2 "Daniel, Joseph"

Despertó de súbito. Y al no reconocer el techo de granito blanco frente a sí, se preguntó dónde estaba. Quiso incorporarse, pero al intentarlo reveló un dolor agudo en todo el cuerpo, un malestar general.

Y sentir el entumecimiento de su pierna izquierda lo alertó.

Cuando a duras penas logró sentarse en la cama, observó donde estaba: una habitación rústica y acogedora a simple vista. Su intuición le indicó que era de día y descubriendo un reloj digital en la pared del frente, vio que eran las diez de la mañana de un día lunes tres de mayo. Al lado izquierdo de la habitación había un closet vacío cuyas puertas estaban abiertas, al lado de este se encontraba una puerta de madera abierta que daba a un living cuya puerta de entrada también se encontraba abierta. Vio los árboles a lo lejos.

Apretó la sábana que lo cubría contra su pecho, sintiendo frío.

Estaba en una cabaña en medio del bosque.

Sintió incertidumbre y miedo. Sintió también olor a café, mantequilla en pan amasado y un olor a sudor que al juntarlo con el rumor de un hacha talando dedujo provenía de una persona.

Miró la ventana a su izquierda, cubierta por un visillo blanco y una cortina roja. 

Se apoyó con sus brazos y se arrastró al borde de la cama, gimiendo de dolor en el acto. Cuando corrió la cortina y el visillo, apretó los ojos por la luz que por un momento dañó su retina. Cuando se acostumbró a la claridad de la mañana, miró el exterior: hacia el frente se extendía una zona llana de unos treinta metros y más allá el bosque. A la derecha estaba la otra parte de la casa y unos metros a la izquierda había un corral donde paseaban pollitos, gallinas y gallos, que picoteaban cáscaras de verduras y frutas en una fuente.

A unos veinte metros, había un hombre cortando leños. De él provenía el sudor y el olor que estaban haciendo enloquecer a su animal interior de excitación y curiosidad. Su parte animal nunca había sido especialmente sensata, por lo que como siempre sintió más emoción que miedo. Sin embargo, él sí sintió el miedo latente ante ese desconocido y la situación. Nunca había contemplado tan fuertemente la posibilidad de ser la víctima protagonista de un capítulo de Mea Culpa.

Abrió los ojos con impresión cuando observó al hombre bifurcar únicamente con sus brazos un tronco más grueso que su propio contorno a simple vista. Acto seguido, se limpió el sudor de su frente con un guante, levantó la cabeza en su dirección y lo miró.

Ambos se quedaron pasmados. 

El hombre en el bosque pareció sorprenderse mucho. El que se encontraba en cama sintió el impulso de saludarle con su mano, pero al intentarlo se contrajo por una punzada en su pecho que lo hizo desplomarse otra vez. 

Momentos después, sintió unas pisadas rodear la casa y luego vio al hombre entrar por la puerta principal cargando como diez leños en sus brazos que dejó en el living al lado de una estufa negra. Luego desapareció de su vista otra vez y escuchó una llave abrirse y unas manos lavarse. 

Comenzó a incorporarse otra vez, haciendo acopio de todas sus fuerzas. Los dolores eran tan agudos que ni siquiera podía definir con claridad sus procedencias.

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre cuando entró a la pieza, situándose frente a la cama.

El postrado volvió a quedarse pasmado y lo invadió una oleada de timidez.

Confiar. Confiemos.

Asintió, intentando mantener un rostro sereno.

—¿Tu pie? —El hombre apuntó la parte baja de la cama—. ¿Está bien?

El contrario volvió a asentir. Sin estar realmente seguro de si su pie estaba bien.

—Disculpe, estoy... muy confundido y perdido. ¿Dónde estoy?, ¿qué me pasó?

—El jueves lo encontré en la entrada de mi territorio siendo atacado por unos lobos. Como le vi tan herido lo traje aquí, esta es mi casa. —Mientras le explicaba, se sentó en una silla de mimbre al lado de la ventana a los pies de la cama—. Un médico amigo mío lo vio y curó. Había estado esperando a que despierte. ¿Recuerda?

