Capítulo 9 - Diana
Capítulo 9 – Diana, 1.831, alrededores de Arkengrad, Volkovia
—¿Cuánto queda, Hans?
—Veinte kilómetros.
—¿¡Veinte kilómetros!? ¡Pues acelera, joder! ¡Tenemos que llegar ya!
—Voy lo más rápido que me permiten estas carreteras, mi señora, pero este pueblo de mierda está perdido en mitad de la nada.
El viaje desde Kovenheim a Mizkor nunca le había parecido tan largo como aquella lúgubre noche. Sentada en el asiento de copiloto y con el capitán de los Cuervos de Hierro a su lado conduciendo a gran velocidad por la carretera de curvas que comunicaba el lejano pueblo con las autopistas principales de Arkengrad, Diana no podía evitar que el nerviosismo la consumiese.
—Joder, Hans, como le haya pasado algo...
Ni tan siquiera la gélida brisa de Volkovia logró serenar su sombrío ánimo cuando bajó la ventanilla del coche. Tenía un mal presentimiento. Seis horas antes Vexya había intentado contactar telefónicamente con ella en varias ocasiones, pero Diana no había podido responder a sus llamadas. Como de costumbre en los últimos meses, las investigaciones de Voronova, su ingeniero en jefe al cargo del Proyecto 36-3, le estaba ocupado demasiado tiempo. A pesar de ello, aunque lo había hecho tarde, había tratado de contactar con ella. Diana la había llamado en tres ocasiones a lo largo de la madrugada, pero su arpía no había respondido.
A partir de aquel momento, conociendo lo suficiente a Vexya como para saber que jamás se pondría en contacto con ella a no ser que fuera algo por realmente importante, y tras no haber respondido a sus llamadas, el pánico se había apoderado de la Reina de la Noche.
—Si le sirve de algo, dudo mucho que le haya pasado nada —comentó Hans Seidel sin apartar la mirada del frente—. Esa joven siempre fue complicada, ya lo sabe. Cuando estaba con nosotros en Kovenheim la convivencia no era fácil precisamente.
—Esa joven es un genio —le interrumpió Diana, cortante—. Me da igual lo conflictiva que sea, con encontrarla bien me basta.
Consciente de que dijese lo que dijese contrariaría a su señora, el capitán prefirió mantener los labios sellados. Conocía demasiado bien a Diana como para cometer el error de debatir con ella; cuando la Reina de la Noche estaba nerviosa o enfadada se volvía totalmente irracional.
—¡Vamos, joder, acelera!
El timbre del teléfono de Diana logró que el soldado respirase. Vio a través del retrovisor como su señora respondía a la llamada y aprovechó para disminuir la velocidad. Por buenos que fuesen sus reflejos, el acantilado que bordeaban era demasiado alto como para jugarse la vida.
—Lira, ¿has logrado hablar con él?
—Le he dado la carta, sí —respondió la arpía al otro lado de la línea.
—¿Y bien?
El corazón de la Reina de la Noche se aceleró aún más de lo que ya estaba, pero la respuesta de su arpía logró apaciguar parte de su nerviosismo. Diana cerró los ojos, profundamente satisfecha, y cerró el puño en señal de triunfo.
—Sabía que no me fallarías. ¿La ha leído completa? ¿Te ha dado alguna respuesta?
—Si la ha leído entera o no, aún no lo sé. Me dio su palabra de que lo haría, pero de momento no me ha contactado. No obstante, de primeras me advirtió que, pusiera lo que pusiera en la carta, su respuesta sería que no.
—Muy propio de él —admitió Diana—. No esperaba otra cosa. No nos va a poner las cosas fáciles, pero lo conseguiremos, tenlo por seguro. ¿Hace cuánto que le has entregado la carta?
Hubo una breve pausa en la que Lira hizo recuento de horas. Hans, por su parte, aprovechó para adelantar a un vehículo que circulaba especialmente lento por la carretera.
En la lejanía empezaba a divisarse su objetivo.
—Cinco—dijo al fin—. Es un hombre encantador, tenías razón. Ojalá tenga la oportunidad de conocerlo más en profundidad.
—Confiemos en ello. Aguarda el plazo que le has indicado, y si para cuando finalice no te ha contactado, vuelve a hablar con él. Pídele una respuesta oficial y transmítemela. En base a ello empezaremos a trabajar en serio. Dependiendo de cómo vayan las cosas, no descarto la posibilidad de que me reúna contigo allí en unos días.
—¿Te planteas venir? ¿Estás segura? —Lira hizo una pausa—. El Nuevo Imperio es un lugar peligroso, mi señora. Hay miembros de la Unidad Hielo diseminados por absolutamente todas partes, y el nivel de vigilancia es apabullante. Hay controles en las carreteras, soldados en cada esquina y toque de queda antes de medianoche en prácticamente todas las ciudades. Suena irónico, pero este lugar se parece mucho más a Volkovia que a Albia.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Diana. Aunque intentaba que no le afectase, no podía evitar que en el fondo de su corazón le entristeciese escuchar en lo que se había convertido su país natal.
—¿Y te sorprende? Hexet ha moldeado el país a su gusto, y aunque le joda admitirlo, todo lo que sabe lo aprendió de Leif durante su estancia en Volkovia. En el fondo, es lógico lo que me planteas. Ahora queda en manos de Lucian Auren cambiar las cosas, y seguro que lo hará, pero tardará. Nadie nace aprendido.
—Por supuesto. Tiempo al tiempo. Por cierto, ¿Vexya ha llegado ya? Ayer me llamó un poco angustiada y le dije que volviese. Creo que estaba sufriendo un ataque de pánico.
Diana desvió la mirada hacia la ventana, pensativa. Más allá del cristal el imponente paisaje marcado por la fría naturaleza de Volkovia le parecía más distante que nunca, como si aguardase tras un velo de irrealidad. La ansiedad empezaba a nublar sus pensamientos. En su mente tan solo había cabida para Vexya y el temor que le causaba el que hubiesen podido dañar a alguna de sus hijas adoptivas, y cuanto más se acercaban a Mizkor, mayor era su mal presentimiento.
