6. Entre suaves pelajes me hallé



 


Nyrel despertó temprano y tan cansada como al acostarse. No se movió de inmediato. Mientras contemplaba la luz débil, aún nocturna, que atravesaba los cristales escarchados de la ventana, repasó cada momento desde su encuentro con Lorin hasta el encierro en la habitación de su madre. No se había atrevido a volver a salir.

«Ahora tengo una manada en mi hogar», pensó con los ojos muy abiertos, sensibles por el sueño leve y agitado.

Los lobos eran diferentes a cualquier cosa con la que estuviera acostumbrada a tratar. Eran muchas las teorías sobre su origen, sin embargo, algo era seguro: donde había lobos, rondaban cazadores de almas, los malditos que masacraban pueblos, se llevaban a los niños, robaban la magia de su mundo, y una vez al año durante la Noche Negra se reunían frente a la séptima puerta infernal bajo una luna de sangre, para hacer sacrificios a quien fuera su amo.

Se estremeció. A su madre nunca le había gustado que hablaran sobre ellos, pero Nyrel había crecido oyendo historias sobre los cazadores de almas. Eran los protagonistas de los cuentos que los viejos susurraban a los más jóvenes, los villanos en los cantos de los bardos. Todos se inclinaban con la repugnancia distorsionando sus rostros y un brillo de interés en la mirada, porque lo que más les fascinaba de los oscuros era que cada hombre o mujer, fuera de la raza que fuera, podía convertirse en uno de ellos. Salvo, quizá, los cazadores de sinos, los únicos que se molestaban en combatirlos, o los astreus'arva, los seres alados que vivían en las islas flotantes del mundo superior, el último bastión frente a la oscuridad.

«Si pudiera verme, madre me mataría».

Recordó aquellos afilados ojos azules tras unas gafas cuadradas y gigantes. Los imaginó furiosos con ella por permitir que los lobos entraran en su hogar sin siquiera saber si eran una manada errante, o si habían sido heridos al seguir las órdenes de su amo.

—Todo a su momento —se espetó

Apoyó las manos en el colchón y se sentó antes de que el miedo la obligara a pasarse el resto del día encogida en la cama. Sus pulmones también le rogaban salir de aquel lugar lleno de polvo.

Cada uno de sus movimientos fue lento. No tenía prisa: solo quería moverse sin ser notada. Con una pequeña arruga de molestia entre las cejas, depositó un pie sobre el suelo, luego el otro, soltando pequeños suspiros cada vez que la madera helada crujía con demasiada fuerza. Una vez en pie empezó a estirarse, poniendo especial atención en el flujo de su energía. La noche de sueño no había bastado para recuperar sus niveles normales; por fortuna, los brujos tenían la naturaleza a su disposición. Unos minutos en el río y recuperaría la fuerza.

Nyrel inhaló. Durante años había mantenido la rutina de pasear por el bosque como primera tarea del día, sin embargo, si estaban vigilando como en la noche anterior no podría dar un paso fuera.

—O puede que se hayan ido mientras caías agotada en la cama —se dijo sin mucho entusiasmo, mascullando para sí misma como acostumbraba a hacer desde que a menudo era su única compañía.

Con varios heridos a cuestas y una casa en medio de la nada en la que solo vivía una chica flacucha, nada que supusiera una amenaza, ¿para qué iban a irse?

—Tendré que aprender a convivir con ellos —se dijo al pasar frente a la ventana, desde la cual apenas se apreciaba la forma del bosque gracias a la luz de las flores entre sus raíces. Sentía el ronroneo del viento en las alturas, la tormenta no se había ido por completo. ¿Sería más nieve o lluvia? No estaba claro—. Y necesito reponer medicinas.

Seguía con el sucio vestido de los días anteriores —ni siquiera había tenido fuerzas para quitarse las botas tras colapsar en la cama— y olía a sangre, a enfermedad. Se dirigió al armario para rebuscar entre las polvorientas ropas de su madre y después salió de la habitación.

El silencio era tal que empezó a pensar que se habían ido de verdad, aunque bastó llegar a las escaleras para que sus esperanzas fueran aplastadas. Su casa era grande cuando solo la habitaban las cuatro mujeres de su familia, y resultaba gigantesca ahora que estaba sola; con la manada parecía demasiado llena.

