Capítulo 5 - Morgana

Capítulo 5 – Morgana, 1.831, Hésperos, Albia



—Y pensar que este parecía el más listo...

—Y probablemente lo sea.

—Hombre, no te ofendas, Lansel, yo sé que le tenías aprecio y tal, pero alguien mínimamente listo no tiene a Diana Valens como mano derecha. ¡Es de locos! Esa mujer es una bomba de relojería, en cualquier momento se vuelve a cambiar de bando, y... y...

—Cállate.

—Sí, señor.

Trabajar con pretores recién salidos del Castra Praetoria nunca había sido fácil. A lo largo de su carrera, Lansel Jeavoux había conocido a decenas de nuevos reclutas ansiosos por demostrar su valía que con el paso del tiempo habían logrado apaciguar sus ansias. Los primeros meses eran muy intensos, pero acababan tranquilizándose. La nueva generación, sin embargo, era diferente. Los tiempos de paz en los que vivían les estaba ablandando, les estaba llenando la cabeza de falsas ideas de lo que realmente era un pretor, y eso era algo que preocupaba a Jeavoux. Y no porque no les considerase capacitados: contaban con magníficos instructores como él que les enseñaban cuanto podían. No obstante, la falta de práctica real en el frente, ya fuese en la Guerra del Eclipse o en Throndall, impedía que pudiesen ponerse a prueba. Aquellos jóvenes guerreros aún no sabían lo que implicaba llevar el fragmento de Magna Lux en el pecho, y Corvus Nexx era un claro ejemplo de ello.

Pero experimentado o no, Corvus había sido seleccionado para formar parte de la unidad mixta que lideraba el centurión Jeavoux, y como tal Lansel contaba con él para llevar a cabo todas las misiones, y más cuando eran puramente diplomáticas. El objetivo de la Casa de las Tormentas era la intermediación con el resto de los países y embajadas, así que, ¿quién mejor que él para gestionar la crisis con la nederiana?

El único problema era que el ministro Kortes había exigido que Lansel también participase como centurión de la Unidad, y era un auténtico fastidio. Con todo el trabajo acumulado que tenía, le molestaba enormemente tener que perder el tiempo en nimiedades como aquella.

—¿Ya la han avisado?

—Eso parece.

—¿Tú la conoces personalmente, Lansel?

Aparcaron el coche en la entrada del recinto universitario, donde los estudiantes dejaban sus propios vehículos motorizados. Aquella mañana llovía con fuerza, aunque no afectaba en exceso a los universitarios. Si bien no había demasiada gente en la avenida universitaria, al menos no tanta como solía haber los días de luz, al otro lado del muro la escena era totalmente diferente. Lejos de frenarles, la lluvia parecía haber sacado a los estudiantes de las aulas, cubriendo de paraguas y chubasqueros los amplios jardines que rodeaban las facultades.

—¿Lansel? —insistió Corvus ante el silencio de su centurión—. La conoces, ¿verdad?

El pretor asintió sin demasiado interés, con la mirada fija en el gran edificio de piedra blanca donde se encontraba su objetivo. Era de nueva construcción, con muros algo más finos de lo habitual y cuatro plantas de altura, pero inspiraba el mismo sentimiento a Lansel que el resto de los edificios: aburrimiento. Mucho aburrimiento.

—Apenas —admitió—, pero Cyana dice que es un poco bocazas, así que os llevaréis bien.

—¡Eh!

—Di lo contrario si te atreves.

Morgana ya les estaba esperando en el despacho del director cuando los pretores llegaron a la facultad de medicina con el objetivo de reunirse con ellos. La arpía había sido advertida de la importancia de que acudiese al despacho hacía una hora, pero por el momento no había recibido ninguna otra explicación salvo que debía esperar.

Por suerte, la llegada de los pretores aclaró sus dudas.

—¿Perdón? —murmuró Morgana, con los ojos abiertos de par en par.

La arpía se puso en pie, con la perplejidad grabada en el semblante, y miró a los dos agentes intermitentemente. De todas las visitas posibles, la suya era la menos esperada.

—¿Qué significa esto? —preguntó con confusión—. ¡No he hecho nada!

—No sea tan dramática, anda. Simplemente tiene que acompañarnos, señorita Nyberos, nada más —resumió Jeavoux—. Si es tan amable...

—Pero...

—Sin peros —intervino Corvus con determinación—. Por favor.

