Capítulo 16

16 – Parias, homúnculos y cronistas

 

A lo largo de la travesía encontraron más de veinte cadáveres de miembros de la compañía consumidos por el fuego, la energía atómica y las balas, pero no al Cronista. Adam, al igual que muchos otros que jamás encontrarían, parecía haber sido engullido por el desierto de piedra.

 El lento deambular por las ruinas estaba empezando a minar la determinación de Diane. Convencida de que hallaría con facilidad a su querido compañero, la mujer se había lanzado al camino deseosa de devorar el horizonte. Sin embargo, tras casi cinco horas de búsqueda, sus buenas intenciones y presentimientos empezaban a disiparse. Era innegable que estaban encontrando lo que habían ido a buscar, cadáveres, pero ninguno de ellos le daba la más mínima pista de dónde debía encontrarse el cuerpo del cronista. ¿Sería posible que hubiese desaparecido?

Fuera cual fuese la respuesta, prefería no planteársela.

—Saltzman —nombró Luther al agacharse junto a otro de los cadáveres medio enterrados entre las ruinas. Aunque a simple vista a Diane le parecían todos meros trozos de carne deforme, el capitán parecía conocerlos a todos—. Pobre muchacha, no era más que una cría.

Precisamente por ello había muerto.

Tan sombríamente como había hecho hasta entonces, Diane dio unos segundos a Luther para que cogiese del cadáver los pertrechos que pudiesen ser útiles para Carfax. Una vez finalizado el expolio, encendió una cerilla y prendió el cuerpo.

Ya contaba veintiuno.

El camino les llevó a lo largo de una estrecha explanada donde varios santuarios reconvertidos en panteones guardaban en su interior estatuas de piedra de macabros ángeles de ojos vendados. Uno a uno, Luther y Diane fueron verificando que en su interior no hubiese más que polvo y tumbas abiertas pero vacías. A simple vista aquel hermoso lugar parecía perfecto para ofrecer un buen descanso a sus muertos. Las edificaciones eran antiguas y estaban sucias, pero eran solemnes y lo suficientemente numerosas como para enterrar a los caídos. No obstante, el hecho que hubiesen surgido de la nada después de lo ocurrido les resultaba tan significativo que se negaban a seguir danzando al ritmo del Fabricante. Aunque pudiese quitarles a los vivos, jamás permitirían que les arrebatase también los muertos.

Recorrido el peculiar cementerio, el guardia y la cronista siguieron avanzando hasta alcanzar una zona de aguas turbias alrededor de la cual revoloteaban insectos hinchados. Examinaron visualmente la zona, evitando escrupulosamente que las sucias aguas tocasen sus botas, y no se detuvieron hasta que, alcanzada una pequeña colina divisaron en la lejanía una gran edificación de aspecto catedralicio del interior de la cual salía humo verde.

Intercambiaron una rápida mirada antes de iniciar el ascenso a través de una empinada escalera de mármol negro inscrita en la piedra. Aunque nada parecía señalar aquel lugar como peligroso, ambos creían poder sentir las frías patas de un millar de arañas trepando por sus columnas vertebrales.

A pesar de ello, siguieron adelante.

Quince minutos después, ya en lo alto de la ladera, lanzaron un rápido vistazo atrás. Ante sus ojos, convertida en una gruesa capa reflectante, la niebla había transformado el laberinto de piedra en una espeluznante copia del océano de estrellas que la primera noche les había dado la bienvenida en la pradera.

Más que nunca, la presencia del Fabricante era evidente. Él quería que supiesen que les estaba vigilando; que estaba jugando sus cartas, y lo hacía con estremecedora maestría, logrando así que una vez más se sintiesen como los títeres que en realidad eran.

—Entraré yo primero. —Escuchó decir a Luther mientras aún miraba las estrellas.

Al mirar al frente se descubrió ante un impresionante y altísimo edificio lleno de columnas y torres unidas entre sí por puentes de cristal. La estructura, que se alzaba hasta perderse en la inmensidad del cielo, estaba compuesta por losas de vidrio oscuro unidas entre sí por pasta de oro, grandes ventanales de colores violáceos y rojizos, e impresionantes gárgolas en forma de ángeles tocando la trompeta que, nuevamente con los ojos cubiertos por vendas, les daban la bienvenida a lo que tarde o temprano sería su lugar de descanso.

