Capítulo 14 - Segunda parte

Capítulo 14 - Segunda Parte


Erika apenas podía caminar. Leigh la había intentado llevar a través del largo pasillo al final del cual habían sido encerrados, pero los dolores y mareos que la mujer padecía apenas le permitían permanecer en pie.

Barajó la posibilidad de llevarla cargada a las espaldas. Aunque él no era un hombre alto ni fuerte, se creía capaz de cargar con el delgado y pequeño cuerpo de la recolectora. ¿Qué podía pesar? ¿Cincuenta o cincuenta y pocos kilos? Él podía con aquel peso, de eso no tenía la menor duda. Sin embargo, el tener que llevarla le ralentizaba notablemente. Leigh era un hombre ágil y rápido; un chico-ardilla como solía decir el capitán. Un tipo al que era complicado de atrapar y con gran facilidad para apuñalar a cualquiera sin ser visto. No obstante, con ella a las espaldas aquellas dotes se esfumaban. Leigh pasaba de chico-ardilla a chico-lento, y eso les dejaba en una situación muy comprometida. Tan comprometida que incluso llegaba a poner en duda una posible fuga.

  Se preguntó qué debía hacer. Aunque sentía un gran aprecio por Erika, sentía aún más por Ash y por su propio cuello. Aquel hombre, Engels, era su mejor amigo, y bajo ningún concepto quería abandonarle en aquella extraña edificación. Por desgracia, tampoco quería morir. Aún era demasiado joven. Además, Leigh aún tenía muchas cosas por hacer; vencer en una de las cacerías, volver a cabalgar a lomos de un caballo, conseguir convencer al capitán para que le enseñara el truco para ganar siempre a los dados, llegar a una de esas dos malditas ciudades... sí, tenía muchas cosas por hacer, pero sabía perfectamente que, dependiendo de cómo jugase sus cartas, sus posibilidades se verían anuladas. Así pues, ¿cómo actuar? Por un lado podía dejar a aquella chica allí a su suerte y buscar a Ash. Si después, de regreso, tenían el tiempo y la posibilidad de recogerla, mejor. Otra opción era llevársela y olvidar a Ash. Su buen amigo era fuerte y astuto, seguramente el mejor guardia de todos. Con un poco de suerte podría salir con vida.

También cabía la posibilidad de dejarles a ambos abandonados e irse solo...

Lamentablemente ninguna de aquellas opciones tenía el más mínimo sentido. Podía llegar a planteárselas, sí, pero únicamente eso. A la hora de la verdad Leigh sería incapaz de abandonar a ningún carfaxiano, y mucho menos a sus más queridos compañeros. Así pues, tras unos brevísimos segundos de reflexión, decidió cargarse a Erika a las espaldas. La instó a que le rodease el cuello con los brazos y, una vez bien sujeta, empezó a avanzar con la pata de la silla entre manos. Ante ellos se abría un largo pasillo sumido en las sombras al final del cual había unas empinadas escaleras que ascendían y descendían.

Avanzó hasta alcanzar el primer peldaño. Las escaleras de bajada se perdían en un sombrío laberinto de oscuridad en el que tan solo parecía haber silencio. Las que subían, en cambio, daban acceso a una zona algo más iluminada a través de la cual se podía escuchar el sonido neutro del exterior.

Decidió bajar. Creyéndole inconsciente, aquellas dos arpías habían arrastrado a sus dos prisioneros por todo el edificio hasta meterles en las celdas. Les habían llevado de aquí para allá, jugando con la posibilidad de encerrarles en un lugar u otro, solos o juntos, pero finalmente habían optado por separarles tanto de celda como de piso. Y habían hecho bien. De lo contrario sus prisioneros no hubiesen durado ni una hora encerrados.

Leigh recordaba haber visto como bajaban a Ash por las escaleras antes de que la chica del pelo corto cerrase su puerta. Obviamente, durante todo el tiempo que habían pasado separados ellas podrían haber decidido trasladarle, pero lo dudaba. Aunque era un hombre esbelto, Ash era lo suficientemente alto y pesado como para convertir en un auténtico suplicio el viaje.

