax e iniciar su viaje en solitario, pero dudaba mucho que aquella decisión agradase al Fabricante. Además, se negaba a creer que el haber sido ella la elegida para encontrar a Cheryl fuese pura casualidad. Era evidente que el fabricante quería algo más de ella, y Diane creía sospechar el qué. Si Zane no era capaz de poner un poco de lógica a lo acontecido, tendría que hacerlo ella costase lo que costase.
Y tenía que hacerlo antes de que fuese demasiado tarde.
Ya habían pasado tres horas desde el inicio de la competición cuando, sentado para tomar un descanso en compañía de su única compañera, Maxwell vio el humo. Desde un inicio el hombre se había mostrado reacio a participar en aquel extraño juego sin que absolutamente nadie le explicase demasiado sobre dónde estaba o qué estaba pasando, pero dado que todos parecían ansiosos había decidido animarse. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa iba a hacer?
Max se sentía aún confuso. Ash Engels había intentado ayudarle contestando a todas aquellas preguntas cuya respuesta conocía, pero dado que sus conocimientos sobre el entorno eran mínimos, Max se sentía un tanto engañado. ¿Cómo era posible que nadie supiese dónde estaban? Según le había explicado el muchacho, estaban en un lugar en el que la realidad cambiaba al gusto de un tipo llamado el Fabricante. Dicho lugar no tenía ni nombre, ni historia, pero sí tres objetivos por los que todas las compañías existentes luchaban: las tres únicas ciudades en las que el Fabricante prometía estabilidad para la compañía capaz de alcanzarlas. Unos lugares hacia los que todas las compañías se dirigían, pero que tan solo los cronistas eran capaces de localizar.
Según habían podido saber, después de mucho tiempo de búsqueda y supervivencia, una de las compañías había logrado al fin alcanzar recientemente la ciudad de Eisenwald. El nombre de la compañía era desconocido para los carfaxianos, pues la información les había llegado a través de una revelación del propio Barak Zane, pero todo apuntaba a que había sufrido mucho para alcanzar su objetivo. Y es que, aunque el Fabricante fuese uno de los grandes enemigos a vencer, la continua guerra entre las compañías no hacía fácil en absoluto el camino.
Otra de las cuestiones sobre las que Max había intentado informarse había sido sobre las apariciones. Al parecer, cada compañía disponía de un número en concreto de miembros que continuamente iba siendo cubriendo con nuevos en caso de fallecimiento o desaparición. En su caso, él, Layla y el resto de sus compañeros habían aparecido para sustituir a varios niños fallecidos recientemente. El motivo de su elección era un gran misterio, al igual que su procedencia o pasado. Los hombres simplemente aparecían, ya fuesen niños o adultos, mujeres u hombres, e iniciaban desde cero su nueva vida. La falta de recuerdos dificultaba el poder saber muchos detalles sobre su procedencia, pero no la imposibilitaba totalmente. Según habían podido saber gracias al nivel evolutivo y cultural de los carfaxianos, no todos parecían proceder de la misma época. Por ejemplo, Zachary Frost procedía de una realidad muchísimo más arcaica que Barak Zane. Y éste, a su vez, era de una época más antigua que Adam Merrick, el cronista más joven. Por otro lado, Diane Russ era la mujer más evolucionada de Carfax, seguida de cerca por Bonnie Green.
Otro de los misterios que habían logrado revelar del pasado de los carfaxianos a través de sus propias habilidades era el medio de vida que habían llevado anteriormente. La mayoría de ellos acababan uniéndose a la guardia, pues no poseían ninguna habilidad reseñable, pero había unos cuantos cuyos conocimientos en un campo específico eran tan importantes que era de suponer que en su anterior vida habían ejercido de ello. Un buen ejemplo de ello era el cirujano Edward Morrison y todo su equipo médico, los recolectores como Erika Cooper y Solange Meddle, o los exploradores como Leigh Middlebrook.
A través de los distintos puntos de encuentro también se podía descubrir más sobre la realidad humana de los carfaxianos. En la mayoría de los casos era información muy básica y general, pero más que suficiente para, poco a poco, ir descubriendo un poco más sobre sí mismos. De todos modos, los carfaxianos eran gentes a las que el pasado no importaba demasiado. Durante sus primeros días de existencia acostumbraban a saturar de preguntas a todos cuantos les rodeaban, pero con el paso de los días el instinto de supervivencia acababa por suprimir todas aquellas dudas existenciales. Si su nueva vida era un castigo o una etapa diferente, nadie lo sabía ni quería saberlo. Su objetivo real era el de sobrevivir; el resto quedaba relegado a un segundo plano. Además, una vez finalizase el camino y alcanzasen una de las ciudades todas las respuestas serían resueltas, por lo que era cuestión de tiempo que se descubriese la verdad.