—No ha llegado —respondió con frialdad, enmascarando su inquietud tras un muro de gélida indiferencia—. Contactó conmigo anoche, pero no pude responder a su llamada. Más tarde intenté hablar con ella, pero no hubo respuesta.
El miedo se apoderó de la voz de Lira.
—¿Ah, no?
—Estoy de camino a Mizkor, te mantengo informada.
Diana colgó la llamada sin escuchar su respuesta. La conocía lo suficiente como para saber que no lograría conciliar el sueño hasta que no conociese el final de la historia. De todas, Lira era la más madura y probablemente la más autosuficiente, pero también la que más unida se sentía al resto de sus compañeras. Las sentía como sus hermanas pequeñas, como familia a la que debía proteger, y saber que por el momento no podría hacer nada por Vexya era insoportable.
—¿Era Lira? —preguntó Hans, liberándola de sus preocupaciones.
—Sí, al parecer Vexya la llamó hace unas horas. Estaba en pleno ataque psicótico.
—Ya... genial. Entraré yo primero, ¿de acuerdo?
—¿Tú primero?
La mera propuesta logró arrancarle una sonrisa maliciosa. Diana volvió la mirada hacia el capitán del Cuervo de Hierro y acercó la mano a su rostro, para acariciar con sus fríos dedos la mejilla del soldado. Aunque a la mayoría le resultase sorprendente, aquel hombre lograba despertar ternura en Diana.
—Hans, amigo mío, ¿es necesario que te recuerde que fui una pretor?
—Para nada, mi Reina —respondió él con seguridad—. Soy plenamente consciente de ello, una pretor de la Casa de la Noche para ser más precisos. Sin embargo, de ese entonces ha pasado mucho tiempo, diez años, y si bien no dudo de sus nuevas capacidades, preferiría ser yo el primero que viera lo que ha pasado con la señorita Vexya. Me seleccionó expresamente para que cuidara de usted, ¿recuerda?
—¿Seleccionarte? Siento decirte que yo no te seleccioné, Hans. Ya estabas cuando llegué.
El capitán ensanchó la sonrisa.
—No hablaba de usted, mi Señora. Lo dicho, entraré primero.
El rellano de la quinta planta del edificio donde residía Vexya estaba totalmente a oscuras cuando Hans y Diana llegaron. Las puertas de las dos viviendas estaban cerradas a simple vista, pero el capitán tan solo necesitó apoyar la mano sobre la superficie de la de la arpía para ver que cedía bajo su peso. Dedicó una fugaz mirada a su Señora, sintiendo como su cuerpo reaccionaba tensando todos los músculos al percibir el peligro, y desenfundó la pistola. Acto seguido empujó la puerta con algo más de fuerza y se internó en el sombrío vestíbulo.
Un simple vistazo atrás le bastó para ver que habían forzado las cinco cerraduras magnéticas que había instalado la arpía.
Volvió la vista al frente, centrando ya la atención en el largo corredor que se abría ante él, y se dispuso a seguir avanzando en silencio. Sin embargo, no se lo permitieron. Alertada al ver grandes manchas carmesí en el suelo, Diana se adelantó con brusquedad, apartándolo de un empujón, y empezó a correr por el habitáculo gritando el nombre de la arpía.
Dos minutos después encontraron su cadáver totalmente encharcado en sangre y con doce puñaladas en el pecho y en el cuello tirado boca abajo sobre la cama de su habitación.
—Registra toda la vivienda en busca de algún rastro o huella —murmuró la Reina de la Noche con los puños muy apretados y los ojos encendidos de pura ira tras unos primeros segundos de tenso silencio—. Y avisa a Nadezhda: que limpie esto de inmediato. No quiero que absolutamente nadie sepa lo que ha pasado, ¿queda claro?
—Diana...
—¡Hazlo! —La antigua pretor se adentró en la estancia con paso firme y abrió la puerta del armario. Extrajo de su interior una sábana—. Quiero que busques al culpable y que me lo traigas, Hans. Va a arrepentirse el resto de su puta vida de lo que ha hecho.
Seidel entrecerró la puerta para darle algo de intimidad antes de seguir con el registro de la vivienda. Ya a solas, Diana dejó la sábana sobre el cabecero de la cama y cogió con delicadeza el cuerpo de Vexya para poder estirarlo sobre la cama. El rostro de la arpía se había congelado en una expresión de total y absoluto terror, por lo que suponía que sus últimos segundos de vida habían sido terribles.
—Nunca tuviste suerte —dijo en apenas un susurro. Depositó un tierno beso en su frente y cubrió el cuerpo—. Pero pagarán por esto, te lo juro.
Nubes de lluvia cubrieron el cielo volkoviano a medio día, cuando Diana se encontraba en la azotea del edificio fumando un cigarrillo en soledad. Hacía ya dos horas que Nadezhda y su equipo habían llegado al pueblo y habían empezado a trabajar. Como de costumbre, su trabajo estaba siendo eficiente y muy discreto: tanto que ni tan siquiera la vecina del apartamento del frente, Loretta, percibió su presencia.
Era de agradecer. A Diana le horrorizaba haber perdido a una de sus primeras arpías, pero aún más lo que su muerte podría comportar. Tras cubrir el cuerpo, la Reina de la Noche se había apresurado a consultar la actividad en su ordenador, temerosa de que el asesino hubiese accedido a la base de datos, pero las medidas de seguridad del sistema se lo habían impedido. Ni tan siquiera ella tenía derechos con sus credenciales. Por suerte, Nadezhda daría con la clave. De todas sus arpías, ella era la que mejor gestionaba aquel tipo de crisis, y aunque no solía necesitar de sus servicios, cuando se la reclamaba cumplía con éxito todo lo que se le pedía.