—Sí... Me corretearon, me acuerdo. Perdone, en ese momento no me di cuenta que había entrado a su territorio.

El hombre asintió indiferente y se paró.

—¿Cómo te llamas por cierto?

—¿Ah...? —Un gemido escapó de los labios del chico, quien al levantar la cabeza vio el rostro del hombre más de cerca. Se sentía abrumado por su fuerte presencia—. ¡Dani! —reaccionó—. Daniel Pérez... Carola.

—Joseph Chauhan Cordero. Soy un lobo Yukón negro —se presentó de igual manera el hombre.

—Soy quiltro —dijo Daniel—. O sea un perro quiltro —se corrigió, sacudió la cabeza y sonrió—. Mestizo... No tengo...

—Comprendo.

Se calló.

Joseph le estiró su mano. Daniel se la estrechó, sintiendo un hormigueo recorrerlo en el acto.

—Hola... —dijo Daniel por inercia y volvió a sonreír.

—Hola.

Joseph carraspeó al separarse, abrumado también por la presencia y el olor dulzón del joven. Un olor ordinario tremendamente empalagoso que en su garganta se sentía como un concentrado de glucosa.

—¿Quieres comer algo?

Daniel sintió estar abusando de la hospitalidad del hombre, pero impulsivamente asintió, sintiendo su estómago vacío clamar un pedazito de pan amasado.

(...)

Daniel estaba encantado.

Joseph le ayudó a ir hasta el baño y mientras él hacía sus necesidades, le preparó comida: un café y un pan amasado con mantequilla y queso. Puso aquello en una bandeja donde también agregó un paquete de galletas Criollitas. Cuando iba a llevar la bandeja a la pieza y lo vio a mitad del pasillo agarrándose de las paredes para avanzar, dejó la bandeja en el comedor y fue a ayudarle a llevarlo a la pieza otra vez. Entonces, Daniel le preguntó si podía comer en la mesa. Joseph estuvo a punto de oponerse, puesto que debía descansar, pero finalmente no interfirió en su petición. Lo dejó sentado en una silla, Daniel le agradeció por la comida y comenzó a comer con ganas. Ahí, Joseph le dio más detalles sobre el incidente y las heridas más graves que el doctor le había tratado. Fue cuando, analizando su cuerpo —vestido con prendas que Joseph le había prestado—, vio cardenales y rasguños en sus brazos, piernas, pecho, cuello y la cicatriz de la intravenosa para el suero que supo solo hasta anteanoche le había estado suministrando Joseph. Este también le informó que había recogido las cosas de su mochila que habían quedado desperdigadas durante el ataque.

Cuando Daniel la tuvo en sus manos, sacó de uno de los bolsillos externos una pequeña bolsita transparente de la cual extrajo un piercing en forma de herradura con dos bolitas que se prendió en la parte superior del cartílago de su oreja derecha.

Asqueroso.

Joseph se removió en su lugar, apartando la mirada. Daniel continuó comiendo con mucho ánimo.

El hombre tenía muchas preguntas: de dónde era, cómo es que había ido a parar allá, a dónde iba, pero decidió no saturar a su huésped con ellas, no demostrarle tanto interés ni desconfianza. Aparte, él también estaba asimilando todo aún, y honestamente, se sentía incómodo. Le informó a Daniel que tenía que volver al trabajo. Fue a buscar sus guantes que había dejado en la cocina —un espacio abierto al lado de la estufa a leña— y salió por la puerta principal.

Daniel se halló solo. El dolor había disminuido, pero su pie izquierdo que se encontraba completamente vendado le picaba mucho. Curioso, comenzó a ver todo a su alrededor. En el living había muchas decoraciones, artesanías y esculturas de todos tipos, formas, colores, materiales, tamaños y culturas, las cuales no concordaban en nada entre sí, creando un divertido contraste. En un gran aparador donde había una reliquia de televisor viejo de perillas, se encontraba una delicada figurita de hada de porcelana, y a su lado un Indio Pícaro tallado en madera con su característica sonrisa burlona.

