Capítulo 27 - Morgana
Capítulo 27 – Morgana, 1.831, Throndall
Diana lo preparó todo para que uno de sus contactos recogiera a las arpías y su invitado de honor en una de las poblaciones de los alrededores del Thaal. Para llegar hasta allí las agentes se vieron obligadas a viajar a pie a través de los caminos de piedra y hielo durante veinticuatro largas horas de ruta.
Aquel era el final de su viaje juntas. Ninguna de las cuatro había querido decir nada durante la travesía, y mucho menos ahora que Thurim viajaba con ellas, aunque maniatado y amordazado, pero lo cierto es que era un viaje amargo. Los años que habían vivido juntas en Kovenheim no iban a regresar jamás, pero en cierto modo se habían sentido muy unidas. Incluso estando separadas, cada una en un país distinto y prácticamente incomunicadas, habían sentido la presencia de las otras muy cerca, prácticamente velando por su bienestar. Ahora, con la partida de Lira, las cosas iban a cambiar. El resto intentaría mantener la misma relación, por supuesto, pero no se engañaban, Lira era una pieza clave para que su grupo se mantuviese unido.
Por desgracia, el voivoda no les había dado la oportunidad de elegir. Lira había sido reclamada y ni su voz había sido escuchada, ni muchísimo menos las de sus hermanas. Simplemente debía cumplir con lo que se esperaba de ella, y no iba a decepcionar a nadie. Al fin y al cabo, ¿acaso podía hacer otra cosa?
Separarse de Nessa fue duro, y más después de haber conocido la sorprendente historia que tanto la atormentaba, pero no tanto como dar un último abrazo a Lira. Y sabía que probablemente estaba exagerando, que tarde o temprano volverían a coincidir, pero en aquel entonces Morgana sintió que le arrancaban una parte de sí misma al despedirse de su hermana.
—Te quiero, Lira —le susurró al oído mientras la abrazaba con todas sus fuerzas—. Te quiero, te quiero, te quiero. Sabes que si me buscas, me encontrarás.
—Claro, solo tendré que ir a Umbria y buscar a la más amargada de las princesas —replicó ella con diversión. Besó con cariño la mejilla de su hermana y le guiñó el ojo—. Fuerza, Morgana. Mucha fuerza ante lo que te viene, pero sobre todo, con lo que tienes entre manos.
A lo que Lira se refería no era al viaje que compartiría durante las siguientes horas con Vekta hasta la costa norte. Ojalá se hubiese referido a ello. A lo que realmente se refería era a Ignatius Thurim, el silencioso prisionero con el que Diana le obligaba a viajar hasta Umbria.
A decir verdad, Morgana había tenido suerte de que Thurim hubiese decidido mantener su promesa de sacarla con vida de Throndall. De no haberlo hecho, a aquellas alturas ambos tendrían un destino totalmente diferente. Morgana estaría muerta e Ignatius tranquilamente en Albia, recuperándose de la resaca de la gran cacería. Desafortunadamente para el tribuno, su promesa le había traído graves consecuencias, y aunque se podía considerar a sí mismo un gran afortunado por haber sobrevivido, era evidente que no estaba satisfecho con su situación. Lógico. Por el momento se mantenía con los labios sellados y con una actitud bastante obediente dentro de lo que cabía esperar, pero era cuestión de tiempo de que el temperamento le hiciese estallar.
—Cuidaré de él.
—Sí, cuídalo, pero no te pases —le advirtió Lira—. En cualquier otra situación yo misma me encargaría de unirlo a mi lista de "amigos", pero dadas las circunstancias, mejor actuar con cabeza. No sé muy bien qué planes tiene Diana para él.
—Pues si no lo sabes tú, imagínate yo...
Vekta, Morgana y Thurim fueron trasladados hasta la costa norte de Throndall, donde dos barcos les estaban esperando con distintos destinos. Las dos arpías se despidieron con la promesa de que pronto volverían a verse, y cada una de ellas embarcó en su respectivo transporte.
Una hora después, los dos navíos se pusieron en marcha, uno con Lameliard como destino y el otro la lejana Umbria.
El viaje hasta Umbria no resultó todo lo agradable que hubiese esperado. Convencida de que Thurim no le guardaría rencor por lo ocurrido, Morgana había ido a visitarle a diario a la celda donde lo había encerrado. No era una estancia especialmente amplia, ni tampoco luminosa, pero al menos ya no estaba maniatado. A pesar de ello, el tribuno se negaba a hablar con ella. De hecho, ni tan siquiera la miraba a la cara. Por suerte para Morgana, a ella no le importaba en absoluto la imagen que el albiano tuviese de ella. La arpía sencillamente quería charlar con él, pasar las horas muertas de las seis largas jornadas de viaje que les esperaban juntos, y al ver que el militar se cerraba en banda, decidió tomar las riendas de la situación.