Siguiendo muy de cerca al guardia, Diane atravesó la alfombra de rosas rojas que cubría el suelo. Ambos podían escuchar el sonido de miles de cristales quebrándose bajo las suelas de sus botas con cada paso. Sin embargo, al mirar al suelo no hallaban más que flores; flores sorprendentemente hermosas que, aunque a simple vista parecían producto de la naturaleza, en realidad eran intrincadísimas piezas de metal y vidrio cuyos pétalos estaban repletos de filigranas y símbolos rúnicos.

Venciendo la tentación de investigarlas un poco más de cerca, la cronista alcanzó el magnífico pórtico de entrada frente al que se había detenido el capitán. Ante ellos, una enorme puerta de madera de roble ofrecía a los visitantes la visión de unos exquisitos relieves en los que un único hombre de rasgos inexistentes y vestido únicamente con la marca de su clan grabada a fuego en el pecho se alzaba sobre un campo de cadáveres.

Luther la observó únicamente durante unos instantes. Ni conocía el significado de lo que aquella escena mostraba ni quería descubrirlo. Simplemente quería que aquello acabase cuanto antes, y sabía muy bien cómo hacerlo. El capitán se acomodó el fusil entre las manos y se preparó para un posible enfrentamiento. Inmediatamente después, consciente por la sombra que proyectaba la cronista tras de sí de que ésta ya había extraído su arma, abrió la puerta de una patada.

Y se hizo la oscuridad.

Tanto Diane como Luther tardaron unos segundos en poder ver qué les aguardaba más allá de las puertas, pero una vez la vista se hubo acostumbrado a la oscuridad reinante, ambos comprendieron que más que nunca el Fabricante estaba jugando con ellos.

Estaban en un pantano. La puerta abierta daba a un sombrío y pútrido pantano en cuyo interior la naturaleza se había abierto paso con tanta ferocidad que prácticamente se había apoderado de todo. Paredes, suelos, techos... absolutamente todo cuanto les rodeaba estaba cubierto de enredaderas, flores silvestres y plantas carnívoras que, al ritmo del desagradable palpitar de las aguas, parecían girar y danzar sobre sí mismas. 

Luther se tomó unos segundos para comprender lo que estaba viendo. Ante ellos aún estaba la puerta abierta de par en par, pero todo cuanto les había rodeado hasta entonces, el camino de piedra, la niebla y las estrellas, incluso la propia estructura del edificio, había desaparecido. Ahora solo había agua amarillenta y plantas; lodo e insectos. Muerte y putrefacción.

Y niños.

Sintiéndose más perdido que nunca, Luther contempló con estupefacción como, situados en el centro del pantano, en el centro de una pequeña isleta situada en mitad de las aguas, había tres niños. Dos de ellos eran niñas de poco más de seis años; pequeños seres de cortísima estatura de piel blanca como la cera y cabello negro enredado. El tercero, algo más pequeño incluso que ellas y con el pelo dorado cayéndole sobre unos perturbadores ojos azabaches, era un niño.

Niños.

Luther sintió como el corazón se le encogía en el pecho. Aquellas tres hermosas criaturas parecían felices en aquel extraño lugar. Incluso en la lejanía sus almas destilaban alegría y entusiasmo; ganas de vivir. Unos sentimientos tan positivos que, en comparación con los suyos, le hacían sentir como un anciano amargado.

Claro que, ¿acaso no tenía motivos para ello?

—¿De qué coño va esto?

Como si de un huracán de furia se tratase, Diane se adentró con rapidez en las profundas aguas del lodazal. A pesar de la distancia y las peculiares circunstancias, ella había logrado ver algo más allá de las tres demoníacas figuras de los niños. Algo que, grabado a fuego en sus pechos, los convertía en un enemigo más a batir a pesar de su corta edad.

