19
Eros entró al supermercado tarareando su canción favorita.
Amaba el caos de la ciudad. El ruido, las luces, el calor de la gente que lo aplastaba desde todos los ángulos en el transporte público. Le había llevado mucho tiempo acostumbrarse y mucho tiempo más aprender a disfrutarlo. Muchos intentos y errores y momentos de una vergüenza insoportable tratando de lidiar con la tecnología.
Ahora le encantaba. Podía subir y bajar del subte sin leer los carteles. Podía encontrar su oficina en el octavo piso del tercer edificio frente a la plaza de las banderas sin mirar el mapa. Podía usar la computadora y enviar mensajes y conversar con sus empleados sobre marketing y administración y la industria gastronómica.
Podía recorrer las góndolas del supermercado de memoria, elegir los productos que necesitaba mirando únicamente el frente de los envases.
Se detuvo frente a la góndola de las galletitas y la admiró por un momento. Todas las variedades de magi-galletas que existían estaban ahí, en sus cajitas de cartón con diseños llamativos, prolijamente ordenadas según los colores del arcoiris.
Había llevado tiempo y esfuerzo y mucha frustración, pero Eros era feliz.
No tenía ninguna razón para comprar magi-galletas más que el hecho de que pasear por el supermercado era divertido, más divertido que simplemente ir al depósito y llevarse sin pagar todos los paquetes que quisiera. Eso también lo hacía humano: disfrutar de las cosas porque sí.
Además, había tenido un viernes complicado -el camionero de la distribuidora había tomado la rotonda hacia el lado equivocado y por su culpa los pueblos del sur de la provincia no tenían suficiente stock hasta la semana siguiente-, y comer un paquete de magi-galletas mientras preparaba la cena seguro que iba a devolverle el buen humor.
Se paró de puntitas para alcanzar el estante más alto. Dio unos golpecitos sobre las magi-galletas que había elegido hasta que la caja se aflojó y cayó y tuvo que atraparla en el aire.
¡Encontrá a tu verdadero amor! decían las letras blancas junto al corazón rosado. Eros sonrió.
Las magi-galletas estaban llenas de mentiras. No servían para nada de lo que prometían: no otorgaban la visión del amor para reconocer a tu alma gemela, no te volvían doscientos por ciento más atractivo de la noche a la mañana, no hacían aparecer un anillo de compromiso en la próxima porción de postre que tuvieras enfrente...
Esto era verdad: eran galletitas mágicas.
La magia era sutil, pero era real. Ponía a las personas de buen humor, aumentaba su confianza en sí mismas, las forzaba a ser más amables con los demás. Gracias a los efectos de las magi-galletas, todo el mundo se llevaba mejor, era más feliz y estaba más dispuesto a enamorarse.
Eros lo había logrado. Y no habría sido posible sin Alex.
Sin la rosa que Alex le había regalado y toda la magia de Eros contenida entre los pétalos, conservada para siempre.
Todavía dolía, pero Eros lo había perdonado.
Después de pagar, Eros se detuvo frente a la puerta. Tenía hambre y estaba impaciente, y esperar a llegar a casa -a terminar de salir del supermercado, al menos- no era una opción. Abrió el paquete de galletitas, una bolsita de papel metalizado dentro de la caja, y el olorcito dulce lo hizo suspirar.
Estaba tragando un mordisco de galletita cuando alguien chocó contra su espalda. Eros tropezó. Abrazó fuerte las magi-galletas para que no se cayeran.
- ¡Perdón! -dijeron detrás de él- ¡Salí sin mirar!
Alex era el hombre más lindo de la ciudad.
Tan lindo como siempre. Su pelo había crecido y lo usaba atado en un rodete que caía flojo sobre su nuca. Sus ojos oscuros miraban a Eros con curiosidad.
Eros dio un paso hacia atrás, poniendo distancia. Un latido de su corazón, humano, a contratiempo. Los deditos de sus pies contraídos junto al lago, aferrándose al suelo para evitar caer al agua.
— ¿Eros?
—Hola.
Alex dejó las bolsas en el piso. Un movimiento frustrado, como si estuviera conteniendo el impulso de acercarse.
—No sabía que estabas en la ciudad -dijo, todas las sílabas apelmazadas.
Eros apretó la caja de galletitas. Asintió con la cabeza. Dos o tres años atrás, habría tenido mil cosas para decirle. Justo ahora, recordaba una sola.
—Gracias... por la caja.
— ¿La recibiste? —Alex sonrió. Esperanza. Eros asintió de nuevo.
—Gracias por mandarme el arco —dijo.
—Es tuyo. —Alex estiró una mano. Las yemas de sus dedos rozando el codo de Eros—. Tiene que estar con vos.