—¿No quieres hablarme? —le dijo al final del primer día, tras dos intentos sin éxito de relacionarse—. Tranquilo, no hay problema, puedo llegar a entenderlo. No obstante, por desgracia para ti, a mí me importa una mierda lo ofendido que estés, así que hasta que no te decidas a hablarme no vas a probar bocado. ¿Cómo lo ves? ¿No te gusta, eh? A mí tampoco, pero es a lo que me has obligado... en fin, mañana probamos otra vez.
Morgana volvió a visitarle la siguiente jornada en dos ocasiones, por la mañana y por la tarde, pero su postura era la misma. Thurim estaba decidido a ignorarla. Lógico teniendo en cuenta lo sucedido, pero no tanto bajo el punto de vista de Morgana. A la arpía le ofendía aquel trato. Tanto que decidió no visitarle por la noche, ni tampoco por la mañana del siguiente día.
El medio día de la tercera jornada de viaje Morgana volvió a ver al prisionero, pero lo encontró dormido en el camastro. La imagen era estremecedora, con el tribuno acurrucado en el duro colchón con los brazos cruzados sobre el pecho y tratando de aprovechar al máximo la polvorienta manta que le había proporcionado la tripulación. A Morgana le habían ofrecido la posibilidad de darle una segunda, plenamente conscientes de que cuanto más se alejaban del continente y viajaban hacia el norte, más duras eran las condiciones climatológicas, pero la arpía la había rechazado. Apoyándose en la historia de Nessa, quería llevar al límite a Thurim para conseguir que entrase en razón. Además, pasar un poco de frío no era para tanto. Mientras no muriese de hipotermia, no pasaba nada.
Volvió por la noche, y en aquella ocasión al menos logró que Thurim la mirase a la cara. Y lo hizo con mucha rabia y los ojos encendidos de frío y hambre, pero no separó los labios. Se negaba a hablar. Desafortunadamente para él, una mirada no era suficiente para Morgana.
—¿En serio no me vas a hablar? —le preguntó desde la puerta, de brazos cruzados—. ¡Vamos, Ignatius, que no ha sido para tanto! Te podría haber dejado morir, pero fíjate, aquí estás, en un barco de placer de camino a un destino paradisíaco... ¡deberías estar agradecido!
El estómago de Thurim rugió a modo de respuesta, lo que logró que los labios de la arpía se contrajesen en una sonrisa burlona.
—Venga, no seas cabezota: si quisieras todo esto podría acabar ya. La comida de a bordo no es gran cosa, pero algo es algo... además, si tú quisieras, podríamos comer juntos. Y no aquí, tranquilo. El ambiente está un poco fresquito. El capitán me ha cedido una de las salas, si te apetece podemos comer juntos allí, tranquilos, sin distracciones. Hasta te pondré un calefactor portátil para que recuperes un poco el color de la piel... pero veo que no te seduce la idea. En fin, ¡una pena! Probamos de nuevo mañana, ¿de acuerdo? ¡Buenas noches!
Aunque la tripulación del barco era bastante educada con ella, el problema de que no hablasen su idioma acrecentaba su sensación de soledad. A Morgana le gustaba pasear por los estrechos pasadizos del navío, saludando a cuantos encontraba a su paso. Todos los miembros de la tripulación eran hombres de origen Dynnar cuyos hábitos habían arrastrado a Morgana a comer muy pronto y cenar muy tarde. Por las noches le gustaba disfrutar de su compañía en la sala de descanso. A los dynnar les encantaba jugar a las cartas y a los dados, contar historias y beber, por lo que Morgana sencillamente se dejaba llevar. Como bien había aprendido a lo largo de los años, el no hablar el mismo idioma no significaba que no pudiesen entenderse. Pero aunque bebiese con ellos y tratase de unirse a las partidas de cartas, la barrera lingüística impedía que pudiese llegar a disfrutar de verdad de su compañía. Se divertía con ellos, sí, pero no todo lo que le hubiese gustado. Por suerte el viaje no iba a alargarse más de seis días, así que era cuestión de tiempo que pudiese volver a relacionarse con gente en su idioma.
Lástima que fuese en Umbria.
No le apetecía volver a su tierra natal, y mucho menos pedir ayuda a Crassian Vermont. De hecho, la idea le horrorizaba. Durante todos aquellos años se había obligado a sí misma a mantenerle alejado de su pensamiento, plenamente consciente de que tarde o temprano sus destinos se unirían para siempre. Se decía que ya llegaría el momento, que no tenía prisa para verlo. Muy a su pesar, aquel cambio de planes no solo le iba a obligar a acudir a su encuentro, sino también a quedarse unos días bajo su techo.
En su futuro hogar...
—Al menos no es feo —se decía.
Y aunque intentaba que aquellas palabras le consolasen, no lo conseguía. Morgana era un alma libre a la que la sombra del encierro atormentaba. Lamentablemente para ella, no había vuelta atrás.