—Estaba en la cocina cuando la atacaron —informó Hans tras situarse a su lado. El capitán apoyó los antebrazos sobre el frío metal de la barandilla y alzó la mirada hacia el cielo nublado. La lluvia era incesante pero muy débil, apenas unas gotas—. Doce puñaladas, ocho de ellas en el abdomen, tres en el pecho y una en la garganta. Murió desangrada. El asesino ha intentado limpiar la sangre, pero he encontrado restos. Iba con prisas, es evidente. Dejó el cuerpo sobre la cama tras el ataque y fue al despacho, directo al ordenador. Ha revuelto la documentación y ha volcado los cajones, pero únicamente para despistar. Su objetivo era la base de datos. He intentado sacar huellas del ordenador, pero no hay nada. Ha sido especialmente meticuloso.
La base de datos. Su mera mención logró que el corazón de Diana se acelerase.
—¿Has comprobado las cámaras de seguridad?
—Sí, y no estaban funcionando. Nadezhda podrá darte más información al respecto, pero al parecer las bloqueó antes del asalto. —Hans hizo una pausa—. He encontrado una tableta de pastillas y un vaso de agua sobre la repisa. Creo que Vexya iba a medicarse cuando la atacaron.
—¿Medicarse?
—Eso parece: contra la ansiedad.
El sabor amargo de la angustia se apoderó de Diana cuando Hans asintió con la cabeza. Vexya debía haberse visto muy al límite para decidir dar aquel paso.
—He hecho llamar a varios de mis hombres para que me apoyen en las tareas de búsqueda —prosiguió Hans—. Han pasado ya muchas horas desde la muerte, catorce en total, pero puede que el asesino aún esté por los alrededores. En caso de ser así, daré con él. No obstante, hasta que no lleguen el resto de los Cuervos no será fácil.
—Pediré apoyo al voivoda para la búsqueda —respondió Diana.
—El voivoda... —reflexionó Hans, pero rápidamente asintió con la cabeza—. Me parece la decisión más acertada. Seguiré con la investigación.
Formar parte de la red de espionaje de la Reina de la Noche conllevaba muchos sacrificios, y uno de ellos era el de olvidar su pasado. Cuando las arpías se unían a ella tenían totalmente prohibido compartir con nadie, incluidas sus compañeras, su auténtica identidad o detalles de su vida pasada, lo que les permitía empezar desde cero. Era su oportunidad de convertirse en las personas que querían ser, sin cargas ni remordimientos, pero en la mayoría de las ocasiones no era tan sencillo desprenderse de las vivencias de la niñez. En casos como los de Vexya, cuando cargaban con tantos fantasmas, era prácticamente imposible olvidar quienes habían sido. No obstante, ella lo había intentado. La arpía había luchado con todas sus fuerzas para intentar abandonar a la joven traumatizada que había acabado encerrada en un sanatorio mental tras haber asesinado a sus padres y a sus tres hermanos, pero no lo había conseguido.
En el fondo de su alma, Diana sabía que a ella no había podido salvarla.
Pero aunque hubiese vivido encerrada en su propia cárcel personal, aquel desenlace había sido demasiado cruel. Vexya se había convertido en un pilar fundamental de su organización, en alguien a quien apreciaba y cuya colaboración era básica para el funcionamiento de la red, y ahora que ya no podía contar con ella se sentía un poco huérfana.
—No puedo asegurarte de que no haya accedo a la base de datos —anunció Nadezhda a medio día, tras finalizar con su cometido. La arpía se quitó los guantes con los que había estado trabajando hasta entonces y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta de cuero—. Todo el sistema está encriptado: Vexya lo tenía muy bien protegido, en cuanto ha detectado que estaba siendo asaltado ha iniciado un borrado total, pero he detectado un intento de descarga de datos antes de su finalización. Es probable que no haya tenido éxito, pero en caso de lo contrario, el ladrón dispondría de una copia de la base de datos. Al menos de la parte que aún no había sido eliminada.
—¿Y no hay forma alguna de saberlo?
La agente se encogió de hombros.
—Voy a trasladar el dispositivo a mis oficinas para que mis ingenieros intenten indagar más, pero no te prometo nada. Ha sido un trabajo rápido y eficiente: un trabajo profesional. Nadie en el edificio se ha enterado de lo que ha ocurrido, ni tampoco ha sido captado por ninguna cámara de seguridad. Sea quien sea que está detrás de esto, ha sabido jugar bien sus cartas.
—Puede que haya ganado la primera batalla, pero ten por seguro que la guerra es nuestra —sentenció Diana con furia—. Mantenme informada de los avances.
Nadezhda asintió con la cabeza, consciente de que aquellas últimas palabras eran una despedida, pero no se movió. De camino a Mizkor había decidido contactar con Lira para informarle de lo ocurrido, y si bien al principio a la arpía le había costado reaccionar, rápidamente le había advertido de lo que ella misma había temido al descubrir el triste desenlace de Vexya.
—¿Qué vas a hacer ahora, Diana? He oído que el capitán Seidel ha hecho llamar a varios de sus hombres. Si lo necesitas, puedo llevarte hasta Kovenheim.
—No es necesario —respondió ella.
—Para mí no es un problema —insistió—. Después de lo que ha ocurrido no me gustaría que hicieras el camino sola.
—Tranquila, no lo haré. Por el momento voy a ir a Arkengrad.
La mirada de la arpía se ensombreció al escuchar lo que ya sospechaba. Mantuvo la mirada fija en su señora, preguntándose si debería hablar con la misma sinceridad con la que trataba el tema con Lira, y por un momento estuvo a punto de cometer el estúpido error de mostrar abiertamente su opinión. Por suerte para ambas, uno de los agentes al servicio de la arpía apareció en la azotea y llamó su atención.
Para cuando Nadezhda quiso retomar la conversación con su señora, ya no pudo. Diana simple y llanamente había desaparecido.
La noticia de la muerte de Vexya ya se había extendido por todo el castillo cuando Diana llegó a la Corte de Arkengrad. Aleksandr Ziegler, el jefe de la Policía Secreta Imperial y subordinado de Dorothea Korbel, Ministra de Interior, se había encargado de ello. Ni él ni ninguno de sus agentes habían hecho acto de presencia en Mizkor, pero no les había hecho falta para conocer en detalle lo sucedido.