El niño estaba en las escaleras, con el pequeño rostro encajado entre los postes de madera de la barandilla, completamente rendido; el brazo que ella había sanado el día anterior reposaba en un ángulo extraño pese a estar entablillado. Otros se acurrucaron frente a la chimenea que alguien se había molestado en mantener encendida.

Miró desde allí aturdida. Estaban transformados. Sabía que los ravaan no eran como los lobos comunes, pero ni siquiera estaba segura de poder llamarlos lobos. Eran más grandes, de sus frentes nacían astas que variaban entre el color rojo, el marfil o el negro, y tenían siete colas. Esponjosas, con cada punta de cada hebra encendida, como si destilaran minúsculas llamas plateadas, hasta dar la sensación de que sus colas estaban hechas de fuego.

Dudó antes de empezar a bajar. Su mirada se trasladó a las llamas cuando absorbió el pesado aroma a madera mezclado con el olor salvaje y sucio de los lobos. El fuego bailaba con fuerza alrededor de un tronco, como si acabaran de depositarlo allí. Volvió a mirar a los lobos y contó. Eran cuatro, más el bebé dormido entre lobos y el niño de las escaleras. Con tres en cama solo faltaba uno, y esperaba que se encontrara en alguna otra habitación de la casa.

Subió la falda del vestido con una mano al llegar abajo y los sorteó con cuidado, tratando de no aplastar la pata de nadie, ni terminar con una pierna arrancada de un mordisco por pisar una cola. Solo esperaba que el duro martilleo de su corazón no los alertara; eran hermosos y letales. Ni siquiera la luz hogareña de la chimenea disimulaba eso.

Logró llegar a la cocina sin caerse, consiguió una piedra de jabón en el almacén además de su cesta, y enfiló hacia la puerta trasera, saliendo con el mismo sigilo que se había adueñado de ella desde el despertar. Con un humor más alegre y espabilada por el frío, Nyrel creó una esfera de luz roja usando su sangre como ancla y se dirigió al establo, preparándose para el alboroto.

—Sí, lo siento mucho. Estaba ocupada salvando vidas mientras amenazaban la mía —murmuró al recibir los picotazos de las gallinas en las piernas, los balidos de la cabra y los relinchos airados de los caballos que no dudaron en morderle el pelo—. Un día de estos os comeré. O puede que os coman ellos.

Por suerte, ni Rufián ni Dama parecían demasiado interesados en ella una vez vieron las puertas abiertas. Dejó que los caballos se fueran. Siempre paseaban por los alrededores de la casa sin que ninguna criatura del bosque les molestara, y sabían regresar antes del anochecer. Si los necesitaba solo debía silbar.

Se ocupó durante unos minutos del resto de los animales: cebó las gallinas, cambió el agua y usó el viento para bajar el heno desde la segunda planta.

Dejó la puerta abierta al salir para que los animales vagaran a su antojo. Con la cesta de mimbre colgada del brazo y las mejillas ruborizadas por el frío, se adentró en el bosque sumergido en niebla con la luminosa esfera roja siguiéndola, demasiado acostumbrada como para notar el aspecto fantasmal y sanguinolento que se formó a su alrededor. Las flores del suelo menguaban su luz por el cercano amanecer, preparándose para absorber la fuerza del sol; en aquel momento no eran suficientes para que caminara sin tropezar.

Se detuvo a pocos metros de la linde al darse cuenta de que había terminado actuando como si aquel fuera un día normal.

No había lobos cerca. ¿Y si intentaba huir?

Aturdida, zigzagueó entre los árboles con los restos de nieve crujiendo bajo sus pies, y sus pasos torciéndose en dirección a la carretera, luego al lado contrario, para dirigirse a la montaña donde sus amigos la acogerían. En medio de uno y otro pensamiento, se maldijo por haber desperdiciado la oportunidad de enganchar los caballos al carruaje y huir.

Volvió a quedarse quieta un tiempo después.