A parte de los secretos y misterios sobre la procedencia de Carfax y el nuevo mundo que habitaban, Ash Engels le había hablado sobre las costumbres propias de la compañía. A parte del ritual de iniciación, el cual había resultado ser único gracias a la niña albina, el tema sobre el que más habían hablado era sobre los cronistas. Desde su punto de vista, los cronistas eran hombres y mujeres especiales elegidas por el propio Fabricante cuyas mentes privilegiadas marcaban el rumbo de Carfax. Para muchos, aquellos hombres eran los ojos y oídos de la compañía; para otros, en cambio, eran un complemento totalmente prescindible para facilitar la supervivencia. Fuera como fuese, los cronistas eran hombres a los que se debía respetar. Para ello, aunque hubiese quién lo hiciese por otros motivos menos venerables, no se les molestaba con cuestiones mundanas; ni se les hablaba ni se les trataba directamente, y muchísimo menos se les discutía.
Simplemente se les obedecía.
Poco después de tratar aquel tema, el cuerno había sonado, así que, a pesar de la curiosidad de Max, Ash no había podido seguir respondiendo sus preguntas. Más tarde, al finalizar la competición, seguirían, pero hasta entonces el recién llegado no podría evitar reflexionar una y otra vez sobre todo lo descubierto hasta entonces.
—Sin pasado, sin hogar y sin futuro —murmuró justo antes de que sus ojos alcanzaran a ver la columna de humo negro que atravesaba el cielo blanco a pocos metros por delante de él—. No suena demasiado bien, ¿verdad, Layla?
Descubrió al animal contemplando el cielo con atención. Max siguió su mirada con curiosidad, suponiendo que lo que hallaría serían pájaros, pero sorprendentemente vislumbró el humo.
Recogió su rifle y se puso en pie. Su mente reconocía aquella imagen como una señal negativa: el indicio de un incendio, una llamada de socorro o un accidente. Intercambió una fugaz mirada con su compañera de ojos celestes y se puso en camino. En cualquiera de las tres opciones algo podría hacer.
A pesar de la lejanía, el humo se podía divisar desde el hospital. Desde las primeras plantas la humareda no parecía más que una fina y delgada columna negra que rasgaba el cielo, pero Erika conocía perfectamente su significado. El fuego era uno de los elementos más importantes a tener en cuenta durante la supervivencia, por lo que, como buena carfaxiana que era, conocía de memoria todos sus posibles comportamientos.
—Algo se está quemando —murmuró por lo bajo—. Algún tipo de aceite o combustible. Es posible que haya habido un accidente.
—¿Un accidente como el mío?
La débil voz de la muchacha logró sobresaltarla. Una hora atrás, cuando había decidido visitarla, la había encontrado profundamente dormida. Después de pasar toda la noche agonizando, los calmantes y el cansancio acumulado la habían dejado tan exhausta que había acabado cayendo rendida de puro agotamiento.
Al volver la vista atrás la encontró tumbada, mirándola con aquellos peculiares ojos que tanto la caracterizaban entrecerrados. El fuego no había tenido compasión alguna de ella. El cirujano Morrison había intentado cubrir todas las quemaduras con vendas para evitar las rozaduras y ocultárselas a la joven, pero las de la cara eran tan obvias que Erika podía hacerse una idea de cómo debía haber quedado el resto del cuerpo. Pestañas y cejas abrasadas, mejillas en carne viva, labios partidos, cabellera quemada...
—Puede ser —respondió Erika esforzándose por sonreír.
La visión que tenía ante ella era tan desmoralizadora que tuvo que hacer auténticos esfuerzos para no romper a llorar. La extraña genética de la muchacha había provocado que desde un inicio fuese un ser poco agraciado, pero ahora, herida, totalmente calva y cubierta de vendas, parecía un monstruo.
Obligándose a sí misma a que la compasión no saliese desbordada por sus ojos en forma de lágrimas de impotencia, Erika se acercó a la camilla desde donde la observaba Cheryl. La joven se mostraba cansada y dolorida, pero también algo más animada después de haber pasado la etapa más crítica. Ahora, a pesar de la gravedad de las heridas, era cuestión de tiempo de que empezase a recuperarse.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó manteniendo las distancias—. ¿Necesitas que llame a alguna de las enfermeras para que te aumenten los calmantes?
—Mejor— respondió Cheryl con voz entrecortada. Aunque había logrado despertarse, no duraría demasiado tiempo en pie—. Me duele todo... pero al menos ya no me quema. Mientras me trataban escuché decir al médico que me pondría bien. ¿Es eso cierto?
Erika asintió. Desconocía cuándo había escuchado aquellas palabras en boca del médico, pues hasta donde sabía desde que había sido ingresada había estado perdiendo y recuperando continuamente la conciencia, pero se alegraba de que lo hubiese oído. El factor psicológico era muy importante en casos tan graves como aquél.
