Capítulo 28 - La Emperatriz
Mi nueva rutina incluía la educación variada que me daba Hilde y las clases de violín con Niccolo, de guitarra clásica e improvisación con Robert, y de guitarra eléctrica y batería con los Mapaches. No sé cómo me daba tiempo para tanta actividad extraescolar, supongo que porque el tiempo es relativo en el Infierno.
Estaba yo una tarde, por llamarlo de alguna forma, con Robert en la avenida principal de los jardines, improvisando un poco para deleite de flores en plena digestión y de jardineros mancos, cuando un lujoso carro negro y violeta se acercó al castillo del Duque en furioso galope. Iba tirado por cuatro caballos azabaches de crines de fuego púrpura y de cascos que pisaban tan fuerte que dejaban un rastro de lava en los civilizados adoquines. Un esquelético cochero tiró de las riendas sin piedad y los altivos animales derraparon justo frente a nosotros.
–¿Dónde está el Duque? –preguntó una voz femenina desde el interior del recargado y tenebroso carro, dejando ver una pálida y estilizada mano entre las cortinas moradas.
Yo estaba pensando en cómo explicarle a la desconocida que el Jefe estaba en la Tierra, pasándoselo en grande ocupando mi cuerpo y torturando a una secta, cuando otra voz se me adelantó.
–La Duquesa está ocupada ahora mismo –contestó Sebastian, plantado, como no, detrás de nosotros sin que yo lo hubiera escuchado llegar–. Pero si su Majestad está interesada por la fiesta, no se preocupe, ya nos estamos encargando de los preparativos para que sea digna de Su participación.
–No me preocupo –aseguró la voz femenina, condescendiente–. Pero dile a la Duquesa que más le vale que sea la mejor fiesta del siglo –encargó con una amenaza implícita.
–Sí, Señora –aceptó Sebastian efectuando una reverencia.
La pálida y estilizada mano desapareció en el interior del carro y el cochero debía de tener ojos en la nuca para tomarlo como una señal, hacer restallar el látigo para que los animales salieran al galope, cambiarán de sentido girando a dos ruedas en torno a una fuente de sangre y salieran de los terrenos del Duque dejando un rastro de lava tras de sí. Ahora que lo pienso, sí, el cochero tenía ojos en la nuca. Pero lo que pensé en aquel momento fue que por qué hablaban del Duque como si fuera mujer.
–Vaya... –murmuró Robert impresionado–. Es la primera vez que tengo a la Emperatriz del Infierno tan cerca...
–Sí, eres muy joven –contestó Sebastian–. De modo que te haré el favor de recomendarte que crees alguna pieza para ella –añadió como si la vida del guitarrista dependiera de ello. Y la vida obviamente ya no, pero no sufrir medio siglo de tortura indescriptible probablemente sí.
–¿La Duquesa? –repetí yo, totalmente perdida.
–Sí, la Duquesa –respondió el demonio de forma natural, pero con un regusto socarrón–. Ya la verás –prometió antes de regresar al palacio.
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