Diana supuso que debían tener buenos contactos entre los hombres de Nadezhda.
—¿En serio? —preguntó con perplejidad a su informadora, una de las Guardias de Sangre al servicio del voivoda, responsable de la seguridad de los patios exteriores del castillo—. Suponía que tarde o temprano lo descubriría, pero no tan pronto.
—Desconozco cómo ha conseguido la información, pero no ha salido del castillo. Es probable que alguno de sus agentes esté por la zona.
Por suerte para Ziegler, aquel día la Reina de la Noche no tenía ánimo para enfrentarse a él, por lo que ignoró las habladurías. Él y su jefa, Korbel, le habían ganado la partida, pero no le preocupaba. Sus rivalidades perdían sentido en el momento en el que se perdían vidas, y más si se trataba de la vida de una de sus hijas. La muerte de Vexya marcaba un antes y un después.
Pero tarde o temprano pagarían por ello. Diana tenía otras prioridades que atender, pero en cuanto tuviese el tiempo suficiente se encargaría de que pagasen por su atrevimiento. Nadie se burlaba de la Reina de la Noche, y mucho menos después de una tragedia de aquel calibre.
—Baronesa, ¿quiere que aviase al voivoda de su llegada? —le preguntó Boris Lemka, el Mayordomo Real, tras recibirla en el vestíbulo—. Está reunido con el Almirante Berthold Halverstadt, pero estoy convencido de que querrá saber de su presencia. Las noticias sobre lo ocurrido en Mizkor han ensombrecido su humor.
—Ha sido un despertar complicado —admitió Diana—, pero esto no va a quedar así.
—Permítame pedirle únicamente precaución, mi señora.
Diana no era una persona especialmente querida en la corte de Arkengrad, pero era respetada. Algunos como Boris sentían simpatía por ella, probablemente porque la viesen como a la hija que nunca habían tenido, pero en su mayoría la veían como una amenaza que tarde o temprano se volvería contra ellos. A pesar de ello, Diana se movía con libertad por el castillo. Por el momento no había logrado instaurar una base tal y como siempre había pretendido, pero disponía de una habitación situada en una de las torres para su uso personal, algo que disgustaba enormemente a la Ministra del Interior. Dorothea Korbel se sentía amenazada ante la mera presencia de la arpía, y no era la única. Mylan Vancel y Radoslav Grimwald, ambos miembros de la nobleza de Volkovia, la aborrecían enormemente, aunque en su caso la falta de sintonía se debía a su enemistad con el propio Leif Kerensky. Vancel estaba dolido por la usurpación de lo que él consideraba su baronía, Kovenheim, pero su rivalidad con Kerensky primaba. Dieter Nowitz, Ministro de Ciencias y Desarrollo, el Almirante Berthold Halverstadt y Sigurd Kohler, en cambio, simplemente no confiaban en ella. Cada uno de ellos tenía grandes planes de futuro en Volkovia, y la Reina de la Noche representaba una amenaza. Por suerte, Kerensky los tenía atados en corto. Mientras Diana contase con su apoyo, sería intocable.
Pero las intrigas palaciegas no eran lo que preocupaba a Diana cuando al fin llegó a su habitación. La Reina de la Noche se adentró en la estancia y apartó las gruesas cortinas rojas de los ventanales para que la tenue luz de Volkovia iluminase la habitación. Seguidamente se agachó junto al cofre de metal que aguardaba junto a la amplia cama con dosel que coronaba la sala e introdujo la clave de doce dígitos que desbloqueaba el candado. En su interior, junto a otros tantos tesoros, Diana disponía de una réplica del complejo dispositivo de transmisión que había preparado la ingeniera Voronova para casos de emergencia. Aquel sistema le permitía enviar un único mensaje a toda su red que, una vez escuchado, neutralizaba y borraba la memoria de todos los dispositivos, borrando las conexiones entre sus agentes y la Reina.
Dejándolas totalmente solas y aisladas.
Dubitativa, Diana cogió el dispositivo y tomó asiento en el borde de la cama, sin saber qué hacer. Aunque no se había podido confirmar que la copia de la base del datos del asesino era útil, Diana no quería arriesgarse. La identidad de sus arpías estaba en peligro, y con ello su vida. Debía avisarlas de lo ocurrido: debía advertirlas de que cabía la posibilidad de que fueran a por ellas... ¿pero cómo no hacerlo sin que cundiese el pánico? Sus arpías eran profesionales, actuarían con cordura y regresarían a la madriguera lo antes posible, pero sabía que no lo harían mientras tuviesen algo importante entre manos.
Era una decisión difícil. La red estaba funcionando con gran éxito por toda Gea: Diana recibía información vital procedente de los grandes centros de poder gracias a la cual conocía de primera mano la evolución política de todos sus objetivos. ¿Cómo sacrificarlo todo entonces cuando ni tan siquiera sabía si realmente habían logrado acceder a sus bases?
Depositó el dispositivo sobre el colchón y se dejó caer de espaldas. Necesitaba meditar la decisión.
La caída de la noche trajo nuevas lluvias mucho más intensas que las de la mañana. La jornada había sido larga, llena de altibajos, pero tras varias llamadas y comprobaciones, el ánimo de Diana estaba algo menos sombrío que horas atrás. Los ingenieros de Nadezhda habían logrado generar una copia similar a la que había realizado el asesino de Vexya restaurando el sistema, y aunque los resultados eran preocupantes, no lo eran tanto como habían creído inicialmente.
—En esa copia solo hay un fragmento de la base de datos —explicó la arpía por teléfono, cerca de las ocho de la tarde—. Un 20%, para ser más exactos. Vexya añadió un código de seguridad por el cual la información va rotando durante las copias. Es decir, ese porcentaje de información clonada por el asesino no tiene por qué ser el que hemos obtenido nosotros.
—Un 20% de la base es muchísimo —se lamentó Diana.