—¿Pero cuál es tu plan? ¿Morir de hambre? ¡Vamos, Thurim, no seas tan orgulloso! ¡Llevas ya cuatro días aquí, solo y abandonado! ¿De veras no tienes hambre?
Una fuerte tormenta zarandeaba la pequeña embarcación con brutalidad entre las olas, arrastrándola de lado a lado del océano. Lo que hasta entonces había sido un viaje de placer se había convertido en una aventura sin fin en la que el océano parecía haber enloquecido. Pero lejos de asustarse, a Morgana le gustaba ver a los dioses furiosos. Le gustaba que el viento golpease con violencia contra la nave, balanceándola con violencia, y que las olas se alzasen a su alrededor formando grandes muros de agua. Le gustaba que el suelo vibrase bajo sus pies y la obligase a mantener el equilibrio para no caer; el sonido de la madera con cada embestida, parecido al de un edificio al derrumbarse, y el ulular del viento al traer consigo los gritos de los dioses...
Morgana se lo pasaba en grande como hija de piratas que era. Disfrutaba viendo su vida en peligro, y más cuando era el océano quien la retaba. A Thurim, sin embargo, el movimiento rítmico de las olas lo estaba matando. Hasta entonces había logrado mantener la compostura, mostrándose frío como su venerada Herrengarde, pero tras tres horas de tormenta tal era su malestar que había acabado vomitando.
Y no, lógicamente no tenía hambre. Tenía el estómago tan revuelto que incluso después de las jornadas de ayuno, dudaba poder comer nada. Ni ese día ni nunca.
—Eres tremendo... aunque quizás no esté jugando bien mis cartas —admitió Morgana desde la entrada. Bajo sus pies el suelo no dejaba de moverse, provocando que sus caderas se contorsionasen al ritmo del océano. Parecía bailar—. ¿Qué te parece si te preparo una infusión para que se te pase el mareo? Tarda unos minutos en hacer efecto, pero es tremendamente efectiva. A cambio solo tienes que charlar un rato conmigo... un ratito. ¿Cómo lo ves? —Morgana le tendió la mano—. Ya verás como mejoras...
Thurim volvió a ignorar la propuesta, lo que logró que Morgana se enfureciese. La arpía le maldijo, asegurando que si seguía así ella misma lo acabaría tirando al mar, y regresó a su camarote, donde pasó unos cuantos minutos farfullando todo tipo de insultos. Minutos en los que, incluso furiosa como estaba, preparó la infusión curativa de la que le había hablado. Utilizó para ello los pocos recursos que le quedaban y una gran dosis de ingenio y conocimiento, mezclando las pocas reservas que le quedaban para crear un mezcla realmente efectiva, y llenó una taza metálica con el resultado.
La pócima aún humeaba cuando volvió al camarote de Thurim y la dejó en la mesilla de noche. Le dedicó una mirada furiosa llena de advertencia, ignorando que estuviese de rodillas junto al cubo, probablemente después de haber vuelto a vomitar, y se fue cerrando tras de sí de un fuerte portazo.
Ni tan siquiera la iba a probar, estaba convencida, pero al menos si moría no sería su culpa. Ella lo había intentado.
Dos horas después, Morgana dormía plácidamente en la cama de su camarote, mecida por el brusco movimiento de las olas, cuando alguien llamó a su puerta. La arpía abrió los ojos, sorprendida ante la inesperada llamada, y abrió. Para su sorpresa, al otro lado del umbral aguardaba uno de los dynnar.
—¿Hola? —preguntó con confusión—. ¿Qué pasa?
Sin posibilidad de responderle en un idioma que ella pudiese entender, el marino la llevó hasta el nivel inferior, a la puerta de la celda de Thurim. Balbuceó unas cuantas palabras y se retiró, dejándola con la duda, sola en el pasadizo.
La luz parpadeó sobre su cabeza, a punto de apagarse. Morgana dirigió la mirada hacia la puerta con lentitud, creyendo notar un hedor sospechoso procedente de su interior, y apretó los puños. ¿Sería posible que se hubiese muerto? Sí, estaba muerto, ¿por qué sino iban a avisarla? Debía haber vomitado hasta morir... o se habría partido el cuello durante alguna sacudida. O cualquier cosa: los albianos tenían una tremenda facilidad para morir de formas extrañas.
Respiró hondo.
Aunque no le asustaba encontrar un cadáver, le preocupaba enormemente la reacción de Diana. La Reina de la Noche estaba muy interesada en su supervivencia, por lo que no le iba a gustar demasiado que hubiese muerto en manos de Morgana. Es más, le iba a horrorizar. Y cuando algo horrorizaba a Diana, el mundo temblaba.
¿Pero acaso era ella culpable de su muerte? Morgana había hecho cuanto había estado en sus manos: le había dado la oportunidad de comer y beber si él quería... pero el muy cabezota se había negado. Incluso le había preparado una poción para que sobrellevase mejor la tormenta. ¿Qué culpa tenía ella entonces de que se hubiese negado a mejorar su situación?
