Me sentía débil y pesada, tenía frío y dolor por todo el cuerpo, pero lo peor fue que me empezaron a dar arcadas por tener un tubo metido por el gaznate. Para colmo, estaba rodeada de gente vestida con túnicas raras, que decían cosas todavía más raras muy rápido y casi gritando.

Me dio un ataque de pánico y ya pensaba que Agarés me había timado y me había enviado a una sala de torturas experimental, cuando me sacaron el tubo de la garganta y pude toser a gusto y respirar por mi cuenta. Me colocaron de lado y alcancé a escuchar que me decían que estaba bien, que estaba a salvo, que estaba en un hospital. Que estaba viva.

No fui capaz de responder, no recordaba cómo se hablaba teniendo un cuerpo carnal que mover. Me llevaron en camilla hasta una habitación más calmada, pero igual de fría. Poco a poco, me fueron quitando cables, vías y demás trastos médicos. Por suerte, captaron rápido algunos de mis problemas con el ambiente y bajaron la intensidad de las luces y trajeron calefactores para caldear la estancia.

Yo tocaba las sábanas y se me hacían ásperas y heladas, el aire era demasiado grueso y estaba claro que las luces blancas me herían tras haberme acostumbrado a las penumbras del Infierno.

Descubrí que mi problema para hablar era que se me había olvidado cómo tenía que mover la boca, la lengua y una zona indefinida de la garganta, vamos, las cuerdas vocales. Los médicos barajaron las posibilidades de que el tubo que me había proporcionado aire me hubiera dañado las cuerdas vocales, o que el trauma me hubiera provocado una afasia psicosomática, es decir, que mi mente le hiciera la puñeta a mi cuerpo dejándome muda. Esa segunda teoría ganó fuerza cuando descubrieron que tampoco sabía escribir, comer con cubiertos, ¡ni siquiera caminar!

Fue muy frustrante pasar horas sentada en la cama, volviendo a aprender cómo coger un tenedor, mover un lápiz para hacer algo más que garabatos o vocalizar algo con sentido.

Parecía ser que volvía a estar viva. Y era una mierda.

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