Los lobos eran cosas de brujas. Daevel había sospechado de ella por saber tratar una infección, ¿qué pensarían los demás si iba a ellos con esa noticia? Además, responderían con guardias y picas. Pensó en los niños. No querer a la manada en su hogar no era suficiente incentivo para soportar ese peso durante el resto de su vida, ni para ofender al dios lobo.

Aeni y Aena también los matarían.

Nyrel volvió a caminar, más despacio, cabizbaja. ¿Ser verdugo o una víctima? ¿Escoger su vida por encima de la de ellos? ¿Tenía ese derecho? Solo si mi vida peligra por su culpa, pensó.

Apretó las manos en un puño y tomó una decisión estúpida. Era una sanadora, no dañaba de forma intencional, y ellos aún no le habían hecho nada. Eran invitados no deseados, como otros antes que ellos.

Miró hacia arriba, como si pudiera atisbar el cielo oscuro a través del follaje, y lanzó sus plegarias al dios sanador, esperando que al cuidar de sus hijos él evitara que la mataran a ella. Además, quiso creer, no estaba tan indefensa.

Más tranquila tras tomar una decisión consciente, la mujer tomó el sendero oculto que la llevaría al río. La caminata fue silenciosa, era demasiado temprano, hacía frío y ninguno de sus acompañantes habituales asomaba el hocico.

El bosque estaba plagado de nishar, las saltarinas criaturas que trataban de evitar todo contacto con los seres que adoraban su carne. De ella no escapaban, demasiado acostumbrados a la joven que les entregaba las frutas más jugosas que crecían en lo alto de los árboles, donde sus saltos no podían llevarles. Vio a uno o dos, o más bien el cuerno de sus frentes, que atrapaba la luz rojiza de la esfera. Desaparecieron al escuchar sus pisadas ruidosas.

No los culpó: Eryd no parecía un lugar seguro aquel día, aunque el peligro dormía bajo su techo.

Cuando llegó al trozo de río en el que acostumbraba a adentrarse, allí donde la corriente se arremolinaba con pereza a su alrededor en lugar de arrastrarla hacia las rocas puntiagudas que se encontraban más abajo, el sol de otoño punzó a través de las nubes y el mundo a su alrededor empezó a tomar forma.

Envió la esfera de luz bajo el agua, dejó la cesta junto al borde y empezó a desnudarse. No había calidez en el aire o la tierra, así que se limitó a tirar de su energía, creando hilos sueltos que se empaparon con el calor de su sangre. Los usó después para tejer una capa sobre su aura, una capa a la que subió la temperatura hasta que dejó de sentir frío.

Su magia empezó a restaurarse tan pronto como saltó hacia el agua. Una pequeña cortina de vapor se elevaba allí donde el agua helada atravesaba la barrera de calor que había erigido. Dentro del estrecho margen de su aura, el río tenía la misma temperatura que en una fresca mañana de verano. Y lo mejor de todo era que no necesitaba gastar su energía para mantener el calor, solo seguir bebiendo del río. Nyrel suspiró, llena de gusto.

Extendió la mano para atraer la piedra de jabón desde dentro de la cesta, y después se frotó a fondo, hasta que cada gota de sangre y enfermedad desapareció. Se lavó el pelo solo por placer, para olvidar lo que le esperaba en tierra firme, y cuando volvió a sentirse como una persona que además olía a miel y a flores, deshizo la esfera de luz y nadó hasta el centro del ancho río, lejos de las ramas que lo flanqueaban y mantenían los bordes hundidos en sombras; flotó bajo la única zona iluminada como si disfrutar del tímido toque del sol sobre su rostro fuera su única preocupación.

Tuvo que obligarse a salir cuando el sol se asomó del todo entre las nubes y el bosque cobró vida por completo. Mientras se retorcía el largo pelo, dándole calor con magia para que se secara más rápido, descubrió otro tipo de sombra entre los árboles. Era alta, de formas masculinas, brazos cruzados y una mirada verde fija sobre ella. Lo miró de hito a hito.

—¿Cuánto tiempo me lleváis espiando? —Dio un respingo—. ¿Cuánto tiempo me lleváis siguiendo?