—¿Realmente lo es? —reflexionó Nadezhda—. La base almacena todas las identidades generadas hasta ahora, tanto las activas actualmente como las pasadas. Esto implica que sí, que hay muchísimos datos, pero muchos de ellos ya no son útiles. Teniendo en cuenta que hay fichas de compañeras ya caídas e identidades perdidas, es posible que gran parte de la información robada no sea de demasiada utilidad. Como ya sabes, una de las funciones de Vexya era borrar el rastro dejado por las arpías una vez cambiasen de identidad, por lo que aunque intentase rastrearlas, sería imposible. No encontraría absolutamente nada.
Al menos en la teoría. Eliminar registros en bases de datos públicas o privadas era una cosa, pero acabar con la huella de alguien no eran tan fácil. Por muy buen trabajo que hiciese Vexya, siempre quedarían fotografías hechas a nivel particular por amigos o amantes. Pocas, por supuesto, las arpías estaban entrenadas para intentar evitarlo, pero siempre habría alguna.
Pero dentro de lo malo, eran buenas noticias.
—Por otro lado, las copias de seguridad arrastran una clave —prosiguió la arpía—. Para poder acceder a ella, deben descifrarla. Tienen tres oportunidades, de lo contrario la información se autodestruye. Es complicado, pero no imposible. Si mis chicos lo han conseguido, es posible que el asesino también lo logre. No obstante, tardará en conseguirlo. No sé a quién nos enfrentamos, pero dudo que tenga un equipo de veinticinco ingenieros trabajando para él. Calculo que si trabaja en solitario, al menos le llevará cinco días en conseguir la clave. Tres si tiene equipo.
—Tres días para que Seidel de con él. —reflexionó Diana—. De acuerdo, gracias Nadezhda. Buen trabajo.
El golpeteo de unos nudillos en la puerta apresuró la despedida. Diana colgó dejando a la arpía con la palabra en la boca una vez más y dejó el teléfono en la mesa donde llevaba rato trabajando. Ni tan siquiera se había dado cuenta de que había anochecido y que le habitación estaba prácticamente a oscuras. Encendió la luz y abrió.
—Baronesa, disculpe que la interrumpa —saludó el mayordomo—, pero el voivoda me ha pedido que le transmita que la está esperando en el Salón de los Espejos. Quiere invitarla a cenar.
—Dígale que iré en unos minutos.
Tras despedir al Mayordomo Real, Diana contactó con el capitán de los Cuervo de Hierro para conocer el estado de la investigación. Hans Seidel había recibido los refuerzos hacía tan solo una hora, pero ya estaban todas las unidades trabajando arduamente en la búsqueda del asesino. Por desgracia no tenían mucho con lo que trabajar, además de falta de huellas y de rastros, nadie parecía haber visto nada extraño en el edificio.
—Pero lo encontraremos —le aseguró con determinación—. Levantaré hasta la última piedra de Volkovia si es necesario, pero daré con él.
La promesa de Seidel acompañó a Diana durante el descenso al salón. Era una lástima que aquella noche no tuviese apetito, normalmente disfrutaba de aquellas veladas poniéndose sus mejores galas y deleitándose de la cena, sobre todo del vino. Aquel día, sin embargo, su humor era tan sombrío que ni tan siquiera la promesa de la buena compañía logró animarla.
El Salón de los Espejos era una espaciosa sala de paredes de piedra cuyos suelos y techos estaban totalmente cubiertos por espejos, lo que provocaba una extraña sensación de ingravidez. Era un lugar muy elegante, con bonitos lienzos en las paredes y armaduras expuestas en el lateral derecho, entre las columnas, pero poco iluminado. Leif había ordenado quitar las lámparas de araña para sustituirlas por candelabros que normalmente no estaban encendidos.
Y aquella noche no fue una excepción.
—Mi querida Reina de la Noche —saludó el voivoda, de pie junto a una de las ventanas. Estaba en compañía de su hermano menor—, tan poco puntual como de costumbre.
—Espero que no te importe que me haya bebido un par de copas de tu botella, Diana —exclamó Víktor a su lado, con la copa en alto—. Una magnífica cosecha, por cierto. ¿De las tierras de Moretzva?
Tan parecidos y a la vez tan diferentes. Leif y Víktor Kerensky eran físicamente similares, ambos con el cabello oscuro y los ojos de color cambiante. Aquel día los de Leif eran puro plomo, de un gris oscuro que resaltaba sus rasgos. Los de su hermano, sin embargo, tenían unos brillos azulados de lo más llamativos. Leif era algo más alto y ancho de espaldas, más imponente en general, pero Víktor tenía algo que le faltaba al voivoda, y era la humanidad en la mirada. Aquel hombre transmitía una cordialidad gracias a la cual se ganaba fácilmente la confianza de cualquiera, algo que Leif envidiaba. Resultaba complicado ganar seguidores con un aspecto tan intimidante como el del voivoda.
En cualquier caso, ambos eran hombres singulares, personas que no pasaban inadvertidas y no precisamente solo por su aspecto.
—Así es, me las ha traído el Almirante Halverstadt. Ha pasado gran parte del día aquí, y pronto regresará con su hija. ¿Recuerdas a Leorone, Diana?
—¿La joven que aspira a convertirse en tu esposa? —respondió ella con acidez. Atravesó la sala con paso firme hasta la mesa, donde uno de los camareros le entregó una copa—. Como para olvidarla. Intentó ponerme agujas entre las sábanas.
—¿Agujas?
La carcajada de Víktor acompañó a Diana hasta la ventana, donde los dos hermanos la recibieron sonrientes. A diferencia de la mayoría de las personas de las que se rodeaba Leif, Diana sentía especial simpatía por Víktor Kerensky. El menor de los hermanos era un hombre educado y amable cuya cordialidad siempre había hecho sentir a Diana un poco menos fuera de su hogar. Era el más leal de todos los seguidores del voivoda, y también uno de los más inteligentes. Y era precisamente por aquella mezcla de factores por lo que Leif le había nombrado Ministro de la Guerra. De todos los soldados volkovianos a su servicio, sin lugar a dudas él era el mejor estratega.
—A Diana le encanta exagerar —explicó Leif con diversión—. En realidad no eran agujas sino pequeños alfileres con los que practicar acupuntura. Esa joven quería ayudarte con tus dolores de cabeza, mi Reina, solo que se le olvidó decírtelo.