Morgana dedicó una última mirada llena de fingido temor al director antes de salir del despacho escoltada por los pretores. Aquella era la segunda vez que veía a Lansel Jeavoux, pero incluso así no podía evitar seguir sintiendo curiosidad por él. Su mirada de ojos cansados, negros como la noche y siempre hundidos en ojeras; su cabellera oscura con el flequillo cubriéndole las cejas, los pómulos altos y el mentón afilado... sí, aquel era el mismo hombre del que en tantas ocasiones le había hablado Diana. Su amigo, su confidente, su aliado: el pretor al que había descrito como el eterno adolescente, aunque ya hubiese cumplido los cincuenta y cinco años.

Eso sí, con la apariencia de alguien de cuarenta.

Era fascinante.

Del otro pretor, sin embargo, no sabía demasiado. Conocía sus orígenes y el papel que jugaba en la formación de Jeavoux, pero el centurión le eclipsaba. Eclipsaba su sonrisa traviesa, su rostro juvenil y su mirada acerada. Era un tipo apuesto a pesar de no tener más de veinte años, de estatura mediana y constitución muy delgada. Alguien que aunque a simple vista habría pasado desapercibido a ojos de muchos, había captado la atención de Morgana debido a sus evidentes similitudes físicas.

Lansel Jeavoux parecía el padre de ambos.

—¿Dónde vamos? —insistió Morgana mientras atravesaban el vestíbulo, convertidos en el centro de todas las miradas—. Por favor, señor Jeavoux, no he hecho nada. Presenté la documentación, usted lo vio...

—Por mucho que insista no le voy a decir nada —respondió Lansel dedicándole una sonrisa cansada—, así que cierre ese bonito pico suyo, ¿quiere? Cuando lleguemos al coche la informaremos de todo.

—¿Pero estoy detenida?

El centurión puso los ojos en blanco.

—¿Ha hecho algo para poder estarlo?

Morgana se encogió de hombros.

—Qué sé yo, las leyes en Albia son tan extrañas...

La inocencia con la que pronunció aquellas últimas palabras logró arrancar una sonrisa a Corvus. El pretor la miró con curiosidad, divertido incluso, y negó con la cabeza.

—Tranquila, señorita Nyberos, ahora se lo explicaremos todo.

—Ya... —murmuró ella—. A ti no te conozco, por cierto. ¿Trabajas con...?

—Por favor —advirtió Lansel, alzando el tono de voz—, silencio.

Morgana y Corvus asintieron a la vez, como niños a los que acabasen de abroncar, y se dedicaron una última sonrisa cómplice antes de sellar los labios definitivamente.

Unos minutos después, ya fuera del complejo universitario, subieron al coche y Lansel encendió el motor, acabando al fin con el incómodo silencio que los había acompañado en el último tramo del viaje. Se incorporó en el ahora algo más denso tráfico albiano y se internaron en el corazón de Hésperos, de camino a la misma comisaría en la que ocho días atrás Morgana había estado arrestada.

—Lamentamos haberla tenido que sacar de una forma tan abrupta de sus clases, señorita Nyberos, pero...

—Llámeme Everett, por favor —interrumpió Morgana, logrando con ello ganarse una sonrisa de Lansel a través del retrovisor—. Y tutéeme: me hace sentir como una anciana.

—¿Cómo debo sentirme yo entonces? —replicó él con mordacidad—. De acuerdo, Everett, como te decía siento haberte sacado así de clase, pero las órdenes vienen de muy arriba.

—Tan arriba como el ministro Kortes —aclaró Corvus.

—¿El ministro? —repitió ella. La inquietud borró la sonrisa de sus labios—. ¿El ministro quiere verme? ¿Por qué?

Antes de que el fingido nerviosismo de Morgana pudiese ir a más, el centurión alzó la mano.

—Que no te tiemblen las piernas, Everett. Que le has caído bien al ministro es evidente, creo que no hay albiano en toda Hésperos que no haya leído tu entrevista, pero no vamos a verle precisamente. Quizás te llame para la próxima rueda de prensa, parece que ahora está bastante interesado en acercar posturas con Nedershem, pero el motivo de nuestra presencia es mucho más mundano.

—Lo nuestro no es la alta política —bromeó Corvus.