Cooper se lamentó por lo bajo al descender los peldaños. Leigh sospechaba que le había partido alguna que otra costilla, pero no eran esas heridas las que le preocupaban en realidad. La chica había perdido mucha sangre y los golpes en la cabeza no tenían demasiado buen aspecto.

—Tranquila Cooper —le susurró estrechando con fuerza sus manos con la única que tenía libre—. Te llevaré pronto a casa.

—A casa... Sí, claro, y el Fabricante nos tendrá preparada la cena... —respondió ella con la chispa de acidez suficiente como para hacer sonreír a su compañero—. Hay que ver qué cosas tienes, Leigh.

Alcanzado el penúltimo peldaño, Leigh se agachó ligeramente para poder observar el sombrío pasillo que les aguardaba. A simple vista no parecía haber más que oscuridad, pero el baile de sombras de las paredes ponía en evidencia que la zona no estaba tan despejada como hubiese querido pensar.

Depositó a Erika en la escalera con delicadeza y descendió el último peldaño en solitario. A continuación, como si de un gato se tratase, Leigh arqueó la espalda y convirtió sus ya de por si sigilosos pasos en motas de silencio. Pegó la espalda a la pared y empezó a avanzar.

Una de ellas estaba allí, en una de las salas colindantes, sentada frente a lo que parecía una modernísima máquina repleta de tubos, pantallas y cables. Años atrás, toda aquella maquinaría había sido poco más que brujería para él. Leigh no comprendía su funcionamiento, ni tampoco la necesidad de su existencia. Desde su punto de vista temporalmente atrasado, los hombres no necesitaban de aquel tipo de artefactos para sobrevivir. Con sus manos y su ingenio tenían más que suficiente. Sin embargo, según le había hecho entender Ash tras mucho tiempo de insistencia y lecciones, para el hombre del futuro aquellos artilugios eran básicos.

Ya fuese cierto o no, Leigh jamás había llegado a comprender su importancia. Aquella tecnología futurista era casi tan absurda como algunos de sus ideales o planteamientos. No obstante, era consciente de que para la gente más avanzada eran tan básicos que, como demostraba la secuestradora morena, que parecía estar en completa tensión frente a la máquina, la vida les dependía de ello.

Leigh la espió desde la puerta del pequeño despacho donde se encontraba. En su interior, sentada en un taburete maltrecho y con los nervios de punta, la chica parecía estar al borde de un ataque de histeria mientras letras y números dibujaban extraños torrentes de caracteres en las pantallas. La secuestradora, que lucía su corto cabello peinado en afiladas púas parecidas a los pinchos de un cactus, tenía un extraño rictus en la cara. Leigh no podía verlo directamente, pues estaba de espaldas, pero sí a través del reflejo de las pantallas. Estaba concentrada. Muy concentrada.

Tan concentrada que ni tan siquiera se percató de la presencia de Leigh hasta que éste la derribó de un golpe seco en la cabeza. Ya en el suelo, casi tan perpleja como dolorida, la mujer separó los labios, dispuesta a gritar, pero antes de que sonido alguno pudiese escapar de su garganta el guardia le asestó tres golpes más con los que, además de salpicarse la cara y la ropa con su sangre, la silenció para siempre. Acto seguido lanzó el arma ejecutora a un rincón para sustituirla por el látigo y el cuchillo curvo de la chica.

Ya armado y con las fuerzas renovadas tras el primer baño de sangre, Leigh salió en busca de Erika. La tomó en brazos con delicadeza, triunfal, y como si de una novia recién casada se tratase, la llevó hasta el interior del despacho donde, tras apartar el cuerpo de la secuestradora con un par de despectivos empujones con la bota, la depositó en el taburete, delante de la estrafalaria maquinaria.

