09

Las paredes de la habitación eran de color rojo borgoña. Eros habría elegido pintarlas de color crema, pero podía acostumbrarse al rojo si significaba despertar en los brazos de Alex, con el sol de la mañana entibiándole los hombros.

Las manos de Alex no eran suaves –tenían tanta fuerza que podían doblar el cuerpo de Eros como querían, someterlo contra el colchón, y había pequeños callos ásperos en la base de sus dedos–, pero eran amables, acariciaban la espalda de Eros con ternura.

Eros subió una pierna sobre las de Alex y escondió el rostro en su cuello para escapar de la luz. Sus párpados pesaban y cada centímetro de su piel que tocaba la piel de Alex estaba erizado, pegajoso.

— ¿Estás despierto? —Alex susurró. Eros rozó su mandíbula con la nariz cuando negó con la cabeza—. Mmm... ¿Y si te ofrezco panqueques de desayuno?

Eros se incorporó para mirarlo a la cara. Alex sonreía, relajado. Estaba despeinado porque Eros había tirado de su pelo hasta desordenarlo por completo, y cubierto de brillantina. Sus mejillas, su garganta, su ombligo, la piel delicada entre sus piernas, todo salpicado de estrellitas doradas que se habían desprendido del maquillaje de Eros queriendo marcarlo.

—Buen día. —La voz de Eros sonó rasgada, irritada por los gritos. Alex acarició su pelo.

— ¿Cómo dormiste?

—Bien. —No era suficiente para expresar la paz con la que Eros había descansado, los músculos agotados, acurrucado en el calorcito de Alex y arrullado por los besitos que dejaba en su nuca, pero Eros no iba a decir todo eso en voz alta—. ¿Qué hora es?

—Cerca de las diez.

—No me despertaste —Eros reclamó, y Alex lo miró confundido.

—Es lunes —dijo—, ¿no tenés el día libre?

— ¿Cómo sabés?

—La panadería no abre los lunes. Lo dice el cartel en la puerta.

Eros se dejó caer de nuevo sobre el pecho de Alex, que cerró los brazos alrededor de su cintura y retomó las caricias.

— ¿Dijiste panqueques? —preguntó, subiendo una mano por el cuello de Alex para rascar el pelo corto en su nuca. Alex le dio un beso en la frente antes de contestar.

— ¿Te gustan? Es lo único dulce que sé cocinar.

Eros todavía estaba desnudo cuando se acercó a la cocina, recién salido de la ducha. Ni siquiera se había molestado en envolverse con la toalla, pero Alex tampoco se había molestado en ponerse algo más que ese pantalón de jogging, así que estaba bien.

De hecho, Alex sonrió cuando lo vio, como si lo estuviera disfrutando.

—Perdón por haber roto tu pantalón —dijo, aunque más que roto lo había desarmado. Las costuras habían reventado, el botón que había salido volando seguía perdido por ahí, y Alex no se veía para nada arrepentido—. Me entusiasmé.

Eros lo abrazó por la espalda. Apoyó el mentón en su hombro para mirar lo que estaba haciendo en la sartén: rebanadas de manzana salteadas en manteca y azúcar, perfumadas con canela.

—Está bien —dijo—. Valió la pena.

—Puedo comprarte otro, si me lo permitís.

Alex vertió una capa de la mezcla para panqueques sobre las manzanas caramelizadas. Acarició el dorso de su mano cuando Eros coló la punta de los dedos por debajo del elástico del pantalón. Alex no estaba usando ropa interior.

—Solo si prometés volver a romperlo —Eros le dijo al oído. Alex mostró los colmillitos.

Eros estaba sentado sobre la mesada comiendo un panqueque que chorreaba caramelo, cuando Alex, parado a su lado con una taza de café con leche, propuso un plan:

—Ya que tenés el día libre, podemos... ¿Querés que sea una sorpresa?

—Vos y tus sorpresas —Eros se quejó.

— ¡Vos empezaste!

