17 "Transformación"
Después de levantar la mesa, salieron al exterior del lado izquierdo de la casa.
Cuando estuvieron parados frente al otro, Daniel se quedó pensativo.
—Vale —dijo y tragó saliva—. Ummm...
—¿No te tienes que sacar la argollita? —le preguntó Joseph mientras desabrochaba los botones de su camisa.
—¡Oh!, ¡sí! Gracias por recordarme —dijo Daniel exaltado y sacó el piercing de su cartílago.
A continuación suspiró. Debía superar la vergüenza ahora o nunca.
Se desabrochó el botón del jean y bajó el cierre, luego se quitó la polera blanca que traía, enredándose un poco en el acto. De inmediato sintió frío y la mirada de Joseph en su cuerpo.
Tomó aire y lo más rápido que pudo se terminó de sacar sus prendas inferiores, y se transformó.
Transformarse era... cómo despertar. Y algo mareante. La visión se tornaba mucho más baja, pero el mundo parecía expandirse inmensamente.
De inmediato sintió el tacto de la tierra con las almohadillas de sus patas; escuchó el crujir de millones de hojas, percibió el olor a humedad del musgo trepando por las cortezas; observó a los estimulantes bichitos que se arrastraban, escarbaban y volaban a su alrededor y percibió las luces y las sombras mil veces más fuertes. Siempre le costaba acostumbrarse a todo esto, por eso casi no prestó atención al conocido dolor de cabeza del principio.
Al cabo de unos segundos, levantó su pata trasera izquierda y se desprendió del pantalón que aún tenía medio enganchado. Bostezó, gimoteando en el acto de abrir ampliamente su hocico, estiró sus patas delanteras y las flexionó levantando sus cuartos traseros. Finalmente se sacudió liberando estrés y tintineó sus orejas. La luz aún le molestaba, pero se acostumbraría.
Levantó la vista y lo vio.
Inmediatamente metió la cola entre las patas, se encogió y se alejó por inercia.
El lobo era...
«Majestuoso», pensó Daniel.
Grande y pesado, de pelaje denso y negro azabache, parecía tener una gran melena que le rodeaba el cuello y tenía unos ojos verdes brillantes.
El perro era...
«Pues, chico», se dijo Joseph. Capu era mediano, de pelaje al ras blanco con manchas color beige, y con un hocico pequeño y más menos alargado. «Probablemente tiene descendencia terrier de alguna parte». Aún entre las patas, la cola no la paraba quieta. Sus ojos eran casi completamente cafés y tenía una mirada perruna irresistible.
El lobo tomó conciencia. Y bufó enfocando directamente a Capu con sus ojos, acercándose con suma lentitud.
Capuchino volvió a retroceder y se puso alerta. De hecho, rápidamente buscó con la mirada hacia dónde podría huir.
Pero el caso no se dio.
Estuvieron unos minutos así. Moviéndose en torno al otro. Capu con cautela, sin poder ocultar su miedo. El lobo con resignación, sumo autocontrol, y enfado al estar siendo obligado por Joseph a comportarse. No había cosa que más odiara el lobo que sentirse domesticado.
Hasta que en cierto momento, Capu se quedó quieto, temblando y alerta a lanzar la primera mordida. El lobo lo olfateó, rodeándolo desde atrás, y comenzó a hacerse una idea de la criatura. No cabía duda en que le molestaba su presencia, pero, había algo estimulante en ella.
Es que... era tan pequeño y vulnerable.
Sintió la inmediata convicción de que nunca le podría hacer nada. De que aquel macho no supondría nunca amenaza alguna.
Justamente aquella superioridad que identificó fue lo que lo sació y detuvo de intimidarlo.
Capuchino siguió con la mirada al lobo, quién seguía mirando fija y atentamente su cuerpo. Daniel, desesperado dentro de la consciencia del perro, le pedía a este que se calmara e intentara controlar esas feromonas que delataban toda su inquietud.
El lobo lo olió más de cerca, rozando su nariz con el pelaje de su cruz. Por la impresión, el perro se corrió hacia la izquierda súbitamente.
El lobo bufó. Y entonces, decidió quedarse quieto frente al perro y dejar que este lo olfateara.
Muy lentamente, Capu fue acercando su hocico al lobo, quién gruñó profundamente.
Demasiado cerca.
«Vamos. Por favor», rogó Joseph a su animal.
El lobo, resignado, se irguió y se acercó nuevamente al perro, que se había alejado asustado. Se sentó derecho frente a Capu, y de esa manera, se olieron.