—Tú espera aquí, ¿de acuerdo? Ash no puede estar demasiado lejos; iré a por él. No voy a salir de la planta, pero por si acaso toma esto. —Leigh le ofreció el cuchillo—. ¿Sabes usarlo?

Ambos sonrieron. Los recolectores nunca recibían ninguna clase de entrenamiento especializado a nivel armamentístico, pero tampoco lo necesitaban. Como buenos supervivientes, todos los carfaxianos sabían por dónde clavar el arma para acabar con el enemigo.

—Date prisa.

Adam giró sobre sí mismo con agilidad, logrando así que su cuerpo rodase por el suelo de piedra hasta alcanzar una de tantas columnas. El disparo de Irina Smith le había pasado lo suficientemente cerca como para provocarle una quemadura en la mejilla derecha.

Si había fallado a propósito o no, Adam prefirió no planteárselo. La distancia que les separaba era demasiado corta como para poder fallar un tiro de aquellas características, no obstante, no había tiempo para plantearse una posible alianza con aquella mujer. Como bien había dicho, sus compañías estaban en guerra y era cuestión de supervivencia que uno de los dos desapareciese para dejarle el camino libre al otro.

Con el arma entre manos ya preparada para finalizar el enfrentamiento, Adam se tomó unos segundos para coger aire. Tras él, al otro lado de la columna y justo delante de la enorme máquina, la joven Smith no solo luchaba por salvaguardar la vida, sino también para proteger a su compañía de la ira del Fabricante. Una ira que, tras engañarles y manipularles para convertirles en sus propias marionetas, les había ido guiando de compañía en compañía para que ejecutasen a todos aquellos que el gran diseñador consideraba fuera de su gran plan.

Eran los controladores; la policía interna que el Fabricante había elegido para ir modificando el juego a su antojo. A pesar de ello, aunque les hubiesen ordenado acabar con ellos, Adam se negaba a aceptar tan fácilmente que Carfax ya hubiese sido sentenciada. ¿Acaso habían hecho algo para merecer aquel castigo?

Después de tantos años de obediencia le parecía repugnante. Tan repugnante que el Cronista decidió dar por finalizada su participación en el juego en aquel preciso instante. Si lo que el Fabricante quería era guerra, él se la daría.

Y sabía perfectamente por dónde empezar.

El cronista giró sobre sí mismo, quedando así cara a la columna, y lanzó un fugaz vistazo a su enemiga. Irina, de pie frente a la máquina y con el arma humeante entre manos respondió al atrevimiento con un disparo que hizo saltar por los aires gran parte de la columna. Adam se lanzó al suelo con rapidez para esquivar las esquirlas, giró sobre sí mismo y se ocultó tras otra de las columnas no sin antes responder al disparo con un tiro. Irina se lanzó al suelo, pero al no tener nada tras lo cual ocultarse retrocedió hasta la máquina.

Las pantallas de empezaron a pitar enloquecidas.

—Aunque acabes conmigo, nunca podréis eliminar a mi compañía —exclamó Irina con el arma entre las manos. El núcleo trasero de energía radioactiva de ésta brillaba con fuerza—. Por cada alma que devoramos un nuevo hermano se alza para vengar a los caídos.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Adam Merrick como respuesta—. ¿Por qué Carfax? Entiendo que el Sol Púrpura se desvió, pero nosotros...

Acompañó a la pregunta con un rapidísimo disparo que agujereó la pared a tan solo treinta centímetros de la cabeza de la chica. Asustada por la cercanía del tiro, Irina se lanzó al suelo y accionó nuevamente su arma.

En aquella ocasión el proyectil de energía radioactiva se perdió en la inmensidad del edificio tras colisionar contra una de las columnas.

Adam aprovechó las décimas de segundo existentes entre disparo y disparo para analizar con detalle la anatomía del arma de Smith. Todo apuntaba a que había sido el propio Fabricante quien le había entregado aquella arma tan moderna. Un arma demasiado potente y efectiva capaz de carbonizar compañía enteras en caso de permitir que siguiese estando en manos del enemigo.

