Primer acto.
"Todo está bien, pero estoy herida."
Todos hablan del príncipe heredero y los rumores no son buenos.
Los rumores se extienden rápido entre veredas y en las ciudades, cruzándose entre los caminos y camuflándose en las cantinas cuando el alcohol está por hacer desmayar a más de uno y no hay oro que valga para detener las lenguas viperinas de los hombres que atraviesan las carreteras con noticias frescas ni de las mujeres que se entrecruzan en los mercados con chismes nuevos sobre la familia real.
No importa cuántos guardas sean enviados con sentencias que clavan en las puertas de las tabernas ni con cada hombre que ha sido colgado en defensa del honor del príncipe a lo largo de los años. Los rumores corren y vuelan rápido incluso sin piernas ni alas y la gente habla, susurra una y otra vez sobre el rostro delicado, los gestos poco masculinos y especulan, murmuran sobre las preferencias del príncipe heredero.
– Dicen que no sale en los discursos porque luce como una princesa, no como un príncipe. Incluso escuche que se pone vestidos y seduce guardias.
– Mi cuñada que trabajo en el palacio dice que es incapaz de sostener una espada.
– ¿Y cómo nos defenderá en una guerra? ¡No puede gobernarnos un cobarde!
– Shhh... te matarán si te escuchan.
– Yo escuché que es incapaz de estar en una habitación con una dama.
– Prefiere pasar el tiempo con jovencitos. Es un enfermo.
– Es un salvaje inmoral. Estamos condenados al infierno.
Los reyes hacen caso omiso a las palabras, sus dedos regentes señalando a quien castigar cuando los rumores cobran más fuerza de la que debería, pero los oídos del príncipe los atrapan uno a uno desde su ventana en el castillo, sentado tras las gruesas cortinas rojas llenas de polvo e inundadas en sus lágrimas silenciosas porque quiere gritarles que no lo es, que ninguna de esas palabras lo describe, pero no hay voz en su garganta para hacer algo como eso, ni ahora ni nunca.
No hay manera de negar lo fino de sus facciones y no hay entrenamiento militar por más duro que sea que borre las miradas de desprecio que incluso sus propios padres le dirigen cuando entra en una habitación. Sabe de los murmullos entre la servidumbre, sabe que no hay cicatriz alguna en su cuerpo que desaparezca los errores que siendo un niño inocente cometió. Errores tan simples como posar más tiempo su mirada en la sonrisa de hombre que en el de una bella dama.
Errores que iniciaron los rumores y que han causado que no pueda estar a solas en una habitación con ningún hombre.
– ¿A dónde vas, Jungkook?
La voz de su padre es tan imponente como su figura de pie en medio del salón. Su rostro serio y de mirada penetrante le provoca un estremecimiento que se cuida de no hacerle notar, temeroso de recibir un castigo por no comportarse a la altura que debería, con la convicción y seguridad digna de su herencia. La forma en cómo pronuncia su nombre, como si fuese una palabra que le produjese malestar, lo enferma a él también.
– Me han informado que debo reunirme con el cantante... – fuerza a su voz a salir de su garganta con toda la seguridad que es capaz de reunir, pero la mirada de su padre no se suaviza ni por un momento – Madre dijo que es importante que yo organice los preparativos finales de mi fiesta de compromiso.
Es un milagro que su voz no tiemble en la última palabra, por lo menos no cómo lo hacen sus rodillas cuando piensa en la desconocida mujer que viene desde algún lugar del reino dispuesta a convertirse en su esposa y darle un heredero tan pronto como sea posible. Como príncipe sabe que es su deber, como sólo Jungkook sabe que también es el último intento del Rey de salvar el honor de su apellido manchado por la inmoralidad de su hijo.
– No pensarás ir solo, ¿verdad?
Ahí está, las palabras no dichas, pero que debido a todas las bofetadas y desprecios ya se ha grabado bien en la memoria. No debe estar en una habitación a solas con un hombre, no debe caer en la tentación de su ser enfermo y, por sobre todas las cosas, no debe jamás manchar el legado de su inigualable padre. Ese mismo rey que le mira con el gesto endurecido, con leves arrugas marcándose en los bordes de su boca por la molestia, por el asco.
– Mi señor, es sólo un cantante...
Hay algo de súplica en su voz porque quiere demostrarle a su padre que puede confiar en él, que Jungkook no es más un niño incapaz de comprender que sus deseos eran anti naturales y ahora, en cambio, es un futuro rey que sabe cuál es su papel y cómo desempeñarlo. Es una reunión simple con el cantante que se encargará del entretenimiento de su fiesta de compromiso, una diligencia simple para un príncipe.
La mirada de su padre, por el contrario, no alberga nada amable en ella.
– Esa es una tarea de mujeres.
Casi parece escupir la palabra, Jungkook no retrocede esta vez: – Madre me lo ordenó.
– Tu madre es una mujer estúpida, confiando en tus juicios anormales – el hombre reniega antes de girarse, perdiendo el interés en él – Cuida tus actos, Jungkook. De no hacerlo, no te molestes en llamarte mi hijo.
Se marcha con la amenaza flotando en el aire tras sus pasos, Jungkook de pie en el salón sintiendo una onza más de dolor acumularse en la balanza escondida en algún lugar de su pecho, ahí donde dolían los rumores, vivían las ilusiones y moría un poco de él con cada día que vivía. En ese estado lo asaltan los golpes en las enormes puertas de madera maciza, avisándole que finalmente ha llegado su invitado.
– ¡Adelante! – hay un leve temblor en su tono, pero lo esconde con su rostro serio tan bien aprendido de su padre.
Cuando las puertas de abren con rugidos poco amables, el príncipe contiene el aliento, sabiendo que encontrará al otro lado de la puerta. No en vano convenció a su madre de mandar a llamar al cantante principal de toda la región, murmurando poco a poco sobre lo increíble de su voz y como su presentación fascinaría a todo invitado a su fiesta. Jungkook se había escabullido más de una vez en la oscuridad para escucharlo, su voz gruesa y grave atrapándolo en un estado de hipnosis anormal que parecía desaparecer todos sus pesares.
Lo cierto, sin embargo, es que jamás ha visto su rostro.
– Mi príncipe, es un placer conocerlo al fin.
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