Diana se esforzó por sonreír. Aunque le encantase ver de buen humor al voivoda, no podía compartirlo. No aquella noche.
—Seguro que sí —sentenció—. En el fondo es un encanto de joven.
—Es agradable, no nos vamos a engañar —admitió Víktor—. Pero no creo que mi hermano esté pensando en buscar esposa ahora precisamente. Al menos no en buscarse esposa a sí mismo. —Ensanchó la sonrisa—. En fin, no quiero molestaros. Entré solo porque lo vi solo, pero esta noche es todo tuyo, querida Diana. Cuídalo... aunque diría que hoy vas a tener que cuidarla tú, hermano. Incluso yo noto su tristeza.
—Todo tiene solución —aseguró Leif—. Nos vemos mañana, Víktor. Descansa.
Kerensky se despidió de Diana con un cariñoso beso en la mejilla antes de abandonar la sala. Una vez a solas, Leif señaló la mesa ya servida con el mentón y ambos tomaron asiento.
El camarero volvió a rellenarles las copas antes de salir en busca de los primeros platos.
—No esperaba tu visita hoy, Diana —confesó Leif—. Siempre eres bienvenida, pero me temo que me ha resultado totalmente imposible recibirte. Tenía la agenda ocupada.
—Sí, lo sé, con el marqués de Moretzva. —Diana se encogió de hombros—. No importa, lo puedo entender. Eres un hombre ocupado.
—Lo soy, sí... Te noto más preocupada de lo normal, ¿sucede algo?
—¿Qué si sucede algo?
Diana no pudo evitar que la mera pregunta la ofendiese. Apretó los puños bajo la mesa, tratando de mantener los labios sellados mientras el camarero servía el primer plato, y cogió aire. Tan pronto la puerta volvió a cerrarse, las palabras salieron a borbotones por su garganta.
—¡Lo sabes perfectamente! ¡Ese bocazas de Aleksandr Ziegler te lo ha contado todo!
—¿Ziegler? —repitió él con fingida sorpresa. Cogió el tenedor y empezó a mover la comida despreocupadamente—. Querida, no sé de qué me hablas. Ziegler ha venido a verme esta mañana, sí, pero únicamente para informarme sobre un suceso aislado en un pueblo de los alrededores. Al parecer ha habido un asesinato. ¿Cómo se llamaba el lugar? ¿Mizka?
—¡Mizkor! ¡Se llama Mizkor! ¡Y no ha sido un asesinato, cualquiera, lo sabes! —Diana sacudió la cabeza—. Oh, vamos, Leif: no seas así conmigo. Sabes perfectamente que era una de mis arpías.
—¿Ah, sí?
Los ojos del voivoda cambiaron suavemente de color, tiñéndose de un tono dorado en el que Diana se vio a sí misma reflejada. Y no le gustó lo que vio. Su rostro denotaba un nerviosismo y un miedo impropios de alguien como ella.
Desvió la mirada hacia su copa en busca de una vía de escape y se la bebió de un largo sorbo. Seguidamente, depositando la servilleta sobre la mesa, se puso en pie.
—Creo que será mejor que me retire —se disculpó—. Estoy cansada y mañana tengo que madrugar, así que...
—Siéntate, Diana.
Leif no le dio opción a la réplica. Señaló la silla con el mentón y aquel sencillo gesto bastó para que la Reina de la Noche volviese a sentarse, obediente. El voivoda ordenaba y ella cumplía, sin dudas y sin excusas: sin más.
—De acuerdo, no voy a negar lo evidente —admitió Leif—, sé lo que le ha sucedido a esa arpía tuya. Y lo lamento, te lo aseguro. Ninguna muerte es de mi agrado, y mucho menos una que esté vinculada a ti, pero me temo que poco puedo hacer para ayudarte. Sabes perfectamente que si me hubieses informado de su existencia la habría protegido.
—Soy consciente de ello —respondió ella con amargura—. Y no vengo a pedirte nada salvo el apoyo de tus hombres a mi capitán. Hans y los suyos están volcados en la búsqueda del asesino, pero no es fácil. El tiempo juega en nuestra contra.
—¿El tiempo? ¿Qué quieres decir?
Aunque no había entrado en sus planes inicialmente, Diana le explicó lo que había ocurrido. No dio nombres, ni tampoco información crítica que pudiese afectar a la identidad de sus arpías, pero su explicación bastó para que Leif comprendiese el motivo de su preocupación.
—Esta misma noche diez de mis hombres partirán hacia Mizkor para dar soporte al capitán Seidel —aseguró Leif—. Puedes contar con ello. No obstante, localizar a ese sujeto no es lo que más me preocupa ahora mismo. Aunque demos con él, lo más probable es que haya transmitido la información a quien sea que lo haya contratado, por lo que es cuestión de tiempo que esos nombres salgan a la luz. Y no solo eso: ¿quién quiere esa información y para qué? A mi modo de ver esto no es un simple ataque hacia tu persona: es a toda Volkovia.
—No lo sé —respondió Diana—. Lo que está claro es que todo ha empezado con Vexya y prácticamente nadie sabía de su existencia. Sea quien sea que esté detrás de esta muerte, tiene que estar muy cerca.
—Han debido seguir a Olga —sentenció Leif, logrando con aquella sencilla frase hacer palidecer a la Reina—. Oh, vamos, Diana, ¿de veras crees que no sé qué ella es tu infiltrada? A mí no puedes ocultármelo, querida. Pero creo que no es el debate sobre Olga, o Lira, como prefieras llamarla, lo que debe ocupar ahora la noche, sino el hecho de que es posible que ella sea la causa de que hayan descubierto a Vexya. ¿Eras consciente de que la visitaba cada semana?
