Capítulo I. «Viejos encuentros»

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—Lunas, odio todo esto. Sin duda estos pomposos vestidos harán que me tropiece en el medio del gran salón—se quejó Piperina, la tercera de las princesas de la Luna, mientras se alistaban para la gran ceremonia de inicio de invierno.

Trataba de hacer conversación, de acabar con el silencio incómodo que siempre llenaba la sala de preparación antes de cada ceremonia importante. Y esta no era una ceremonia normal, habría gente importante, rituales que incluían a su hermana, la heredera, y sería la presentación de la última de las princesas, Amaris, a la sociedad.

Las palabras no parecieron haber servido de mucho, porque Adaliah, la mayor, —que  siempre andaba con su mentón en alto, pose prepotente y creída—, le dedicó una mirada de lo más fría. Sus rasgos, —de por sí rectos y angulosos, su nariz, aunque fina, levemente cuadrada, su mentón, casi para nada redondo, y sus labios, carnosos pero alargados— estaban todos inamovibles, cómo si nada pudiera bajarla de la nube en la que estaba. 

Aquello, por desgracia, que significaba que no diría nada inteligente o racional. Adaliah tenía unas cejas largas y delgadas que siempre se fruncían levemente cuando se enojaba o estresaba. Solo pocos lograban verlo, más Piperina estaba tan acostumbrada a conseguir que su enojo se centrara en ella, que ya no podía evitar notarla y sentir que tenía que elevar sus defensas cuando la misma aparecía.

—Has asistido a estas ceremonias toda tú vida, agradece que al menos tengamos una ocasión para vestirnos de gala y mostrar a los demás lo grandes que somos. Cuando sea reina... —sonrió abiertamente, imaginando lo que llegaría a suceder esos días, tan lejanos que parecía que nunca llegarían, pero con tantas promesas que los añoraba con muchísimas ganas—, cuando sea reina haré fiestas cada cambio de estaciones, dejaré los estandartes de oro puestos todo el año, y...

—¡Adaliah! —su madre, la cual acababa de entrar a la sala de preparación, la reprendió. A pesar de haberle levantado la voz, para nada se notó el despliegue de sus emociones. La  reina era así, siempre manteniendo el mismo rostro tranquilo, sus cejas nunca se movían, su sonrisa era casi permanente, su mentón alto, su pose erguida y tranquila. Todo lo contrario a sus hijas, que eran jóvenes, temperamentales, y emocionales. Así mismo, la reina tenía un equilibrio perfecto en sus facciones. No eran demasiado suaves como los de Alannah, o medio toscos como los de Adaliah y Piperina, de manera que nunca podías leer con claridad lo que querían decir—. Sabes que no puedes hablar de tú próximo reinado en otro lugar que no sean las clases. En cuanto a tí, Piperina, me gustaría ver entusiasmo por cosas del reino en vez de puras quejas de tú parte. Somos la realeza, tenemos que ser...

—Elegantes, inteligentes, bellas,  honrosas, valerosas, fuertes, valientes, virtuosas, sencillas... —dijeron la cuatro princesas al unísono, repitiendo el protocolo real, tan sonado en sus cabezas que ya lo sabían de memoria. No sé detenían de hacer sus labores, tanto así estaban acostumbradas a recitar aquellas palabras de memoria.

—Eso es —felicitó la reina, complacida. Su sonrisa, cuando apenas se mostraba, le daba un aire de tranqulidad que solía ayudarle especialmente cuando se trataba de ganar el favor de los demás, porque no se veía fingida, demostrando una docilidad y atractivo que, tratándose de una reina, se creería bastante anormal. Un gran momento se avecinaba, y todas lo sabían. Se acercó a su hija menor, Amaris, y la ayudó a trenzar su largo cabello negro y rizado mientras le sonreía a través del espejo.

La Gran Ailiah, Bryanna, era una de las mujeres más fuertes que se hubieran visto alguna vez gobernando el Reino de la Luna. Todo ella hablaba de su procedencia. Sus cabellos eran casi blancos, lacios, largos, y deslumbrantes. Sus ojos eran de un azul muy claro, grandes y aceitunados, rodeados de unas pestañas larguísimas que resaltaban su dura mirada. Todo esto se resaltaba gracias al color rosado de sus mejillas y labios, además de sus altos pómulos y el gran porte que hacía a todos darle un aire familiar al que seguro tenía su gran diosa, la Luna. A pesar de su pálida piel se veía en ella el reflejo del ejercicio y la salud, sus mejillas siempre estaban sonrojadas, su cuerpo era musculoso, tenía un cabello grueso y brilloso.

