Capítulo 1

1 - Día cero


Nunca había sido demasiado distinto ni especial. Desde su aparición en mitad de un agradable valle de hierba baja y majestuosos y titánicos robles negruzcos hacía ya quince años, su mente jamás había dado muestras de ser diferente a la del resto. Adam Merrick había mostrado las inquietudes propias de un niño de su edad, los intereses esperados y, en la mayoría de los casos, los gustos preestablecidos para alguien como él. Era, como vulgarmente solían decir los propios miembros de la compañía, "uno más". O al menos así debería haber sido teniendo en cuenta sus capacidades. Sin embargo, el destino había trazado un camino distinto para él. Un camino que, desde el día cero de su existencia, le había mantenido muy cerca de la compañía, aunque, a su vez, muy alejado.

Adam Merrick era uno de aquellos hombres a los que se conocía como "cronistas"; un término con el que jamás había llegado a sentirse ni cómodo ni identificado, pues él consideraba que otros como "ingeniero" o "diseñador" eran más adecuados para su naturaleza, pero que aceptaba con orgullo.

Al igual que él, existían tres cronistas más entre los cuales, siempre para sorpresa de los nuevos miembros de la compañía, se encontraba el propio líder de Carfax: Barak Zane. Zane, a diferencia del resto de sus compañeros, no sufría a diario la indiferencia y vacío que los carfaxianos tenían reservados para Adam y el resto, pero sí podía percibir su preocupación y miedo. La vida de la compañía, como bien le gustaba decir, dependía en gran parte de él, y así se lo hacían saber sus camaradas a través de los silencios y de las miradas.

Adam y el resto de cronistas, en cambio, no percibían nada. Ellos simplemente eran los distintos, los perturbadores seres capaces de ver más allá de la niebla y que guiaban a la compañía a través del laberinto, y acostumbrados a serlo desde su aparición, no esperaban otra cosa. De hecho, cualquier otra actitud resultaba tan sorprendente que incluso podía llegar a incomodarles.

Adam había conocido a varios novatos que se habían atrevido a tratarle abiertamente. Había hablado con ellos, había bromeado e, incluso, había compartido la comida. Incluso había llegado a considerarles posibles amigos. Lamentablemente, aquellas alianzas no habían durado demasiado. El resto de miembros de la compañía había abierto los ojos a los recién llegados y, al instante, la relación había acabado.

En sus inicios, aquellas reacciones habían logrado afectarle. Durante su más tierna infancia, Adam había deseado ser como cualquier otro niño poder y compartir sus inquietudes con otras personas que no fuese el resto de cronistas. En la compañía había habido otras niñas y niños de su edad con los que había querido jugar o hablar. Desafortunadamente, aquella oportunidad nunca le había sido brindada. Para él había preparado un destino totalmente distinto al del resto, y tenía que actuar como el hombre que se había decidido que fuese. Así pues, muy a su pesar, Adam había crecido y madurado en compañía únicamente de la soledad y el resto de cronistas. Y había sido duro; Adam Merrick había pasado muchísimos periodos creyendo estar maldito, pero finalmente había aprendido a vivir con ello; y había sido entonces, cuando al fin había comprendido que era un cronista y que tenía que comportarse como tal, cuando, tímidamente, algunos habían empezado a dirigirse hacia él. Y no lo habían hecho por piedad como muchos habrían podido pensar; Adam aún era joven, pero no un niño. En realidad lo habían hecho por decisión propia. A veces como muestra de valentía o de sumisión, otras de admiración.

Adam disfrutaba pensando que él formaba parte de algo parecido a un ritual de hombría al que los chicos tenían que enfrentarse para poder ser considerados adultos. Con el paso del tiempo se había acostumbrado a permanecer horas y horas en silencio, solo y aislado, pensando en cuanto les rodeaba, pero tenía que admitir que aquellos momentos de contacto humano, si es que realmente se le podía denominar así, le divertían.

Y no era el único.