—Maldito hijo de perra —exclamó mientras luchaba contra el barro y las pestilentes aguas que la cubrían hasta la cintura—. Maldito...

Los niños la esperaban en el centro del islote con el brillante sol grabado a cuchillo en el centro del pecho. A simple vista, y vistos desde la lejanía, aquellos tres diminutos seres habían parecido niños. Vistos de cerca, sin embargo, la cronista pudo ver lo que aquel espantoso lugar les había preparado en realidad. Aquellos diminutos seres aparentaban ser niños, pero lo cierto era que, aunque posiblemente fuesen cachorros, no eran de la raza humana. Los ojos negros como pozos de oscuridad demasiado separados los delataban al igual que lo hacía su piel ligeramente escamosa, los colmillos afilados y el cuerpo blanco como la cal sin acabar de desarrollarse.

Una desagradable sensación le recorrió la espalda cuando, a punto de alcanzar la isla, Diane vio como los niños, los tres armados con afilados cuchillos, empezaban a avanzar hacia ella con sibilantes risitas escapando de entre sus afilados dientes. Los tres alzaron sus puñales...

Antes de que Diane lograse alcanzarles, una salva de disparos procedentes del fusil de Luther derribó al enemigo. Los niños abrieron sus grandes bocas repletas de colmillos para emitir un lastimero aullido de dolor al ser alcanzados, pero pronto fueron silenciados por el cuchillo de Diane. La cronista ascendió a la isla con gracilidad y cortó la garganta a los tres monstruos con rapidez, impidiendo así que sus aullidos pudiesen alarmar a otros posibles habitantes de tan extraño lugar.

Pudo comprobar con repugnancia que la evidencia revelaba que aquellos seres habían quedado a medio camino de convertirse en humanos.

—¿Le han hecho daño? —Aún con el fusil humeando entre manos, Luther se apresuró a atravesar las sucias aguas para alcanzar a la cronista—. ¿Está herida?

—No —respondió ella con sencillez mientras observaba desde lo alto los tres cuerpecitos tendidos en el suelo. De sus heridas manaba una sangre negruzca—. No baje la guardia, Capitán: creo que esto no es más que el principio.

—¿El principio de qué?

—Buena pregunta, averigüémoslo.

Aunque inicialmente se hubiese sentido incómodo al verse obligado a derribar a aquellos seres, ahora que los tenía ante sus ojos Luther no podía evitar sentir repulsión. Más que nunca, el Fabricante demostraba su crueldad permitiendo que existiesen seres como aquellos.

Decidieron lanzarles a las aguas antes de seguir adelante. Más allá del islote, el camino se abría paso a lo largo de un riachuelo cuya vegetación estaba tan crecida que apenas se podía ver más allá de veinte metros. En el resto de direcciones, por el contrario, la vegetación estaba tan crecida que resultaba imposible pasar.

El Fabricante les estaba marcando el camino.

Volvieron a adentrarse en las turbias y malolientes aguas. Anteriormente el avance había sido tan rápido y tenso que apenas se habían percatado de la altísima temperatura de éstas. Ahora, sin embargo, era inevitable sentir como los grados hacían burbujear las aguas a la par que les abrasaban las pantorrillas.

Temerosos de que algún compuesto químico vertido pudiese adelantar el proceso de cocción en el que se verían plenamente inmersos en caso de no actuar con celeridad, empezaron a correr. El suelo de barro trataba de succionar sus piernas con cada paso que daban, por suerte sus zancadas eran lo suficientemente fuertes como para desembarazarse. Diane y Luther corrieron tan rápido como pudieron a través del riachuelo y no se detuvieron hasta que, inmersos ya en un cavernoso túnel repleto de gruesos insectos y plantas carnívoras, divisaran en la lejanía luz artificial.

Varios metros más adelante, unificándose las ramas y las raíces de las plantas con el verde intenso de un túnel circular de azulejos, Diane y el Capitán dejaron el pantano.

—¿Qué demonios...? —murmuró la cronista con perplejidad—. ¿Volvemos a estar en el hospital?

—Eso parece.