Alex se tiró sobre él, agarrando por la fuerza sus muñecas. Las atrapó contra la alacena por encima de su cabeza y el impulso de discutir abandonó a Eros en un suspiro. Alex se inclinó para lamer una gota de caramelo que había caído en el huequito de su garganta, y Eros rió, cosquillas. Apretó la cintura de Alex con las piernas, trayéndolo más cerca.

Una hora más tarde, Alex lo llevó al bosque; un lugar en el bosque al que se podía llegar fácilmente caminando, pero tan alejado del sendero principal que no había nadie más que ellos dos.

—Lo encontré la primera noche —Alex dijo, ajustando sobre su hombro la mochila que había llenado de snacks y botellas de agua—. Lo primero que hice cuando me mudé fue salir a buscar un lugar tranquilo donde entrenar.

Caminando a su lado, Eros solo pudo asentir. Uno de sus puños apretaba hasta marcar medialunas en la piel. El otro sostenía el arco. En la espalda, el peso cómodo del carcaj lleno de flechas, y el cada vez más familiar olor a cuero.

La magia crepitaba en sus palmas, cargada de toda la emoción que Eros apenas podía contener.

Anticipación y alegría y... libertad. Con un arco en las manos y la promesa de diversión, Eros se sentía libre.

Se detuvieron cuando llegaron al claro, y Alex le preguntó si los veía. Se refería a los círculos rojos y amarillos, pintados sobre la corteza de algunos troncos: dianas.

— ¿Son seis? —Eros preguntó, parándose de puntitas para verlas mejor.

La más cercana estaba justo frente a él, en la primera fila de árboles al final del claro. Las demás se extendían hacia adelante y hacia los lados, desparramadas sin un orden aparente. La más lejana era apenas un punto amarillo en la distancia.

—Son siete —Alex contestó, acercándose para besar su mejilla—. Las pinté yo mismo. —Sonrió de lado; un desafío—: ¿Querés intentar?

Eros le devolvió la sonrisa. Estiró el brazo para acariciar el pelo de Alex y la magia se desprendió accidentalmente de las puntas de sus dedos, crujió roja entre los mechones, como electricidad. Si Alex lo notó, no hizo nada para demostrarlo.

—Vos primero.

En un día común, Alex era el hombre más lindo del pueblo.

En un día como ese, con el arco armado en sus manos y la luz del sol colándose entre los árboles para bañarlo de dorado, Alex era el hombre más lindo que Eros había visto en su vida.

Un suspiro cruzó los labios de Alex cuando hizo fuerza para tensar la cuerda, y una marquita de concentración se instaló entre sus cejas. Sus dedos mantenían la flecha en su lugar con una presión ligera, la misma combinación de firmeza y suavidad con la que empujaban el interior de las piernas de Eros, ordenando que las separe.

Eros se mordió el labio. Escondió las manos en el bolsillo del buzo que Alex le había prestado.

Alex soltó la cuerda. La flecha se clavó en el centro exacto del blanco más cercano, con un ruido repentino que hizo que los pájaros se agitaran entre las ramas.

—Tu turno —dijo, volteando hacia Eros para darle el arco.

Eros lo aceptó, pero hizo una mueca cuando Alex le ofreció su protector para la mano de la cuerda. Eros no lo necesitaba –su piel era incapaz de rasparse–, y aunque le resultara útil, su orgullo no le habría permitido usarlo.

El mismo orgullo que le impedía quejarse de que el peso del arco seguía siendo demasiado para su gusto, a pesar de haberlo cargado todo el camino, tiempo suficiente para acostumbrarse.

Eros tomó una flecha del carcaj a sus pies, la colocó en la cuerda y apuntó.

Había placer en el dolor en su espalda, en el esfuerzo que suponía para los músculos de sus brazos tirar de la cuerda. En la mirada intrigada de Alex, absorbiendo la naturalidad con la que sus hombros formaban una línea perfecta.

Eros lamió innecesariamente sus labios, una orden, porque era ahí donde Alex debía mirar.

Clavó la flecha en el centro exacto de la segunda diana en un solo movimiento experto, elegante.