En las vigas entrecruzadas del techo había pegadas postales, chapas, pegatinas y una peculiar colección de señales de tránsito y carteles en muchos idiomas. Al fondo, al lado izquierdo de una gran ventana encima de otro sillón, había un librero inmenso que por su diseño diagonal y la cantidad descomunal de libros que tenía parecía estarse derrumbando.

Pero sin duda, lo que más le llamó la atención e impresionó a Daniel, algo que incluso lo impulsó a levantarse y avanzar cojeando para ir a verlo al lado derecho de la ventana, fue una gran colección de gorros.

Eran más que nada jockeys. Todos superpuestos sobre otros, agarrados de cinco cuerdas a lo largo de toda la pared. Destacaban algunos gorros de pescadores y viseras de golf. Había unos viejos raídos y otros que tenían hasta la etiqueta. El que más le gustó, fue uno morado con la palabra Nashville en letras amarillas y cuya parte de la visera estaba un poco deshilachada, cosa que a los ojos de Daniel lo hacía ver más bacán aún.

Joseph desde afuera lo vio chusmeando su colección. Primero se sintió irritado por el hecho de que estuviera caminando, luego se le subió el ego. La mirada del chico reflejaba admiración.

Sin embargo, el lobo no estaba nada feliz.

Intruso.

Joseph hizo amago de volver a su labor de lijar la madera, pero impulsivamente volvió la vista a la ventana, y observó al desconocido (ahora no tan desconocido) detenidamente. Lo percibió delgaducho, de piel morena pero pálida y mirada inquieta. Su rostro era fino y alargado, donde destacaba una nariz también fina con el tabique pronunciado. Pelo y ojos castaños. Había cierto brillo en ellos y una manera en la que no cerraba la boca que lo hacía parecer... parecer...

«Una persona con capacidades mentales reducidas», se dijo.

Retardado, opinó el lobo.

Jugaba mucho con su lengua y se quedaba pegado mirando las cosas haciendo una "o" con la boca torcida. Le recordaba a esas personas del hospital que están sedadas o en un estado crítico. O a un niño perdido. Pero perdido hace muchísimo tiempo. O... a un perro abandonado de la calle.

Ladrón. Flaite.

«Deja de usar ese calificativo estúpido», regañó Joseph al lobo.

Y justo en ese momento, Joseph sintió cosquillas en el estómago. Algo. Una cosita. Una cosita que se extendió hasta su pecho. Aquel bolo glutinoso que había estado sintiendo desde el jueves en la garganta bajó y se extendió por su interior. Su piel se erizó. Suspiró y apartó la vista. 

Se disculpó con el lobo, quién orgulloso, intentaba reprimir el cosquilleo en su ser e ignorar el despertar del deseo que tenía de transformarse, ir donde Daniel y olfatearlo entero.

Pobre. Andrajoso. Hediondo. Y... ¡Y apuesto a que es zurdo!

Joseph sonrió divertido. Nunca había entendido por qué el lobo había salido tan pesado. A veces no sabía si compartía su consciencia con un lobo feroz o un viejito pinochetista.

—Ciérrate el hocico —le gruñó en voz baja.

Y el lobo, incapaz de ver más allá de su ego, se rio interiormente, pues pensó que las palabras iban dirigidas a Daniel, quien en ese momento se había sentado en el sillón para rascarse por encima de la venda. Ya no aguantaba la picazón.

Sentía como si su pie se quemara por dentro.


𓃥 𓃦


No duden en consultar cualquier cosa que no entiendan de este o futuros capítulos. Aprovecho de decir que creo que el siguiente lo publicaré antes del próximo viernes 🤔

Muchas gracias por leer ♡

—Dolly

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