14
Alex se dejó caer de rodillas al suelo y vomitó detrás de un arbusto. Llevaba diez años trabajando ahí y todavía no lograba acostumbrarse al viaje de vuelta al Olimpo, con todas las subidas y bajadas, curvas y contracurvas entre las montañas.
Tener el estómago sensible era una debilidad inaceptable para un miembro de la Guardia, pero Alex había aprendido a disimularlo. Mientras todos los demás creían que lo había superado, lo único que Alex había dominado era la habilidad de descomponerse a escondidas.
— ¿Terminaste? —La voz de Diego llegó del otro lado de las plantas.
Todos los demás, excepto su hermano mayor.
Alex se limpió la comisura de la boca con el puño de la camisa. Escondió la mancha debajo de la manga de su uniforme escarlata.
—Voy —avisó, desabrochando descuidadamente los dos primeros botones de la chaqueta.
En estos años había aprendido que el pasto era capaz de absorber el vómito mucho más rápido que la tierra o las baldosas de piedra del camino. En su lugar, siempre crecían flores: margaritas, alegrías, nomeolvides...
Esta vez, eran rosas rojas.
Alex arrancó una de su tallo y la acercó a su nariz. Respiró hondo en un intento por aliviar el último indicio de las náuseas que todavía retorcía su estómago.
Le recordó a Eros, inevitablemente; al perfume a rosas en la piel de Eros. Más intenso cuando recién salía de la ducha y más suave cuando había pasado todo el día en la panadería, rodeado de aromas distintos, pero siempre presente, pétalos salpicados de gotas de miel.
—Me voy y te dejo.
—Un segundo —Alex reclamó.
Antes de salir de su escondite, guardó la rosa en el bolsillo de la chaqueta y levantó la caja que había dejado en el suelo, la misma que Eros le había pedido que tirara en el contenedor del reciclaje y Alex había guardado con la idea de que podía servir para algo.
Diego ya había empezado a caminar, y Alex lo siguió por el camino de piedra en dirección al Palacio. El cielo estaba despejado y los pajaritos cantaban alrededor de las flores, las mariposas nacían extendiendo alas coloridas entre las hojas de los árboles frutales. Alex tragó saliva para empujar la acidez hacia abajo.
Su hermano se veía igual desde que había entrado a trabajar ahí, algunos años antes que Alex: el corte de pelo militar, el uniforme escarlata y la espada envainada en el cinturón, su arma característica. Alex lo admiraba y el hecho de que siempre había querido ser como él era una de las dos razones por las que había aspirado a ocupar un puesto en la Guardia.
La otra razón era la exclusividad de estar cerca de los dioses, cumplir con la responsabilidad de protegerlos porque a ellos les daba pereza y no porque eran incapaces de protegerse a sí mismos. Eran los seres más poderosos del universo entero, no necesitaban una Guardia de soldados humanos para mantener la seguridad en el Olimpo pero quedaba linda, así que la tenían igual.
Diego era especial porque formaba parte de ese grupo selecto y lo que Alex más quería en el mundo era ser especial como él.
Ahora, no estaba tan seguro.
—Pensé que ibas a tardar más —Diego dijo cuando ya habían subido la mitad de los escalones hacia la entrada del Palacio.
— ¿Perdiste la apuesta? —Alex suspiró.
—Ganó el idiota de Bautista. Acertó justo los cinco días.
— ¿Qué apostaron?
—Un kilo de kiwis.
Alex rió por la nariz. Sin dejar de caminar, saludó con un gesto de la cabeza a los dos hombres que esperaban a cada lado de la puerta, los botones dorados de su chaqueta escarlata brillando al sol.
— ¿Nos vemos esta noche? Llevo mi parte. —Escuchó que Diego les decía. Luego, risas.
— ¿Qué hay esta noche? —Alex preguntó.
—Lo de siempre —respondió Diego, trotando los pasos que lo separaban de Alex para alcanzarlo en el pasillo—. ¿Venís?
—Lo voy a pensar.