Alex se paró detrás de él. Se acercó hasta tocar la espalda de Eros con el pecho, pero mantuvo las manos en los bolsillos. Besó delicadamente su nuca, su cuello, el punto sensible debajo de su oreja...

Eros sonrió, reconociendo la actitud de Alex por lo que realmente era.

— ¿Estás haciendo trampa? —preguntó, tomando una segunda flecha y armando el arco inmediatamente.

— ¿Debería?

—No sé... —Eros clavó la flecha junto a la primera, tan pegadas entre sí que parecían una sola—. ¿Deberías?

Alex recibió el arco. Disparó una tercera flecha que se unió a las otras dos, en el centro del blanco.

—Todavía te falta encontrar uno —dijo, un par de horas después. Todos los blancos estaban marcados por flechas que ambos habían disparado y recuperado y vuelto a disparar, excepto uno—. ¿O vas a darte por vencido?

—Podría hacerlo. —Eros se encogió de hombros—. Ya demostré que soy bueno.

Alex inclinó la cabeza, dándole la razón a medias.

—Y yo demostré que soy tan bueno como vos —dijo—. Así que estamos iguales.

Eros chasqueó la lengua. No había visto el séptimo blanco, pero sabía perfectamente dónde estaba. Era parte de la magia: podía reconocer el punto exacto en el que debía clavar la flecha solo con levantar el arco, aunque estuviera completamente a ciegas.

Le gustaba divertirse así, subiendo a la montaña con el arco y el carcaj y los ojos vendados. A veces, su blanco eran los corazones de las personas; otras veces, el punto debajo de sus ombligos o el tendón que atravesaba sus tobillos.

Los humanos eran así, tenían al menos tres puntos débiles y ni siquiera estaban enterados.

Eros solo podía dispararles con su propio arco y flechas, fabricados especialmente para canalizar la magia. Y estaba seguro de que, si lo hubiera tenido en las manos en ese momento en el que Alex lo abrazaba, habría encontrado un blanco en su propia espalda, la posibilidad de atravesar los corazones de ambos de un solo disparo.

Alex rodeó su cintura con los brazos y lo balanceó suavemente, apretando a Eros contra su pecho. Eros cerró los ojos, permitió que su cuerpo se relajara.

Suspiró cuando sintió los labios de Alex rozando su mandíbula, su voz acariciando su piel, provocativa:

—Podemos descansar un rato, si querés rendirte.

Eros no quería rendirse.

Eros quería a Alex. Quería seguir usando la libertad que Alex le regalaba. La liviandad de flotar en el lago, dejarse caer hacia el fondo. Las manos fuertes de Alex sosteniendo el peso de su cuerpo, encontrando su piel entre las sábanas.

No importaba que Alex fuera humano, Eros lo quería.

Solos, envueltos en el silencio del bosque y el aroma de los pinos, Eros era un poco menos un dios y un poco más una persona que estaba haciendo lo posible por adaptarse a una situación nueva. Y Alex era Alex, la persona más linda que Eros conocía, la persona con la que más le gustaba estar.

Si se mantenían así de cerca, la distancia que los separaba ya no era la eternidad, infinita e imposible...

Era una sola flecha.

Eros armó el arco y giró en los brazos de Alex, disparando simultáneamente. El último blanco estaba detrás suyo, escondido fastidiosamente entre los árboles del camino por el que habían venido.

La flecha se clavó en el centro, pero no estaba sola.

Con ella, salió disparado un resplandor de luz roja, un montón de estrellas que se combinaron en el aire para formar el cuerpo de un ave, magia.

El ave voló con fluidez hacia el árbol donde estaba pintada la diana, despidiendo chispas rojas con el batir de sus alas.

Eros aguantó la respiración. Los brazos de Alex lo apretaron con fuerza, intentando protegerlo, pero el ave era más rápida.

Rodeó el tronco y volvió, planeando decidida hacia ellos.

El ave chocó contra el pecho de Eros y se disolvió en estrellas rojas.

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