0: "Prohibido"

—Repetimos, se reporta la desaparición de dos posibles terroristas. Ana Mallorca y Pedro Manuel Miramar, ambos de veintitrés años. Se sospecha que pertenecen al grupo insurgente L/7. En caso de conocer el paradero de estas personas, por favor, comunicarse inmediatamente con el centro policial más cercano. Son individuos sumamente peligrosos.

En completo silencio, el bus entero escuchó aquel reporte radial mientras que el aire se contaminaba con la estática de la sintonía. La voz completamente ensayada simulaba dureza, hasta también veracidad en sus palabras, pero todos, incluso ese locutor, lo sabían... Aquellos casi niños no eran ningunos terroristas y seguramente ahora estarían reposando en el anonimato de una tumba poco profunda en las inmediaciones de la ciudad.

Poco a poco la música volvió a resonar con su tonada tan alegre que contrastaba de manera macabra con el mensaje devastador que antes había retumbado. Un hombre apenas sujeto del apoyabrazos de uno de los asientos no pudo hacer más que suspirar de pena mientras que su mirada se dirigía a una de las ventanas empañadas del transporte.

Retumbando en la caja metálica como un coro de calamidad, la lluvia impactaba sobre el vehículo mientras que la sombría ciudad mostraba sus galas mortuorias. En cada esquina, ya sin buscar un escondite o la fachada de un secreto, las fuerzas militares se desplegaban y con su sola presencia atemorizaban a la población común. Apartar la vista fue necesario, no debía levantar la más mínima sospecha si quería permanecer con vida y salvaguardar el secreto que se ocultaba en el doble fondo de su maletín.

La música continuaba con sus letras infestadas de amor y miradas inocentes mientras que un ligero malestar nacía desde su vientre y trepaba en forma de ardor hasta su cabeza, generando pensamientos de odio que intentaba masticar en silencio. Era ridículo la clase de encubrimiento que el gobierno pretendía hacer con su estampa de muerte; canciones de amor basura e imágenes familiares sumamente coloridas resaltando desde todas las marquesinas que pasaban delante de él en su viaje.

Hablar de la verdad estaba prohibido, quejarse era castigado con la muerte y pensar te condenaba a una tumba anónima donde ningún familiar velaría por tu eterno descanso. Solo la lluvia lloraría sobre tus restos, mientras que el mundo entero tomaría tu ausencia como otra baja en las líneas enemigas y hasta se alegraría por ello.

Teniendo su destino ya a pocos metros, tocó el timbre que anunciaba su descenso con un sintético pitido haciendo que de manera paulatina el transporte disminuyera su marcha y poco a poco se detuviera en la esquina empapelada de afiches nacionalistas.

El hombre bajó lo más rápido posible e intentando no levantar ninguna sospecha ante el grupo de uniformados que lo miraba desde la otra acera comenzó a caminar rumbo al único lugar donde él se sentía realmente libre, la universidad pública o, como el solía llamarle, el bunker de la resistencia.

Respiró hondo y trazó su camino mientras que su paso era interrumpido por las únicas personas que podían circular sin el menor miedo, los miembros elitistas de la sociedad pudiente emparejados con las cabecillas del gobierno. Mujeres con monstruosas faldas acampanadas e ingrávidos peinados se agrupaban contras las vidrieras en búsqueda de algún cosmético mientras que su presencia les corroía, era fácilmente identificable como un miembro del proletariado, un asalariado que luchaba contra el calendario para mantener su estómago lleno y su ropa limpia. Más él lo sabía, realmente su presencia no era lo más preocupante que aquellas mujeres debían temer, todo lo contrario, eso era lo más inofensivo que poseía, lo supo al ver su reflejo al pasar por uno de los lustrados cristales de las vidrieras; su porte cansada con ojeras marcadas y su cabello castaño casi opaco solo hacían un conjunto digno con su mirada sepia sin vida, ropa limpia, pero remendada, todo aquello armonizado con su piel casi grisácea a causa del profundo cansancio que sentía. No había nada que temer en su imagen más allá de su estatura que alguna vez fue la envidia entre sus congéneres, solo era un hombre, un hombre mortal con fecha de caducidad próxima.

