Capítulo 46 - Estrellas fugaces
No os he hablado del cielo del Infierno, que así dicho suena contradictorio, jaja. Estaba teñido de distintos tonos de rojo, púrpura y gris, que iban variando de zona cíclicamente, dando la impresión de que pasaban los días. Si te quedabas mirando un buen raro, en cambio, empezabas a ver que en realidad aquello era una especie de gigantesca caverna de altísimo techo enturviado por vapores sulfurosos.
Y estaba yo mirando este cielo carmesí como un amanecer sangriento, cuando vi caer lo que identifiqué como estrellas fugaces, porque qué otra cosa podría ser.
–Caprice, termina de despedirte de ellos –me indicó Sebastian–. Y ven conmigo.
Me despedí de mis amigos y los dejé con los instrumentos intercambiados. Me esperaba que el demonio me llevara al salón en el que aparecí, o al del espejo, pero me guio al interior de una zona de la que me había mantenido apartada hasta entonces y de la que sólo había podido entrever algunos horrores: las mazmorras de torturas. Allí estaba la Duquesa, o Duque, no lo tengo claro, porque, enfundada, o embuchado, en en un mono de cuero negro que iba a juego con las cadenas y grilletes, estaba en una fase intermedia. Y creo que la gente que colgaba de las muñecas no le importaba mucho si era una "ella" o un "él", sólo cuánto tenían que rogar para que dejara de hacerles daño. Estaban todos: mis padres adoptivos, la señora de las perlas, el mayordomo, el que me había querido trinchar por segunda vez y el resto de la secta.
–Ah, Caprice, estás aquí –exclamó la... el... Agarés, dejando de latigarlos un momento.
–Caprice... perdónanos... –gimió la mujer que me había sacado del orfanato.
–¿Qué, lo haces? –propuso Agarés–. Porque, si lo haces y te sale de corazón, de un plumazo les quitarás una buena tajada de años de condena –advirtió a continuación.
Yo los miré como si fueran longanizas sin curar, rosadas y ensangrentadas en muchas partes. Estaba claro que sufrían y que más lo harían en cuanto yo me marchara y Agarés y Sebastian dejaran de comportarse civilizadamente.
–Por favor... –insistió el que había firmado para ser mi padre adoptivo.
–¿No vas a decir nada? –preguntó Agarés–. ¿Tanto te ha impactado verlos?
–Sí... –murmuré apartando la vista de las longanizas dolientes–. Por favor –me dirigí a Agarés, que enarcó las cejas–. Quiero que se lo pasen mejor que yo en su fiesta –añadí con falsa dulzura.
Tras un instante de sorpresa por lo retorcido de mis palabras, Agarés amplió la sonrisa hasta sobrepasar unos centímetros los límites de las proporciones humanas y empezar a parecerse a un reptil, y sus ojos ambarinos brillaron como miel venenada.
–Sabía que no me defraudarías –ronroneó con placer–. En tu honor, les daré la mejor fiesta del Infierno –prometió malicios... con malicia y los condenados gimotearon aterrados–. Pero ahora –continuó y se agachó para cogerme en brazos– es hora de tu segunda oportunidad. Aprovéchala y no seas buena –me ordenó con picardía y me lanzó hacia arriba.
Lo normal hubiera sido esperar ascender uno o dos metros, pero atravesé el techo de la mazmorra, atisbé durante un instante la inmensidad del Infierno, sentí cómo mi alma se refrescaba al salir de las llamas eternas y, tras un momento de oscuridad absoluta, desperté en otro Infierno, uno frío, duro, excesivamente iluminado y plagado de cables y tubos.
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