Capítulo 16 - La veterana



Hilde me sacó del palacio y me llevó a través de una avenida enlosetada de azabache, con fuentes de obsidiana borboteando un denso líquido rojo en las placitas y flanqueadas de árboles retorcidos, espinos con agujas de un palmo de largo y más plantas carnívoras.

–Supongo que tendrás muchas peguntas –dijo Hilde mientras escuchábamos de fondo los sollozos del sauce.

–Sí. ¿Lo de las fuentes es sangre de verdad? –señalé con curiosidad.

–Sí.

–¿De quién?

–Nuestra, por lo visto.

Yo asentí conforme, allí había jardineros perdiendo dedos y otras partes del cuerpo de continuo, eso debía de ser mucha sangre.

–¿Algo más?

–Hilde, ¿tú también vendiste tu alma?

–Sí, tendría tu edad por aquel entonces.

–Pero tú te doblas menos que Niccolo y los demás sirvientes.

–¿Te refieres a que me humillo menos? Sí, supongo que sí. En vida acostumbraba a mandar y a lidiar con las pretensiones de desautorizarme. Pero les muestro respeto al Amo y a su Secretario en el grado adecuado. De todas formas, ya llevo mucho tiempo aquí.

–¿Cuánto tiempo?

–La última vez que hice cálculos, me faltaba poco para el milenio, tal vez ya lo haya sobrepasado –contestó como si nada.

–¿Tienes mil años? –exclamé deteniéndome en seco.

–Y todavía queda gente más antigua que yo –me aseguró con una sonrisilla divertida por mi alucine.

–¿Y eso no se hace como mucho tiempo?

Hilde soltó una risita educada.

–El tiempo aquí es muy relativo. Aun así, por lo que he calculado, lo que aquí puede parecer un día allí arriba es al menos un mes. Por lo que para mí han sido como... unos cuarenta años. Allí arriba viví el doble –añadió encogiendo sus huesudos hombros.

–No parece que tengas ochenta años –opiné suspicaz.

–No. Por suerte, siempre que nuestro espíritu sea fuerte, aquí tendremos la apariencia de la edad que teníamos en nuestro momento álgido –informó aliviada–. Menos mal, porque pocos músicos de éxito mueren de viejos como yo. Ah, ahí viene Niccolo –señaló haciendo una señal al hombre larguirucho y desaliñado, lo segundo seguramente contra su voluntad.

Niccolo se acercó dejando un reguero de agua, con el traje destrozado; de hecho, le faltaba la manga derecha por completo.

–¿Ha vuelto a quitarte el brazo? –se interesó Hilde.

–Sí –refunfuñó él, lanzando a los espinos lo que parecía ser una anguila abisal de pesadilla, que se le había colado en la chaqueta y que pronto quedó hecha brocheta–. Voy a cambiarme de traje, si no os importa.

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