El miembro de los cronistas con el que mayor trato tenía Adam Merrick era  una mujer mayor que él llamada Diane Russ. Diane, al igual que la mayoría de los miembros de la compañía, llevaba menos de cuatro años con Carfax, pero desde el primer día se había mostrado como una gran visionaria cuyos ojos parecían ser capaces de ver caminos más allá de la niebla.

Diane Russ era una mujer valiente y de macabro humor negro a la que tan solo el fracaso parecía asustar. Desde su aparición en la orilla de un lago de aguas turbias, la compañía había hecho grandes avances. Carfax había conseguido ocho rifles y siete cuchillos nuevos gracias a la localización de una armería en lo alto de un desfiladero helado; varios excedentes alimenticios en forma de cereal molido y lentejas procedentes de un par de granjas cuya existencia duró apenas dos horas, y ropas nuevas y material médico suficiente para lograr sobrevivir al menos medio año más.

Obviamente, aquellos descubrimientos habían sido los más sonados, pues habían acontecido durante los dos primeros meses desde su aparición, pero no los únicos. Aunque con menos atino y, en según qué ocasiones, provocando auténticos conflictos armados con otras compañías para poder ser alcanzados, Diane había seguido guiando a la compañía en busca de nuevas localizaciones por todo el laberinto de niebla.

El último de los cronistas era un hombre de edad avanzada que hacía ya diez años que se había unido a la compañía llamado Zachary Frost. Zachary, ciego desde el primer día en el que fue encontrado de rodillas y cara a la pared en la entrada de las ruinas de lo que parecía ser un edificio de viviendas de cuatro plantas, había tenido auténticos problemas para acostumbrarse a la compañía. Su ceguera unida al habitual vacío que padecían los cronistas le había dificultado notablemente el poder encontrar su lugar, pero tras mucho esfuerzo por su parte y el apoyo incondicional de Barak Zane, finalmente había logrado convertirse en un miembro relativamente querido por todos.

Zachary Frost era un hombre débil. Su constitución frágil sumada a la ceguera había acabado por encerrarle en una litera portátil en la que, día tras día, viajaba anotando en un rollo de pergamino sin aparente final todo cuanto su mente captaba. Diane y Adam, los cuales habían desarrollado grandes lazos de amistad y reverencia hacia el anciano, solían relatarle con todo tipo de detalle todo cuanto sucedía a lo largo de la jornada, pero era en realidad su mente locuaz y dotada de una sorprendente agilidad la que diseñaba y recreaba el mundo a base de líneas y caracteres.

Zachary era, como a Diane le gustaba decir, el cerebro de Carfax; la maquinaría perfecta que, oculta en las profundidades de la bestia, analizaba y daba respuesta a todo cuanto sucedía a su alrededor a través de los estímulos que tanto los ojos de Diane, el corazón de Barak Zane, y el instinto de Adam, le proporcionaban. Y aunque unidas las mentes de los cronistas se conformaba la gran compañía devoradora y conquistadora que era Carfax, ellos siempre permanecían al margen.

Zane, como líder y señor de Carfax, viajaba en la punta de la lanza, marcando el paso de sus hombres. Diane y Adam, guías y guardianes, se movían por toda la columna, expectantes y a la espera del inminente y siempre presente peligro. Finalmente, Zachary, incapacitado para tanto movimiento, viajaba al final, cerraba la marcha. Y así transcurrían los días, uno tras otro. Días en los que no había ni inicio ni final, pues la niebla siempre era densa y constante, ni tampoco ni ayer ni mañana. Vivían, tal y como Adam solía decir, atrapados en el día cero de su existencia. Un día que había empezado el instante de su aparición y que, con todo pronóstico, acabaría en el momento de su muerte.

—Alto —exclamó Zane Barak desde el inicio de la columna con su tan característica voz metálica.

Después de horas de infinita caminada a través de la densa niebla blanca de aquella jornada, el cansancio acumulado en los miembros de la compañía había obligado a hacer un alto.

Adam, que se encontraba en aquellos momentos a la altura del grupo de mujeres que cuidaba de los niños, se detuvo al instante, obediente. Apartó ligeramente el pliegue de la capucha que le cubría los ojos negros para poder ver mejor, y barrió su alrededor con la mirada. Como un solo ser, todos aquellos miembros que la niebla le permitía ver, se habían parado.