—Lo mío no, aunque lo tuyo sí debería serlo —le corrigió Lansel—. Pero sea como sea, te llevamos a comisaría para que identifiques a alguien. Recuerdas el incidente con Elian Kortes, supongo. Pues bien, nuestros agentes con Cyana Bern a la cabeza han rastreado y localizado al culpable, pero necesitamos que nos ayudes con su identificación. Tenemos pruebas suficientes como para lanzarlo al pozo más profundo de la Ciudadela y tirar la llave, pero el ministro quiere que colabores en las tareas de reconocimiento.

Sorprendida ante la inesperada petición, Morgana asintió. Si realmente tenían tantas pruebas en contra del detenido era evidente que la identificación era innecesaria, y más cuando en varias ocasiones Morgana había insistido en que no le había podido ver el rostro, pero creía entender el papel que el ministro quería otorgarle. Kortes quería congraciarse con la lejana Nedershem, quería encontrar aliados donde no tenía después de enturbiar su imagen con sus polémicas declaraciones sobre Volkovia, y para ello iba a utilizarla. Por suerte para él, su decisión le beneficiaba. Morgana quería ganarse su lugar dentro del status quo de Albia, y hacerlo de su mano le facilitaba las cosas.

—Pero...

—Somos conscientes de que no le viste la cara, pero es importante que colabores, Everett —insistió Lansel—. Será solo un momento, después te escoltaremos a casa.

—¿Escoltarme?

Corvus se asomó desde el asiento de copiloto para poder mirarla a la cara.

—Forma parte del protocolo de seguridad: siempre escoltamos a los testigos. Yo mismo me encargaré de llevarte. —Le dedicó una sonrisa—. Por cierto, me llamo Corvus Nexx, pretor de la Casa de las Tormentas, encantado.

—Everett.

La sonrisa de Corvus se ensanchó aún más.

—Pues encantado, Everett Nyberos, y bienvenida a la maravillosa Albia.




—¿De veras la vais a escoltar? —preguntó la pretor Cyara Bern con desagrado mientras observaba desde la distancia a Morgana. La joven estudiante trataba de identificar al sospechoso desde detrás del cristal tintado, y lo hacía con una expresión extraña en la cara. Una expresión que aunque Bern no era capaz de descifrar, inquietaba a su compañero—. No entiendo nada, Lansel. Forma parte del protocolo, sí, pero no lo hacemos nunca.

—Lo ha ordenado el ministro Kortes —respondió él sin apartar la mirada de la joven—. Por alguna estúpida razón, cree que quien sea que está detrás de todo esto, puede intentar atentar contra ella.

—¿Quién sea que está detrás de todo esto? —La pretor de la Casa de las Espadas puso los ojos en blanco—. Dilo claramente, Jeavoux: Volkovia. Ese lunático cree que Volkovia le está puteando. Lo sabemos todos.

No negó lo evidente. Era innegable que el ministro sospechaba que toda la campaña de acoso y derribo que estaba sufriendo, incluido el intento de asesinato de su hijo, venía de la mano de Volkovia, y no le faltaban motivos para creerlo. Había trabajado arduamente durante los últimos tiempos para conseguirlo.

Jeavoux, por su parte, no se atrevía hablar abiertamente de sus teorías conspirativas por falta de pruebas. No descartaba que Volkovia estuviese implicada, si es que no era realmente la culpable, pero lo que tenía claro era que el tipo que tenían detenido no era el culpable. Aquel hombre, poco más que un postadolescente drogadicto, era solo una herramienta de usar y tirar.

—¿Y si tuviese razón? —reflexionó Lansel—. No podemos descartar ninguna opción.

—Oh, vamos, ¿realmente crees que Leif Kerensky está detrás de esto? —Cyara negó con la cabeza—. El voivoda está demasiado ocupado lamiéndole el culo a Loder Hexet como para perder el tiempo con estas tonterías.

—Yo ya no descarto nada, Cyara. Sea como sea, lo único que tengo claro a día de hoy es que el ministro está convencido de que van a intentar atentar contra esa chica, y me voy a encargar de que eso no suceda. —Se encogió de hombros—. Así de sencillo.

—Esa chica... —murmuró Cyara, pensativa—. Me pregunto quién le habrá metido esa estúpida idea en la cabeza. Esa chica no es nadie, Lansel. Nadie.

Tuviese razón o no, Lansel prefirió no posicionarse. En lugar de ello aguardó pacientemente a que el proceso llegase a su fin y Morgana ratificase su declaración inicial para asegurar que no volvía sola a casa.