Kaelen se despegó del árbol en el que había estado recostado y caminó hacia ella. No encontró ni una pizca de arrepentimiento o vergüenza en su rostro.

—Desde el comienzo, claro. Huir con tantos enfermos a cuestas después de que alertes a los tuyos no es una opción. ¿Pensaste que podías salir sin que todos nos diéramos cuenta?

En aquel momento, Nyrel se alegró mucho por haber sido una estúpida. ¿Qué le habría hecho él de haberla visto acercarse a la carretera? Recordó las afiladas garras de los lobos en su salón y pronto su cuerpo tembló con la misma facilidad que las hojas de los árboles ante el ataque del viento.

—Nunca se me pasó por la mente —mintió—. Solo quería limpiarme y recoger algunas cosas. ¿Así que realmente soy rehén en mi propio hogar?

—¿Rehén? —Kaelen esbozó una sonrisa seca—. Bueno, estamos fuera.

Nyrel se erizó al ver que la recorría por completo con aquellos ojos duros, observando con demasiada atención. Recordó entonces que estaba desnuda. Cruzó los brazos frente a los pechos y apretó los muslos, mirándolo con renovada desconfianza. Deseó que la niebla fuera tan intensa como cuando entró en el bosque, lo bastante para ocultar su cuerpo, pero en aquel momento no era más que finas veladuras de plata estirándose entre los árboles.

—¿Tampoco puedo tomarme un baño? Las cañerías de la casa están con problemas y no puedo bañarme en el lago con tanta gente alrededor, además de que el agua estancada no me sirve para recuperar fuerzas; no puedo ayudar si no tengo energía.

Kaelen ladeó la cabeza.

—No sabía que esa fuera tu intención al salir. ¿Por qué te ocultas? —preguntó con curiosidad.

—Sois un hombre.

—¿Y? ¿Por qué te avergüenzas de tu propio cuerpo? Es bonito. Aunque la nariz es un poco puntiaguda y las piernas cortas.

La muchacha arrugó esa nariz: decía eso porque nunca había visto a su hermana mayor; nadie la miraba nunca cuando Nysra estaba cerca. Y, desde luego, era una mujer baja para la mayoría de las personas, solo que él era tan alto que apenas le llegaba, con un poco de suerte, por debajo del hombro.

—No os he dado motivo para albergar desconfianza. Tengo derecho a tomar un baño sin ser espiada. Os lo advierto: me defenderé.

Kaelen estudió su expresión durante unos segundos y después, con una mirada impaciente, se dio la vuelta. Nyrel tardó un momento en moverse mientras contemplaba su ancha espalda. Al final retrocedió varios pasos, sin dejar de mirarlo, y se inclinó para recoger el vestido con olor a polvo pero dudosamente limpio. El vestido hizo que se sintiera mejor. Era como si su madre estuviera allí.

—No te preocupes, no es tu cuerpo lo que me interesa —le dijo él—. Si te hace sentir mejor, yo también estoy desnudo.

Nyrel esperaba que fuera cierto. Librarse de él no sería, ni por asomo, tan fácil como espantar a los borrachos que se le acercaban en una taberna, esos que no eran tan hábiles en la magia como ella. Las yemas de sus dedos aún quemaban con el recuerdo de las cicatrices masculinas: el tipo de marcas que los guerreros van acumulando al vencer a la muerte.

Sus manos arrugaron la tela mientras consideraba sus probabilidades de sobrevivir a esa gente sin salir herida. Sonrió con amargura.

—Ya me he dado cuenta de que el nudismo o el frío no es algo que os preocupe —murmuró con cuidado. De todos los lobos él era el que más la asustaba con diferencia: la vigilaba como si estuviera esperando una excusa.

Se puso el vestido con rapidez, para luego calzarse las botas mientras el tejido se humedecía al contacto con su piel. Solo entonces se atrevió a alzar los ojos hacia él. Parecían más grandes que nunca en el pequeño rostro pálido, y las pestañas azules brillaban como si estuvieran adornadas con polvo de nieve, pero cuando habló, su voz fue tranquila.

—¿Habéis venido a matarme?