Diana asintió. Sus arpías no podían relacionarse entre sí por norma, pero el caso de Lira era diferente. Si bien ella era un miembro más de la red, la relación con ella era diferente. Lira era su mano derecha, la más cercana de todas, y probablemente a la que más le hubiese enseñado. Se imaginaba un futuro con Lira ocupando su lugar al mando de las arpías, y en parte era por ello por lo que le permitía tomarse ciertas libertades. Su espía estaba en contacto con sus compañeras, y ella lo sabía. De hecho, no solo lo sabía, sino que en cierto modo lo agradecía. Lira se había convertido en el rayo de luz al que todas se aferraban cuando el mundo se teñía de oscuridad.
—Lira cuidaba de ella. Vexya era una persona complicada... estaba muy traumatizada. Creo que nunca llegó a liberarse del todo de su pasado. La saqué de un sanatorio mental cuando tenía doce años. Había envenenado a su familia. ¿El motivo? —Diana se encogió de hombros—. Esquizofrenia transitoria. Los ataques de pánico le afectaban psicológicamente, despertando voces en su mente. —Negó con la cabeza—. Tremendo. Sus familiares más cercanos decidieron meterla en ese centro y se olvidaron de ella: la repudiaron. Vexya estaba totalmente sola, a la espera de cumplir los catorce para entrar en un centro para menores. Fue entonces cuando la conocí y decidí darle una segunda oportunidad. Vexya... Vexya era un genio, Leif: tenía un don para crear. Además, durante todos estos años no volvió a sufrir ningún brote, así que funcionaba a la perfección. De hecho, era uno de mis grandes pilares. Sin ella las cosas cambian mucho.
—Encontrarás a alguien que ocupe su lugar.
—Sí, por supuesto, pero nunca habrá nadie como ella. Vexya era... —Diana se encogió de hombros—. Era especial. Creo que de todas, ella es la que más agradecida estaba de que le hubiese dado una segunda oportunidad.
Una chispa de curiosidad despertó en los ojos del voivoda. Le mantuvo la mirada durante unos segundos, sintiendo la diversión despertar en él, y negó con la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿Qué te hace gracia? —preguntó Diana con incomodidad—. ¿Te divierte que hayan matado a una de las mías?
—Para nada, ya te lo he dicho. Sencillamente me divierte el saber que dentro de unos años tu perspectiva del mundo habrá cambiado. A día de hoy las ves como hijas, te estás montando un gran orfanato, pero con el tiempo...
—¡Me da igual lo que pase en el futuro! —interrumpió ella con brusquedad—. ¡Lo único que sé es que mis arpías están en peligro y no pienso permitir que maten a ninguna más!
—¿Y cómo vas a impedirlo? No necesito más que mirarte a los ojos para saber que estás planteándote traerlas, ¿estoy en lo cierto? —Leif suspiró—. Por supuesto que estoy en lo cierto. Temes perderlas. Tienes miedo de volver a quedarte sola, ¿verdad, Diana?
Había llegado a su límite. Profundamente ofendida no solo por sus palabras, sino también por lo que insinuaba, Diana se puso en pie, y esta vez Leif no pudo impedir que abandonase la sala. Y lo intentó, pero la albiana no le escuchó. En su mente ya no había lugar para más voces que no fueran las de sus propios fantasmas. Atravesó la sala a grandes zancadas, sintiendo la rabia desatarse en su interior, y cerró de un portazo. Una vez en el exterior, se apresuró a recorrer el castillo a la carrera hasta alcanzar su habitación, donde al balcón. Allí nadie podría molestarla. Apoyó las manos en la fría barandilla y alzó el rostro para poder sentir la lluvia caer sobre su rostro. Con el tiempo había aprendido a que aquel era el mejor método para disimular las lágrimas.
Sin embargo, aquella noche Diana no lloró. Pocos minutos después de salir al balcón su teléfono sonó y la voz de Lira, mucho más apagada de lo habitual, logró apaciguar su espíritu.
—Diana... Diana, me lo han contado todo —dijo la arpía con la voz rota—. Yo... yo...
—Ni se te ocurra llorar, Lira —le advirtió—. Ni una maldita lágrima, ¿me oyes?
—Por supuesto —aseguró la arpía—. Ni una lágrima... es solo que me pregunto si no seré yo la culpable de lo ocurrido. Dudo que sea casual que la hayan atacado durante mi ausencia.
—Yo tampoco lo creo —admitió—. Kerensky me ha confesado que te había detectado hace tiempo. Sabía lo de tus viajes, y si él lo sabía, es probable que otros también.
—¿De veras?
La voz de Lira se rompió. La joven arpía cerró los ojos, abatida, y se dejó caer de rodillas en el suelo de su solitaria habitación en Meridian, sintiendo que el mundo a su alrededor se desmoronaba. Haber sido descubierta había sido un gran fallo, pero saber que había su error había conllevado la muerte de una de sus queridas hermanas era un peso que dudaba poder soportar.
—Sea como sea, voy a cazar al asesino de Vexya —le aseguró Diana, logrando con sus propias palabras recuperar el coraje que la tristeza le había arrebatado—. Lo voy a cazar y va a pagar con sangre lo que nos ha hecho.
—Déjame volver para ayudarte, Diana —respondió Lira—. Por favor, permíteme que...
—No —sentenció la Reina—. Tienes una misión importante que cumplir. Necesito que traigas a Damere, y sé que solo tú puedes conseguirlo. Haz lo que sea necesario, pero no vuelvas sin él, ¿de acuerdo?
—Estoy en ello, te lo aseguro, pero...
Un fuerte golpeteo en la puerta de la habitación del hotel interrumpió a Lira. La arpía volvió la mirada hacia la entrada, sorprendida ante la brusquedad de la llamada, y dejando momentáneamente de lado la conversación con Diana abrió la puerta. Al otro lado del umbral, sudoroso y con el nerviosismo grabado en la mirada, se encontraba Kyle.
—¿Qué pasa? —preguntó Lira con sorpresa—. ¿A qué viene esa cara? ¿Qué...?
—¡Legionarios! —acertó a decir el antiguo agente de seguridad—. ¡Viene una puta escuadra de legionarios hacia aquí! Creo que van a por ti...
—¿¡A por mí!?