En el fondo, no era justo...
Claro que nada en su vida era demasiado justo. Morgana hacía cuanto podía para intentar disfrutar de la vida y pasárselo en grande, pero las circunstancias no se lo podían nada fácil.
—Ays...
Abrió la puerta, convencida de que encontraría el cuerpo tirado del tribuno en el suelo, manchado de su propio vómito, pero para su sorpresa, no fue así. Thurim estaba dentro, sí, pero estaba vivo. De hecho, estaba de pie y tenía buen aspecto. Al menos todo el buen aspecto que podía tener alguien que llevaba cuatro días sin comer.
La miró con fijeza, con los ojos hundidos en profundas ojeras, y por un instante Morgana creyó que iba a abalanzarse sobre ella para intentar estrangularla. Que toda su caballerosidad se había esfumado e iba a matarla. Pero no lo hizo. En lugar de ello señaló la taza vacía con el mentón y asintió con la cabeza.
—Le pedí a uno de los dynnar que te diera las gracias por la infusión, pero supongo que no me ha entendido —dijo con voz algo ronca.
—No hablan tu idioma —respondió Morgana, sorprendida ante el inesperado giro de los acontecimientos—. Vaya, vaya, vaya, creía que te iba a encontrar muerto, la verdad. ¿No te preocupaba que te hubiese intentado envenenar?
—Entre morir deshidratado después de vomitar hasta el alma o envenenado, me quedo con lo segundo la verdad.
—Lógico. —La arpía ensanchó la sonrisa—. En fin, ¿te apetece comer algo?
Thurim frunció el ceño.
—Esto no cambia nada, simplemente...
—Déjate de gilipolleces y ven a comer algo conmigo, hombre. No hace falta que sigas haciéndote el duro, aquí no hay nadie a quien vayas a poder impresionar.
—No es lo que pretendía.
—Pues entonces vente: ¿de qué le sirve a Albia un tribuno muerto?
Morgana abandonó la sala con paso seguro, convencida de que Thurim la seguiría, y no se equivocó. Aunque se resistió al principio, la siguió por el corredor hasta alcanzar las escaleras que conducían a la planta superior. Juntos atravesaron la nave, que no dejaba de zarandearse de un lado a otro, hasta alcanzar la sala de la que previamente le había hablado. En su interior, además de unas cuantas sillas y una mesa, había una pequeña cocina con un refrigerador donde la arpía había guardado las mejores provisiones para cuando Thurim decidiese romper su silencio.
Esperó a que el tribuno entrase para cerrar la puerta tras de sí. Seguidamente, tras indicarle que tomase asiento, se encaminó hacia el frigorífico y lo abrió.
Se agachó para comprobar el contenido.
—La comida de los dynnar es algo extraña, pero no está mal. ¿Quieres algo en especial?
—¿Tienes algo albiano?
—No.
—Pues entonces lo que haya.
Thurim no preguntó qué era lo que le había calentado Morgana, ni tampoco la procedencia del extraño zumo rojizo con el que le llenó el vaso. Tal era su hambre que simplemente devoró como si se tratase del mejor manjar que jamás había probado. Y no es que el sabor fuese malo precisamente, en realidad era comida sabrosa, pero tal era su ansiedad que ni tan siquiera lo saboreó. Engulló y bebió hasta silenciar el cada vez más ruidoso crujido de su estómago.
—Te vas a atragantar —le advirtió Morgana mientras le observaba comer, incapaz de reprimir alguna que otra carcajada—. Los albianos os reís de los throndall, pero coméis como auténticas bestias.
—Ya me gustaría a mí verte después de cuatro días sin probar bocado, arpía.
Thurim tenía una sonrisa bonita. No todo lo bonita que la podría tener de haberse podido duchar y disfrutar de la comodidad de su cama en Herrengarde, pero sí lo suficiente como para que Morgana se contagiara.
—¿A dónde me llevas? —preguntó Thurim tras finalizar al comida y secarse los labios con una servilleta. Con el estómago lleno, su aspecto había mejorado. Ahora tenía algo más de color en la cara y la mirada no tan vidriosa—. Llevamos cuatro días de navegación: una de dos, o me llevas a Volkovia, o nos dirigimos al otro extremo de Gea, hacia Nedershem. Y teniendo en cuenta que tú eres de allí...
—No soy de Nedershem —sentenció Morgana con determinación—. Ni muerta, vaya. Soy de Umbria, y sí, te llevó a mi patria.
—Umbria o Nedershem, da igual: imagino que no es necesario que te diga que te estás equivocando, ¿verdad? Que secuestrar a un tribuno albiano...
—Bla, bla, bla —interrumpió Morgana—. No te creas tan importante, Thurim. Te echarán de menos, sí, pero no tanto como para montar una guerra. Además, si lo hacen, será contra Throndall, así que... —Se encogió de hombros—. La que lo mismo te echa un poco más de menos es la princesita... —Apoyó los codos sobre la mesa y apoyó el mentón en las manos, adoptando una expresión llena de picardía—. ¿La echas de menos?
