2. Mi propia muerte
Recuerdo todo de aquella noche sombría de octubre. Cada detalle, cada momento, cada sensación que recorrió mi cuerpo. La luna llena como único testigo, con su resplandor silencioso filtrándose por entre las austeras cortinas que vestían la habitación; mi corta cabellera negra fundiéndose entre las sombras cuando las luces del cuarto se apagaron completamente. Todo había quedado en penumbras y por primera vez le tuve miedo a la oscuridad. Pero no a la negrura propia de la noche. No. A aquella oscuridad cegadora e instigadora que carcome el cuerpo, el espíritu. Esa misma penumbra que fue capaz de transformar el estado de amor más puro de mi corazón, en rencor y destrucción absoluta.
Recuerdo observar en detalle la pequeña caja de madera que sostenía entre mis manos temblorosas, mientras algunas gotas frías de sudor comenzaban a zigzaguear por mi espalda.
Recuerdo desviar la mirada hacia la cama solitaria, razonando que aquel no era el lugar más seguro para ocultar mi secreto. Pero hacía tiempo que nadie irrumpía en mi limitado mundo de cuatro paredes, tan lúgubre como caótico, y sin detenerme a pensar demasiado me perdí debajo de la cama escondiéndolo allí.
Sacudí las partículas de polvo que se habían adherido a la camisa leñadora que llevaba puesta ese día y noté como mis manos ya vacías, seguían igual de trémulas que segundos atrás.
El trabajo estaba hecho.
Me tendí en la cama de sábanas revueltas, mirando al techo pero sin ver nada. Permanecí inmóvil, intentando seguir la letra de la canción que sonaba incansable en mis auriculares. Aquello representaba una labor imposible, más cuando solo había lugar para una cosa en mi mente. Imaginar que podría olvidarle en un par de horas, que lograría despojarme definitivamente de todo lo que tuviera que ver con él, resultaba doloroso, punzante como una daga perforando mi mórbida piel... pero placentero al final.
Aquella no había sido una decisión fácil de tomar pero me había entregado a la esperanza de olvidar, al deseo imposible de borrar las remembranzas de un amor que nunca fue y nunca será. Desconozco la razón que me llevó a hacerlo. Quizás fuera el estado caótico del corazón o la incapacidad de mi juicio, no lo sé. Me dejé atrapar por las palabras de una mujer desconocida, la del pequeño y sucio bar de la ciudad. Se cruzó en mi camino sin que la buscara, me invitó a creer en los milagros e inconscientemente, yo me animé a creer en ella.
Una aguda punzada de añoranza se incrustó en mi pecho al verle reflejado en mis recuerdos, como un fantasma taciturno... porque él moriría allí, en mi memoria para siempre, si aquella premonición se cumplía finalmente.
Cerré los ojos con fuerza. Quería dejar de adorar sus rasgos armónicos, su sonrisa esotérica, aquella barba de pocos días que siempre lucía, su melena rubia y despeinada, a veces sucia y opaca. Esa imagen que proyectaba, la de un ente solitario y vacío, despreocupado de su apariencia, capaz de romper con toda regla impuesta.
Anhelaba descubrirme en esa nueva faceta indiferente, inexorable. Contemplar una vez más a mi demonio de guitarra eléctrica bajo las luces brillantes y humeantes del escenario de aquel viciado antro, sin que se me erizara la piel. Escuchar su áspera y seductora voz acompañada por sonoridades oscuras, rotundas, sin sentir que el oxígeno se me agota en cada suspiro. Soportar la intensidad de sus ojos color cielo sobre los míos, reconociendo que lo imposible es tan atractivo como desgarrador.
Deseaba dejar de ser alguien más del montón que agonizaba por él. Dejar de gritar su nombre entre canciones para que me notara entre la multitud. Dejar de soñar que me rescataría de esa avalancha de borrachos envueltos en una repugnante y espesa niebla de humo y drogas, mezclado con alcohol.
Las melodías se adormecieron al compás del tiempo y yo seguía en la misma posición hermética que había adoptado hacía horas, cuando los primeros rayos de sol se colaron por las persianas impactando en mi rostro enfermo y abstraído.
Lo supe.
Era una farsa pensar que aquella había sido la última noche, una despedida definitiva, porque aún en mi alma destrozada, aquel amor seguía llameando con la fortaleza de una brasa inextinguible.
Un golpeteo insistente en la puerta de la habitación hizo que me incorporara algo torpe. Di pasos inseguros. Abrí la puerta. Del otro lado, la mujer del bar. Me miró con esos conocidos ojos de un negro profundo y vibrante durante segundos que me resultaron años, como decidiendo de qué manera abordar el asunto.
Sus palabras se acumularon en mis oídos como si una barrera invisible les obstaculizara el paso, imposibilitando el entendimiento. Mis pies descalzos sobre el suelo entumecido de repente no aguantaron el peso de mi desvaído cuerpo y me tambaleé un poco antes de alcanzar la rigidez de una pared. Sus palabras comenzaban a cobrar sentido y parecía que me desmoronaría de un momento a otro. Podía sentir el pánico penetrar por cada poro de mi piel, carcomiendo la carne, penetrando ferozmente cada frágil hueso, y la culpa... la culpa también se hacía presente en cada convulsión del alma.
La caja debajo de la cama. El rostro de esa mujer y esa noche que tropecé con ella, emergieron en mi memoria una vez más. Sus palabras ensombrecidas por presagio de males, sus promesas corrompidas que no me concedieron más que tragedia y dolor. Otra vez la caja de madera debajo de la cama. Fotografías. Cintas rojas. Insignificantes restos de velas consumidas. El objeto de mi desgracia. El pequeño muñeco de tela que descansaba en el fondo de la pieza de madera devolviéndome una imagen tétrica, marchita. Sin vida.
¿Por qué?, si yo solo quería olvidar.
¿Por qué?
¿Por qué el destino me forja a vivir en ésta oscuridad, donde tu recuerdo es mi propia muerte?
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