Desde su niñez, y habiendo nacido como la princesa heredera, ganó el favor de su pueblo. Eso hizo que, incluso cuando tuvo cuatro niñas sin haber contraído un matrimonio formal, su pueblo la aceptara y no la criticara ni una mínima vez.

Estaban acostumbrados a ver mujeres gobernar. Sin embargo, también habían visto muchas veces a familias completas quebrarse por culpa de la guerra con el Reino Sol, que iba y venía tan frecuentemente que, por años, la paz se había sentido como un engaño. Siendo así, confiaban en la grandeza con la que la familia Stormsword había sobrepasado todo aquello, fuera quién fuera, una reina Stormsword siempre tomaba las mejores decisiones. La historia de sus hazañas y la sabiduría estaba de su lado. 

Estas niñas, las princesas, Adaliah, Alannah, Piperina y Amaris, eran completamente diferentes.

Adaliah era una viva versión de ella, una heredera. Esos mismos cabellos, incluso sus ojos, que sólo de diferenciaban por ser un poco más oscuros. Sus labios eran más carnosos que los de su madre, y su mejor atributo.

Ser la heredera parecía algo innato en ella. Destacaba por su habilidad de inteligencia y estrategia entre sus hermanas, se le daba bien cada cosa que intentaba. 

Ese en particular era el que supondría uno de los años más importantes en su vida, sería en el que la nombrarían una hermana de la Luna frente a todo el reino, debido a que sólo hace unas semanas había cumplido diecinueve. Aquello era un símbolo de madurez. Una hermana de la Luna estaba prácticamente lista para todo. Por lo tanto, Adaliah sentía que llegar a esto ya prácticamente la hacía perfecta para recibir el poder de la corona. 

En el reino Luna y en el reino Sol existían personas a los que se les denominaban, «llamados».

Los llamados eran personas con habilidades magníficas transmitidas por los mismos dioses como un regalo divino y de suma importancia que solía ser determinante al momento de dar poder en el gobierno.

El secreto para notar si alguien era llamado y qué tan grande era su poder era ver sus características físicas. Todo aquel que tuviera ojos azules era llamado por la Luna. Lo demás podía variar, pero nadie que fuera llamado tenía el cabello castaño. O era rubio, (claro, mientras más cercano al color de la Luna mejor), blanco, azul, o negro.

Las habilidades se manifestaban generalmente a los dieciséis años del portador. Tres años después, (y ya habiendo recibido el entrenamiento necesario), cada persona con el don se unía oficialmente a la hermandad de la Luna. Era un gran acontecimiento y, prácticamente, su segunda presentación a la sociedad.

Adaliah estaba radiante, había decidido ponerse el vestido más bonito entre su enorme colección. Un bello ejemplar de color plateado, con los bordes de un azul cielo como el de sus ojos y brillantes lunas decorándolo, todas hechas de Tiruita, la piedra característica del reino de la luna, una de las más difíciles de conseguir y extremadamente valiosa. La tiruita podía ser blanca, gris, o azulada, mientras más fuerte el color más valiosa la joya. Las del vestido de Adaliah eran azules, un azul vibrante y llamativo, como los ojos de su hermana más pequeña.

Además, Adaliah había hecho que su modista hiciera una falda de tamaño perfecto, grande pero no exageradamente enorme. Tenía la particularidad de ser brillosa, una cosa poco vista en las prendas de esa época.

La segunda de las princesas, Alannah, era la más dulce entre ellas. También había sido llamada por la Luna, pero sus cabellos rubios y rizados, no blancos, —sin embargo, excesivamente claros—, decían que no tendría tanto poder como su madre o su hermana. Aun así, su belleza era exquisita. Sus ojos, —idénticos a los de su hermana mayor—, desprendían vivacidad y encanto. Sus rasgos eran finos, —al contrario que los de Adaliah—. Sus mejillas con hoyuelos vivaces y su figura delicada, esbelta, pero bien proporcionada. —Adaliah y Piperina tenían cuerpos más largos y eclécticos, hechos para la lucha y no para la corte—. Destacaba por tener una nariz respingada, una sonrisa inocente, se le decía la más hermosa del reino.