Un rápido paseo por lo que presuntamente parecía ser un amplio túnel cualquiera bastó para que la cronista y el guardia irrumpieran en unas modernas instalaciones de corte futurista en el que la unión de pasillos, estancias ovaladas y equipaciones les daban la bienvenida.

Era un lugar extraño. Aunque ninguno de los dos tenía grabadas las características de aquel sitio en su mente, ambos reconocían las instalaciones, los androides médicos y los bloques de registros concentrados en columnas de piedra como propias de un centro de tratamiento médico del gobierno. Un lugar que lograba despertar extraños ecos en su memoria, pero no recuerdos gráficos.

—No entiendo nada —murmuró Diane mientras avanzaban con rapidez entre los pasillos, cruzándose de vez en cuando con enormes androides cargados con instrumental quirúrgico a los que su presencia no parecía molestar en absoluto—. ¿Qué coño pretende el Fabricante con todo esto?

—¿Realmente crees que es el Fabricante quien nos lo muestra? —respondió Luther con inquietud—. Yo no estaría tan seguro.

Guiados por el instinto, Luther y Diane fueron describiendo un rápido recorrido a través de la estructura empleando escaleras de servicio y modernísimos elevadores a su paso. Ninguno de los sabía exactamente qué era lo que estaban a punto de encontrar, pero eran conscientes de su importancia. Lo sabían en lo más profundo de su ser.

Diane y Luther siguieron avanzando durante largo rato hasta alcanzar un elevador disponible. Ambos se introdujeron en su interior, presionaron en el tablero de mandos un botón cualquiera y aguardaron pacientemente unos segundos. Inmediatamente después, propulsado por una fuera inesperada, la cabina empezó a bajar a gran velocidad, casi en caída libre.

Ocho minutos de vertiginoso descenso después, las puertas se abrieron ante ellos para darles acceso a una enorme sala totalmente oscura en cuyas paredes, suelos y techos había grabado a través de imágenes holográficas centenares de datos: gráficos, mapas, escritos, diseños gráficos, conversaciones...

Se adentraron con rapidez en la oscuridad. A simple vista los datos no parecían tener significado alguno para ellos, pues se trataban de mapas virtuales, imágenes cualquieras y grabaciones de sonidos sin aparente conexión alguna entre ellos, pero pronto un rápido estudio les hizo desenterrar viejos recuerdos estrechamente relacionados con la información que tenían ante sus ojos. Diseminado por todo cuanto les rodeaba había imágenes de los emblemas de antiguas compañías ya perdidas, listados de nombres de supervivientes ya caídos, conversaciones ya mantenidas y esquemas de los lugares ya visitados. También había decenas de retratos de hombres y mujeres repartidos por las altísimas paredes, diseños de edificaciones con sus puntos débiles y fuertes, paisajes imposibles y cielos estrellados; había relaciones y localizaciones, mapas espacio temporales, muestras de ADN y sangre y, archivados en enormes columnas de piedra a través de cilindros informativos, miles y miles de datos que, unidos entre sí y volcados correctamente, conformaban el pasado, el presente y el futuro de todo cuanto Diane y Luther habían conocido, conocían y conocerían.

—Nombres y números —exclamó Luther tras revisar unas cuantas secciones—. No es más que eso. Nombres y números que, mezclados entre sí, conforman la gran telaraña en la que estamos atrapados. ¿Qué sentido puede tener? ¿Acaso la realidad no es algo más que datos cruzados?

—Quizás esto no sea más que algo así como una memoria —respondió Diane mientras paseaba entre los mapas en busca de posible información práctica—. Un esquema generalizado de cuanto nos rodea.

—Eso significaría entonces que el Fabricante hace y deshace a su gusto; que no somos más que sus marionetas. Algo como un experimento.

—¿Es que acaso creías ser otra cosa? Si es cierto que estamos atrapados dentro de algo... de un experimento, prueba, lo que sea, tiene que haber una manera de escapar: un mapa, un camino. Algo. Quién sabe, puede que encontremos aquí la forma de alcanzar nuestro objetivo. Vamos, ayúdame. Regístralo todo; sea quien sea que nos ha mandado aquí no creo que esté siguiendo las órdenes del Fabricante.