—Sí... —Eros susurró. Dio mordisquitos en su labio.
Supuso que debía irse, pero no quería moverse antes de que Alex lo hiciera. Alex dejó caer el brazo al costado del cuerpo, pero no se movió.
— ¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien —Eros contestó.
— ¿Estás viviendo acá?
—Sí... ¿Vos también?
—Acabo de mudarme.
Eros estaba parado sobre una baldosa rota. Crecían tréboles entre las grietas. Si no miraba a Alex, su pecho no se sentía como si estuviera a punto de explotar.
— ¿Por trabajo? —preguntó. Alex hizo silencio un momento antes de contestar.
—Me despidieron ese mismo día.
Eros levantó la vista. No tenía una sola pizca de autocontrol para hacer frente a tanta curiosidad.
— ¿Por qué?
Alex sonrió. Una sonrisa pícara, orgullosa. Sabía que había hecho una travesura y estaba esperando con ansias la oportunidad de confesarla.
—Atentado, desobediencia y resistencia a la autoridad.
Eros le devolvió la sonrisa. Inevitable.
—Deberías agregar eso a la lista de cosas que tenemos en común -dijo.
Alex dio un paso adelante, sorprendido.
— ¿Eso son magi-galletas?
— ¡Sí! —Eros se alegró. Alzó la cajita entre ambos—. ¿Querés una?
Alex metió la mano en el paquete y sacó una galletita. Se la llevó a la boca sin dudar. Eros lo miró masticar, pendiente.
—Están ricas —dijo. Eros le agradeció—. ¿Las hiciste vos?
—Sí. —Eros sonrió.
Alex se puso serio. Se acercó lo suficiente para que Eros lo escuchara susurrar, para que Eros sintiera el aroma a menta y el calorcito de la piel de Alex atravesando el algodón de su remera.
— ¿Son mágicas? —preguntó, casi en silencio. Eros asintió suavemente—. ¿Cómo...?
—Encontré una forma de usarla... —Eros empezó, entusiasmado. Y se obligó a frenar.
Había cometido ese error una vez. No podía revelarlo todo. No podía contarle a Alex todos los conocimientos que había adquirido sobre química, alquimia, pastelería y cómo los había combinado para perfeccionar la receta, cómo los aplicaba sobre la magia contenida en la rosa para encantar los ingredientes antes de enviarlos a la fábrica.
No hoy.
— ¿La rosa? —Alex preguntó. Eros se limitó a asentir.
—Me va bien —dijo, porque esa era una buena noticia que sí podía contar—. Las vendo en kioscos y supermercados de todo el país, cientos de miles de paquetes por día.
— ¿Estaban acá? —Alex señaló a la entrada a su lado.
—Sí. Compré estas ahí.
—Acabo de salir, pero no las vi. No pasé por la góndola de las galletitas... —Alex se lamentó—. ¿Puedo comer otra?
Eros le ofreció el paquete. Tomó una segunda galletita después de que Alex hiciera lo mismo. Miró los autos pasar mientras comía.
—Hay de muchos sabores —dijo, después de tragar—, pero estas son mis favoritas. Deberías probar las demás. Si querés...
Eros se mordió el labio para callarse. Después se arrepintió, y miró a Alex a los ojos. Dijo exactamente lo que quería decir:
— ¿Querés que compremos más? ¿Y las compartimos? —Se lamió los labios. No tenía ninguna intención oculta, esta vez. Lo que tenía era la boca seca de los nervios. El corazón atravesado en la garganta.
— ¿Te gustaría? —Alex preguntó, preocupado.
— ¿Te gusta el café con crema? Puedo prepararte uno. Vivo cerca de acá.
Alex soltó una risita. Eros tomó aire.
—Eros... ¿Me estás invitando a tu casa?
—Solo si vas a aceptar. —Eros largó todo el aire de golpe.
Alex agarró otra galletita. Partió la mitad de un mordisquito y terminó de comerlo antes de responder:
—Por supuesto que voy a aceptar.
Eros cerró los ojos y se dejó caer hacia adelante. Alex lo atrapó. Lo abrazó por la cintura y lo mantuvo cerca. Eros se escondió en su pecho.
El corazón de Alex, humano, latiendo demasiado rápido contra su mejilla.
Alex acarició su pelo con una mano. Con la otra, alzó frente a Eros el trocito de galletita que le quedaba.
— ¿De qué son estas? —preguntó.
Eros se la robó de un mordisco. Habló con la boca llena:
—No te voy a decir.
— ¿Y si adivino? —Alex lo desafió.
—Intentalo.
Todavía dolía, pero Eros estaba en paz.
— ¿Manzana, vainilla, y...?
—Canela.
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