Varios metros por delante, Diane también se detuvo para estudiar con detenimiento cuanto les rodeaba. La niebla era demasiado densa como para poder ver el camino a través del cual se habían estado moviendo hasta entonces, pero se creía capaz de poder rastrearlo. Extrajo del interior del bolsillo de su larga chaqueta de cuero negro una brújula sin aguja y la estudió. Era un gesto instintivo y sin utilidad real, pues únicamente se veía la esfera y los puntos cardinales inscritos en su superficie, pero le servía para relajar los músculos en momentos en los que, como aquél, sentía estar rozando peligrosamente el fracaso.

—Acampemos —prosiguió Zane—. Descansaremos varias horas antes de reiniciar la marcha. Adam, rastrea la zona. Ember, prepara el perímetro; que tus hombres estén atentos ante cualquier posible asalto. Hasta que no tengamos información sobre esta posición no podremos bajar la guardia. Y tú, Deyr, revisa las provisiones y repártelas. Erika, encárgate del carro. Diane, conmigo.

Desde el inicio de los tiempos, las funciones básicas para la supervivencia habían quedado en manos de los hombres más destacados; personas buenas y valientes cuyas habilidades les habían permitido abrirse paso hasta alcanzar el punto más alto de la cadena de mando dentro de su especialidad. Normalmente era el propio Zane quien los elegía, aunque en algunos casos ni tan siquiera era necesario. El potencial de éstos era tal que la propia compañía decidía alzarlos por encima de los otros y convertirlos en sus hombres de confianza.

Y aunque normalmente no se equivocaban en sus elecciones, de vez surgía alguna que otra excepción. Afortunadamente, la época de elecciones ya quedaban muy lejana en el tiempo, por lo que prácticamente nadie las recordaba. En la actualidad, Luther Ember y Erika Cooper contaban con la confianza de todos, y así sería hasta el final de sus días por méritos propios.

Siempre obediente, y tan efectivo como su propia naturaleza y la realidad le permitía, Adam volvió a calarse la capucha de su fina chaqueta blanca y se alejó entre la niebla. Por lo que él había podido ver, los hombres que ejercían aquel tipo de tareas en otras compañías solían vestir de oscuro. Aquellas vestimentas eran perfectas para las zonas en las que el terreno se volvía sólido y la realidad se licuaba en forma de universos extraños e indómitos. No obstante, bajo su punto de vista, las ropas negras resultaban auténticas trampas mortales para avanzar por la niebla. A lo largo de todo su periodo de existencia, él mismo había podido acabar con varios de aquellos fantasmas oscuros al ver su silueta aparecer entre la niebla, así que ni tan siquiera se lo planteaba a pesar de la insistencia del enemigo.

Adam achacaba aquella costumbre a la genética. Los hombres, aunque a muchos no les gustase aceptarlo, eran animales costumbristas. Si su memoria genética les marcaba que la oscuridad estaba asociada con el sigilo y el camuflaje, lo empleaban hasta el final de sus días a no ser que, como Adam, tuviesen algún tipo de revelación. Por suerte para él, muy pocos eran los que lograban alcanzar aquella idea. La supervivencia era dura, y en muchos casos apenas tenían el tiempo suficiente como para enfrentarse a tal dilema. Él, en cambio, solitario de profesión y huérfano de nacimiento, había tenido tiempo más que suficiente para reflexionar sobre aquella y muchas otras cuestiones.

Así pues, de nuevo oculto entre sus ropajes blancos y con los ojos abiertos para poder captar cualquier peligro, Adam se adentró en la niebla. Recorrió varios metros con pasos rápidos pero seguros hasta dejar atrás a la compañía, se descolgó por un abrupto desnivel de casi dos metros, y, una vez solo y rodeado únicamente de la potente blancura que la nada ofrecía, desenfundó su puñal.