—Asegúrate que entra en su casa y vuelve, ¿de acuerdo? —Indicó a Corvus tras tenderle la llave de su propio coche—. Sin distracciones: te necesito aquí. Vamos a hacer que ese cerdo hable antes de meterlo en la Ciudadela.

—No dejes que se le vaya la mano a Cyara —replicó él con cierta preocupación—. Si lo mata, se meterá en un buen lío.

—Tranquilo, para eso estoy yo. No voy a dejar que se extralimite... la cuestión es que necesito que tú también estés, para evitar que no me exceda yo. —Lansel le palmeó el hombro con fuerza—. No tardes.

—Claro, jefe.




—¿Y a qué se dedica un médico, si se puede saber? Quiero decir, nosotros utilizamos a los magi de batalla para curar las heridas. Su magia es mucho más rápida que la vuestra. Imagino que en otros países donde no tengan magi seréis piezas clave, pero aquí... bueno, no te lo tomes a malas, ¿eh? Yo lo respeto.

—Curiosa forma de hacerlo —respondió Morgana con acidez—. La verdad es que creo que no es tan sencillo a como lo planteas. Vuestros magi tienen grandes capacidades curativas, sí, pero hasta donde sé no pueden practicar según qué tipo de intervenciones. Es decir, si en plena batalla te hacen un corte profundo, puede que te salve la vida. Si te cortan una arteria, la cosa cambia. Por muy magi que sean, no hacen milagros.

—Pero casi.

Corvus resultó ser muchísimo mejor conversador de lo que habría imaginado. Morgana contaba con que era un joven hablador, pero la naturalidad con la que se desenvolvía le chocaba. Desde su óptica, los pretores eran poco más que máquinas de matar: hombres y mujeres diseñados para velar por los intereses de su país. Aquel muchacho, sin embargo, era mucho más humano de lo que habría imaginado jamás. La edad influía, por supuesto, tal y como le había explicado Diana, cuantos más años cumplían, más se alejaban de la humanidad común, pero a aquel chico aún no le había dado tiempo apenas a disfrutar del regalo del Sol Invicto. Ni a él ni a la mayoría de los nuevos reclutas del Imperio.

—La situación en Albia me desconcierta —prosiguió Morgana mientras tecleaba un mensaje de texto en el teléfono—. Cuando llegué creía que mis conocimientos serían bien recibidos por la comunidad médica, pero no ha sido así. Al menos no todo lo que esperaba. La científica lo ha valorado, por supuesto: mis tutores y compañeros están encantados conmigo, pero los magi de la Academia me han dado la espalda. —Envió el mensaje y guardó el dispositivo en el maletín estudiantil—. Ni tan siquiera asistieron a mi presentación. Ni a la mía ni a la de ningún compañero. Al parecer se han negado a participar en los actos de bienvenida desde que se instauró oficialmente la Facultad de Medicina.

—Supongo que habrá rivalidad —reflexionó Corvus—. La verdad es que no sé demasiado al respecto, pero me puedo enterar. Lo que está claro es que en las legiones hay veinte magi por cada médico. Y que yo sepa, a mí no me ha tratado nunca uno de los tuyos... bueno, cuando era un niño, pero de eso hace ya mucho tiempo. —Corvus rio—. En mi otra vida.

—¿Tu otra vida? ¿Es así como la llamáis los pretores?

El agente volvió a mirarla por el retrovisor.

—Bueno, es como la llamo yo. Los otros no sé.

—Es curioso, yo también la llamo así.

—¿Ah sí? ¿A qué?

Morgana sonrió, pero no respondió. En lugar de ello apoyó las manos estratégicamente en el asiento y esperó a que el coche alcanzase la intersección que estaban a punto de cruzar, en una zona especialmente solitaria de la ciudad. Aguardó un segundo, dos, tres... y de repente, surgido de la nada, otro vehículo se estrelló contra ellos por el lateral del conductor, provocando que saliesen disparados contra el fondo del carril y chocasen con el muro de seguridad. A bordo Corvus gritó pero la cadena de golpes a la que se vio sometida su cabeza silenció su voz. El pretor cayó sobre el volante desvanecido mientras que Morgana, aún en el asiento trasero, necesitó unos segundos para poder reaccionar. Incluso sujetándose el golpe había sido tan fuerte que su cabeza se había estrellado con la ventana de la puerta, dejándola totalmente aturdida sobre el asiento.