—¿Y la chica de la trenza? —preguntó la muchacha con tono soñador—. ¿Ha venido ya a verme? Me dijeron que se llamaba Diane... creo. ¿Va a venir?
Nuevamente Erika tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantener la sonrisa. Comprendía el interés de la joven en recibir la visita de la persona que le había salvado la vida, y más después de un trauma cómo aquél, pero no podía evitar sentirse un tanto defraudada. Aunque Diane hubiese sido la encargada de recogerla de aquel saliente, había sido ella quien se había abrasado las manos al intentar apagar las llamas que la devoraban.
Fuera como fuese, no dio señal alguna de enojo. Erika sonrió y asintió con lentitud, consciente de que dijese lo que dijese en aquellos precisos momentos decidirían el ánimo de la muchacha.
—Vino mientras dormías —explicó con amabilidad—. Se pasó un buen rato a tu lado, pero tuvo que irse. Tenía trabajo que hacer.
—¿De veras? —Los labios partidos de la muchacha se ensancharon en una amplia y dolorosa sonrisa—. Y yo dormida... ¿se habrá enfadado?
Erika no conocía lo suficiente a la cronista como para adivinar cuál habría sido su reacción en aquella situación, pero dado que tampoco importaba demasiado siguió mintiendo. A pesar de haberla rescatado, Diane Russ no iba a ir a visitarla. Ni a ella ni a nadie. Ella no era de aquel tipo de personas, y todos eran conscientes de ello. La cronista estaba demasiado ocupada intentando marcar el rumbo de Carfax. Además, de todos los cronistas, Diane era a la que menos le gustaba mezclarse con los miembros de la compañía. Era una mujer solitaria a la que su propia compañía le bastaba para sobrevivir. Sin embargo, unas cuantas mentiras variando ligeramente la realidad no harían ningún mal a nadie. La niña se sentiría más feliz así, y dado que Diane jamás se enteraría, no había motivo por el cual no hacerlo.
—Para nada —le aseguró—. Ella estaba encantada de poder verte aunque estuvieses dormida; lo que pasa es que es una mujer ocupada. Imagino que ya te habrán contado algo, pero los cronistas son personas muy especiales.
—El señor Zachary me lo contó —admitió apesadumbrada—. Me contó muchas cosas sobre vosotros y sobre ellos... sobre mi misma y sobre Carfax: sobre los guardias, los recolectores... el ritual... y sobre la marca.
Los ojos de la niña empezaron a brillar al borde del llanto. Aunque hasta entonces hubiese evitado el tema, era evidente que no podía dejar de pensar en lo ocurrido. Quizás, con el tiempo, lograse superarlo, pero no olvidarlo. Por mucho que lo intentase, las cicatrices que aquellas quemaduras le dejarían en la piel la acompañarían el resto de la vida.
—Él dijo que no pasaría nada. Que yo era una más... que la marca me protegería. Entonces... ¿por qué no lo conseguí...? —murmuró con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué me ha tenido que pasar a mí? ¿Por qué yo no tengo la marca...? ¿Es que acaso...?
—Tranquila, Cheryl —la tranquilizó Erika—. No ha sido culpa tuya. A veces las cosas no salen bien... ojalá pudiera explicarte qué pasó.
—¿Y por qué no lo haces? ¡Nadie quiere decirme nada! ¡Todos se lamentan, pero no me dicen absolutamente nada!
—Eso es porque no lo sabemos —respondió Erika con sencillez—. No sabemos qué ha pasado, Cheryl. Es como si...
—Como si no fuera una de los vuestros —interrumpió con brusquedad—. ¿Verdad?
Las dos mujeres se mantuvieron la mirada. Erika estaba en lo cierto al decir que no sabían qué había ocurrido, pero era innegable que todos tenían sus propias sospechas. Unas sospechas que, sin necesidad de compartir con nadie, la propia Cheryl había tenido en mente desde incluso antes de atravesar la hoguera.
Ella era distinta; era tan distinta que lo más probable era que ni tan siquiera fuera uno de ellos. Pero si no era una carfaxiana, ¿quién era?
Avergonzada por su propia debilidad, Cheryl trató de cubrirse el rostro con las manos en un intento desesperado por ocultar las lágrimas, pero el mero intento fue tan doloroso que rompió a llorar. Sorprendida, Erika trató de consolarla dedicándole las palabras más cariñosas que fue capaz de encontrar, pero dado que la muchacha no parecía escucharla, optó por avisar a una de las enfermeras y dejarlo en sus manos. Más tarde, si la niña volvía a encontrarse mejor y ella se veía con fuerzas, volvería a visitarla. Pero eso sería más tarde. Ahora, aunque aún no hubiesen dado la señal de alarma, sabía que la necesitaban en otro lugar.
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