—Cinco días en el medio de la nada, pensé que ibas a volver con ganas de divertirte —Diego se burló. Puso los ojos en blanco en un gesto que era tan Eros que Alex tuvo que morderse la lengua, obligar a sus piernas a seguir doblando hacia un lado y hacia el otro por los pasillos, cada vez más adentro del Palacio, en vez de pegar la vuelta para rogarle a Eros que lo perdonara, que lo ayudara a buscar una alternativa que salvara a ambos—. ¿Y qué trajiste ahí, una cafetera?
—La caja, nomás. No es mía.
— ¿A quién se la robaste?
Alex tenía muy claro todo lo que había hecho mal. Todas las razones por las que Eros jamás debería perdonarlo. Y era tan patético que lo había pedido igual, una sola palabra escrita a último momento en una servilleta mal doblada.
Como si no hubiera pasado toda la noche tratando de formular la frase correcta para explicar la posición incómoda en la que estaba atrapado, justificar lo que estaba a punto de hacer. Como si Eros no mereciera bibliotecas enteras.
Frente a la puerta del décimo salón de reuniones, Alex se apuró a hablar:
—Esperá. Necesito decirte algo antes.
Diego se detuvo con una mano en el picaporte. Volteó para dirigirle una mirada severa.
— ¿Con qué vas a salir ahora? —preguntó.
Alex enderezó la postura. Era el menor, pero siempre había sido unos centímetros más alto y había aprendido a usarlos como ventaja cuando Diego trataba de intimidarlo.
—No sé si puedo —susurró, esperando que nadie llegara a escucharlo desde dentro del salón. Las cejas de Diego se unieron en una expresión seria que oscureció su mirada.
— ¿Qué te creés? ¿Que podés hacer lo que quieras?
—Escuchame, primero.
—No, escuchame vos a mí. —Diego soltó el picaporte y dio un paso adelante, acorralando a Alex contra la pared. Apuntó a su pecho con el dedo índice—. Te dieron una sola orden, ¿cuál era?
—No te enamores —Alex repitió, y quiso cerrar los ojos. Diego le pegó en la mejilla con la mano abierta para que no lo hiciera.
— ¿Y qué hiciste?
—La misión entera es una estupidez —contestó Alex, en vez de admitir la verdad. El ardor en su pómulo no se comparaba con el dolor de reconocer todas las cosas en las que había fallado—. Es un desperdicio de recursos.
—Ah, ¿ese es tu trabajo ahora? ¿Elegir a dónde van los recursos? —Diego le dio un momento para que respondiera, pero Alex se mantuvo en silencio y esquivó su mirada, cada vez más amenazante—. Tenés que cumplir con lo que te encargaron. No tenés otra opción, no podés echarte para atrás ahora. No me importa lo que sientas.
—No entendés. No puedo entregar a Eros porque no se lo merece.
—Vos no entendés, Alex. Tu trabajo termina cuando entregás la evidencia. Lo que ese tipo merezca no es problema tuyo.
Alex dejó caer la cabeza contra la pared con un suspiro. Diego no estaba equivocado, pero estaba siendo injusto. No estaba considerando todo lo que Alex sabía, todo lo que había conocido de Eros en los días que habían pasado juntos. Eros no era el criminal salvaje e impulsivo del que le habían advertido, y bastaba mantener una conversación con él para saberlo.
Tal vez, dejarse enamorar había estado de más, pero Alex no se arrepentía.
—No puedo traicionarlo así... —susurró, porque era imposible describir la belleza de Eros sin revelar la profundidad de sus sentimientos por él.
—Seguí con esta estupidez y vamos a perder todo por tu culpa. Somos familia: te mandás una cagada y nos despiden a los dos. ¿Querés eso? —dijo Diego. Alex sacudió la cabeza—. Dame la caja.
—No.
Alex abrazó la caja contra su pecho para evitar que su hermano se la quitara. Estaban forcejeando en el pasillo cuando la puerta del salón de reuniones se abrió. La voz desganada de un hombre los llamó desde adentro:
— ¿Terminaron?
—Sí. —Diego respondió antes de que Alex pudiera decir algo, y lo empujó por los hombros obligándolo a entrar.
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