Se separaron para seguir buscando. Luther se sentía perdido en aquel laberinto de datos. Para él, la realidad siempre había sido algo distinto a una simple mezcla de fechas, nombres, personas y números. La realidad había sido vidas, personas, lugares y sentimientos. Sin embargo, los datos que se presentaban ante sus ojos decían lo contrario. La realidad en la que estaban atrapados era poco más que un vórtice de información que, acelerado con algún tipo de sistema, era capaz de conformar el entramado virtual que les rodeada.

Era como si, en el fondo, no fuese más que un videojuego. Un videojuego donde su creador hacía y deshacía haciendo creer a los personajes que sus acciones o decisiones podría cambiar el futuro cuando, en realidad, el único con capacidad suficiente para decidir, eliminar o crear era él.

Ellos, en el fondo, no eran más que simples conejillos de indias.

A pesar de todo, Luther decidió seguir registrando datos. Tal y como decía la cronista, quizás allí estuviese la solución para dar fin a su eterno viaje. Un fin programado y seguramente prediseñado para que se alcanzase en un momento y lugar ya marcado, pero que al menos, quizás, podría dar con el final de una vida marcada por la supervivencia.

Además, quizás hubiese algún tipo de recompensa.

Luther lo dudaba, pues en el fondo todo parecía estar programado según marcaban los datos, pero necesitaba seguir teniendo esperanzas, y llegado a aquel punto tenía la sensación de que aquella era la única opción posible.

Sus pasos le llevaron a largos listados de nombres y datos personales junto a los cuales había fotografías de hombres y mujeres. En la ficha personal aparecía un número en vez de nombre, una combinación de cifras en lugar de la edad y una descripción física bastante completa. También aparecía el inicio de su aventura, los días que había logrado sobrevivir el sujeto, las relaciones que había mantenido durante el proceso, las acciones reseñables realizadas y la fecha y causa de muerte. Además, junto al historial, había un estudio analítico exhaustivo del sujeto en el que las variantes giraban en torno al porcentaje de correcta "duplicación" del sujeto real. Si los porcentajes no superaban 80% de parecido, el sujeto en si era nombrado como "paria" o experimental. En caso de encontrarse los porcentajes de similitud entre el 81% y el 95%, los sujetos eran considerados "homúnculos" o aceptables. Y finalmente, si superaban este porcentaje, eran catalogados como "cronistas" o exitosos.

Exitosos.

Muy lentamente, temeroso de que tanto los huesos se le quebraran de la tensión al verse arrastrado por aquel demencial torrente de información, Luther fue retrocediendo hasta dar chocar de espaldas con una de las paredes. A la altura de sus ojos, perdida entre miles de fotografías y archivos, Isabel le contemplaba con los ojos en blanco y la fecha de su muerte marcada a fuego. Según decía el informe, había luchado y fallecido intentando proteger a sus compañeras, asesinada a tiros por un miembro del Sol Púrpura. Sobre ella también se decía muchas otras cosas, desde su importancia como esposa del capitán de la guardia hasta el magnífico papel que había desempeñado tratando de sofocar la traición de Bonnie. No obstante, al no ser considerada más que una simple paria no parecía ser lo suficientemente importante o interesante como para haberla dejado vivir durante más tiempo. De hecho, su papel había sido tan secundario que, en realidad, únicamente había servido para poner a prueba a otros sujetos de mayor valía como, por ejemplo, Cheryl o él mismo. A pesar de ello, al haber cumplido su misión correctamente, Isabel Ember se había ganado su merecido descanso y ahora yacía junto a otras tantas almas en el centro de almacenaje JK-28CF.

Centro de almacenaje. Luther masticó las palabras con furia, tan rabioso como confundido. Ni quería creer que Isabel había muerto ni que estaban atrapados en un mundo tan cruel. No quería creer en absolutamente nada. Por desgracia, en lo más profundo de su ser sabía que era cierto. Luther no solo sabía que todo lo que estaba viendo era real, sino que, además, sabía dónde se encontraba el centro de almacenaje.

Lo sabía demasiado bien.