Necesitó casi un minuto para comprender lo que acababa de suceder; cincuenta segundos en los que los ocupantes del otro vehículo acudieron a su encuentro a la carrera. Uno de ellos abrió la puerta trasera de un tirón, arrancándole un crujido al coche, y la cogió de las muñecas con violencia para tirar de ella hacia fuera. El otro, mientras tanto, permaneció junto a la puerta delantera, con la pistola apuntando directamente al interior del vehículo a través de la ventana rota.

Tiraron de Morgana hasta sacarla del coche... y entonces hubo algunos gritos y disparos que ni tan siquiera la lluvia logró amortiguar. La arpía parpadeó varias veces seguidas, tratando de recuperar el control de su propio cuerpo tras el golpe en la cabeza, y por un instante se vio en manos de un encapuchado que estaba arrastrándola por el asfalto hacia su propio coche.

La estaban secuestrando.

—¡No! —gritó apenas sin voz—.¡Suéltame...!

—¡Cállate!

Morgana intentó resistirse. Pataleó en el asfalto y clavó las uñas en las manos de su secuestrador, pero no sirvió de nada. Los guante de piel le protegían. Furiosa, la arpía concentró toda su atención en la muñeca del asaltante y se abalanzó sobre ella. Cerró la mandíbula a su alrededor con fuerza y esta vez sí que logró que el secuestrador reaccionase. El hombre lanzó un grito de dolor y la empujó con violencia contra el suelo.

Morgana cayó de bruces sobre el asfalto mojado.

—¡Soco...!

El sonido de un disparo procedente del coche de policía silenció su grito. La arpía volvió la mirada hacia la puerta delantera, allí donde hasta entonces había estado el otro delincuente, pero en su lugar no encontró más que un cuerpo tirado de espaldas en el suelo.

Y a Corvus estaba saliendo del vehículo...

Pero no parecía saber ni tan siquiera donde estaba. Su mirada estaba perdida, y no era para menos: incluso en la distancia podía ver la herida de bala que tenía en el pecho, muy cerca de la clavícula. Horrorizada, Morgana intentó acudir a su encuentro, pero su secuestrador no se lo permitió. El hombre le dio un golpe seco en la nuca y la arpía cayó al suelo de rodillas, con el campo visual repentinamente reducido. Sintió el peso de sus manos volver a cogerla por debajo de las axilas y un tirón. Los talones de los zapatos raspando el asfalto al ser arrastrados, la lluvia cayendo sobre su rostro, el pelo empapado cubriéndole los ojos...

Y entonces un estallido de luz iluminó toda la calzada. Morgana cerró los ojos y escuchó un disparo seguido por un grito. Las manos que la cargaban cedieron bajo su peso y se precipitó al suelo con violencia, donde chocó con el asfalto. A su lado, el asaltante disparó de nuevo su arma tres veces, pero finalmente algo lo silenció.

Se formó un gran charco de sangre alrededor de su cabeza.

—Everett.

Aún algo aturdida por los golpes por lo ocurrido, Morgana apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor cuando Corvus la recogió del suelo a peso y la llevó hasta la acera, donde la sentó en un banco. El pretor se arrodilló ante ella, con el rostro y las ropas totalmente cubiertas de sangre, y sin apenas poder decirle nada más que unas cuantas palabras inconexas, se derrumbó sobre ella, con dos nuevas heridas de bala en el pecho.

La visión del pretor desmayándose la obligó a reaccionar.

—¿Corvus...? ¿Corvus, estás bien? Oye... ¡oye! ¿Corvus?

Y aunque por un instante Morgana creyó que podría seguir fingiendo el papel de la joven desvalida a la que habían estado a punto de secuestrar, la gravedad de la situación se lo impidió. Morgana se acuclilló junto a él y comprobó que las heridas eran mucho más graves de lo que le había parecido a simple vista. Lo tumbó en el suelo, comprobó sus constantes vitales y sacándose de una vez por todas la máscara, se apresuró a empezar a tratar sus heridas mientras que a voz en grito pedía que llamaran a emergencias.

Lástima que aún no hubiese llegado nadie para ayudarles.

—No te mueras, pretor —le ordenó—, aún no, por favor.




—La paciente está en shock, centurión. Por favor, tenga un poco de paciencia: necesita descanso.

—Tengo que hablar con ella, lo lamento, doc: es un tema de seguridad nacional.

—Lo entiendo, pero...