Aunque no era el mejor explorador de la compañía, pues aquel mérito le pertenecía a Luther Ember y alguno de sus hombres, Adam era un hombre sigiloso que había mejorado notablemente su habilidad a lo largo de los años. Dotado de un cuerpo esbelto y una agilidad casi felina, el cronista se movía con fluidez sin generar sonido alguno. Era un hombre rápido, inteligente y calculador, pero demasiado osado. La valentía le exudaba por los poros en casi tan elevadas cantidades como la temeridad y la imprudencia, y más en momentos como aquél en el que, estando solo, no solo era su vida la que estaba en juego. Afortunadamente, la visión experta de su peculiar naturaleza le impedía dar pasos en falso puesto que, lo que no veían sus ojos, lo veía su mente.

En aquella ocasión, sin embargo, nada le esperaba en el laberinto de niebla salvo soledad y silencio. Algo bastante significativo, aunque no positivamente. Después de ocho jornadas de viaje, el seguir perdidos en la nada sin ningún tipo de señal ni encuentro era mala señal.

Muy mala señal.

Consciente de que regresar con las manos vacías intensificaría el sentimiento de culpabilidad de Diane Russ, precursora y guía en aquella odisea, Adam deambuló por los alrededores durante casi un par de horas. En su mente estaba la idea de poder encontrar algún lugar u objeto que pudiese apoyar su teoría de que aquel camino era el correcto, pero no había nada. Ni visiones lejanas de ruinas ni lagos; ni arboledas ni campos.

Absolutamente nada.

¿Significaría entonces que realmente que se habían embarcado en un viaje sin destino? ¿O simplemente que el Fabricante estaba jugando con ellos? Según le había explicado Zane y él había podido comprobar con sus propios ojos, la aparición de objetos y localizaciones marcaban el buen rumbo. Era, por así decirlo, el regalo que otorgaba el Fabricante a los buenos jugadores. Sin embargo, limitar sus oportunidades a aquel detalle era un error. Después de tanto tiempo de pérdida y confusión, no era de sorprender que el Fabricante empezase a jugar sucio con la compañía.

Alcanzada las dos horas de inspección, Adam regresó al campamento. Tal y como había ordenado Zane, Luther Ember había preparado un cordón de seguridad alrededor de las tiendas de campaña, así que Adam se vio obligado a identificarse ante un par de guardias mostrando la serpiente verde en forma de ocho que todos los miembros de Carfax tenían grabado en algún punto de su cuerpo. A continuación, sin intercambiar palabra alguna con ninguno de los miembros de seguridad, pues estos jamás lo habían hecho y, seguramente, jamás lo harían a no ser que fuese necesario, recorrió el perímetro hasta alcanzar las primeras tiendas blancas como la nieve.

El cansancio había recluido a los carfaxianos en sus hogares.

Tan silencioso como de costumbre, Adam fue abriéndose paso entre las tiendas cerradas, consciente de la mirada de los pocos que estaban aún despiertos, hasta alcanzar la única que tenía algo de color en su dorsal lateral: la de Zane. Saludó con un ligero ademán de cabeza cuya respuesta llegó en forma de tímida sonrisa a la mujer que vigilaba la puerta con un rifle entre las manos, Layssa Lane, y entró. Más allá del umbral, acomodados alrededor del único mueble que Barak Zane llevaba siempre consigo, una pequeña mesa de madera de roble de forma circular, estaba el líder y Diane.

Adam lanzó una fugaz mirada a su alrededor antes de acercarse. Normalmente la tienda de campaña de Zane servía como centro de operaciones. Allí se marcaba el camino a seguir y se impartían las órdenes necesarias para la supervivencia de la compañía, así que acostumbraba a estar repleta de gente que iba y venía transmitiendo los mensajes de su líder. En aquella ocasión, en cambio, ni tan siquiera Zachary Frost, el cuarto cronista, les acompañaba. Barak únicamente había hecho llamar a Diane, y por el modo en el que ésta contemplaba el suelo, entre furibunda y decepcionada, Adam imaginaba lo que acababa de suceder.

—Adam —saludó Barak. Entre manos sujetaba con firmeza un cuerno tallado en el interior del cual había un poco de la última botella de vino especiado que les quedaba de la antigua bodega abandonada localizada ocho meses atrás—. Me alegra ver que ya estás de vuelta. Si eres tan amable; Diane, ya hemos terminado.