A Capuchino le gustó el aroma del lobo. Y aunque nunca lo reconocería, al lobo también le gustó el olor dulzón que emanaba del quiltro. Que era como... leche.
Té con leche.
O pan con leche.
O sémola de leche.
«Avena con leche. Eso es», dijo Joseph.
En cuanto al lobo, este era... el bosque.
Carbón, pino, eucalipto, boldo, y ese aromático limón.
La cola de Capu comenzó a menearse animadamente, contento, pues la combinación lo hizo sentir feliz.
Olió el pecho del lobo y quiso seguir más abajo en su estómago.
Ese fue el límite.
El animal gruñó y en un santiamén agarró del cogote al perro con sus fauces, derribándolo. El can sollozó cuando intentó librarse. Y a continuación, hizo algo que a Joseph, quién estaba preparándose para transformarse y pedirle perdón a Daniel, le causó demasiada extrañeza...
Se echó de espaldas.
Adoptó una pose de completa sumisión ante el lobo, que ya lo había soltado.
Aún en esa posición, Capu agitó las patas y el lobo, internamente avergonzado, agachó la cabeza y apartó la vista. Estaba muy confundido. Pero también agradecido de no haberle hecho daño al pequeño. Aparte, con esto había comprendido que el perro lo respetaba y veía como su superior, justo como quería.
(...)
Volvieron del bosque a mediodía. Capu había seguido al lobo todo el tiempo, quien lo llevó por senderos que él había creado desde que vivía en el bosque. El bosque era tan espeso que el suelo parecía ser acolchado por la abundante vegetación que lo cubría. No se encontraron con nadie ni nada. En un momento, pararon para beber agua de una pequeña vertiente que desembocaba en el lago que Capu ya conocía. En ese lugar, el perro aprovechó para correr y jugar, mientras el lobo descansaba.
Por más que Capu intentó animar al lobo a que corriera con él o subieran por unos roqueríos que le causaban mucha curiosidad, el lobo se mantuvo reacio.
Y en cierta ocasión, lo volvió a morder.
Joseph simplemente no podía controlar estos impulsos.
Pasó cuando en un momento el perro se acercó y frotó amistosa y cariñosamente su cabeza en el cuello del lobo, queriendo impregnarse de su olor.
Después de esa segunda mordida, Capu comprendió que no debía acercarse al lobo, tomó distancia de él y lo siguió tranquilo por el bosque un metro más atrás.
(...)
Daniel se encontraba sentado en el sillón al fondo del living, viendo por la ventana el atardecer nublado y azul que se extendía más allá de las montañas. Tenía sus piernas abrazadas y tenía sobrepuesto su poncho rojo. Pensaba. Recordaba. Lamentaba. Pero suspiraba. En el fondo estaba bien, y es que la paz y seguridad de la cabaña lo mantenían sereno.
Pensaba en su tío Gastón, que en ese mismo momento debía estar esperándolo, rezando para que lo encontrase. Daniel a su vez rezaba porque estuviera cerca. O al menos no tan lejos.
O al menos vivo.
Pensaba en el sueño de esa mañana, que aún lo hacía sonrojar cada vez que lo recordaba. Besar a Muriel se había sentido muy real. Pensaba en él también, lo cual lo hacía sentir un dolor latente en su corazón, y preguntas. Miles de preguntas.
¿Por qué lo había mordido?
¿Por qué haría algo así?
¿Por qué había sido tan malo?
¿Por qué él aparecía en sus sueños ahora también?
¿Por qué en el sueño le decía que se alejara de Joseph?
En ese instante, a Daniel se le ocurrió que la muerte quizá había sido el castigo que le había puesto Dios a él. O quien sea que mande las condenas por esa clase de delitos. Sin embargo, ese acto también había encadenado a Daniel al mismo destino. Por lo que esa no era justicia. Esas no eran leyes de la vida.
«Pero las leyes nunca han sido justas para mí. Ni lo fueron para mi familia. No aplicaban. No aplican y nunca aplicarán», pensó, y se frustró.
También, en parte estaba aterrado. Siempre le había aterrado la muerte y el dolor tanto físico como psicológico. Lo cual es irónico, porque eran tres cosas que siempre lo habían rodeado. Su vida se basaba en eso. En rehuir o sobrellevar esas cosas.
«Debería estar acostumbrado y haber forjado una personalidad brava».
Pero Daniel aunque era valiente y temerario, aún así era más débil que los demás. Y frente a eso no podía hacer mucho.