—Tal vez. —Kaelen volvió a girarse y a Nyrel le pareció que disfrutaba de su miedo, de la música que cantaba su corazón acelerado—. Lo haré si tengo un motivo.

—No quiero morir.

—Nadie quiere.

—Lorin y ese chico, Irio, aún necesitan cuidados —añadió.

El lobo asintió.

—Y les darás lo que necesiten.

Nyrel se lamió el labio inferior, sin saber muy bien cómo tomarse sus palabras. Cambió el peso de un pie a otro.

—¿Y después?

—¿Crees que puedes preocuparte por el después?

La sanadora lo miró de arriba abajo, catalogando cada músculo. Hasta sin convertirse en una bestia podía partir su cuello sin esfuerzo.

—No sé si puedo —respondió, mientras las ramas se movían en lo alto y su vestido se agitaba en torno a sus tobillos por las corrientes de aire—, pero creo que es lo que debo hacer.

—¿Incluso si no hay un mañana?

—Sobre todo si puede no haberlo. Los previsores esquivan las desgracias. Como las muertes evitables. —Nyrel se agachó para recoger su cesta, deseando que sus manos no temblaran—. Necesito recoger algunas cosas. Hierbas para las medicinas. Volveré a casa una vez las tenga.

Esperó, pero como él no respondió, decidió verlo como una muestra de confianza. Sin embargo, Kaelen empezó a seguirla tan pronto como echó a caminar. Con la espalda rígida, la sanadora intentó ignorarlo. Miraba hacia el suelo, buscando sus hierbas pese a que sabía exactamente donde crecía cada cosa. Tenía la esperanza de que si fingía que él no existía, su mente dejaría de prestar atención a la amenaza que era. Al cabo de un tiempo se permitió relajarse un poco. Cada pocos minutos se veía impulsada a mirarlo, a comprobar su posición, para encontrar siempre un destello de molestia e intriga en su rostro, no una ira asesina.

La mujer vagó sin rumbo durante un buen tiempo, nerviosa por los cambio en su rutina. Le gustaba perderse en el bosque sin pensárselo demasiado, disfrutar del aire libre y la naturaleza, saludar a sus esquivos vecinos nishar, también a los otros que preferían no mostrarse pero que sabía que estaban allí: si era buena con ellos la llevarían a las zonas del bosque donde crecían las hierbas más frescas. Si algo demasiado peligroso rondaba el lugar, la harían volver sobre sus pasos. Estaba acostumbrada a la oscuridad en el corazón de Eryd, pero no era tan tonta como para ignorar ciertas señales.

Contuvo un suspiro: con Kaelen pisándole los talones no podía hacer nada de eso y, de cualquier manera, la tormenta se aproximaba. Consiguió un puñado de flores de Lys, la flor de cristal azulada que crecía en una zona más alta y alejada del río, junto a los lechos de junco; también un puñado de coronas de invierno para hacer su infusión favorita, aunque esta vez no serían suficiente para calmarle los nervios. Además, no estaba muy contenta con esas flores: había encontrado a Lorin mientras las buscaba.

Al final, Nyrel perdió menos tiempo de lo normal: a media mañana ya estaba regresando a casa junto al lobo cuya desnudez la ponía nerviosa. Aunque no tanto como su incierta situación.

La ravaari se lamió el labio inferior, dudando sobre si debía hacerle a él las preguntas que le rondaban la mente o, en cambio, esperar para hacérselas a alguien más accesible como Uka o el niño. Se decidió por él. Pensó, con un ingenuo y forzado optimismo, que sería más fácil lidiar con un solo lobo que con toda la manada si las preguntas no eran de su agrado. Como si todos sus instintos no le susurraran acerca de la naturaleza brutal y salvaje de su acompañante, como si la parte más primitiva de su cerebro no le gritara que era el más peligroso de todos ellos.

Pero no era el ser más peligroso que ella había conocido. Había otros mucho más poderosos, más aterradores. Vivían allí con ella en el bosque, y lo mucho que confiaba en ellos hablaba de cierta vena suicida que Nyrel prefería fingir no poseer.