Mientras tanto, en el otro extremo de la sala, Diane había logrado ir abriéndose paso entre los planos y los mapas geo-caloríficos hasta alcanzar los planos urbanísticos de una de las ciudades: Arkarya.

Arkarya era el lugar prometido. Diane no lo había sabido hasta entonces, pero ahora que tenía ante sus ojos los planos que constituían su impresionante anatomía y localización, sabía perfectamente que les estaba esperando. Aquel magnífico lugar quedaba aún lejos, muy lejos, pero les esperaba con las puertas abiertas. A ellos. A Carfax.

A ella.

Con el corazón acelerado por la emoción, Diane apoyó las manos sobre las bases sobre las que se alzaba la estructura tridimensional de la ciudad para desenterrar de su mente todos y cada uno de los detalles de aquel lugar ya olvidado. Un lugar que, al igual que todos los recuerdos de su antiguo yo, había sido sepultado en su mente para dejar campar libremente al instinto de supervivencia, pero que en el fondo de su alma siempre había estado allí, grabado en su memoria genética. Diane conocía Arkarya, había estado allí, e iba a volver.

Pero no sola.

Carfax estaba a punto de adentrarse de pleno en la etapa final de su viaje y ella sería la mente prodigiosa que les marcaría el sendero.

La emoción le enturbió la mirada. Diane ansiaba poder compartir aquel magnífico descubrimiento con Adam; deseaba de todo corazón poder mostrarle que sus vidas no habían sido en vano, pero era consciente de que no podía arriesgarse a seguir la búsqueda de su camarada dejando aquel tesoro allí. No podía, y mucho menos sabiendo que, como en tantas otras ocasiones había ocurrido, la realidad podría volver a variar y desaparecer.

Diane tenía que memorizarlo absolutamente todo, y precisamente lo estaba haciendo a pesar del nerviosismo cuando, procedente de algún lejano rincón de la sala, el sonido de un disparo rompió en mil pedazos su concentración. La cronista volvió la vista atrás con los labios temblorosos y, por un instante, un breve pero a la vez larguísimo instante, contempló con terror las pantallas llenas de datos. Aunque aparentemente aquel lugar tenía todo cuanto componía su realidad, había desaparecido algo obvio y esencial: lo único cien por cien real que podía demostrar que no estaba soñando.

Luther.

—¿Capitán? —preguntó con apenas un susurro.

El sonido de un cuerpo al caer prosiguió al disparo. Diane sintió como un escalofrío le recorría la espalda, paralizándola por un instante, pero rápidamente recuperó el control de su cuerpo. La cronista desterró de su mente de inmediato el mapa de Arkarya y empezó a correr siguiendo la estela del sonido, aterrorizada. Aquello solo podía significar una cosa: algo que, pocos minutos después, tras una rapidísima carrera, descubriría al hallar el cadáver de Luther tirado en el suelo, a los pies de lo que parecía un elevador, con un disparo en la cabeza.  

—Oh Dios Santo... —murmuró llevándose las manos rápidamente a la empuñadura de su cuchillo.

Diane desenvainó su arma y se puso en posición de ataque. Fuera quien fuese el asesino podría acabar con ella de un solo disparo. A pesar de ello, fiel a su naturaleza, el instinto de la cronista la hizo mantenerse unos segundos en guardia únicamente con el arma blanca.

Acto seguido le arrebató el fusil al cadáver del guardia y barrió la zona con el cañón, en completa tensión. Aunque el asesino hubiese logrado huir por el momento, no descartaba que volviese para acabar también con ella.

Permaneció unos segundos atenta a cuanto le rodeaba. Al otro lado de la puerta del elevador la cabina se movía, por lo que era de suponer que el asesino había pasado por encima del cadáver de Luther tras dispararle. Aguardó unos segundos más a la espera, atenta a cuanto le rodeaba. Miró izquierda y derecha, paseó el cañón de arriba abajo y entonces, ya convencida de que estaba a salvo, se agachó junto a Luther. Aunque de que guardia no había tenido oportunidad de cerciorarse del disparo al haber sido atacado por la espalda, la desgarradora imagen del cadáver ensangrentado logró despertar cierta tristeza en la cronista. Luther había sido un buen hombre. Un buen hombre con muy mala suerte, sí, pero un buen hombre.

