03

— ¡Perdón, me quedé dormido!

Eros entró a la panadería corriendo. Arrojó su bolso descuidadamente detrás del mostrador y buscó su delantal en el perchero.

— ¿Otra vez, chiquito? —Pedro preguntó en un tono desaprobatorio desde la cocina.

Con el delantal a medio atar, las manos en la cintura y el ceño fruncido, Eros esperó a que Pedro se asomara por encima de la barra.

— ¿Perdón? —dijo en cuanto lo vio. Pedro sacudió la cabeza y volvió a esconderse—. Ah. Me parecía.

Eran las ocho y cuarto de la mañana y el local estaba inundado de olor a pan recién hecho. Eros levantó las persianas tan rápido como pudo y dio vuelta el cartel en la puerta para indicar que estaba abierto. Cuando terminó, cruzó el local corriendo, levantó la barra para entrar a la cocina y la dejó caer distraídamente. El golpe retumbó en las paredes.

—Cuidado con eso.

—Estoy apurado —Eros se defendió. Se puso a revolver los muebles para agarrar los ingredientes y utensilios que requería la receta, arrojándolos sin cuidado sobre la mesa en el centro de la cocina—. No llego a hacer las galletitas.

—Ah, ¿no pensaste en eso mientras dormías?

— ¿No pensaste en eso mientras dormías? —Eros repitió entre dientes, elevando la voz una octava.

Miró por encima de su hombro a las cosas sobre la mesa para confirmar que tenía todo lo que necesitaba al mismo tiempo que terminaba de lavarse las manos bajo la canilla. Después de secarlas y tirar el trapo por ahí, se puso a trabajar.

El proceso era fácil, era divertido. Eros lo hacía siempre de la misma manera.

Primero, colocaba la manteca pomada dentro del bol. Tres paquetes. Después, pesaba el azúcar. Doscientos veinticinco gramos. Después...

La mirada de Eros se desvió a la puerta de entrada. Un pequeño grupo de adolescentes pasó corriendo por la vereda, usando uniformes escolares, y enseguida se perdió de vista.

Después, echaba el azúcar dentro del bol y usaba la espátula para combinar ambos ingredientes hasta formar una mezcla homogénea. Después...

La mirada de Eros se desvió a la puerta.

Tres huevos enteros. Sin trocitos de cáscaras, Eros, por favor.

Un chorrito de esencia de vainilla, de esa con gusto a casi nada que usan los humanos.

La mirada de Eros...

— ¿A quién estás esperando, chiquito?

Ups. Demasiada vainilla.

—A nadie —Eros contestó, cortante.

Dejó la botellita de vainilla a un lado con más fuerza de la que era necesaria. Revolvió sus rulos con una mano y después largó un gruñido, porque acababa de lavarlas y ahora tenía que hacerlo de nuevo.

—Ajá...

Pedro lo miró entretenido, deteniéndose a mitad de camino con una bandeja de pan tibio. Eros lo miró mal. Pedro soltó una risita y siguió con lo que estaba haciendo, cargando el pan hasta el local.

— ¿Por qué no dejás de mirar a la puerta, entonces? —Pedro preguntó. Eros cerró la canilla y se secó las manos. Escuchó los panes cayendo dentro de la canasta de mimbre.

—Estoy haciendo mi trabajo —dijo, y retomó la preparación, mezclando el contenido del bol con la espátula, las manos todavía húmedas—. Debería estar en el mostrador atendiendo a la gente. Pero estoy acá atrás. Si no presto atención...

Seiscientos gramos de harina. Tamizar junto a una cucharada de polvo de hornear...

Eros miró en dirección al local. No porque estuviera esperando a alguien, sino porque Pedro estaba volviendo de ahí y estaban manteniendo una conversación, era normal que Eros intentara mirarlo.

— ¿Me decías? —Pedro lo invitó a continuar la frase que había dejado a medias. Dejó la bandeja vacía sobre la mesada y se llevó otra, llena de panes tibios que echó en otra canasta.

—Te decía...

Un hombre pasó caminando por la vereda. Cargaba un maletín. Siguió de largo sin entrar a la panadería.

No era Alex.

No era que Eros estuviera esperando a Alex, no.

Simplemente no era Alex.

—Te decía... —Eros arrugó la nariz. Sacudió la cabeza—. No me acuerdo qué te decía.

—Algo sobre prestar atención.

—Ah, sí...

Los cierres del cofre se destrabaron con un sonido metálico. Eros levantó la tapa para revelar su pequeño tesoro: una colección de hierbas, ordenadas prolijamente en frasquitos etiquetados.

—Te decía que, si no presto atención, no voy a darme cuenta cuando alguien entre a comprar. Y no voy a poder atenderlo. Tengo que estar pendiente —explicó, sacando del cofre los frasquitos que iba a usar. Y echando una miradita más hacia la puerta, por las dudas.