Aquello insurgente, lo peligroso que cargaba, se encontraba custodiado en una media docena de cajas plásticas en el fondo de su maletín. Demostrando que lo más temerario que poseía no era su rol, sino sus ideas, aquellas que resonaban cada noche desde hacía medio año, gritando verdades a todos los que se animasen a escucharlo.

Tragó saliva y apuró su paso, la universidad con sus grandes escalinatas de cemento estaba próxima y sus horas cátedras ya comenzarían, lo estaban esperando.

Conociendo aquella rutina prácticamente de memoria, se sumó a la larga fila que se alineaba a un lado de la entrada, delante del cuerpo estudiantil y profesional un uniformados en calidad de sabueso se disponía a revisar sus pertenencias en búsqueda de cualquier material peligroso que atentase con la buena moral y costumbres del partido político vigente.

La dictadura era dura; habían diezmado la población artística a tal punto de condenarlos a la extinción o el exilio. Las canciones de protesta estaban prohibidas y los libros censurados, sin contar que cualquier estética que alterase el buen gusto conservador era tomada como un fuerte emblema de rebeldía. Les quitaron la música, les arrebataron la poesía y, sobretodo, la propia voz. Pero, casi comparándolo con el aguacero que ahora cobraba fuerza y lo empapaba, el profesor Valentino Amaranta lo sabía con la misma certeza de que algún día moriría a causa de su subversión, el arte jamás moriría y con él como emblema cada idea que enalteciera el pensamiento convertiría a sus pensamientos en eternos.

Haciendo la fila necesaria para ser requisado, siguió fingiendo inocencia mientras que las miradas con sus camaradas eran evitadas a toda costa, todo marchaba según lo establecido, hasta que un ligero toque en su hombro lo tomó desprevenido.

— ¡Valentino! — Sonriendo con la intensidad de una supernova, aquella mujer ganó su atención. — Ven, compartamos mi paraguas.

Allí estaba la profesora Abigaíl, el nuevo miembro del cuerpo docente desde hacía dos meses batiendo sus pestañas e iluminando el cielo nublado con sus ojos de caricatura. Con gracia ella lo invitaba a su lado mientras que se apartaba un poco debajo de la lona sintética que la cubría para luego volver a hablar. — Parece que en esta ciudad nunca deja de llover.

—No, pero ya te acostumbrarás, es solo cuestión de aprender a leer el cielo... — Con la manos en los bolsillo Valentino caminó hasta donde ella se encontraba y aguardó a su lado en completo silencio, permitiéndose a sí mismo a disfrutar de su compañía.

La señorita Abigaíl, dueña de la cátedra de economía doméstica, había llegado a la ciudad en búsqueda de mejores oportunidades causando un ligero revuelo con su intromisión y varios suspiros ante su presencia. Femenina a tal punto de avergonzar a los hombres por no saludarla con una ligera reverencia, ella parecía ser la única que mantuvo su espíritu puro a pesar de las tragedias diarias que bañaban las calles.

Valentino no lo negaría, ni mucho menos lo diría en voz alta, pero había caído en el embrujo que Abigaíl supuraba desde el carmín de sus labios rosas, más no era el único que disfrutaba de su compañía, prácticamente todo la universidad tapizaba su suelo de cerámica en halagos cuando ella caminaba haciendo retumbar sus tacones entre las paredes solitarias que albergaba las últimas mentes pensantes.

—Eso sonó muy poético, bueno, no podría esperar nada menos de ti. — Avanzando en su compañía el ligero paso que los separaba de la fila, ella hablaba casi lanzando almizcle en cada entonación. — ¿Les enseñas poesía a tus alumnos?