Mientras deliberaba acerca de cuáles palabras usar, se arrodilló sobre la nieve, frente a un grupo de setas bribonzuelo que crecían entre las raíces de uno de los árboles más anchos de los alrededores. Kaelen apoyó la espalda en un roble cercano, con los brazos cruzados y la mirada verde clavada en ella, en las pequeñas manos que elegían sin dudar entre una seta u otra. Todas tenían un sombrero rojo, amplio y salpicado de verde. El lobo en él sabía que no eran alimento.

—¿Sabes que son venenosas? —le dijo a la sanadora un tiempo después al ver que empezaba a acumular un buen montón dentro de aquella cesta—. Ningún animal las comería.

Nyrel no fingió no entender la acusación subyacente. Sus ojos revolotearon hacia el lobo, tan pacientes como recelosos.

—Es una suerte que no quiera usarlas para envenenar a nadie —replicó en voz baja—. Han crecido bien durante la noche; fíjese en lo hinchados que están los sombreros, llenos de jugo. Eso a lo que llamáis veneno también puede ser usado como analgésico. Solo hay que filtrarlo bien para que el paciente no termine alucinando y se vuelva agresivo como los guerreros de la antigüedad. Si la deshidratas sirve para otras cosas.

—Pensé que habías dicho que eras una bruja. ¿Creo que te vi calmar el dolor ayer...?

La mujer no se extrañó por la pregunta. A menudo la gente pensaba que los sanadores podían obrar milagros con solo mover un dedo y esa no era la realidad. Lo miró meneando la cabeza, aunque apartó los ojos enseguida al recordar de pronto que estaba desnudo y que esa piel dorada tentaba a su mente a ir por caminos más placenteros.

—No somos dioses. Que pueda hacerlo no significa que deba; no siempre, al menos, y no sin una razón. La sanación tiene límites, incluso para los que hemos nacido con una inclinación natural hacia ella. Hay que elegir cuándo y dónde usarla. Cuanto peor es la herida y más profundo hay que llegar en el entramado de energía, mayor es el riesgo de cambiar algo y que el cuerpo deje de saber cómo funcionar solo.

»Además, exceso de magia desconocida hace que el cuerpo se ataque a sí mismo. Esto —alzó una de las setas—, es natural. Su energía es sumisa, no dominante. Impacta, pero no de la misma forma. Es mejor aliviar el dolor con esto que con energía. Cuando una herida es grave lo mejor es sanar lo más importante, y luego probar con otros métodos, que arriesgarse a alterar el sistema inmune del cuerpo.

Además, los sanadores también debían tener cuidado. La magia traía consecuencias para todos.

—¿Por eso el oiro?

—Sí, es realmente efectivo, aunque el que yo hago lo mejoro con mi energía. —Inhaló con fuerza—. ¿Puedo haceros yo una pregunta?

—Creo que la harás incluso si digo que no.

Tenía razón, porque necesitaba saber eso.

—Desde que era niña he oído historias acerca de lobos extraños en nuestro reino. Lobos que no están conectados a ningún cazador de almas. Los llaman errantes. ¿Eso es lo que sois? ¿Errantes? ¿O debo esperar a que uno de los oscuros aparezca?

Kaelen ladeó la cabeza.

—Pero qué bien informada estás. —Su sonrisa tenía bordes afilados—. Supongo que somos eso a lo que llamas errantes.

Nyrel se lamió el labio inferior.

—¿Y cómo llega un lobo a ser un errante?

—Pues de la única forma que pareces temer: desafiando a su amo para luego escapar.

Nyrel se estremeció. Había ayudado a una chica herida que resultó ser una loba, para terminar con una manada en su casa, una que quizá llevara a un cazador de almas enfadado a su puerta.

—Habláis como si fuerais esclavos —murmuró, con un miserable intento de parecer imperturbable.

—¿Cómo llamarías tú el tener a un dueño y estar obligado a cumplir sus caprichos?

Nyrel no respondió, siguió pasando las manos sobre los sombreros de las setas, buscando las más gordas, para ocultar su sorpresa. Por lo que ella sabía, los ravaan existían en todo el mundo, al igual que los ravaari. Sin embargo, en el continente Oeste llevaban siglos siendo esclavizados y perseguidos.