Barak Zane era un hombre alto y robusto de anchas espaldas cuya sombra lograba proyectarse hasta cubrir a aquellos con los que dialogaba. Tenía el cabello largo y rubio entrecano, ondulado, la frente despejada y una recortada y siempre bien cuidada perilla que enmarcaba unos labios de expresión dura. Sus ojos, dos pequeñas gemas verdes de aspecto cansado, acostumbraban a mostrarse alerta e inquisitivas, aunque con el paso del tiempo habían empezado a perder fuerza. A pesar de ello, Barak Zane seguía resultando tan imponente como el primer día.

Diane Russ, en cambio, era una mujer de aspecto delicado y frágil que solía sujetar su larga melena negra en una trenza que le recorría toda la columna vertebral. Tenía los rasgos faciales algo aniñados, los ojos muy azules, de un color casi celeste, y el cuerpo esbelto y atlético de una mujer a la que el esfuerzo físico ha marcado su existencia. Era, como parecía gustarle decir a los más valientes de la compañía, la muñeca de Carfax.

Diane obedeció de inmediato a Zane. Se cubrió el rostro y el cabello con la capucha de su largo abrigo verde, y sin tan siquiera intercambiar una mirada con Adam, señal de compenetración bastante habitual entre ellos, abandonó la tienda.

Ya a solas, con un mal presentimiento recorriéndole las manos en forma de picor, Adam tomó asiento en el suelo con las piernas cruzadas junto a su líder y compañero.

—¿Qué has visto? —preguntó Zane con una mezcla de temor y deseo en los ojos—. ¿Hay algo ahí fuera?

Aunque Adam sabía lo que su señor quería escuchar, no tuvo más remedio que relatar con exactitud todo lo que había visto. Niebla, niebla y más niebla. Tal y como Barak y la propia Russ habían empezado a temer desde hacía unos días, parecía que se habían equivocado al elegir aquel rumbo.

Decepcionado ante su respuesta, Barak Zane se llevó de regreso los labios el cuerno para acabar la bebida de un largo sorbo. Sus antecesores le habían enseñado a guardar sus emociones para evitar así preocupar al resto de miembros de la compañía, pero en momentos como aquél le resultaba complicado.

—Me lo temía.

—No son buenos tiempos —admitió Adam—. Pero tampoco los peores. Hemos pasado por rachas complicadas. ¿Acaso ya no recuerdas aquellos meses en blanco que pasamos hace siete años? Fueron muy duros, pero aquí seguimos. Y fueron siete. Ahora hablamos de poco más de una semana.

Zane asintió con lentitud. Recordaba aquellos meses con especial tristeza. En aquel entonces habían muerto tantos hombres por inanición y enfermedad que para cuando al fin lograron encontrar el primer punto de encuentro tras ocho meses, Barak apenas conocía a ninguno de los miembros de la compañía. Sí, había sido muy duro, pero habían logrado sobrevivir. Sin embargo, en aquel entonces habían estado especialmente preparados. Antes de los meses en blanco, la compañía había pasado por una temporada especialmente buena en la que habían logrado conseguir todo tipo de suministros. Al parecer, el Fabricante había querido prepararlos para lo que les esperaba. No obstante, ahora la situación era totalmente distinta. Los suministros se estaban agotando, los hombres que les acompañaban no eran tan fuertes como los de antes, y los niños... ¿qué decir de los niños? Jamás habían contado con tantos. Había habido temporadas en los que habían llegado a reunir hasta diez, pero aquella era la primera vez que había treinta niños. ¡Treinta niños! Años atrás, la idea les habría parecido disparatada, pero en aquel entonces, con todas aquellas maravillosas criaturas a su lado, el mero hecho de imaginar la posibilidad de verles morir tal y como había pasado siete años atrás, era insufrible.

Treinta niños... ¿por qué les habría hecho el Fabricante aquel regalo si sabía que, poco después, sus vidas correrían peligro?