Morgana lanzó una sonora carcajada ante la expresión de circunstancias del tribuno. En el fondo, no le importaba. Después de cuatro días de aburrimiento quería divertirse y la mejor forma de hacerlo era a su costa, provocándolo.
—¡No pongas esa cara, hombre! La verdad es que, entre Auren y tú, yo creo que le convienes más tú... bueno, al menos eres más normal. Auren... —Morgana negó con la cabeza—. Es un tipo muy guapo, es innegable, pero es cuestión de tiempo que enloquezca como su padre. El tuyo, sin embargo, es un auténtico héroe de guerra. Así que yo apostaría por ti, Ignatius. —Le guiñó el ojo—. Además, la corona te sentaría muy bien. Ya te estoy imaginando con ella... solo con ella.
—¡Oh, vamos, cállate! —replicó él a la defensiva—. ¡No pienso hablar de esto contigo! Estoy retenido en contra de mi voluntad, ¿recuerdas?
Ella se encogió de hombros.
—Lo sé, lo sé, y es una putada, pero bueno, entre morir en ese bosque devorado por demonios o venirte conmigo de viaje... —Morgana se acercó al frigorífico para sacar un refresco—. Espero que no me lo tengas muy en cuenta. Si te sirve de consuelo, te agradezco enormemente que me salvaseis. Si tú y los tuyos no hubieses aparecido, a estas alturas estaría muerta.
—Ya, bueno, te lo prometí.
Morgana disimuló su sorpresa al descubrir que recordaba su encuentro en el tren. Ella lo tenía muy presente, por supuesto, tenía grabado a fuego aquella noche, pero le sorprendía que alguien como Thurim se acordase de su encuentro. Teniendo en cuenta la cantidad de gente con la que se relacionaba, se sentía una auténtica privilegiada.
—¿Sabes, Everett? Esto no tiene por qué acabar mal —prosiguió Ignatius—. Aún no es tarde para ti. Si me liberas en Umbria, podría mover los hilos para que salieses indemne de todo esto. Me encargaría de que todo quedase en un gran malentendido. No podrías volver a Albia, por supuesto, pero...
—¿Liberarte? —replicó Morgana con curiosidad—. ¿Y por qué te iba a liberar ahora que por fin me hablas? —Ensanchó la sonrisa—. Venga ya, nos lo vamos a pasar muy bien juntos, Ignatius, ya verás. Además, Umbria es un país peligroso, ¿con quién vas a estar mejor que conmigo? Venga, no tengas tanta prisa por volver a casa.
El albiano puso los ojos en blanco.
—Oh, vamos...
—¿Qué pasa? ¿Tanto echas de menos a tu princesita? —Morgana ensanchó la sonrisa—. Si me lo pides, yo también puedo darte un poco de cariño, eh. Los umbrianos somos conocidos por ser especialmente pasionales... —Rio a carcajadas al volver a ver la misma expresión de vergüenza en su rostro—. Ay, Thurim, ¡si nos lo vamos a pasar bien juntos! ¡Confía en mí!
Morgana se acercó a él y, olvidando por completo la advertencia de Lira, le plantó un rápido beso en los labios. Perplejo, Thurim parpadeó varias veces, sorprendido por el gesto, pero no dijo nada. Sencillamente la observó irse en silencio, sin sorprenderse de que lo dejase libre en el barco, pues poco podía hacer salvo saltar al océano en caso de querer escapar, y dejó escapar un suspiro. El viaje prometía ser muy largo.
Al siguiente amanecer Morgana encontró a Thurim en la cubierta, ayudando a varios de los marinos a cargar con unas cajas de suministro. La tormenta había cesado y era hora de reparar los desperfectos. Por suerte, la tripulación ya estaba acostumbrada a surcar aquellas aguas, por lo que para ellos no era un problema. Después de reparar decenas de veces las mismas piezas, lo podían hacer prácticamente con los ojos cerrados.
—¡Eh, Thurim!
El saludo de Morgana captó la atención del tribuno, al que la actividad física parecía haber devuelto las energías. La actividad y una buena ducha, claro. Tras haber pasado por agua y haber cambiado su sucio uniforme por las ropas que le habían prestado, parecía otra persona.
La miró por un instante, aún con las manos cargadas, y asintió a modo de saludo.
—Buenos días —saludó.
—Pareces otro. Te sienta bien la brisa del océano, aunque hace bastante frío. —Morgana se abotonó el cuello del abrigo, cubriendo su garganta de la gélida temperatura, y se encaminó hacia la barandilla para contemplar las aguas del norte. Tal y como era de esperar, en la lejanía empezaban a verse los primeros signos de hielo—. Nos acercamos.
