13

Eros tembló. La superficie de la mesa contra su espalda desnuda se sentía demasiado fría en comparación con las manos de Alex. Se deslizaban calentitas por sus piernas hasta las rodillas, donde la tela de su pantalón se había acumulado, y subían la ropa de vuelta a su lugar, los nudillos acariciando la piel de Eros en el camino hacia arriba.

Alex dejó el pantalón de Eros desabrochado. Era el pantalón de Alex, en realidad, y también lo eran las dos remeras que recuperaba del piso.

Eros se apoyó sobre los codos para mirarlo vestirse. Alex, descarado, le guiñó el ojo. Cuando terminó de ponerse una remera, sostuvo a Eros de los hombros y lo ayudó a sentarse. Le ofreció la otra, pero Eros la arrojó a un costado.

—Estás cansado —Alex notó, tirando de Eros para que se recostara sobre su pecho.

—Es que alguien... —Eros bostezó. Sacudió la cabeza, intentando despabilarse—. Alguien prometió ayudarme a mejorar mi receta, pero me dejó cocinando solito.

—No fue muy considerado de mi parte —Alex admitió.

Eros descansó la mejilla sobre su hombro. Las manos de Alex se habían instalado en su espalda y se deslizaban lentamente de arriba abajo, erizando la piel que tocaban.

— ¿Sabés lo agotador que es hornear magi-galletas? —Eros murmuró— Y después me doblaste sobre la mesa y me...

Alex lo apretó, ahogando el resto de su queja.

—Creo que puedo imaginarme —dijo.

—No, no podés.

—Probablemente no.

Eros rodeó la cintura de Alex con los brazos, trayéndolo un poco más cerca. Separó las rodillas para dejar que Alex se acomodara entre sus piernas.

Era de noche y no se veía del otro lado de la ventana más movimiento que el de los insectos chocando contra el farol. El aroma de las galletitas era una caricia dulce. El latido del corazón de Alex, una canción de cuna.

—Terminá de vestirte y te acompaño a casa —propuso Alex. Eros respondió con un ruidito de fastidio.

— ¿Cuáles son tus intenciones? —preguntó.

— ¿No sos vos el que siempre tiene intenciones ocultas?

—Te gustan —dijo Eros, y Alex no lo negó.

Si Eros hubiera sabido entonces lo que Alex tenía que hacer, lo habría empujado.

Pero no lo sabía, así que lo abrazó más fuerte.

Llevame a vivir con vos, por favor. No quiero volver al departamento, quiero pasar la noche juntos de nuevo... intentó decir.

— ¿Querés probar una galletita? —fue lo que finalmente le salió.

Eros se estiró hacia atrás, tratando de alcanzar la bandeja abandonada en una esquina de la mesa. Alex lo detuvo. Apoyó una mano en su mandíbula y tiró suavemente, obligando a Eros a levantar la mirada.

Alex jamás habría aceptado.

Pero Eros no lo sabía, así que hizo pucheritos, inclinó la cabeza para mostrarle ojitos tristes, intentó inútilmente usar sus encantos para convencerlo.

Cerró los ojos con un suspiro cuando Alex se inclinó hacia adelante hasta rozar su pómulo con la nariz. Apretó los brazos alrededor de su cintura cuando Alex lo besó.

Alex presionó sus labios sobre los de Eros una vez, luego otra, y otra, en una lluvia de besos tiernos. Besos que se negaban a ser el último, que reclamaban más de lo que estaban dispuestos a entregar.

Besos que envolvían a Eros en el calorcito de la piel de Alex y el aroma de la menta y el cosquilleo de la magia en su pecho y el agua oscura del lago justo antes del amanecer, todas las cosas que Eros amaba.

—Descansá, Eros —Alex susurró.

Cuando volvió a abrir los ojos, Eros estaba solo, y estaba sonriendo.

Alex olvidó la libreta sobre la mesa. Eros la guardó en el cajón junto a lo demás.

Llegó tarde a la panadería a la mañana siguiente. Dejó la puerta abierta para dejar entrar el aire fresco, levantó las persianas y, en vez de correr a ponerse el delantal, fue directo a prender la cafetera.

— ¿Querés uno? —le preguntó a Pedro, que estaba en la cocina bañando budines en glasé de naranja.