—No podemos permitirnos entrar en otro periodo en blanco, amigo —explicó Zane con tristeza—. No podríamos mantenernos. Hace siete años Carfax estaba conformada por hombres fuertes y sanos, e incluso así prácticamente todos murieron. Imagina ahora: todo es distinto.

—Lo es —admitió Adam.

Aunque tenía que admitir que los niños y el concepto extraño de familia que habían traído con ellos habían llegado a gustarle, Adam era consciente de que su aparición les había vuelto débiles. Los hombres ahora tenían personitas por las que luchar, y eso no les beneficiaba en absoluto. Demasiadas cargas. Demasiadas preocupaciones. ¿Y qué decir de todo aquel grupo de jóvenes que en vez de prepararse para convertirse en guerreros había optado por cuidar de las criaturas? Era duro decirlo, pero toda aquella gente se había convertido en un problema. De haber sido otra la realidad, aquel estilo de vida habría sido envidiable, pero dadas las circunstancias era totalmente inviable. Y a pesar de ello, existía. Había núcleos de hombres y mujeres que habían adoptado a aquellos chiquillos, y Zane lo consentía. ¿Acaso no había sido ése el error?

Adam sospechaba que la debilidad que provocaba en los hombres era el motivo por el cual jamás nacería un niño en aquella triste realidad. De vez en cuando aparecía uno, tal y como había pasado con él mismo, pero jamás nacían.

—Pero aún es pronto para pensar en ello —insistió Adam—. Últimamente todo ha ido demasiado bien; nos hemos mal acostumbrados. Debemos ser pacientes. Diane parecía muy convencida de que este era el camino correcto.

—Lo parecía —le secundó Zane—. Pero en los últimos días sus dudas han ido creciendo. No lo ha dicho abiertamente, y de hecho acaba de negármelo, pero lo noto en ella.

Diane no era una persona que dudase. Normalmente su visión del camino a seguir era amplia y detallada, por lo que en ningún momento durante el transcurso de la travesía llegaba a plantearse la posibilidad de estar equivocada. Además, las localizaciones y puntos de encuentro venían a ellos con sorprendente facilidad. Que ahora la duda aflorase en Diane era algo preocupante. Adam no lo había notado, pues cada vez que se cruzaban ésta se mostraba segura de sí misma y confiada, pero aquello no significaba nada. Aunque fuesen buenos amigos, cada cronista guardaba sus propios secretos.

—¿Qué debemos hacer entonces? —prosiguió Adam, empezando a barajar la posibilidad de que Barak estuviese en lo cierto—. Apenas tenemos provisiones.

—Lo sé, precisamente por ello he pedido a Erika que hiciese un recuento.

Adam había conocido a Erika Cooper seis años atrás cuando, en plena expedición se la había encontrado atrapada en mitad de un tiroteo entre dos compañías que aquella misma jornada serían erradicadas. Erika, que estaba oculta entre los escombros donde acontecía el enfrentamiento, no pertenecía a ninguna de ellas, por lo que Adam decidió rescatarla. La sacó del campo de batalla, y durante las tres jornadas que tardaron en regresar al campamento entablaron buena amistad. Ambos eran de la misma edad, y aunque ella seguía asustada y desconcertada ante su repentina aparición, ya dejaba entrever un carácter fuerte y una tenacidad que a Adam nunca pasaría por alto.

Lamentablemente, tres días después, tras la llegada al campamento, las cosas volvieron a su cauce habitual. Erika Cooper fue instruida como una carfaxiana más y la buena relación entre ellos desapareció.

—¿Y bien?

—Para sobrevivir dos semanas más tendremos que rebajar las raciones hasta un cincuenta por ciento, de lo contrario estaríamos hablando de poco más de cinco o seis días. Y si las cosas no mejoran para entonces... en fin, Adam, me veré obligado a pedírtelo de nuevo.

Adam asintió con lentitud. Carfax no era una compañía especialmente belicosa, pero en caso de desesperación no dudaba en alzar sus armas contra otros para robar sus suministros. No era algo que les gustase hacer, por supuesto, pues la suerte de unos marcaba la muerte de los otros, pero en caso de necesidad no lo dudaban.