Justamente esto era lo que Joseph quería trabajar.
Él nunca había tenido material de profesor o algo parecido, nunca se había interesado por la pedagogía, pero en ese instante, sentía el impulso de enseñar, de hacerle ver el potencial que tenía dentro de sí. Lo fuerte que podía ser. Otra cosa que nunca le diría a Daniel, pero sí se lo demostraría. Haría que él mismo se diera cuenta.
"Y un día se verá a sí mismo y no tendrá miedo".
Y si ese es su último día... Qué valdrá, interfirió el lobo en su consciencia.
«Perdón Capu, perdón estar teniendo tanto miedo y desconfianza», pensó Daniel, mientras acariciaba con sus dedos la marca de vinculación de Muriel en su pie descalzo.
Justo en ese momento Joseph salió del umbral del pasillo. Al sentirlo, Daniel se volvió y sonrió débilmente. El hombre se acercó y se sentó en el otro extremo del sillón.
—¿Estás bien? —preguntó al joven como quien realmente no está interesado en saber si estás bien.
Daniel no respondió, estaba demasiado sumergido en sus pensamientos y sentía que si hablaba lloraría.
—¿Qué pasa? —susurró Joseph.
—Estaba pensando —murmuró Daniel, reaccionando después de unos segundos, su rostro estaba serio y relajado—, que si el lunes todo sale bien, me podría comprar un auto y quedarme en la montaña para estar con mi tío. —Dirigió la vista hacía Joseph.
Éste apartó la suya con rapidez, pero naturalidad. Esas grandes pupilas perrunas le hacían mal.
—No tiene por qué ser una de esas casas rodantes —sonrió Daniel, volviendo la vista otra vez hacia la ventana y el bosque—. Pero podría ser una mini furgoneta. Y compraría una de esas cocinillas eléctricas y guardaría mis cosas... Me va a sobrar mucho espacio probablemente.
Joseph quiso decirle que era una idea absurda y que seguía sin entender el afán de Daniel por esa estúpida montaña, pues la posibilidad de que realmente estuviera su tío allí, era remota. También quiso preguntarle, o más bien se preguntó a él mismo si acaso tenía dinero para algo así.
Pero no dijo nada de esto, no quería entristecer y desanimar a Daniel más de lo que ya estaba.
—Espero que todo salga bien.
Daniel sonrió y agradeció a Joseph por querer acompañarlo otra vez.
El lobo estaba feliz de que por fin planease irse. Joseph estaba preocupado por Daniel. El lobo era un mentiroso.
Joseph siempre cambiaba el significado de las palabras. No podía simplemente aceptar que no quería que se fuera.
—¿Joseph?
El aludido arqueó las cejas, al tiempo en que levantaba sus lentes de descanso arriba de la cabeza.
—¿Pongo la mesa para que tomemos once juntos?
Asintió. Le había leído el pensamiento, puesto que justamente le quería pedir eso.
Daniel se deslizó hacia el borde del sillón e hizo amago de pararse, pero una mano que se sintió como una garra en el cuello de la camisa que traía, se lo impidió.
Se quedó quieto, sintiendo como un sudor frío comenzaba a secretarse por sus poros. Joseph se había acercado y tirado la camisa hasta descubrir su hombro izquierdo.
Pasó uno de sus dedos por la costra que se había hecho por la segunda mordida de su lobo durante la tarde. Daniel tragó saliva, y sonrió nervioso.
—Perdón por eso.
—Ni me acordaba... Y no te disculpes por él. De hecho el que debería disculparse soy yo, por invadir su espacio e incomodarlo.
Joseph quitó sus manos, dejando bien acomodado el cuello de la camisa.
—Perdón... lobito.
—Dice que si le vuelves a decir lobito te va a machucar entero.
Daniel soltó una carcajada.
—No es mi culpa que tu animal no tenga nombre.
Joseph sonrió de lado.
Durante la once, estuvieron buscando un nombre para el lobo.
—Negro —propuso Daniel.
—¿Negro?
Daniel silbó hacia el living, como si llamara a alguien.
—¡Eh! ¡Negro! ¡Dentrate!
Joseph hizo una cara de disgusto que hizo a Daniel reír.
—Como sea, no nos gusta.
—¡Cola mechá!
Joseph frunció el ceño.
—¿Qué wea'?
Daniel se volvió a reír.
—Es que tu cola es como la carne mechada, tienes como rastas —explicó el joven.