Lo había aprendido en la escuela. El sur del continente Oeste siempre había tenido una mayor población ravaan, los ravaari no eran más que pequeños grupos nómadas. Lumme, el reino del norte, sí era ravaari. Un reino eternamente congelado por la maldición de una diosa lunar, y que miraba con ojos codiciosos las prósperas tierras vecinas. Nunca se habían atrevido a atacar: los ravaan era demasiado fuertes y mejor versados en la magia. Hasta que una gran tormenta de nieve, una terrible que dejó a miles de muertos por las calles, obligó a parte de la población a escapar.

Los ravaan ofrecieron una mano amiga, y con el paso de los años, cuando dejaron de ser unos pocos, los ravaari mordieron esa mano. Los ravaan fueron tachados de bestias. Su imperio fue destruido, mitad de su gente asesinada en una carnicería sin igual. Los que quedaron fueron perseguidos y esclavizados.

Miró a Kaelen. No sabía que los de Drisen también eran una especie de esclavos. Siempre había creído que estaban con las brujas por elección. Se levantó, alisándose la falda para sacudir los restos de nieve que humedecieron aún más la tela. Había notado el acento norteño en todos ellos: la voz un poco más ronca, las palabras con un deje más cortante, hosco.

El bosque de Eryd no estaba tan lejos del norte. Era tan largo que una de sus puntas escalaba por la base de Las Garras, una cadena montañosa que hacía de frontera natural entre el reino norte y el reino medio. ¿Habrían huido de allí o más bien habían escapado de uno de los grupos que deambulaban por las tierras medias? Rezó por la primera opción, la cercanía que insinuaba la segunda la aterrorizaba.

—¿Y qué vais a hacer cuando los heridos se recuperen? ¿Ir hacia Bahía Duende?

Eso era lo que hacían los fugitivos de Isvard: atravesar el bosque para llegar al puerto e irse muy lejos. Y era la única opción que se le ocurría. Desde Bahía Duende podrían escapar al continente central, Arvhelia. Los ravaan que vivían en ese lugar eran libres y, pese a que los cazadores de almas eran una pesadilla para el mundo entero, allí había menos, muchos menos. Pese a ser su objetivo, Arvhelia no era un lugar que pudieran tocar con facilidad, no cuando el resto del mundo estaba dispuesto a protegerlo.

En el instante en que miró a Kaelen supo que quizá había cometido un error. Su rostro había abandonado la curiosidad para abrazar el recelo. La sanadora palideció tan rápido que su piel de pronto era casi del mismo tono que la nieve.

El hombre lobo se enderezó y caminó hacía ella, con pisadas poderosas que se hundían en el hielo. Nyrel retrocedió de forma involuntaria, como si lo que llameaba en los ojos masculinos la empujara hacia atrás. Reprimió un gemido de dolor cuando su espalda chocó contra el tronco del árbol después de pisar el grupo de setas y resbalar.

Kaelen se cernió sobre ella y de pronto pareció más grande, el lugar más sombrío, como si aquel cuerpo salvaje reuniera cada gramo de oscuridad a su alrededor.

—¿Por qué quieres saber eso?

—Solo era una pregunta...

—¿Sobre Bahía Duende? —Aferró el rostro femenino con tanta fuerza que, consciente como era del funcionamiento de su propio cuerpo, Nyrel visualizó los vasos capilares rompiéndose bajo la presión—. ¿Has entrado en nuestras mentes?

—Solo lo supuse. Los fugitivos de Isvard cruzan el bosque hasta la Bahía —se apresuró en responder ella con dificultad. Haz algo rápido, se dijo, pero nada acudía a su mente embotada por el miedo—. No sé leer mentes. ¡No soy una psíquica! ¡Soltadme!

El agarre cambió. Kaelen aflojó los dedos alrededor de su rostro para después arrastrarlos por sus mejillas en una caricia suave que la hizo temblar incluso más y no alivió ni lo más mínimo el dolor en su mandíbula.

—No, ahora vamos a hablar. Me dirás qué eres.

Las cejas femeninas se alzaron. Los ojos, del mismo azul hielo, se enturbiaron por la confusión.