De hecho, siete años atrás no dudaron en hacerlo. Adam preparó una trampa, y...

Un aullido silencioso quebró el hilo de sus pensamientos. El cronista parpadeó un par de veces, confuso ante lo que su mente captaba, y se puso en pie. Frente a él, con el rostro contraído en una mueca de tensión, Barak permanecía totalmente rígido, concentrado.

Ambos estaban captando algo; algo que les recorrió todo el cuerpo desde los pies hasta la cabeza atravesando antes la columna vertebral.

Algo que parpadeaba dentro de ellos con la fuerza de un huracán y que descargaba electricidad allí donde pasaba.

Algo que indicaba que estaba a punto de suceder algo muy grave.

Un segundo antes de que el suelo empezase a temblar presa de terribles sacudidas, Adam salió de la tienda y dio la señal de alarma. Sus ojos aún no podía captar qué estaba pasando, ni tampoco sus oídos ni ningún otro de sus sentidos, pero el peligro se estaba desatando a su alrededor y él podía percibirlo.

—¡¡Salid de las tiendas!! —ordenó a voz en grito—. ¡¡Salid de las...!!

Una brutal sacudida le hizo saltar por los aires al empezar a temblar el suelo bajo sus pies. Adam chocó contra uno de los mástiles de la tienda de mando y cayó de espaldas al suelo. Inmediatamente después, a su alrededor todo empezó a variar. Enormes estructuras negruzcas surgieron de las brechas abiertas en el suelo. La piedra se comprimía, y a su paso hacía saltar por los aires todo aquello que encontraba. Tiendas de campaña, bolsas, hogueras, hombres...

Alertado por el peligro y los gritos de todos los que, aterrados, huían del interior de sus hogares, Barak Zane salió justo de su tienda cuando un enorme pilar de piedra negra embistió  y lanzó por los aires la estructura que acababa de dejar atrás. El hombre corrió en pos de Adam, lo levantó del suelo con sus gruesas y fuertes manos, y juntos huyeron del terremoto que estaba asolando a la compañía.

Durante la huida, Zane pudo comprobar que prácticamente todos los carfaxianos habían logrado escapar a tiempo. Tras el grito inicial de Adam, Luther Ember y otros tantos miembros tanto de la guardia como del poblado habían empezado a sacar a las gentes de las tiendas y éstos, ya acostumbrados, habían actuado en consecuencia. O al menos lo había intentado.

La zona directamente afectada por el terremoto había quedado totalmente arrasada en apenas unos segundos.

Ya alejados del territorio cambiante, Zane soltó a Adam a los pies de otros tantos carfaxianos aterrorizados para poder comprobar qué estaba pasando. El suelo se movía y desquebrajaba con violencia tratando de dejar salir lo que nacía de su interior, y él quería saber qué era.

Necesitaba saberlo.

Los gemidos de la tierra y los chillidos de los aterrados carfaxianos más débiles no cesaron hasta pasados unos segundos. Finalizado el movimiento sísmico, la niebla se mezcló con la humarada de polvo levantado y, durante unos instantes, nadie pudo ver absolutamente nada. Aún en el suelo, Adam aprovechó aquellos segundos de aterrador silencio en el que los carfaxianos empezaban a aceptar su buena suerte al haber sobrevivido, para levantarse. No muy lejos de allí, con el rostro manchado de polvo y las manos cerradas en dos firmes puños se encontraba Diane Russ junto a Zachary, que yacía en una rudimentaria silla de ruedas. Ambos parecían estar aún en shock, aunque en el rostro de ella había algo más. ¿Quizás la sombra de una sonrisa? Aquel acontecimiento evidenciaba que no estaba equivocada, sin embargo, ¿cuántas vidas podría haberles costado?

Antes de poder llegar a planteárselo, Adam volvió la vista atrás. La humareda poco a poco se estaba disipando.

—Un edificio —exclamó Diane con sencillez siendo así la primera en comprender lo que se alzaba ante ellos—. Es un maldito edificio: ¿será posible que después de to...?

—¡¡Los niños!! —gritó alguien de repente—. ¿¡Donde están los niños!?

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