—Hablaban de una volkoviana de pelo rubio, así que... —Kyle negó con la cabeza—. ¡No sé de qué cojones va esto, pero tenemos que largarnos ya!
Lira dijo algo más, pero la comunicación se cortó, logrando que Diana quedase totalmente en shock. La Reina de la Noche permaneció unos segundos con el dispositivo pegado a la oreja, con la mirada perdida más allá de las luces de la noche volkoviana, hasta que el teléfono resbaló entre sus dedos. La ansiedad empezó a oprimir su corazón. Diana sintió que el mundo empezaba a girar a su alrededor, que la lluvia se convertía en hielo y que su mente estaba a punto de estallar. Sintió que perdía el control, que se le escapaba la rabia por los ojos y por la boca... que el odio se iba a apoderar de ella. Y antes de que lo consiguiese, gritó.
Gritó con tanta fuerza que por un momento creyó que iba a desgarrar la misma realidad.
Inmediatamente después regresó al interior de su habitación y recogió sus cosas, dispuesta a salir de inmediato hacia el Nuevo Imperio.
Pero él no se lo permitió. Diana no sabía cuándo había entrado en su habitación, ni tampoco que hacía allí, pero no le importaba. Sencillamente ignoró su presencia hasta que, leyendo sus intenciones, se interpuso entre ella y la puerta y la detuvo sujetándola por los hombros.
—¡No te vuelvas loca! —exclamó el voivoda con determinación—. ¡No puedes volver al Nuevo Imperio, te matarán!
—¡Que lo intenten si se atreven! —replicó ella con frialdad, totalmente cegada—. ¡A la mierda con el Nuevo Imperio y el puto Loder Hexet! ¡¡Él está detrás de todo esto!! ¡¡Él ha matado a Vexya y ahora pretende acabar con Lira!! ¡¡Ese maldito psicópata me odia!! ¡¡Siempre me ha odiado y no va a parar hasta acabar conmigo!! ¡¡Pues que así sea!!
—¡Eh, eh, vamos! —insistió Leif, sujetándola con firmeza para impedir que pudiese alejarse—. No seré yo quien niegue lo evidente, pero no creo que tenga nada que ver en todo esto.
Incluso totalmente cegada por la ira, Diana no pudo argumentar lo contrario. El pánico se había apoderado de ella y se estaba dejando llevar, pero realmente no tenía un motivo real para poder cargar contra Hexet. Hablaba su odio, no ella.
—¡No le protejas! —gritó con rabia—. ¡Leif, no le protejas, joder! ¡En cuanto pueda te matará, ¿es que no te das cuenta!? ¡En cuanto te considere un obstáculo, acabará contigo tal y como intentó hacer conmigo! Ese hombre... ¡ese hombre es un monstruo!
—Lo es —admitió Leif, deslizando las manos por sus hombros hasta sus manos. Las sujetó con firmeza, tratando de transmitirle tranquilidad—. No soy estúpido, Diana, sé que Hexet es peligroso, pero sabe perfectamente que si te ataca a ti, me ataca a mí, y no lo va a hacer. No mientras no le des ningún motivo... y por el momento no lo has hecho.
—¿¡Y entonces!? ¿¡Qué demonios ha pasado con Lira!? ¿¡Cómo han podido saber...!?
El rostro de Diana se ensombreció al comprender que había otra persona que podía haberles traicionado. Alguien por cuya salvación estaba luchando pero que, en el fondo, no dejaba de ser una serpiente más.
Poco a poco, toda la energía y el odio se fueron apagando, dejándola totalmente agotada. Diana sintió que sus piernas no podían soportar el peso de su cuerpo y retrocedió unos pasos hasta dejarse caer pesadamente sobre la cama.
Tardó unos segundos en lograr reaccionar.
—No voy a permitir que viajes hasta el Nuevo Imperio —sentenció Leif, tomando asiento a su lado—, pero no voy a dejar que maten a esa chica. Déjame que te ayude, Diana. Sé que no quieres que me involucre en nada relacionado con tu red de espionaje, pero me necesitas. Hay demasiado en juego.
—Lo hay —murmuró ella apenas sin fuerzas—, pero puedo arreglármelas sola. Puedo ayudar a Lira... yo...
—No puedes —insistió Leif—. No puedes, ni debes. Ya no eres una simple agente, Diana: no puedes recorrer el mundo salvando vidas. Ahora eres demasiado importante como para que te expongas de esa forma. —Acercó el dedo índice a su frente y le dio un suave toque—. Te necesito aquí, a mi lado, pero para que nuestra unión funcione tienes que confiar en mí. Yo lo he hecho: he creído en ti desde el principio. A pesar de tus cambios de bando, de tus orígenes, de saber que tu primo forma parte del Alto Mando Imperial de Albia y que tu padre trabaja para el Emperador Lucian Auren en el Nuevo Imperio. A pesar de que has acabado con la vida de muchos de mis hermanos... a pesar de que hasta hace diez años éramos enemigos. He creído en ti, y ahora ha llegado el momento de que tú confíes en mí. Déjame ayudarte.
Diana le mantuvo la mirada, aturdida por la vorágine de acontecimientos y emociones vividas en las últimas horas. Los ojos ahora totalmente dorados de Leif la miraban con fijeza, y en ellos no solo había la frialdad de un ser de miles de años de antigüedad. En ellos había también comprensión, había sinceridad y había cariño. Había la calidez que jamás volvería a sentir tras haber unido su destino al de él, y la oscuridad que marcaría el resto de sus días. Se había empapado de su eternidad, y aunque a veces temía estar siendo víctima de un gran juego de intrigas, en realidad todo era mucho más sencillo. Tan sencillo que incluso le costaba creer.
Acercó su mano a la suya y acarició con suavidad sus dedos.
—Ayúdame —dijo al fin en apenas un susurro—. Sálvala, por favor.
—Cuenta con ello —aseguró Leif.
Y aunque aquellas fueron las horas más oscuras de los últimos años de su vida, la Reina de la Noche logró encontrar paz en los brazos del voivoda cuando él acercó sus labios a los de ella y volvieron a besarse tal y como hacían desde hacía tiempo.
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