Al menos no tendría que sufrir la muerte de su esposa.

—Nunca habrá otro como usted, capitán —murmuró mientras arrastraba el cadáver lejos de la puerta. Seguidamente, haciendo honor a las costumbres de Carfax, prendió fuego al cuerpo—. Le deseo suerte.

Presionó el botón de llamada del elevador, aguardó pacientemente a que éste se abriera y se introdujo en la cabina. En su interior, llenando de un abrumador perfume a productos químicos la estancia, había unos casquillos de bala tirados en el suelo.

Diane los examinó mientras el elevador descendía automáticamente.

Poco después, una vez alcanzado su destino, la cronista salió al interior de un amplio y largo pasillo cuyas paredes estaban repletas de puertas cerradas con ventanales en su superficie. Allí el rastro del olor a productos químicos era más débil que en la cabina, pero podía seguirlo perfectamente. No obstante, antes de centrarse plenamente en la persecución del asesino, se asomó a uno de los ventanales. Al otro lado de éste, convertido en poco más que un espectro escuálido y con la piel cetrina, había un cuerpo cubierto por decenas de cables y tubos flotando en un viscoso líquido verde.

 Obligándose a sí misma a reprimir las náuseas, Diane se adentró en el pasillo con rapidez. A su alrededor las decenas de puertas cerradas guardaban en su interior escenas parecidas a las que acababa de ver, aunque en la mayoría de casos bastante más grotescas. Niños, ancianos, cadáveres mutilados... una colonia humana entera yacía encerrada en el interior de aquel tétrico lugar. Una colonia que, a pesar de ser aterradoramente silenciosa, emitía un único sonido cada ciertos segundos que evidenciaba la profunda unión entre sus miembros: el sonido de miles de corazones, incluyendo el de Diane, latiendo a unísono.

Los pasos de la mujer la condujeron a lo largo del silencioso y sombrío pasillo durante largo rato. El perfume de los productos químicos iba disipándose con rapidez, pero por débil que fuera Diane lograba captarlo. La cronista se dejó llevar por él durante todo el recorrido hasta que, finalmente, el corredor llegó a su fin al alcanzar unas empinadísimas escaleras circulares cuyas estrechas paredes estaban repletas de un denso y complicado cableado negro que salía y formaba distintas conexiones en las paredes.

Diane echó un rápido vistazo. Inmediatamente después, pudiendo captar gracias a la vibración de la estructura lo que parecían ser pasos lejanos, empezó a descender los escalones de tres en tres.

La cronista se adentró en una amplia sala de paredes cóncavas de color grisáceo en cuyo centro había dos personas. Una de ellas, dándole la espalda a Diane y con una pistola entre manos apuntando a la otra persona allí presente, se alzaba alta y esbelta, oculta bajo las níveas ropas de un cronista carfaxiano. La otra, de espaldas a un enorme ordenador cuya anatomía y despiece escapaban a la comprensión y entendimiento tecnológico de Diane, pálida y ensangrentada, miraba con el rostro desencajado a la de la pistola.

La cronista sintió que el corazón le daba un vuelco al reconocer aquellos ojos desorbitados. No había esperado encontrarle tan pronto, y mucho menos con vida, pero no cabía la menor duda de que era él.

Adam.

Diane hizo ademán de avanzar en su ayuda, ansiosa por poder detener la escena antes de que acabase en tragedia, pero no se movió. Aunque su compañero tenía la mirada fija en su adversario, por el modo en el que su rictus había variado ligeramente Diane sobreentendía que debía permanecer allí, quieta. De lo contrario, alertado por cualquier movimiento sospechoso, el agresor reaccionaría presionando el gatillo del arma. Así pues, muy a su pesar y con el fusil de Ember firmemente sujeto entre las manos, se mantuvo en un segundo plano, expectante.