Su sonrisa era reconocida por todo el reino de la Luna e incluso el del Sol, y su talento con los instrumentos era uno de los más grandes nunca vistos. Entre todos ellos, prefería la corneta lunar, que sólo personas llamadas por la Luna podían tocar. Cada verano salía de gira por el reino, por lo que en popularidad era la más querida después de su madre.

Esto, además de su también grande memoria y entendimiento, ponía celosa a Adaliah. No era más inteligente que ella, pero ambas iban casi en el mismo nivel de estudios y su elocuencia, aún cuando Alannah no era la más talentosa e inteligente, estaba llena de carisma y atractivo, algo que, condimentado con una humildad y apariencia inocente ante sus atractivos, le daba un extra de encanto para todo aquel que la trataba. 

La tercera de las princesas, Piperina, fue la única que no había sido llamada por la Luna. Sus cabellos cafés y ojos verdes, además de su blanca piel, ni aperlada ni acaramelada, hablaban de esto. Sus ojos eran poco apreciados, aunque también bastante bellos. De a ratos podían verse esmeraldas, más la mayoría del tiempo eran de un claro verde que se asemejaba al de los lagos más claros del reino.

No haber sido llamada por la Luna le daba ciertas libertades. Su madre no ponía tanto sus ojos en ella, no le exigía tanto como a las demás. Vivir alejada de sus hermanas la había hecho más testurada de lo necesario, además, era la que menos entendía de lo que ser una princesa significaba. Tal vez, y con el tiempo, eso podría perjudicarla, pero no le interesaba. Era la más fuerte en su familia, tenía un talento excepcional con los deportes. Era firme y valiente, nadie la movía de sus convicciones. Seguía siendo inteligente y estudiada, algo que no se veía reflejado en sus modales, pero que le daba la posibilidad de debatir ampliamente con los lores de la corte.

Sus rasgos eran fuertes, con cejas tupidas, labios rojos, un cabello castaño oscuro que de vez en cuando tomaba cierto tono claro que se acercaba al castaño rojizo. Su cuerpo era fuerte, más rollizo y menos esculpido que el de sus hermanas. Estaba hecha para pelear y le encantaba no tener que depender de los entrenamientos que sus hermanas tenían. Era ella misma y se guiaba por sus amistades y sus conocimientos, eligiendo sabiamente con quién le convenía juntarse y con quién no.

La última, Amaris, era, sin duda, la más feliz y perspicaz de todas ellas. Con sólo doce años en esos días, era la más pequeña, pero, sin duda, era la que tenía más peso sobre sus hombros.

También había sido llamada por la Luna, pero su apariencia, toda ella, hablaba de un poder maravilloso. Sus cabellos eran negros como el carbón y rizados, sus labios rosados. Su piel era la más clara entre las de su familia y posiblemente en todo el reino. Lo más impresionante eran sus ojos. De un color azul, un azul oscuro y atrapante como el de las profundidades del mar.

La mayoría de los que habían sido llamados por la Luna con este color de ojos tenían el poder de la clarividencia, muy raro e importante, además de ser la razón por la que estaba siendo entrenada con conocimientos de cada momento en la historia de Erydas. Un poder así siempre puede prevenir las más grandes catástrofes, y Amaris, a su corta edad, lo sabía.

Eso no quiere decir que no fuera traviesa y divertida. Ella y Piperina siempre estaban jugando, revolcándose en el lodo, o aprendiendo nuevos y divertidos deportes con los duques de la corte.

Amaris era la más querida por la reina entre sus hermanas, debido a que irradiaba amor a cualquiera que la conociera. Desde su nacimiento, y no sólo con ver sus ojos, su madre supo que sería una niña especial, sintió lo mucho que la Luna la quería y le daría en la vida. Por eso la llamó Amaris, que significaba "amada por la Luna".

Incluso su hermana mayor, Adaliah, le profesaba un especial cariño a diferencia de sus otras hermanas, a las que no apreciaba en gran manera.


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Una vez que las princesas y la reina, —el título usado en el reino de la Luna era la gran Ailiah—, terminaron de alistarse, esperaron a que todos los seres importantes del Reino de la Luna tomaran su lugar para después llegar ellas.

Los primeros en llegar fueron los gobernadores de las colonias en las nuevas tierras.

Hace sólo unos doce años se había descubierto un pequeño continente nuevo. No era muy próspero a diferencia del que hospedaba a estos dos reinos de los que les he venido hablando, en especial porque gran parte de él era un desierto seco y mortal. En ese continente habían ocho colonias, cuatro del norte y cuatro del sur, aparte de los cuatro reinos independientes.