Tal y como había dicho Smith, aunque ella cayese otros tantos se alzarían para ocupar su lugar. Otros hombres y mujeres fuertes y valientes con los mismos objetivos pero con mayor determinación.

Gentes imparables a las que no podía permitir que utilizasen armas como aquellas.

—¡Responde! —insistió Adam. El hombre volvió a asomarse para disparar. Esta vez falló únicamente por diez centímetros—. ¿Por qué Carfax? ¿En qué hemos fallado?

Aún oculta junto a la máquina, Irina sacudió ligeramente la cabeza. Aunque podría haber intentado buscar cobertura en una de tantas columnas de la Biblioteca, la mujer sabía que su lugar estaba allí, junto a la máquina, tal y como el Fabricante le había ordenado.

—No siempre es necesario traicionarle para provocar su ira, cronista —respondió. Irina estiró el brazo hasta alcanzar el cableado de la maquinaria y tiró de él para atraer uno de los teclados. Ya apoyado en su regazo, empezó a introducir códigos con la mano libre—. El Fabricante se divierte con su juego. Le gusta tener todas las piezas a su alcance... y vosotros, amigo, estáis a punto de escapar. El final se acerca.

Un escalofrío recorrió la espalda de Adam al escuchar aquellas palabras. De todas las posibilidades que había llegado a barajar, a pesar de ser la más obvia, aquella era a la que menos importancia le había dado. Después de tanto tiempo de viaje de un lugar a otro, Adam había llegado a creer que jamás vería finalizada la travesía. No obstante, aquel comentario, ya fuese cierto o no, encendía de nuevo la mecha de la esperanza.

—El camino se complica en la recta final, cronista —prosiguió Irina—. Son muy pocos a los que se les permite el atravesar las puertas de la gran ciudad, y vosotros estáis peligrosamente cerca. ¿Necesitas más explicaciones?

No las necesitaba. El cronista estaba agradecido por su colaboración, pues en el fondo tenía la sospecha de que aquella mujer estaba arriesgando bastante al hablar tan abiertamente con él sin disparar a quemarropa, pero aquella conversación había llegado a su fin. Quizás en cualquier otra circunstancia, época o lugar, podrían haber llegado a conocerse. Es más, seguramente podrían haber llegado a ser buenos amigos, pero no a aquellas alturas. No en aquel lugar, ni momento.

No mientras las dos compañías estuviesen en guerra.

Adam se incorporó con rapidez, con el arma firmemente sujeta entre las manos, y disparó directamente a la célula de energía atómica del arma. Irina también accionó su arma como respuesta. El cañón de la pistola se iluminó con una poderosa llamarada de color blanco, y durante las décimas de segundo que duró el intercambio de disparos toda la Biblioteca se llenó de luz.   

Inmediatamente después, el arma de la mujer estalló haciendo saltar por los aires todo cuanto le rodeaba, incluido el cronista, que, con una enorme herida en la pantorrilla, justo allí donde acababa de acertarle Smith, apenas tuvo tiempo para esconderse.

Ash yacía en el suelo con el pómulo apretado contra la fría superficie de piedra cuando alguien abrió la puerta de una fuerte patada. Consciente de que muy probablemente le aguardase una nueva sesión de tortura, el guardia trató de incorporarse e intentar hacerles cara, pero la postura en la que había quedado se lo impedía. Así pues, tras varios intentos sin éxito, Engels simplemente alzó la vista para recibir al recién llegado.

—No pienso decirte nada —exclamó con la rabia contenida tensando los músculos de la cara hasta incluso llegar a dificultar el habla—. Así que si lo que pretendes es matarme...