En caso de que Pedro, de pronto, resultara ser capaz de leerle la mente, Eros no pensó en lo mucho que había refregado con alcohol esa misma mesa la noche anterior en un intento desesperado por desinfectarla lo suficiente. Había considerado prenderla fuego y comprar otra, pero el cansancio terminó por ganarle.

—Buenos días, chiquito. —Pedro apenas alzó la vista de los budines—. No, gracias.

—Se ven bien —Eros opinó, entrando a la cocina con una sola taza de café recién hecho. Se detuvo con la mano en la manija de la heladera y se estiró para verlos mejor—. Se ven mejor de lo normal —dijo, sospechando que olvidaba algo importante.

—Te preguntaría qué te tiene tan distraído últimamente, pero no es difícil de adivinar.

— ¿Distraído?

—Decorar los budines es tu responsabilidad, chiquito. Ahora tengo que hacer todo yo porque te la pasás llegando tarde.

— ¿Estás diciendo que mis budines se ven feos? —Eros preguntó.

—Estoy diciendo lo que estoy diciendo.

Eros puso los ojos en blanco. Metió la mano en el bol de crema batida en la heladera para sacar una cucharada. Revolvió la crema dentro del café al mismo tiempo que cerraba la puerta con una patadita.

Se sentó en la misma banqueta que Alex había usado la noche anterior y probó un sorbito. La vainilla en la crema había suavizado el sabor amargo del café, y sabía perfecto. Afuera, la mañana estaba soleada, especialmente tranquila.

Quizás Alex estuviera viniendo a buscar algo dulce para el desayuno, a darle un besito e invitarlo a cenar algo rico, algo que él mismo cocinara disfrazado de animalito. Eros debería ir preparando otra taza de café, asegurarse de que esté lista y calentita, esperar a Alex con...

—Tu chico estuvo acá más temprano —dijo Pedro.

— ¿Mi chico? —Eros se sorprendió.

—Tu chico. —Pedro asintió—. Estaba esperando afuera cuando llegué. Dijo que venía a buscar algo y lo dejé pasar. Podés quedarte a esperar a Eros, le dije, pero me dijo que no y se fue enseguida.

— ¿Te referís a Alexis?

—El que da un poco de miedo; sonríe mostrando los colmillos.

—Alexis —Eros confirmó, y lamió una mancha de crema en su labio superior.

— ¿Cómo voy a saberlo, chiquito? Nunca nos presentaste formalmente.

—Qué antigüedad —Eros murmuró, arrugando la nariz—. ¿Dijo que venía a buscar algo?

—Eso mismo.

— ¿Y va a volver? —Eros se puso de pie. Dejó la taza medio vacía sobre la mesa, junto a los budines que Pedro había hecho a un lado, cubiertos de glasé brillante que se esparcía muy lentamente por los costados y llenaba el aire de aroma a naranja fresca.

Eros se tomó un segundo para pensar qué podría buscar Alex en la panadería que no fuera... bueno, él mismo.

—No lo sé —Pedro contestó—. Deberías llamarlo para preguntarle.

— ¿Qué es eso?

—Preguntar, chiquito. ¿No sabés lo que es hacer una pregunta?

Eros caminó hasta el cajón. Sostuvo la manijita de madera con dos dedos y tiró hacia afuera para abrirlo.

Todo lo que Alex había anotado –la magia y la receta y los deseos– era de Eros, pero la libreta seguía siendo suya, y tenía sentido que se la llevara.

Lo que no tenía sentido era que el cajón estuviera vacío.

El cofre lleno de ingredientes. Las galletitas que habían fallado, guardadas dentro de la cajita blanca. Las nuevas galletitas que Alex lo había visto cocinar, las que Eros había ordenado sin decorar en una cajita celeste, lamiendo sus labios para probar el recuerdo que Alex había dejado en su boca...

Todo había desaparecido.

Lo único que había en el fondo del cajón era una servilleta doblada descuidadamente por la mitad. Una palabra escrita en tinta azul.

La letra de Alex, la misma que Eros había admirado en los márgenes de los libros, ahora se instalaba con violencia en su pecho como un trago de agua helada.

Oscura. Agua de lago.

Perdón.

Eros estaba cayendo. Se hundía en la eternidad que los separaba, infinita e imposible, y no había nadie esperándolo para evitar que tocara el fondo.

Solo el susurro de su propia voz, quebrando la superficie:

—Creo que Alex no va a volver.

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