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Santificarás las fiestas en nombre de Dios.
En la época de las pocas luces el pueblo estaba conformado por no más de una veintena de personas. Entre ellas, el más importante: el orador.
Antes de la aparición del párroco e incluso del deseo de ser vistos por Dios, las personas que habitaban el pueblo llevaban un estilo de vida diferente: más escueta y sin remordimientos. Nada quedaba de esos entonces, pues las ideas relajadas tuvieron su peso absoluto al ser absorbidas por la enseñanza moral.
La primera escuela que se fundó fue gracias a una anciana decrépita que poco tiempo le quedaba para seguir impartiendo sus dotes medicinales. Las personas que asistían, lo hacían en conjunto sin diferencia de edades ni de sexo. Aprendieron a leer y escribir y, luego de la muerte de la sabia, pudieron acceder a sus anotaciones avanzadas de medicina.
Aquellos libros escritos a pulso, fueron por muchos años los encargados de colmar de paz a los habitantes. Los adultos comenzaron a gozar de tener único acceso, pero luego fueron solo los hombres, hasta que acabaron solo en la posesión de un poderoso orador que los cobijó en su morada.
El orador sabía el peligro que significaba que todos accedan a la información. No solo se perdería el valor de la interpretación, sino que, además, peligraba la división enteramente necesaria de poder entre los miembros de la comunidad.
Aunque todos sabían leer y escribir, pocos conocían que aquello era un arma si se usaba con inteligencia y suspicacia. El orador lo supo en cuanto ya no fue necesaria su voz para contar historias, sino que podría escribirlas y de ese modo perduraría su verdadera racionalidad.
Le llevó años instaurar su estrategia y fue muy astuto al asumir la responsabilidad de sanación con aquellos que habían olvidado con exactitud lo aprendido de la vieja sabia. Y el olvido es cíclico, se decía. Solo debía tener paciencia y esperar su entero momento de asunción.
Y así lo fue. En aquella época, decenas de años después, solo los ancianos practicaban la lectura y escritura pues, para muchos, fue realmente innecesario saberlo al no necesitarlo.
El orador se había encargado de erradicar aquello como primordial y fue enseñado el valor de la naturaleza y de los quehaceres para las mujeres. A los niños se le enseñaba desde temprana edad a labrar la tierra, cuidar a los animales, construir ladrillos y levantar chozas. A las niñas fue necesario imponer el silencio como principal virtud y gran desempeño en el cuidado de los hombres, desde muy jóvenes sabían cocinar, tejer y limpiar. También eran las encargadas de cuidar enfermos y ser testigos en las muertes tempranas.
Todo estaba rigurosamente controlado por el orador que, sin grandes dificultades, había logrado su objetivo. Para los habitantes era una persona respetable y sabia, todo lo sabía y todo se le preguntaba. Fue acertado al acceder a vivir como el resto y a trabajar como los demás hombres, pues de ese modo lo veían como un igual repleto de virtudes y respuestas. Su poder fue escalando por generaciones hasta la aparición de un joven viajero con sombrero de ala ancha con un libro grueso en sus manos.
Como era costumbre, el orador invitó al viajero a su morada y su sorpresa fue grande cuando le enseñó aquel libro santo. La avidez por otra lectura, que no fuera la propia, lo llevó a encerrarse por semanas abocado en la tarea de descifrar aquellos versículos de tan confusa interpretación.
Las tardes se convirtieron en sagradas para el joven párroco y el orador, quienes se sentaban en el centro de la plaza, manteniendo largas conversaciones y debates que eran solo oídas por ellos.
Esas conversaciones fueron el principio de la dinastía eclesiástica en aquel lugarejo, y todo lo acontecido después fue producto de la ambiciosa idea: el saber era equiparable a la inmortalidad. No se equivocaron.
Por esto y muchos rastros más, fue que la multitud miró el desenlace en completo silencio. Lo único que cortaba la calma de la colina, era el grito desgarrador del impío que rogaba por clemencia.
El clamor del niño fue aniquilado. Su pequeño cuerpo ya inmóvil despedía olor calcinado que se adecuaba con la acción de los habitantes. Jonathan Jaffe, gracias al fuego, logró librarse de las ataduras. Tenía medio cuerpo quemado, pero el dolor físico de nada se comparó al ver a su primogénito sin rastros de vida.
Tomó el cuerpo aún caliente entre sus brazos y, lanzando un juramento e invocando al diablo, se perdió entre el bosque. Los habitantes, asustados por presenciar la inmortalidad, no se atrevieron a ir tras él y las órdenes del párroco para su captura fueron ignoradas.
Con una ira equiparable a lo bestial, el santo párroco comenzó a proclamar que al dejar vivo al demonio solo evitaron el castigo por poco tiempo. Su anciano y decrépito cuerpo, se vio guiado por una imperativa fuerza cuando agarró a sus fieles por los hombros y les señalaba el error que habían cometido.
Los ancianos, entonces, tomaron la palabra y contaron como la peste convivió con ellos por años antes del diluvio. En aquel entonces pagaron por los pecados de sus ancestros y ahora pagarían por mostrar temor y desobediencia.
El hombre santo necesitó de un tiempo en solitario con su voz preponderante y con Dios de oídos dispuestos. Después de haber mirado a su pueblo con decepción, descendió la colina y se encerró en la iglesia donde moraría por varios meses sin ser visto ni oído por nadie.
Los habitantes cayeron en una desesperación muda. No había palabras que se alzaran en las calles, tampoco miradas furtivas entre ellos porque era tan grande la culpa por ser débiles que la vergüenza escaló en una peligrosa insignia por sus corazones y, por lo tanto, fe. Los ancianos del poblado sabían que algo debían hacer para que el párroco no los abandonara al olvido y fue entonces que se creó una junta de pensadores que charlaban, noche tras noche, sobre un nuevo comienzo y orden social.
La emblemática reunión se basaba en los principios fundamentales que involucraba la concepción del hombre y de Dios. Asumieron ciertas leyes que, prontamente, se consideraron dogmas. Los habitantes, el orden que los ancianos comenzaron a imponer, no le prestaron absoluta atención al ser simples hombres normales, con ningún acercamiento a Dios, por ello, ante tanta ignorancia, decidieron acceder al castigo como resultado a la violación de las leyes.
El tiempo de las oraciones en la plaza pública quedó atrás en cuestiones de meses y era común ver a jóvenes con diferentes armamentos para efectivizar el proceso. De todo eso, resultó un desprendimiento radical en el miedo que ahora no solo estaba instaurado en la comunidad, sino que en sus creencias.
El párroco era consiente de todos los sucesos actuales del pueblo y aquella implementación le pareció lo suficientemente atractiva para considerar rever las leyes y la forma de control.
Fue por ello que, tras días de lluvia, el santo párroco salió al exterior y extendiendo las manos al cielo, oró:
—¡Oh, Santo Padre, que ha cedido vuestra magnánima palabra a mí, un simple hombre rodeado de simples almas! ¡Os comprendo! ¡Seré vuestro vocero! ¡Seré vuestro orador! ¡Este día será, de ahora en más, bendecido por vuestro complaciente manto de perdón! ¡Es el día de la absolución!
Canción sugerida: Johnny Cash - "I See A Darkness"
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