El campo visual no le permitía ver más que las piernas del recién llegado. Unas piernas que, evidentemente, no se correspondían en absoluto a las sensuales curvas tan características de sus torturadoras. Aquellas eran esbeltas y fuertes, revestidas de unos pantalones llenos de manchas de sangre ya secas bastante poco femeninos. Pero no eran las piernas lo único que les diferenciaba. Las botas desgastadas y sucias, los andares elegantes y felinos; el olor que desprendía la suela al rozar el suelo apenas unas décimas de segundo antes de volver a elevarse en gráciles y rápidos pasos...

Ash solo conocía a una persona capaz de reunir todos aquellos requisitos.

—¿Leigh? ¿Leigh, eres tú?

Como respuesta, el recién llegado irguió la silla para que el prisionero quedase sentado. Seguidamente, empleando la hebilla de su propio cinturón, Leigh cortó las sogas que tan fuertemente le habían mantenido atado y le ayudó a levantarse. Más allá de los jirones de ropa se podían ver enormes y desgarradoras heridas repartidas por toda la anatomía, pero con especial énfasis en la espalda. Al parecer, aquellas dos mujeres no habían tenido piedad alguna.

Se saludaron con un rápido abrazo fraternal.

—¡Tenía que ser yo quien te salvase! —exclamó Ash tras examinar con rapidez a su compañero. Aunque Leigh también había sufrido malos tratos, estaba en mejores condiciones que él—. Maldito seas, ¿por qué me seguiste?

—Aunque me encantaría explicártelo me temo que no hay tiempo ahora para ello ahora, Ash —respondió Leigh con rapidez—. Tenemos que irnos. He acabado ya con una de esas zorras, pero queda la otra... y estoy convencido de que no va a estar sola. Vamos, Erika nos está esperando...

—¿Cooper? ¿Erika Cooper? ¿Qué demonios hace ella aquí?

Ambos regresaron al pequeño despacho donde Erika aguardaba. Más tarde discutirían sobre todo lo ocurrido, pero lo primero era escapar.

La encontraron sentada delante de la ruidosa máquina frente a la que anteriormente había estado la otra mujer. A priori ninguno de los tres parecía comprender su funcionamiento. A Erika, la más evolucionada, le sobraban pantallas, teclados, generadores y cableado por absolutamente todas partes, pero tras unos cuantos minutos de estudio empezó a atar cabos.

—¡Erika! —exclamó Ash al verla. El guardia se adelantó, ansioso por abrazarla y quizás así comprobar que realmente estaba viva, pero la herida de la frente le detuvo. Era sorprendente que pudiese mantenerse en pie con la cabeza en aquel estado—. Santo Cielo, ¿qué demonios le ha pasado?

Ash buscó respuesta en su amigo, que observaba con cierta aprensión la maquinaria, pero no la obtuvo. Al igual que Erika, Leigh parecía plenamente inmerso en el complejo invento.

Se acercó un poco más para intentar ver qué era aquello que tanto intrigaba a la mujer como para no poder apartar la mirada de la pantalla. En apariencia el monitor únicamente mostraba líneas y líneas de información sin sentido que iban y venían fluctuando con rapidez, pero había algo en los códigos que resultaba incomprensiblemente atrayente. Algo que, aunque al principio no fue capaz de discernir, pronto inundó de datos su mente, haciéndole así comprender que, aunque no conociese el código, era capaz de leer la parrilla de datos.

Permanecieron en silencio observando la pantalla durante unos cuantos minutos. Erika empleaba los dedos para introducir ágilmente códigos de acceso a las distintas bases de datos del sistema, pero la información que encontraba en éstos parecía estar en clave. A pesar de ello, los tres eran conscientes de que lo que tenían ante sus ojos no era una máquina cualquiera creada por hombres.

Aquello iba mucho más allá de la psique humana. 

—Podría generar un cambio —murmuró Erika mientras tecleaba sin cesar—. Tardaría, pero creo que podría llegar a hacerlo. Si ellos pudieron...

—¿Y si fallas? —replicó Leigh cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿Qué pasa si provocas un terremoto que engulle a toda la compañía? O si activas un volcán y nos arrastra a todos a la muerte... es demasiado peligroso.