—Baja esa arma. —Escuchó Diane decir a Adam en apenas un susurro. A pesar de las magulladuras y las gruesas y alarmantes manchas de sangre y suciedad de su rostro y ropas, el cronista no parecía estar gravemente herido—. Vamos... baja esa arma. No sé de qué va todo esto, pero podemos hablarlo.

—¿Hablarlo? —respondió trágicamente la figura que había frente a él. Su voz destilaba amarga melancolía—. Ya lo hemos hablado demasiadas veces, Adam. Demasiadas veces... y nunca me has querido entender. Ya solo me queda esto.

—¡Pero no es conmigo con quien lo has hablado! —insistió el cronista con desesperación—. Si me dieses una oportunidad...

—Lo sien...

 Diane no le permitió acabar la frase. No pudo. Aquella voz, la silueta oculta tras los ropajes y el modo en el que Adam miraba al extraño había sido demasiado para ella. Demasiado y, a la vez, suficiente.

Fuera lo que fuese que aquello significase, no podía permitir que sucediese.

El dedo de la cronista presionó instintivamente el gatillo de su fusil e inmediatamente después, emitiendo un poderoso zumbido ensordecedor, la bala se hundió en la parte trasera del cráneo del presunto asesino de Luther Ember. La figura se zarandeó bruscamente ante Adam, gravemente herida, y durante unos instantes permaneció rígida, seguramente demasiado sorprendida como para reaccionar. Pasaron unos segundos de completa tensión. Poco después, finalmente giró ligeramente sobre sí misma, con la gracilidad de un felino, dispuesta a enfrentarse a la cronista, pero antes de que Diane pudiese adivinar su rostro, el ser cayó de bruces en el suelo, convertido en cables, engranajes, pistones, carne licuada y huesos calcinados.

Incluso así sabía a quién acababa de disparar. En lo más profundo de su ser lo sabía y no se arrepentía.

Ambos permanecieron unos instantes en silencio, impactados por la situación, hasta que Diane corrió a su encuentro. Se cercioró de que el androide o lo que fuese aquel amasijo de cables no pudiese volver a moverse descargándole unos cuantos disparos más sobre su superficie e inmediatamente después, con la mirada aún desencajada de Adam fija en los restos mecánicos del ser, barrió la sala en busca de más enemigos.

Por suerte estaban solos. Absoluta y llanamente solos.

Muy lentamente, repentinamente agotada por todo lo ocurrido, Diane se colgó el fusil a las espaldas y desvió la mirada hacia el ser que yacía a sus pies. La tecnología de la que estaba compuesto escapaba de su entendimiento, pero era de suponer que se trataba de un androide. Un androide perfectamente diseñado y dirigido por alguien que, sin lugar a dudas, no se hallaba en aquel plano existencial. ¿El Fabricante quizás?

No. Diane sabía que no era él quien estaba detrás de todo aquello.

—Dime una cosa, Diane, ¿lo has podido ver?

A pesar de que Adam se agachó junto al androide para comprobar su moderna anatomía, la cronista sabía perfectamente que su compañero pensaba únicamente en ella.

En ella y en lo que acababa de suceder.

—Sí —respondió Diane con sencillez—. Creo que lo entiendo.

—¿Estás segura?

—No sé hasta qué punto, pero...

Adam asintió levemente con la cabeza.

—Entonces no perdamos ni un segundo más.

Adam se incorporó con dificultad, aquejado de dolores físicos provocados por las vivencias acontecidas en las últimas horas. Giró sobre sí mismo para encararse con su compañera y durante unos instantes permaneció en silencio, estudiando el modo en el que el rostro de Diane se contraía presa del nerviosismo.

—No has sido tú, ¿verdad? Lo de Luther, me refiero...

Adam suspiró. Era innegable que el parecido era asombroso, estremecedor incluso, pero no era aquello lo que realmente le preocupaba. Los rostros, en el fondo, se podían copiar. La esencia, sin embargo...

Se obligó a sí mismo a mantener la mente en blanco. Carfax les necesitaba demasiado como para permitir que todo aquello les paralizase. El viaje debía seguir.

—No Diane —dijo finalmente en apenas un susurro—. No he sido yo; en realidad has sido tú.

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