—Muy pocas... Ya sabes, abundan los textos que puedan causar desvaríos en las mentes jóvenes. No creo que tener un grupo de muchachos ensoñados sea muy conveniente para las filas de nuestro país. — Prácticamente quemándose la boca al pronunciar aquella mentira, tuvo que mantener su pose nacionalista para no levantar sospechas.

—Es una lástima... Hay verdades demasiado hermosas como para callarlas.

Una vez más moviéndose en avance, Abigaíl llegó delante del uniformado que con su rostro osco la incriminaba mientras que comenzaba a revisar de manera superflua sus pertenencias, para luego terminar su requisa y permitirle el paso al interior de la universidad.

—Nos vemos luego, Valentino. Que tengas una buena jornada.

Despidiéndose con la misma dulzura con la que había aparecido, Abigaíl fue engullida por el edificio mientras que su falda larga se sacudía por debajo de sus rodillas dejándole a Valentino la agradable sensación de una hoguera en el estómago. Esa sencilla oración que había promulgado había liberado secretos escondidos entre cada una de sus palabras de manera arrolladora. Quizás la buena señorita también compartía sus ideales de manera oculta y acababa de revelarle su alineación en su sencilla pronunciación.

Fue tanta la emoción que sintió al quizás reconocer a una igual que casi se olvida de su cotidiano nerviosismo cuando el guardia comenzó a desbaratar su bolso, para su buena fortuna el doble fondo de su maletín había funcionado como siempre lo hacía. Nada inculpador había caído sobre la mesa de la requisa. Evitó suspirar aliviado cuando el guardia, sin cruzar ninguna palabra, lo autorizó a juntar sus cosas con un movimiento de cabeza, permitiéndole avanzar.

Miró su reloj en un rápido movimiento ocular y apresuró el paso, su hora estaba a punto de comenzar.

La clase empezó como era de costumbre, la pintura descascarada del salón armonizaba en completa sinfonía con el sonido gutural que hacían los cristales a causa del inclemente viento que la tormenta acarreó consigo. Los temas a tratar eran los correspondientes a los que establecían los núcleos de aprendizaje del gobierno en cuanto a la cátedra de lengua y literatura. Poesía infantil rosada para fomentar la lectura y relatos históricos para fortalecer la comprensión.

Mirando a un punto ciego para que no se notara su favoritismo, Valentino dictaba su clase con la misma voz aletargada que siempre poseía cuando su alma dejaba su cuerpo. Observaba por el refilón de sus ojos al grupo de alumnos fieles a su causa, mientras que todos, incluso él, esperaban ansiosos el horario de salida.

Los planes para esa noche ya estaban pautados y los implicados habían brindado su consentimiento para actuar una vez más. El miedo estaba presente, claro que sí, pero aquello no restaba la adrenalina de su sistema, aquella que lo inundaba de euforia cuando sabía que estaba a punto de luchar a su manera.

El duro sonido metálico del timbre resonó por todo el edificio, casi generándole una leve sonrisa. —Muy bien, alumnos, nos vemos el miércoles.

Apenas asintiendo con un ligero movimiento de cabeza, poco a poco el cuerpo estudiantil comenzó a abandonar el salón. Algunos miraron a su profesor en un gesto cómplice para luego perderse por los pasillos que poco a poco eran comidos por las tinieblas.

Cuando por fin se encontró solo, Valentino comenzó a guardar sus pocos efectos personales, sabiendo que el tiempo lo apremiaba. Los libros autorizados y las anotaciones sosas se desplegaban sobre la mesa, sus manos intentaban agruparlas, pero algunas resmas de hojas parecían no querer colaborar.

De pronto un pequeño repiqueteo resonó proveniente del marco de la puerta, Abigaíl estaba parada a un costado del dosel mirándolo con su expresión dulce y una propuesta entre los labios. — ¿Ya terminaste?

—Sí, hoy fue un día sin muchos sobresaltos —Acomodando las últimas pertenencias que le quedaban, cuestionó. — ¿Cómo te fue a ti?