Thurim no tardó demasiado en unirse a ella. Cargó con las cajas hasta el pequeño pórtico donde debían depositarse y dio por finalizada su colaboración con la tripulación por el momento. Como bien decía Morgana, la actividad física le había ido bien para despejarse. No obstante, tenía preguntas, muchas preguntas, y tan solo ella podía responderlas.
—¿Cuándo llegaremos a Umbria? —preguntó, situándose a su lado.
—Si todo va bien, mañana.
—Tengo que contactar con los míos e informarles de lo ocurrido. Mis hombres han muerto: la Portadora de Estrellas debe pagar por ello.
La ducha parecía haberle aclarado las ideas. Después de tantos días con la mente embotada, la verdad regresaba a su mente y las dudas y la inquietud empezaban a sacudir su mundo. Thurim necesitaba actuar, necesitaba tomar decisiones y la situación se lo impedía.
—La Portadora de Estrellas está muerta —sentenció Morgana con frialdad—. Ella, sus hombres y los tuyos. Eres el único superviviente, Thurim, y por el momento nadie va a saber que sigues con vida. Al menos no de tu boca. Por el momento llegaremos a Umbria y viajaremos a un lugar seguro, después ya veremos.
—¿A qué lugar?
—Ya lo verás.
—¡Necesito saberlo!
—¿Para qué? ¿Va a cambiar algo acaso?
—¡¡Tengo que saberlo!! —insistió, perdiendo momentáneamente la paciencia. Golpeó la baranda con el puño, furioso, y cerró los ojos para respirar hondo—. ¡Te salvé la vida, Everett! ¡Arriesgué la mía por la tuya! ¡No me hagas esto! ¡No me lo merezco!
La arpía se encogió de hombros.
—Te lo merezcas o no, la situación es la que es —sentenció ella con frialdad—. Te recomiendo que te calmes, Thurim: será lo mejor para todos. Y ni tan siquiera te plantees la posibilidad de tomar el barco a la fuerza: dispararán a matar. Tampoco hay forma que puedas contactar con los tuyos, ni que puedas escapar. Estás atrapado aquí. Los dos lo estamos en realidad, así que relájate, ¿quieres?
Las palabras de Morgana no lograron tranquilizarlo. Thurim maldijo entre dientes, furioso, y se alejó por la cubierta hasta el otro extremo del navío. Morgana le siguió con la mirada, fastidiada al ver que la paz había llegado a su fin tan pronto, pero no le dio mayor importancia. Disfrutó de las vistas del océano helado un rato más, hasta aburrirse, y regresó al interior.
Unas horas después el mal humor de Ignatius parecía haberse esfumado cuando decidió acudir a medio día al salón donde se encontraba la arpía. Previsora, Morgana había preparado comida para dos, aunque no tenía claro si no iba a acabar consumiéndola ella. El comportamiento del tribuno la desconcertaba.
—¿Se te ha pasado el cabreo? —preguntó al verle entrar en la sala con paso sereno.
El militar cerró la puerta y entró en la sala, pero no tomó asiento. Se quedó de pie junto a la entrada, observándola con los ojos algo más apagados que horas atrás.
—No, y no creo que se me vaya a pasar. Esto es un secuestro.
—Lo es, sí —admitió ella—. Si quieres te doy otro beso seguro que te calma.
—Ni te me acerques.
—Como tú veas. ¿Y qué me dices de comer? ¿Tienes hambre?
Respondió tomando asiento en la mesa, en la misma silla que había ocupado el día anterior.
—¿Cómo te llamas? Porque imagino que Everett Nyberos no es tu nombre real, claro.
—¡Eres listo, eh! No, no lo es. —La arpía sonrió—. Puedes llamarme Morgana.
—Morgana... trabajas para Valens, ¿verdad?
—Eso ya lo sabes.
—Lo sé, sí.
Morgana dejó los dos platos de comida sobre la mesa y se acomodó en su silla, sin prestar demasiada atención al invitado. Aquel día tenía hambre. De hecho, no había logrado saciar el hambre en ningún momento durante el viaje. La comida de a bordo era tan artificial que a duras penas servía para silenciar su estómago.
—¿Por qué será que me da la sensación de que a ti te hace la misma ilusión que a mí viajar hasta Umbria?
—¿La misma? —Morgana soltó una carcajada falsa—. Ni de broma: a mí me hace bastante menos ilusión, te lo aseguro. Pero es lo que hay, no decido yo.
—Ya... y si ninguno de los dos quiere ir a Umbria, ¿por qué vamos?
Morgana puso los ojos en blanco.
—En serio, no le des más vueltas. Esto es lo que hay, Thurim. Si te gusta, bien, y si no...
—Podríamos llegar a un acuerdo. No tienes por qué ir a Umbria si no quieres. Tengo contactos más que suficientes para ayudarte, Morgana. Verás...
La arpía soltó una carcajada.