—No le molestaré demasiado rato, se lo aseguro. —Lansel le dedicó una sonrisa gélida a modo de despedida y se internó en la pequeña habitación de hospital donde estaba ingresada Morgana, ignorando las miradas reprobatorias del resto de equipo médico—. Señoras, señores, si son tan amables de dejarnos a solas: si quieren les enseño la placa, pero vaya, no creo que sea necesario.

La asistente que estaba acabando de vendar las heridas del brazo de Morgana farfulló una maldición ante la inesperada aparición del centurión, pero obedeció. Intercambió una mirada con sus otros dos compañeros, que habían estado dándole soporte, y los tres salieron de la sala.

Lansel los despidió con un ligero asentimiento de cabeza antes de cerrar la puerta. Lanzó una fugaz mirada a Morgana, que en aquel entonces se encontraba sentada en el borde de la cama, vendada y conectada a varios dispositivos de control médico, y se acercó con determinación. Hacía una hora que había llegado al hospital, pero hasta que no le habían permitido ver a su joven colaborador no se había apartado de su puerta.

—Le has salvado la vida —dijo a modo de saludo. El centurión se plantó frente a ella, de brazos cruzados y con algunas manchas de sangre en el uniforme gris y negro, y se acuclilló para poder mirarla a los ojos—. Ese chico te debe la vida, ¿eres consciente de ello?

Everett Nyberos no lo había sido hasta ese momento, pero Morgana sabía perfectamente el papel que había jugado. Como bien decía Lansel Jeavoux, de no haber sido por ella, Corvus Nexx no habría logrado sobrevivir hasta la llegada del equipo de emergencias.

—¿Yo? —Apartó la mirada—. Bueno, solo hice lo que pude... él me la salvó anteriormente. Esos tipos... —Los ojos se le llenaron de lágrimas falsas—. Creo que esos tipos iban a por mí...

—Sí, iban a por ti, te lo confirmo —dijo él con frialdad—. No creo que te sirva de consuelo, pero los hemos identificado: se llamaban Geralt y Merus Dasser. Eran hermanos. Tenemos la sospecha de que han sido contratados por el mismo sujeto que encargó el asesinato de Elian Kortes a Brandon Glovs, pero por el momento no hay nada confirmado. Sea como sea, queda mucha investigación por delante, pero es innegable que eras su objetivo. En tus primeras declaraciones a la policía has dicho que intentaron secuestrarte, ¿es eso cierto?

Morgana asintió con pesar.

—Uno de ellos me sacó del coche a rastras y tiró de mí. —Se encogió de hombros—. De haberme querido matar lo podría haber hecho sin problema, así que supuse que me querría con vida para algo.

—Muy probablemente. Entre las pocas pertenencias que llevaban encima hemos encontrado la fotografía que te hiciste con el ministro durante la entrevista. Eras su objetivo, es evidente. La gran duda es: ¿por qué? —Lansel entrecerró los ojos—. ¿Estás segura de que no viste nada más en el Jardín de las Almas, Everett? Cualquier cosa, cualquier detalle por poco relevante que te parezca puede ser una gran pista para nosotros.

Morgana fingió esforzarse por recordar, pero tras unos segundos de concentración volvió a negar con la cabeza, logrando acabar con la insistencia del centurión al sumar unas cuantas lágrimas a su interpretación.

—¡Eh, venga! ¡No te pongas así, mujer! Lo importante es que estás bien, te vas a recuperar y has salvado la vida a Corvus. Le he ido a visitar antes, por el momento sigue inconsciente, pero los magi dicen que en menos de cuarenta y ocho horas volverá a ser el mismo de antes, así que no te preocupes, todo ha salido bien dentro de lo malo.

—¿Los magi? —preguntó ella en apenas un susurro—. ¿No está en el hospital?

—Lo están trasladando al Castra Praetoria. Esto es un hospital civil, Corvus necesita otro tipo de asistencia... aunque tenemos que dar gracias a esa brujería chamánica tuya: sin ella tendría una plaza libre en la Unidad. —Lansel le dedicó una sonrisa sincera—. Hasta que no se aclaren las cosas no podrás volver a casa. Sé que es una putada, pero vas a quedar bajo vigilancia. Te has convertido en un testigo protegido, así que te vamos a trasladar.

—¿A trasladar? —murmuró ella—. ¿A dónde? Pero tengo que ir a la universidad, mi permiso de residencia depende de ello...