El Reino Luna estaba formado por catorce grandes provincias a lo largo del mundo. Todas en el norte o en el sur, en las zonas más frías del planeta. Los gobernadores de cada una de ellas llegaron haciendo especial alarde de su gran poder y maestría, pasando con sus caravanas por el gran camino real que llevaba a la gran parroquia de ceremonias, una enorme edificación blanquecina hecha de blanco azulejo, y de la que su gran cúpula brillaba a la luz del sol.

Una vez pasaron ellos, les siguieron los monjes del norte. Amables hombres que vivían aislados en seis pequeñas islas. Las ciudades independientes de la Luna era su nombre oficial, y uno de los lugares más hermosos y rústicos del planeta.

Una vez tomaron su lugar en la zona reservada especialmente para ellos, fue el momento en que Amaris entraría al gran salón de ceremonias.

—¡Estimados nobles, monjes, y gobernantes del reino Luna, démosle la bienvenida a la Princesa Amaris de la casa Stormsword, la amada por la Luna! —anunció el lacayo real.

Amaris estaba muy nerviosa, aquella sería la primera vez que todos en el reino podrían verla en realidad, todo como consecuencia de una antigua regla prohibía que se le dirigiera la mirada a cualquier princesa hasta que llegara a los doce años.

Cumpliría los trece en unos dos meses, pero esa sería la primera vez que todos podrían verla y era realmente atemorizante. Alzó su falda, acomodándola, elevó su mentón, forzó la sonrisa que Adaliah le había enseñado, y avanzó por el gran pasillo lleno de nobles mirándola.

No tenían ningún pudor e inhibición al hacerlo, se susurraban entre ellos, maravillados por los ojos de la princesa. Eran hermosos, como ella.

Al ver la forma en que la miraban, Amaris comenzó a imaginar un montón de formas en la que la criticarían. Por su vestido, por su cabello, por sus joyas. Por todo.

Los monjes no la miraron más de una vez, pero los Furyion, una antigua casa que se daban mucho renombre a ellos mismos y que se creían los más sabios del reino, la miraron tan fijamente que la hicieron dudar un poco en su siguiente paso.

Aun así, siguió firme. Las miradas de otras casas, como los Oaken (compuesta mayormente por campesinos y trabajadores) o los Earmight, (entre los que se encontraba Bellina Earmight, la mejor amiga y consejera de su madre), eran tan amables y cálidas que la instaron seguir avanzando sin miedo. Subió la plataforma que llevaba al gran trono y los tronos menores de las princesas y se sentó en el suyo.

Sus demás hermanas pasaron. Piperina, Alannah y Adaliah. Esta última no estaba muy feliz. Notó que, aun cuando era ella usaba el velo blanco que sólo usan las próximas hermanas de la Luna y ese vestido tan bello, el más bello que había usado en toda su vida, las miradas seguían en su hermana menor. Nunca había tenido esa clase de sentimientos hacia Amaris, pero en ese momento, tenía más envidia de la que alguna vez había tenido hacia alguien.

La Gran Ailiah hizo su entrada entonces. Todos se levantaron para recibirla, como sólo hacían con su máximo gobernante. Amaris adoraba a su madre. Deseaba llegar a ser tan buena como ella, y se esforzaba por serlo. Observó cada uno de sus movimientos, su gracia y preparación eran notorias e intimidantes.

Una vez la Gran Ailiah llegó a su trono, comenzó la ceremonia de bienvenida al invierno. Todos se inclinaron para rezar a la Luna por lo que parecieron horas, incluso las princesas y la Gran Ailiah, acto seguido, el gran monje dió un mensaje. Le siguió el canto del coro de la Luna y terminó con un mensaje de parte de la Ailiah.

Justo a las doce del día, ya terminada la ceremonia, se anunció la llegada de las cortes del Reino Sol.

En las tradiciones se decía que no podían llegar antes, ni después, pero que sus lugares estarían reservados en la gran parroquia. Las trompetas del Reino Sol anunciaron una a una la llegada de sus nobles. Primero las cuatro colonias del viejo continente, siguiéndole los gobernantes de las provincias. Por último entró el rey y su familia.

En el Reino Sol los reyes eran elegidos cada generación por las grandes casas y por los nobles más grandes del reino. Los Mazeelven llevaban doce generaciones seguidas siendo elegidos, lo que los hacía la familia más poderosa en el reino por mucho.