—Pero es posible —insistió ella—. ¿Es que no te das cuenta? ¡Es posible hacerlo!

—Lo sé, lo sé, pero...

Aunque la idea de manipular el entorno tal y como había estado haciendo el enemigo hasta entonces resultaba de lo más atractiva, Ash sabía que no debían hacerlo. Aquel derecho pertenecía únicamente al Fabricante y el intentar imitarle ponía en claro peligro su apoyo.

De todos modos, tenía que admitir que aquel descubrimiento cambiaba notablemente su visión de la realidad. Si realmente el mundo podía ser modificado a través de una de aquellas terminales, ¿debían entender entonces que el Fabricante dependía de maquinaria para diseñar y variar el entorno? Aunque nunca había tenido tiempo ni paciencia para planteárselo, no era aquél el método que había esperado descubrir. Al fin y al cabo, ¿acaso no era aquella tecnología demasiado humana para el Fabricante? Sí, por supuesto que era una maquinaria sorprendentemente avanzada, pero si ellos habían sido capaces de comprenderla, ¿qué les diferenciaba de él?

Por un instante Ash imaginó al Fabricante como un niño cualquiera encerrado en su cuarto frente a su ordenador, diseñando y manipulando el mundo a su gusto como si de un mero juego se tratase. La idea en si era humillante, desde luego, ¿pero acaso por ello dejaba de ser posible?

Antes de que su mente pudiese llegar a divagar más al respecto, Ash llamó la atención de sus dos compañeros. Aunque resultaba muy tentador el poder seguir investigando todas las opciones que aquella compleja maquinaria ofrecía, los tres sabían que tenían que volver con los suyos. Más tarde, cuando todo volviese a la normalidad, podrían regresar, pera para ello primero tenían que asegurarse de que la compañía supiese lo que estaba pasando.

—Tenemos que irnos —dijo sin poder evitar que de vez en cuando su propia vista se desviase hacia la pantalla—. Erika necesita que el cirujano le mire esa herida de la cabeza. Además, Ember debe saber lo que está pasando.

—Tranquilo, estoy bien.

—Parece que la guerra ya ha empezado —añadió Leigh recordando lo poco que Cooper le había explicado al respecto—. Ahí fuera las cosas están muy feas, Ash.

—Más motivo entonces para volver.

—¿Y dejar esto aquí? —preguntó Erika con sorpresa. Con cada segundo que pasaba, su aspecto iba empeorando—. ¡No podemos! ¿Acaso no os dais cuenta del potencial que tiene? ¡Este ordenador es seguramente el arma más poderosa que existe! Podríamos hacer y deshacer a nuestro gusto tal y como hace el Fabricante. Podríamos conseguir todo lo que necesitamos para seguir adelante. Podríamos...

La mujer volvió la vista atrás, hacia la pantalla. Era de esperar que los guardias no comprendiesen la grandeza de aquel objeto. Al fin y al cabo, ellos se limitaban a matar sin ton ni son. Ella, en cambio, entendía aquella herramienta como lo que realmente era: una fuente inagotable de suministros. Con ella podían crear todo aquello por lo que luchaban a diario. Comida, energía, agua, espacio, seguridad... mientras aquella arma estuviese en su poder el dominio de Carfax sobre el entorno sería tan total que absolutamente nada podría ser considerado una amenaza.

Absolutamente nada. Ni tan siquiera el Fabricante. Precisamente por ello, abandonarla sería un gran error. Un error de tal calibre que ni tan siquiera podía planteárselo.

Volvió a tomar asiento en el taburete, dando así la espalda a los guardias. Aunque entendía su necesidad de volver y proteger a Carfax, ella sabía que quedándose y aprendiendo más podrían hacer un mayor favor a la compañía. Quizás no de inmediato, pero sí a largo plazo.

