16
El encanto de Eros era más fuerte cuando estaba en el Olimpo, más brillante. Hacía que fuera imposible mirar a cualquier otro lado cuando él entraba a la habitación, golpeando la puerta contra la pared con tanta ira que el picaporte dejaba en la pintura blanca una marca oscura de la que crecían jazmines.
Alex siempre lo había mirado desde lejos. Se sentía atrapado, entregado, cada vez que Eros aparecía, sobre todo cuando Alex recién llegaba y el Olimpo era un mundo completamente nuevo, sorprendente. Se cruzaban solo ocasionalmente, pero el efecto parecía eterno, el deseo de volver a ver a Eros vibraba debajo de su piel durante meses.
Alex tenía miedo de acercarse demasiado. Relacionarse con los dioses iba en contra de las reglas, en realidad, pero a nadie parecía importarle. Cuando los dioses se sentían lo suficientemente generosos para invitar a los humanos a sus fiestas, los hombres de la Guardia pasaban noches enteras con ellos.
Pero Eros era especial. Era cautivante, el dios más hermoso de todos. Acercarse a él requería un tipo de valor que alguien como Alex, preocupado por actuar correctamente y cumpliendo las normas, no tenía.
Por eso recordaba perfectamente la vez que finalmente lo hizo. Eros tenía la costumbre de nadar en el lago a la madrugada, recién salido de las fiestas, demasiado desorientado para recordar que no debería hacerlo. No iba a pasarle nada, nada podía lastimarlo, pero Alex no podía evitar preocuparse por él.
Esa noche era su turno de hacer guardia junto al lago. Miró a Eros quitarse la ropa –apretada, toda de color dorado– y entrar al agua desnudo, sonriendo. Lo miró nadar un rato, una silueta oscura que salpicaba cuando sacudía la cabeza para alejar el pelo mojado de su cara. Lo miró flotar sobre su espalda, relajado bajo los tenues rayos de sol que intentaban quebrar las últimas nubes nocturnas.
Eros cayó sobre sus rodillas cuando intentó salir del agua, con las piernas temblando. Se habría golpeado la cara si no hubiera apoyado las manos en el suelo a tiempo. Se rió, un sonido agradable que atravesó todo el patio y despejó el cielo para que el sol finalmente pudiera salir.
Alex lo ayudó a ponerse de pie. Eros lo abrazó por los hombros con un suspiro. Escondió la cara en el cuello de Alex como si no fuera un desconocido, uno más de los cien humanos anónimos que trabajaban para él. Dejó que Alex lo cargara y, cuando llegaron a los escalones de piedra, Eros lo empujó para liberarse de sus brazos. Le quitó de las manos la ropa que Alex había rescatado y subió las escaleras solo, inestable. Se perdió dentro del Palacio sin mirar atrás. Todavía se escuchaba la música, las risas.
Alex se mordió el labio hasta probar sangre. Podía sentir el perfume de las rosas en su propia piel, donde Eros lo había tocado, las gotas de agua helada que el amanecer no lograba evaporar colándose debajo de su uniforme.
Era imposible no quedarse deseando más. Un poco de Eros nunca era suficiente; Alex quería tenerlo todo, y para siempre.
Eros nunca lo notó. Cuando Alex se cruzó con Eros de casualidad una semana más tarde Eros no lo miró. Cuando Eros volvió a nadar en el lago al mes siguiente pudo salir del agua sin ayuda. Olvidó su ropa en la orilla, y Alex la dejó ahí. Aunque lo hubiera visto, Eros no habría sido capaz de reconocerlo.
Después de eso, Alex no tuvo que volver a cuidar el lago y el tiempo pasó.
Hasta que lo eligieron para esta misión. Le pidieron específicamente que se acercara a Eros tanto como pudiera, para que Eros confiara en él.
—Nació con una venda en los ojos —le dijeron—, podés mentirle y no se da cuenta.
Le advirtieron que Eros intentaría seducirlo.