El Gran Rey, Amón Mazeelven, era un hombre magnífico. Amaris nunca había visto a personas del Sol tan de cerca, pero después de haber visto a todas esas grandes casas, pudo distinguir la diferencia entre la familia real y los demás.

El rey era más alto, su tez era brillante y sus ojos entre ámbar y anaranjados. Era rollizo, casi pasado de peso, pero su poder casi hacía que la luz sólo se centrara en él, como si lo hiciera a propósito. Nunca había visto a un hombre tan elegante y tan salvaje al mismo tiempo. Una combinación como esa era imposible en su pueblo, dónde las familias o eran salvajes, (como los Ramgaze, una familia de lobos), o elegantes, (como los Furyion).

Cuando todos hubieron tomado lugar, comenzó la ceremonia de las hermanas de la Luna. Sólo tres chicas de las casas reales serían llamadas aquel día. Faila Sandwave, una chica fuerte e independiente, Danila Oaken y Adaliah.

La ceremonia fue tan bien como podía ir. Adaliah dijo muy bien su juramento, fue el modelo perfecto de heredera que podía haber.

La gran cena era el evento siguiente. Amaris fue a cambiarse sus enormes vestidos por unos más delgados, los usados para las cenas importantes. Estos tenían mucho menos vuelo, joyas, y tenían telas mucho más delgadas, como seda o lino.

Se sentía bien, lo peor había pasado. Ahora sólo tenía que aguantar la cena, era obvio que no asistiría a la gran fiesta, en la que los vestidos pomposos regresarían y sus hermanas bailarían hasta que les dolieran los pies.

Justo cuando iba de camino al comedor, se detuvo en seco al oír tres voces desconocidas hablando sobre su madre. Eran chicos, eso era seguro. Se refugió en el rincón, esperando poder ver de quien se trataba, por lo que enseguida pudo reconocerlos.

Se trataba del mayor de los príncipes, Zedric Mazeelven, el segundo príncipe, Calum, y de Nahtán Swordship, los tres jóvenes más conocidos del reino del sol.

—La Ailiah Bryanna parece una mujer muy inteligente —dijo Calum con cierto aire de superioridad. A Amaris le sonó conocido. El mismo tono que usaba Adaliah cuando alardeaba, ósea la mayor parte del tiempo—. Pero su hija, Adaliah, ella es pura pretensión. Se dice en las islas malditas que morirá antes de tomar el trono. No creo que la reina sea capaz de asesinarla, pero tal vez ella muera...

—¿Asesinada por sus hermanas? —se burló Nahtán, divertido. Su voz sonaba gruesa, varonil, y juzgándolo por su apariencia, Amaris dedujo que era uno de esos chicos de mil quereres.

¿Cómo los había llamado Piperina?

Sí, mujeriegos, eso había dicho. Se notaba que eran chicos precoces, no debían de tener más de diecinueve años.

—Estamos en el reino de la luna, no es momento para hablar mal de ellos —los regañó el príncipe Zedric, autoritario. Esa voz hizo que a Amaris le dieran escalofríos. En cierto modo, le recordó a la voz de su malvado y frío maestro de astrología, prepotente, fuerte, gruesa y malhumorada—. Lo único que tienen las Stormsword son su belleza. Han mantenido su reinado por miles de años argumentando que la gran Luna las llamó. Lo que yo digo... —se detuvo, mirando fijamente a sus amigos—. Es que esos monjes vieron lo hermosas que eran y ¡Bum! Ya tenían el poder.

Las risas resonaron por el pasillo en el que estaban. Amaris hirvió de furia, quería decirle todas sus verdades a esos charlatanes.

Había visto a su madre luchar por el bienestar del reino toda su vida. Sabía que era buena, valerosa, inteligente, quería ser como ella.

¿Belleza?

¿Qué tenía que ver con todo eso?

No.

Una princesa no se exaltaba de esa forma. Sabía que los hombres eran seres viles y despreciables, en especial los del Reino del Sol. Suspiró quedamente, tomó sus faldas y se marchó con toda la dignidad del mundo.

No dejaría que una estúpida conversación influyera en ella de esa manera. Tal vez Amaris era joven e inexperta, pero era sensata e inteligente a pesar de su edad. Podría decirse incluso más que aquéllos déspotas y creídos chicos.

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