—Para eso hay una campanita.

—Para eso hay una campanita —Eros lo imitó, burlándose—. Callate y dejame hacer mi magia.

—Los modales, chiquito —Pedro lo retó, pero estaba riéndose. Se instaló frente a los hornos y se puso a hacer algo que elevó la temperatura de la cocina hasta que las sienes de Eros se humedecieron bajo los rulos.

Pedro siempre se reía cuando Eros hablaba de magia. Él, como todos los demás humanos que Eros había conocido, no creía que la magia existiera. La magia era un invento, un truco de marketing para vender más galletitas.

Galletitas que, inexplicablemente, funcionaban. No tenía sentido.

Habría sido decepcionante, de no ser porque Eros no esperaba nada bueno de los humanos, en primer lugar.

Eran simples e ingenuos y se llevaban a la boca cualquier cosa que uno les ofreciera.

Está bien, Eros podía admitir que su magia era un poco... desilusionante. Solo servía para hacer galletitas y disparar flechas y poco más. Pero, cuando los humanos se reían de la magia, se estaban riendo de él.

Lo hacían sentir insignificante.

Y Eros, por más expulsado del Olimpo que estuviera, todavía era un dios. Merecía respeto.

Por eso cobraba las galletitas diez veces más de lo que valían, para desquitarse.

Eros miró a la puerta una última vez –última, de verdad– y respiró hondo.

Esta parte era delicada.

Quitó las tapas de los frascos y las dejó a un costado. El aroma de las hierbas se combinó en el aire envolviendo a Eros en una sensación familiar, nostalgia que inundaba su boca de azúcar derretido.

Sostuvo una ramita de romero fresco en una mano mientras levantaba la otra cerca de las hojas. Murmuró una palabra, el lenguaje antiguo que le permitía dar forma a su magia, y las estrellitas rojas explotaron en las yemas de sus dedos.

Siempre dejaban en el aire el aroma de la tierra mojada, de las cosas que podrían estar vivas pero no, no todavía.

Las hojas se encendieron en un fuego rojo que las consumía lentamente desde la base hacia afuera. Eros sopló suavemente para controlar la llama, causando que las hojas comenzaran a largar un humo rojo que dibujaba curvas en el aire.

Dejó la ramita sobre la mesa y colocó un bol de vidrio por encima, cubriéndola por completo. Se quedó mirando cómo el humo se adhería inquieto a las paredes internas del bol.

Cuando fue suficiente, dio vuelta el bol para usarlo como recipiente.

Miró a la puerta. Había más movimiento en la calle. Autos, alguna bicicleta, personas que pasaban caminando y seguían de largo y ninguna era...

Eros rotó los hombros para relajarlos.

Se enfocó en el bol, en la densa nube de humo rojo que todavía se movía en su interior.

Tomó un trozo de canela en rama y lo apretó entre dos dedos, murmurando una palabra distinta. Lo que cayó fue un fino polvo rojo que se perdió instantáneamente dentro del humo.

Ninguna de las personas que pasaba frente al local era Alex.

No era que Eros estuviera... Bueno, tal vez estaba esperando a Alex.

Pero no se había quedado dormido esa mañana porque la expectativa de volver a verlo lo había mantenido despierto. Porque había pasado la mitad de la noche recordando ojos oscuros, hundiéndose en la profundidad del lago.

El destello de la luz azul del casi amanecer quebraba la superficie del agua y Eros se dejaba caer para sentir una y otra vez las manos que lo sostenían antes de tocar el fondo, la explosión en su pecho, chispas rojas como...

Como magia.

Eros se mordió el labio.

Apretó las hojas de limonero entre ambas manos. Murmuró la palabra al mismo tiempo que frotaba las palmas entre sí, dejando que las gotas de aceite cayeran dentro del bol. Rojas y viscosas, se perdieron fácilmente entre el humo.

El próximo era el último paso.

Era un pétalo de rosa roja. Eros tenía que soplarlo para hacerlo volar en el aire. El pétalo se convertiría en una esfera roja, una gota de sangre que flotaba suspendida sobre el bol.

Eros murmuraría las palabras. Eran múltiples palabras, esta vez; una oración entera. Cruzaban los labios de Eros casi sin permiso, fácil como soltar un suspiro.

Cuando terminara la oración, la esfera se deslizaría suavemente hacia abajo, entraría al bol con delicadeza –con elegancia, si Eros le ponía suficientes ganas– y se diluiría dentro del humo con un suave resplandor de luz roja que confirmaba que la mezcla estaba lista.

Excepto cuando Eros se distraía.

La campanita sonó. Por la puerta abierta, entró el murmullo de la calle.

— ¿Hola? —La voz de Alex.

Eros quebró la oración por la mitad.

La esfera cayó dentro del bol con un plop patético.

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