—¿No te ha bastado con salvarme una vez, Thurim? Ni voy a llegar a ningún acuerdo contigo, ni vamos a ir a ningún otro sitio que no sea Umbria, así que ahórrate toda la palabrería, empiezas a cabrearme.
—Vale, vale, no insistiré entonces. Iremos a Umbria y seguiremos con esta absurda situación. Vas a provocar una guerra, lo sabes, ¿verdad?
Morgana se encogió de hombros, mostrando abiertamente lo poco que le preocupaba.
—Nací para cambiar el mundo.
El comentario logró hacer reír al militar.
—Ya, y yo para gobernar Gea.
—Pues fíjate por donde, ambos vamos por el buen camino. —Morgana recuperó la sonrisa—. Si te sirve de consuelo, no voy a matarte. No sé cuánto tiempo vamos a pasar juntos, si mucho o poco, pero te voy a respetar. Y no solo porque me lo hayan ordenado: no me caes mal.
—Vaya, gracias, supongo. Lástima que eso no me sirva de demasiado. En fin...
El sexto día de navegación el navío alcanzó las costas del principado de Lorendall a media mañana, tal y como estaba previsto. Consciente de ello, el príncipe Crassian Vermont había enviado a su guardia personal con Wulfram Galdur a la cabeza para escoltarlos hasta la capital. El soldado acudió a su encuentro a los astilleros acompañado de una escolta y guio a los recién llegados hasta las afueras del puerto, donde otros tantos caballeros les aguardaban a lomos de sus monturas.
—Supongo que sabes montar —comentó Morgana despreocupadamente mientras subía en su propia montura, una bonita yegua negra—. De lo contrario, siempre puedes ir caminando.
Lejos de amedrentarse ante el impresionante ejemplar que habían seleccionado para él, Ignatius subió a lomos del poderoso animal y tiró de las riendas con determinación para marcar el paso.
Una hora después alcanzaron el castillo de Nocta, lugar donde sus caminos se separaban. Morgana, Thurim y Wulfram atravesaron juntos el puente de entrada y el patio, pero alcanzada la entrada al pabellón un grupo de soldados acudió al encuentro del prisionero para escoltarlo a la torre donde aguardaba su celda.
—Te iré a ver luego —le prometió Morgana, quitándole importancia—. Si hace frío, pide que suban la temperatura, ¿eh?
Thurim farfulló algo entre dientes, pero no se resistió. Lanzó una mirada llena de advertencia a los guardias y se perdió por el pasadizo lateral, en dirección a la torre este. Ella, en cambio, se adentró en el cavernoso edificio siguiendo los pasos de Wulfram hasta alcanzar el despacho del príncipe Vermont, allí donde el señor de Lorendall la esperaba de pie junto a una de las estanterías.
La saludó con una sombría sonrisa carente de humor alguno.
—Gracias, Wulfram, puedes retirarte —dijo con sencillez.
Aunque lo disimulaba a la perfección, Morgana estaba nerviosa de volver a encontrarse con el que en un futuro sería su marido. Habían pasado muchos años desde su último y único encuentro, y aunque en esencia seguía siendo el mismo hombre, Morgana había cambiado. Ya no era la niña desvalida a la que la Reina de la Noche había arrastrado hasta Nocta sin saber qué sería de ella. Ahora era una mujer fuerte y decidida a la que le costaba aceptar su futuro. Y no es que no le sedujese la idea de tener una aventura con Vermont: era un hombre atractivo, pero de acostarse con él a convertirse en su esposa había un auténtico universo de posibilidades.
Permanecieron unos segundos en silencio, mirándose, viendo en la mirada del otro el futuro que les aguardaba, hasta que finalmente Vermont se acercó a ella para saludarla con un beso en la mejilla. Un cálido beso que logró que el frío que había acompañado a Morgana durante todo el trayecto se esfumase.
—Me alegro de verte, Morrigan —saludó Vermont—. Cuánto tiempo.
—Sí, han pasado ya unos cuantos años, pero de momento llámame Morgana, por favor. Ya habrá tiempo para lo de Morrigan. Por cierto, yo también me alegro de verte. Estás genial.
—Tú también.
Vermont sonrió con cierta timidez cuando Morgana le guiñó el ojo. La situación le desbordaba.
—Entiendo que el hombre que has traído es el tribuno Ignatius Thurim —dijo, acudiendo a la mesa para tomar asiento. Invitó a Morgana a que se sentase ella también al otro lado del escritorio—. Es cuestión de tiempo de que en Albia empiecen a hacerse preguntas.
—Es probable —admitió ella—. Sinceramente, no sé qué idea tiene la Reina, aún no he podido hablar con ella, pero estoy convencida de que tiene algún plan, así que no te preocupes demasiado. No vamos a molestarte demasiado tiempo.
—No molestáis. Bueno, el tribuno sí, pero tú no. Sea como sea, creo que sería conveniente que hablaras con ella. Supongo que ya te ha informado de los últimos cambios.
—¿Qué cambios?