—¿Una ravaari?

Él asintió.

—Una ravaari bruja. La pregunta es si eres una bruja desertora o una que planea entregarnos. ¿Por eso no saliste hacia la carretera? ¿Pensabas llamar a otros brujos a través del agua?

Nyrel se quedó tan aturdida por sus palabras que la ira fue sustituyendo al miedo.

—¡Yo no soy una bruja! —exclamó. Era una, pero no en el sentido que él insinuaba y no quería oírlo decir eso.

—He vivido con brujas toda mi vida: sé reconocer a una. Aunque debo admitir que te ocultas bien. —Kaelen asintió para sí mismo—. Podrías entrar en una capital sin que nadie te detectara.

Nyrel dudaba que eso fuera un halago.

—Tengo afinidad con la naturaleza, sí. Si no os importa, prefiero ser llamada de sanadora natural, dada la horrible costumbre norteña de confundirnos con las cazadoras de almas y quemarnos en hogueras. Como nunca he hecho nada para terminar de esa forma, prefiero no correr el riesgo.

Así como el amor, el odio puede unir a los corazones débiles. Odia algo con la misma intensidad que ellos y, sin importar las diferencias, te considerarán una aliada, le había dicho su madre una vez. Nyrel se aseguraba de perseguir esa idea. Y eso empezaba por rechazar todo lo que empujara más desconfianza hacia ella.

No iba a permitir que la compararan con los cazadoras de almas, ni siquiera mientras amenazaban su vida. Porque así era como se sentía al verlo moverse: amenazada, acorralada.

Él se acercó tanto que sus cuerpos se rozaron hasta unirse; dejó que ella sintiera el calor abrasador de su piel, la fuerza que encerraban esos músculos, y se inclinó pese a ver que acumulaba magia azul en las manos temblorosas. Nyrel alzó ambas manos y empujó, sin lograr moverlo ni un poco.

Una de las manos de Kaelen bajó hasta su cintura y apretó con fuerza.

—Quieta —advirtió y ella obedeció, con los ojos llenándose de lágrimas al pensar en lo que podría ocurrir si no lo escuchaba.

Kaelen pegó la nariz a su cuello, sintiendo sus temblores cada vez que inhalaba. Buceó bajó aquella esencia ravaari y atrayente, desentrañó su aroma natural a flores, buscó la verdad de lo que era sin encontrar nada, como si no existiera. Su gruñido fue tan poderoso que cada animal cercano calló.

—Eres una mentirosa excelente, pero una mentirosa al final del día.

—Si creéis que miento, un lobo como vos no debería desafiarme.

Para su sorpresa, él se estremeció. Vio miedo en su mirada y el odio profundo que ya había atisbado el día anterior. Era un sentimiento tan intenso que refulgía en su aura como el brillo de un diamante.

Nyrel vio su mandíbula ensancharse a una velocidad impresionante, sus labios separarse, empujados por los dientes puntiagudos. De pronto era más animal que hombre, más como un monstruo. La atrapó por los hombros con fuerza cuando empezó a retroceder más. Le clavó las uñas y lo siguiente que ella notó fue el estallido de calor en su cuello, seguido del dolor intenso de la carne al ser desgarrada.

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Lo sé, lo sé. Se supone que debía subirlo ayer, pero no me resistí a esperar hasta hoy porque es mi cumple y me hacía ilusión (?). 

¡Espero que os haya gustado! 

Ahora la pregunta del millón. ¿Odiáis más a Kaelen o a Daevel? XD

Recen por Nyrel. 

¡Nos vemos el viernes! 

P.d1: en mi perfil pueden encontrar un relato llamado ''El lamento de las estrellas''. Está ambientado en el mismo mundo que esta novela y ocurre en un lugar que se ha mencionado en este capítulo, en Lumme. También da nombre a una de las flores que mencioné en este cap, la flor de Lys. 

P.d2: pronto dibujaré un mapa para la novela. 

P.d3: si queréis un glosario, decidmelo. 

P.d4: pueden seguirme en mis redes sociales si quieren saber más sobre lo que ando haciendo. Todos los links están en mi bio. 

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