—Intentaré que sea lo menos traumático posible, pero no prometo nada. —Lansel se encogió de hombros—. Los agentes Blüme y Orense se ocuparán de ti. Ahora relájate y descansa, te necesitamos recuperada lo antes posible. Y si recuerdas algo, infórmanos cuanto antes. Vendré a verte en cuanto pueda.

—De acuerdo... gracias, centurión.




—Hay algo que no me cuadra en todo esto.

—¿A qué te refieres?

A muchas cosas. Mientras deambulaba por el espacioso despacho de su buen amigo, en el Castra Praetoria, Lansel no podía evitar que sus dudas se multiplicasen. Cuanto más pensaba en lo sucedido, menos lógica tenía.

Claro que el mundo había perdido la lógica hacía ya tiempo.

Se detuvo frente a una de las estanterías y cogió uno de los marcos de fotografías que había expuesto. En él aparecían Victoria y Alexia, sonriendo a la cámara. Estaban abrazadas, estaban contentas... estaban felices.

Dejó el cuadro donde lo había encontrado y alzó la vista hacia el estante superior. En él había varios trofeos y medallas de gran prestigio a las que su dueño restaba importancia. Para él, el único objeto importante de aquel estante era la fotografía que tenía oculta entre los trofeos.

Una de las pocas fotografías que tenían de toda la familia unida durante la boda de Jyn.

Lansel la observó durante unos segundos, pensativo, centrando la mirada por un instante en Diana, la cual aparecía entre Davin y él, y dejó escapar un suspiro.

—Kortes es un gilipollas, es innegable, pero esta campaña tan agresiva hacia él me sorprende. El intento de asesinato de un hijo es algo excesivo, ¿no te parece? Alguien debe tener muchas ganas de hacerle daño de verdad.

—Coincido contigo, yo tampoco siento demasiada simpatía por él —admitió Damiel Sumer desde su mesa, de brazos cruzados. El traje y la corbata le hacían parecer algo mayor, pero su aspecto seguía siendo el del pretor que siempre sería, joven y enérgico—. Y sí, quizás sea algo excesivo, pero es innegable que está haciendo mucho daño. Sus declaraciones están dañando mucho las ya de por sí delicadas relaciones con Volkovia.

—¿Y crees que Volkovia está intentando castigarlo por ello?

Damiel se acercó a la estantería donde se encontraba su buen amigo para echar un fugaz vistazo a la fotografía mientras meditaba la respuesta. De todos los protagonistas de la instantánea, no necesitaba más que ver su expresión para saber en quién estaba pensando.

—Te preocupa que Diana esté detrás de esto, ¿verdad?

—¿A ti no?

El centurión negó con la cabeza.

—Sinceramente, no. Diana trabajaba directamente para Kerensky, y ten por seguro que el voivoda nunca se lo permitiría. Es demasiado obvio.

—Yo también lo creo, pero... —Negó con la cabeza—. Hasta donde sabemos, no tiene más enemigos. Al menos en teoría.

—Hay muchas personas trabajando arduamente en intentar mejorar las relaciones con Volkovia entre otros países —reflexionó Damiel—, y Kortes es un grano en el culo. Puede que la amenaza esté más cerca de lo que creemos.

—Podría ser —admitió Lansel—. Es una de las opciones que barajamos en la investigación, pero si realmente es así, ¿qué sentido tiene que hayan atacado a esa chica? A la nederiana. Ha sido un intento de secuestro serio, Damiel. Casi matan a Nexx.

Damiel volvió a su mesa, donde tomó asiento para sacar de uno de los cajones una carpeta. En su interior, junto a varias fotografías de archivo, había el informe médico de la joven, sus declaraciones juradas sobre lo ocurrido en el Jardín de las Almas y el resto de documentación que la acreditaba como inmigrante legal. Incluso estaban sus cualificaciones universitarias; un abanico de datos gracias al cual Damiel había logrado dibujar un perfil bastante acertado de Nyberos.

—Estamos dando por sentado que han intentado secuestrar a esa chica por lo que sucedió con el hijo de Kortes, o por lo que pudo llegar a ver. No obstante, ¿y si realmente no fuese ese el motivo? —Damiel cogió una de las fotografías en las que Everett aparecía charlando con unos compañeros de clase y la miró con detenimiento—. Es una chica muy guapa... aunque muy joven. Cuesta creer que tenga dieciocho años.