Una sonrisa tensa se dibujó en el bello rostro de Vermont.
—¿Por qué será que me da la sensación de que no te ha dicho nada? —Negó suavemente con la cabeza—. Deberías hablar con ella, sí. Es importante.
—No entiendo... ¿de qué cambios hablas? ¿Has hablado con ella últimamente acaso?
Vermont asintió con gravedad.
—Estuvo aquí hace unos días. Vino sin avisar, poco después de la muerte de mi padre. Creí que...
—¿Ha muerto Giral?
El príncipe volvió a asentir, esta vez con pesar, logrando con aquel sencillo gesto que Morgana se entristeciera. Apreciaba a aquel hombre. La arpía acudió a su encuentro, bordeando la mesa, y le rodeó los hombros con los brazos en un gesto lleno de cariño sincero.
—Lo siento, Crassian. Sé que era importante para ti.
La naturalidad de Morgana era tal que resultaba complicado resistirse a su encanto natural. Agradecido ante su cercanía, Vermont asintió levemente y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Ha sido un golpe duro, pero poco a poco me estoy recomponiendo. Lorendall me necesita.
—¿Has sido proclamado príncipe?
Crassian asintió con suavidad.
—Así es.
—Enhorabuena.
Selló su felicitación con un cálido beso en la mejilla antes de volver a la silla y poder seguir conversando. En ningún momento había esperado encontrarse aquella situación, pero únicamente porque no se lo había planteado. En el fondo, era cuestión de tiempo de que Giral falleciese. Lo poco que había ido sabiendo Morgana sobre su futura familia política era que su futuro suegro llevaba años enfermo, por lo que el desenlace era el esperado. El que Diana hubiese ido a visitarlos, sin embargo, era otro tema. Aquello sí que le inquietaba.
—¿Y dices que la Reina vino a verte?
—Así es.
—Ya... ¿y para qué?
Vermont negó suavemente con la cabeza.
—Llámala, hazme caso.
Morgana tenía un mal presentimiento. Mientras paseaba por los fríos jardines de árboles negros del castillo en busca de algún lugar discreto desde el que poder llamar, una idea le martilleaba la mente. Una idea que siempre había tenido muy presente pero que, por alguna estúpida razón, ahora cobraba más fuerza e importancia que nunca. Al fin y al cabo, no creía que hubiese sido casual el destino al que la había enviado. Gea era muy grande, ¿por qué enviarla a Umbria precisamente después de visitar a Vermont?
Era sospechoso. Tan, tan sospechoso que antes incluso de que le cogiese el teléfono, Morgana ya estaba casi segura de saber qué le iba a decir.
—Ya estoy aquí —dijo la arpía a modo de saludo cuando la Reina de la Noche respondió a su llamada—. El viaje ha sido largo, pero Thurim está entero.
—Sabía que lo conseguirías. ¿Estáis en Nocta?
—Así es.
—Bien hecho. Por el momento necesito que te quedes allí con Thurim, vigilándolo. La situación no es fácil, vamos a tener que gestionarla con cuidado, pero no es el mejor momento. La comitiva de Solaris está a punto de llegar, así que te voy a tener que pedir un poco de paciencia. Asegúrate de que nadie sabe de vuestra presencia en el castillo.
—¿Hasta cuándo se supone que me voy a tener que quedar aquí, Diana? —preguntó a modo de respuesta, angustiada—. Hay mil sitios donde podría llevar a Thurim sin levantar sospechas.
—¿Has hablado con Vermont?
Morgana cogió aire.
—Sí, y me ha recomendado que hablase contigo... ¿qué pasa, Diana?
—Como sé que eres lista, no voy a darle demasiadas vueltas. En el fondo, estoy convencida de que lo sabes.
—Diana...
—Escúchame con atención: sé que habíamos acordado retrasar la fecha de vuestro enlace hasta que cumplieras los veinticinco, pero no me ha quedado más remedio que adelantarla. Te necesito en Umbria, y te necesito ya. Pronto lo comprenderás todo, pero vas a tener que esperar un poco más para ello. Ten paciencia, ¿de acuerdo? Pero no te dejes llevar por el desánimo, te espera un gran proyecto en Nocta. Y para ser más exactos, más allá de Nocta. Pronto te daré más detalles. Hasta entonces, vigila a Thurim, ¿de acuerdo?
La noticia cayó sobre Morgana como un jarro de agua helada, dejándola momentáneamente sin palabras. En el fondo de su alma había sospechado que iba a suceder precisamente lo que había pasado, pero había querido creer que aún quedaba esperanza para ella. Que aquel no era su final. Desafortunadamente, la verdad era la que era, y las aventuras de Morgana iban a llegar a su final una vez ingresase en aquella cárcel de cristal.
—¿Acaso tengo otra opción? —preguntó en apenas un susurro.
Al otro lado de la línea, en Volkovia, Diana negó suavemente con la cabeza.
—Me temo que no.
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