—No podés permitirlo. Así es como establece su poder sobre vos. Cuando quieras acordar, vas a estar completamente a su merced.
Le dijeron que Eros era peligroso, que su actitud amenazaba con destruir la paz en el Olimpo para siempre. Que ser condenado al exilio por sus crímenes no le había enseñado nada y ahora estaba intentando lastimar a los humanos en el pueblo para vengarse de los dioses que lo habían castigado.
—Juntá toda la información que puedas y volvé —pidieron—. Hay que detenerlo cuanto antes.
Alex fue. Se acercó a Eros más de lo que era seguro. Le mintió y se sacó las ganas de probarlo y se dio cuenta demasiado tarde de que también le habían mentido a él.
—Ah, estábamos hablando de vos. —Torres fingió sorpresa. Hizo un movimiento con la mano para indicarle que se sentara en una silla, pero Eros lo ignoró.
— ¿Dónde están los demás? —Eros preguntó, mirando alrededor con disgusto— No pueden tratar el caso sin el comité completo.
—Tienen cosas más importantes que hacer.
Diego miró a Eros de arriba abajo con una expresión entretenida, luego a Alex. Movió la boca para formar las palabras, preguntando en silencio:
— ¿Esa es tu ropa?
Eros estaba usando la remera que Alex le había prestado. Después de hornear las galletitas, Alex la había sacado desesperado, sabiendo que esa era la última vez que Eros lo dejaría tocarlo. Le quedaba grande, pero se veía hermoso, incluso bajo las nubes de tormenta que oscurecían el cielo y bañaban la habitación de gris.
— ¿Y qué? —dijo Eros. Se cruzó de brazos y alzó el mentón en una postura desafiante—. ¿Ustedes tres van a analizar la evidencia y tomar decisiones? ¿Están capacitados para eso?
Se veía hermoso incluso cuando miraba a Alex así, expresando todo el odio que Alex se merecía. No importaba lo que Alex sintiera por él, lo feliz que habían sido en los momentos que habían pasado juntos; lo único que importaba era que Alex le había arruinado la vida, y Alex no tenía nada que decir en contra de eso.
—La decisión ya está tomada —anunció el Jefe.
— ¿Qué van a hacer? —preguntó Ante, dando un paso adelante para pararse junto a su hermano. Su holgado vestido lavanda flotaba alrededor suyo aunque se quedara completamente quieta.
— ¡Desterrarlo! —respondió el hombre con una sonrisa.
— ¡¿Qué?! —Eros exclamó. Dejó caer los brazos al costado del cuerpo—. No puede ser. No tienen ningún motivo que justifique eso. Están yendo en contra de las reglas.
— ¿Desde cuándo te importan las reglas?
— ¡Están siendo injustos! —Eros gritó— ¡Están haciendo lo que quieren! —Las nubes en el techo se oscurecieron. Un trueno retumbó en la habitación—. ¡Ustedes no pueden decidir lo que pasa conmigo! ¡No les corresponde! ¡Dicen que están defendiendo la ley y están haciendo todo lo contrario! ¡Y todos los demás deberían venir a dar la cara! —Eros tomó aire. Relajó los hombros, derrotado—. Ni siquiera me dejaron defenderme... De nuevo.
Eros suspiró. Un relámpago, un instante de luz dorada que se reflejó en las lágrimas acumuladas en sus ojos. Alex apretó los puños sobre su regazo. Un segundo trueno.
El sobre blanco volvió a aparecer en el aire frente al Jefe, con el sello roto. El hombre lo abrió para leer el papel en su interior.
—Andá a quejarte con tu papá, si tenés algún problema —le dijo a Eros, apenas conteniendo una sonrisa arrogante. Agitó el papel en una mano—. Acaba de autorizarnos.
— ¿Dónde está papá? —Eros preguntó con desesperación, dirigiéndose a su hermana. Alex se cubrió el rostro con las manos, ahogó un suspiro tembloroso contra las palmas.
—No tengo idea —respondió Ante.
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