—¿Erika? —Sorprendido ante su reacción, Ash no pudo más que seguirla con la vista, consciente de que una vez tomada la decisión la mujer no cambiaría de opinión bajo ningún concepto—. Erika, no podemos quedarnos aquí. ¿Es que no entiendes...? Carfax está muriendo. Erika por favor, escúchame. ¿Erika...? Demonios, no voy a dejarte aquí.

Ash comprobó con tristeza que ni tan siquiera le escuchaba. Erika volvió a centrar la atención en los monitores y depositó los dedos sobre el teclado. Cuanto antes aprendiese el funcionamiento antes podría empezar a emplearla a favor de Carfax. Y sí, comprendía perfectamente a Ash. Ella también deseaba poder volver y ponerse a salvo, pero no podían perder la oportunidad. Carfax podría cambiar por completo si lograban controlar esa tecnología. Y los recolectores... bueno, ¿qué decir de ellos? Si conseguía su objetivo, nada ni nadie volvería a dudar de ellos.

Absolutamente nadie.

—No insistas, Ash, no lo entiende —sentenció Leigh apoyando la mano sobre el hombro de su compañero. Al igual que él, Middlebrook sabía perfectamente que dejarla allí no era una opción, pero comprendía su comportamiento—. Y no lo va a entender; su mentalidad es distinta a la nuestra. Es una recolectora.

—Recolectora o no, si se queda aquí acabarán encontrándola —insistió el guardia—. Además, esa herida de la cabeza me preocupa. Tenemos que sacarla.

—¿A la fuerza? —Leigh ladeó ligeramente la cabeza—. Pídemelo.

—No, a la fuerza no, pero...

—Pídemelo.

—Joder Leigh, no quiero que...

Sin tan siquiera molestarse en escuchar la respuesta, Leigh finalizó la discusión golpeando con fuerza la parte trasera del cráneo de la mujer con la mano ladeada. Sabía perfectamente dónde tenía que golpear para que la chica dejase de ser un impedimento. Además, llegado a aquel punto, era lo único que les quedaba. Erika se zarandeó sobre el taburete, repentinamente mareada, para caer fulminada sobre el teclado del ordenador acto seguido, con los ojos en blanco y una expresión extraña en el rostro.

No tenían tiempo para discutir.

A pesar de la sorpresa inicial, la cual rápidamente se convirtió en enfado, Ash no dijo palabra alguna. Se cargó a la recolectora a las espaldas y empezaron a avanzar. A pesar de que su peso les ralentizaba, una vez iniciado el plan de escape no hubo nada ni nadie capaz de detenerles. Leigh y Ash salieron al pasillo principal y tomaron las escaleras de ascenso. En el primer piso, tal y como esperaban, un par de niños de poco más de trece años hacían guardia junto a la otra secuestradora armados con cuchillos y rifles. Afortunadamente no se plantearon su encuentro como un auténtico reto. Aunque estuviesen desarmados, los dos guardias unidos se convertían en un arma mortífera frente a la cual pocos podían resistirse.

Una vez fuera de la estructura que hasta entonces había servido como cárcel, Leigh y Ash se tomaron unos segundos para observar cuanto les rodeaba. Era innegable que todo había cambiado; ya no quedaba ni rastro de los campos ni de la pradera, ni de los huertos ni del bosque. De hecho, ya no quedaba rastro de absolutamente nada, pues la niebla parecía haberlo engullido todo salvo el suelo de piedra. Sin embargo, aunque el campo visual hubiese sido reducido prácticamente a cero, la sonoridad del lugar permitía captar el lejano zumbido de los disparos y los gritos.

No muy lejos de allí, Carfax seguía luchando.

—Volvamos —decidió Ash con determinación—. Ya hemos pasado demasiado tiempo fuera de casa.

—¿Crees que nos habrán echado de menos? —replicó Leigh esbozando una leve sonrisa llena de optimismo ahora que al fin tenía un arma de fuego entre las manos.

—Estoy convencido de ello.

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