—Bien, por suerte las chicas no parecen molestas en disponer de los salarios de sus maridos a su antojo. — Bromeando con su propia materia, Abigaíl emitió una pequeña risa que fue correspondida de manera veloz por Valentino, quien parecía disfrutar nuevamente de su presencia. — Hablando de todo un poco, no quiero sonar insensata con lo que te preguntaré, pero quisiera saber si te gustaría ir a cenar a mi casa hoy. Papá estará encantado de poder hablar con alguien más capacitado que yo sobre deportes.

—No soy mucho de los deportes, pero puedo recomendarle unos buenos libros.

Demostrando su genuino interés, Valentino intentó disimular aquel intento de cortejo tan directo y a la vez inocente que su compañera le había lanzado, prácticamente había aceptado, casi degustando la cena casera de Abigaíl para luego robarle un pequeño beso de sus labios azucarados, pero lo recordó, aquella noche ya la tenía ocupada. Con total pena tuvo que desistir a tan agradable propuesta. Titubeando, respondió. —Yo... Yo, disculpa, no puedo hoy.

Lanzando un ligero suspiro al aire, Abigaíl solo mostró una sonrisa cortés cargada con un dejo de tristeza. —Disculpa, tendría que haberlo sabido... Seguramente tu esposa te debe estar esperando. Tenía la esperanza de que también pudieras enseñarme unos cuantos libros a mí.

—Yo no estoy casado. — Respondiendo de manera rápida y dejando que su corazón le ganara, Valentino se apresuró en hablar para luego comprender ese sencillo mensaje que antes la docente había pronunciado. Incrédulo, tuvo que preguntar. — ¿Qué clases de libros te gustan?

—Bueno... Yo... — Tragando saliva, Abigaíl respondió. —Algo que me haga sentir libre...

No hizo falta mayor declaración que esa, prácticamente aquella joven había tirado sus cartas sobre la mesa en una clara afirmación en cuanto a sus alineaciones. Se apresuró en caminar hacia ella para luego mirar el pasillo desolado en búsqueda de algún curioso que pueda delatarlos. Susurrando, mencionó. —Puede malinterpretarse lo que dijiste.

—No creo, al parecer tú lo entendiste demasiado bien.

Mirándola a los ojos, aquellos que ahora brillaban con la fuerza de un cometa, Valentino encontró a otro igual escondido entre los viejos muros de la universidad. Su corazón latía con gran velocidad mientras que una duda se arremolinaba en su cabeza en forma de un funesto pensamiento. Tuvo que elegir, pero al final ganó la valentía. — ¿Tienes algo que hacer esta noche?

—No, ¿Por qué lo preguntas?

Casi en la cualidad de un susurro, Valentino pronunció su propuesta. —Porque conozco un lugar donde puedes sentirte realmente libre, solo debes acompañarme.

La mujer desvió su mirada al piso un instante, aquello la había tomado sumamente desprevenida y parecía comprender el peligro que esa invitación suponía en caso de ser aceptada. Levantando la cabeza para enfrentar a su colega, preguntó. — ¿Hay algún teléfono en el lugar que mencionas? Deberé llamar a mi padre para decirle que llegaré tarde.

—Sí, lo hay... ¿Entonces aceptas?

—Sí... Necesito recordar lo que se siente estar viva.

Valentino, en completo silencio, solo asintió con la cabeza mientras que retornaba a su escritorio para terminar de organizar sus pertenencias. Al cabo de pocos minutos ambos se encontraron caminando hacia la puerta de salida con sus bocas mudas como únicas testigos de su acto cómplice.

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Un poquito de contexto para empezar.

Si llegaste aquí quiero agradecerte, aún no he empezado a hacer publicidad de esta historia, así que puedo deducir que solo estás aquí para apoyarme.

Para vos escribo.

¡Nos leemos dentro de poquito!


Angie

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