—Parece más joven, sí.

—Una adolescente de hecho... —Damiel desvió la mirada hacia Lansel, pensativo—. ¿Sabías que hace cuatro años Kortes estuvo a punto de ser expulsado del parlamento? Se vio envuelto en un escándalo bastante grave. Él y su mujer habían acogido a varias huérfanas de guerra, y tras unos meses de convivencia hubo dos denuncias por parte de dos de ellas. No pasaron del acto de conciliación: Kortes y sus abogados lograron sofocar su ira con un cheque con muchos ceros. De hecho, el ministro consiguió silenciar el escándalo contactando con varios de los periódicos locales para que no publicaran nada al respecto, pero algo hubo. Katrina me lo explicó en su momento. Muy desagradable todo.

Lansel cogió otra de las fotografías de Everett Nyberos y la miró de cerca. Había algo en aquella chica que le inquietaba, y no solo su aspecto.

—¿Estás insinuando que puede que esto no responda a una trama política, sino a algo muchísimo más mundano?

Damiel se encogió de hombros.

—Solo digo que hay muchas opciones. Esa chica, Nyberos, se entrevistó con el ministro y pasaron bastante tiempo juntos hasta donde sé. Tú estuviste con ellos la mayor parte del tiempo, ¿no?

—Sí.

—¿Y notaste algo extraño?

Lansel se encogió de hombros. No quería admitirlo, pero no había estado prestando demasiada atención. Al estar Cyanna presente para encargarse de todo, él había estado algo distraído viendo el ir y venir de gente en el periódico.

Además, aquel día habían entrevistado también a Scarlet Ember y había aprovechado para ir a saludarla. No todos los días se podía coincidir con la mayor celebridad del Imperio y estrecharle la mano.

—Yo que sé, Damiel, a mí no me va lo de hacer de niñera, ya lo sabes. Simplemente fui y pasé el rato hasta que acabaron. Lo que sí que es cierto es que esa noche el ministro la invitó a cenar a solas, pero lo que pudiese pasar ahí ya es otro tema. Ni lo sé, ni me interesa.

—Pues puede que esa cena sea la clave —sentenció—. Imagina que Nyberos hubiese intimado con el ministro: si alguien quisiera hacerle daño, ¿no crees que intentarían utilizarla para ello? Para sacarle información, para chantajearle... yo que sé, cualquier cosa. Quizás deberíais valorar esa vía de investigación.

Aunque no le gustase, tenía sentido. Hasta entonces habían estado tratando aquella crisis como diplomática, pero quizás todo fuera mucho más sencillo. Las pasiones podían llegar a causar grandes estragos y crear peores enemigos. Pero en caso de ser así, ya no entraba en su jurisdicción. Lansel había aceptado la petición del Alto Mando de colaborar con las tareas policiales debido a la muerte repentina de Katrina Aesling, la prefecta de la Casa de la Noche, y toda la confusión que se había creado desde entonces, pero aquello ya era demasiado.

—No pienso meterme en líos de faldas —advirtió Lansel—. Eso ya es abuso de confianza, Damiel. Puedo dar soporte, de hecho toda mi Unidad está volcada en ello, pero no somos policías.

—Soy consciente de ello, Lansel, y agradezco enormemente lo que estás haciendo. Te aseguro que pronto acabará y volverás a recuperar tus funciones, pero las cosas ahora mismo están muy complicadas. —Damiel volvió a mirar la fotografía de Nyberos—. Intentaré ayudarte con esto, ¿de acuerdo?

Su respuesta logró hacerle reír.

—Venga ya, Damiel, que tú no estás para estas cosas...

—En serio, me irá bien salir de la oficina —aseguró, sonriente—. Preséntame a la chica, quiero conocerla. Si realmente se trata de un tema personal de Kortes, me encargaré de quitarte el caso, pero para poder valorarlo necesito conocerla. Supongo que va a entrar en el programa de testigos protegidos, ¿no?

Lansel asintió.

—De acuerdo, tráela mañana. Si hay indicios el más mínimo indicio de que todo esto sea una trama pasional, te sacaré de inmediato del caso, pero de lo contrario...

—Sí, sí, que me lo como. Es lo que hay, ¿no? —Lansel dejó escapar un suspiro—. Es temporal, bla, bla, bla... espero que al menos, cuando esto acabe, me asignéis algo importante. Me lo he ganado.

—Tenlo por seguro.


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