Joseph quiso mirarlo con seriedad, pero sus comisuras elevadas lo delataron.
Daniel se carcajeó otra vez.
—¿Andas chistosito?
Aquello le dio más risa a Daniel. Volvió su vista al té y comenzó a jugar con el hilito de este.
—¿No te decían de ninguna manera cuando eras chico?
Joseph se quedó pensando.
—Pues no.
Daniel se tomó el último sorbo de té.
—Mi abuela nada más... Me decía Josi, pero por abreviar nada más... Ya sabes, de cariño.
Después de unos segundos, ambos se miraron, con los ojos bien abiertos.
Y así fue como desde ese momento, fueron Daniel y Joseph. Y Capu y Josi.
(...)
—Hey Daniel, te recuerdo que mañana temprano vienen Oscar y sus niños, para que descanses bien —dijo Joseph cuando salió del baño después de lavarse los dientes—. Muchas gracias por lavar los platos —dijo en un bostezo—. Buenas noches.
—No es nada —sonrió Daniel—. Buenas noches.
Daniel se quedó solo en la cocina. Terminó de enjuagar los últimos cubiertos, se secó las manos con un mantel y comenzó a apagar las luces. Cuando apagó la del living, recordó algo que lo hizo pararse en seco.
"Él tiene una pistola detrás de la tele".
Tragó saliva. Sabía que había sido un sueño, pero lo convincente que se había oído Muriel al susurrar aquello en su oído aún lo hacía estremecer.
Pero... ¿y si no solamente había sido un sueño extraño? ¿Y si Muriel se había comunicado con él? ¿Era posible?
Daniel sintió un temblor recorrer su espinazo. Capu sollozó por lo bajo en su conciencia.
Comenzó a caminar lentamente en dirección al mueble tipo cómoda de la tele, un plasma de unas cuarenta y tres pulgadas sobre un pañito a crochet.
Revisaría para tranquilizarse, para convencerse de que solo había sido un sueño y todo estaba bien.
Movió el plasma hacia un lado con suma delicadeza, para no hacer ruido. Detrás de este, observó los cables de la tele, unos cuantos casetes acumulados y una hoja con el nombre y la clave del wi-fi sobre una caja mediana, tipo cofre, color azul.
«Todo está bien...», se dijo a sí mismo, mientras tomaba la tapa de la caja con su dedo pulgar y el índice, sujetando superficialmente la hoja.
La abrió por completo.
Miró.
Y dejó escapar un jadeo de pavor. El cual contuvo al final, cortando su respiración. Sintió un retorcijón en el estómago y ardor en sus ojos, al tener estos abiertos de par en par.
"Estemos muertos los dos... Pégate un tiro... Él tiene una pistola detrás de la tele...", continuó recordando.
Dentro del cofre azul, había un revólver Magnum con armazón de cuero negro, el cual Daniel se quedó mirando unos segundos. Inmóvil.
Hasta que volvió a respirar.
Dejó todo en su lugar, fue al baño a lavarse los dientes y se acostó. Pensando en el proceso de todo eso... en que Muriel realmente le había hablado a través de un sueño. La señal había sido clara, y la había comprobado.
Lo estaba incitando a estar muerto.
Le había advertido sobre Joseph.
Y si se había podido comunicar con él...
Quizá el sueño con su tío había sido lo mismo.
Pensar aquello lo hizo sentir una ráfaga de felicidad y alivio por un momento.
Solo un momento. Porque el recuerdo de los dos diciéndole que se alejara de Joseph invadió su mente.
Sintió miedo ante la duda.
«¿Y si realmente debo alejarme?».
No... Dani... No, Joseph, bueno... Joseph, calor, se exaltó Capu de inmediato.
«Yo... yo sé...», lo tranquilizó Daniel.
Estaba realmente asustado. Y angustiado.
Pero... observó la tenue luz del calefactor eléctrico a unos metros de la cama, que seguía encendido. El cual Joseph había llevado a la habitación minutos antes para que se temperara y Daniel no se resfriara.
Recordó su manos.
Su mano. En su cintura aquella mañana, junto a su mirada aparentemente desinteresada, pero atenta. Tan compasiva.
Bueno... Bueno...
«Yo sé...».
—Yo sé —susurró Daniel acurrucándose con las tapas, aún intrigado por todo, pero tranquilo.
𓃥 𓃦
HOOLAAA, ¿CÓMO ESTÁN?
¡Muchas gracias por leer!, espero que estén bien y esté siendo un buen fin de año 💌
—Dolly
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