02
La soledad era un caramelo pegado entre sus muelas. Cada vez que Eros giraba el cartel en la puerta del local y el lugar quedaba a oscuras y en silencio, la cosa pegajosa se atascaba contra su paladar.
La había sentido por primera vez algunos días después de abrir la panadería, pero la escondió debajo de la lengua y no le hizo caso hasta mucho más adelante, cuando se volvió un goteo constante y empalagoso contra el fondo de su garganta.
Invertir todo su dinero en el emprendimiento significó que Eros tuvo que descartar el departamento lindo que había elegido originalmente –dos habitaciones, céntrico, muy luminoso– y conformarse con alquilar un monoambiente pequeñito, en el segundo piso de un edificio viejo sin ascensor.
Y una noche en la que hacía demasiado calor para estar acostado en la cama, relajado con los codos sobre la baranda en el balconcito de uno por dos metros tratando de tomar aire fresco, Eros se dio cuenta de que algo le faltaba.
Pasó toda la noche despierto destrozando la cocina en un intento por replicar las galletitas que horneaba en el Olimpo, las que llevaba a las fiestas de cumpleaños para hacerlas un poco más divertidas. Cuando logró adaptar la receta para poder ofrecerlas a los humanos, supo que había creado una genialidad.
Semanas después, a la panadería le iba bien y Eros tenía un proyecto. Tenía su magia y estaba usándola –torciendo un poco las reglas y esperando que nadie se diera cuenta– para cumplir con su propósito: hacer que los humanos experimenten el amor.
Tenía mucho más de lo que creyó posible luego de escuchar su sentencia.
Algo seguía faltando.
Y Eros tenía miedo de que nada, nada, pudiera encajar perfectamente en todos sus lugares vacíos.
— ¿Está cerrado? Vi el cartel y pensé...
Eros se mordió el labio. El hombre que acababa de entrar a la panadería dejó la frase por la mitad, una mano floja señalando la puerta por encima de su hombro. Tenía puesto un saco negro que se veía demasiado pesado para el calor que hacía afuera, y sus pómulos estaban colorados.
Pestañeó esperando una respuesta, pestañas largas enmarcando ojos oscuros, profundos como el lago antes del amanecer, cuando la luz del sol todavía es azulada. Eros sacudió la cabeza.
— ¿Cómo? —preguntó, muy elocuentemente.
El hombre sonrió. Una sonrisa asimétrica, una sola esquina de su boca alzándose en un gesto que parecía involuntario.
—Si está cerrado, puedo volver mañana —dijo.
—No, no. —Eros sacudió las manos frente al cuerpo—. Está abierto. Por unos minutos más, al menos. —Se le escapó una risita nerviosa—. ¿Qué te puedo ofrecer?
—Um...
El hombre se estiró para mirar la heladera, lo que hizo que Eros se diera cuenta de que todavía estaba parado en el medio del local, bloqueando la vista. Espantado, corrió a ubicarse detrás del mostrador.
Era difícil no ponerse nervioso cuando el hombre más lindo del pueblo lo miraba así, con la punta de un colmillo apareciendo debajo de su media sonrisa y una ceja alzada, pero Eros se obligó a concentrarse en el trabajo.
—Está vacía porque la estaba limpiando, pero... —empezó, y el hombre lo miró confundido—. La heladera, digo —Eros aclaró. El hombre puso los labios en forma de "oh"—. Pero quedan algunas porciones de postre en la cocina. Si querés, puedo...
—Oh, no... En realidad...
El hombre recorrió el mostrador con la vista hasta detenerse en la campana vacía. Eros escondió las manos detrás de la espalda, donde el hombre no podía ver la ansiedad con la que entrelazaba los dedos y los volvía a soltar.
—Esas sí están agotadas —le avisó, sintiéndose terriblemente torpe.
Por favor.
"El hombre más lindo del pueblo" ni siquiera era un título tan importante.
Estaba compitiendo con los únicos cinco o seis hombres del lugar. En esas condiciones, no era difícil ganar el primer puesto, que le había pertenecido a Eros hasta hacía diez minutos.
— ¿Estas? —El hombre señaló la campana. Eros asintió.
—Sí, las galletitas mágicas.
— ¿Mágicas?
— ¿Nunca escuchaste hablar de ellas? ¡Todo el pueblo las adora!
El hombre entrecerró los ojos, evaluando algo. Tal vez tratando de recordar si alguna vez había probado las galletitas, lo que era una locura por dos razones:
Primero, era imposible olvidarse de unas galletitas tan buenas. Segundo, seguro que alguien, alguna vez, había intentado enamorarlo. ¿Y lo había hecho sin las galletitas mágicas que enamoran a cualquiera que las pruebe? Eros no podía imaginar en qué nivel de fracaso había resultado eso.
—Soy nuevo. Acabo de mudarme —dijo el hombre, casi cambiando de tema.
— ¿Ah, sí?
Eros sonrió. Ahora que había visto la oportunidad... no podía desaprovecharla.
Empujó los nervios al lugar oscuro entre sus costillas y se acercó al hombre sutilmente, apoyando los antebrazos sobre el mostrador. Inclinó la cabeza de una manera que llamaba la atención sobre sus rulos, rebotando lindos sobre sus cejas.
Seducir era su especialidad. Había perdido tiempo poniéndose nervioso y, es cierto, seguía estando sucio y despeinado, pero todavía tenía la oportunidad de arreglarlo.
— ¿De dónde venís? —preguntó.
Por un instante en el que el hombre lo miró a los ojos, Eros pestañeó bonito y creyó que eso alcanzaría para hacerlo caer inmediatamente ante sus encantos. Pero el hombre desvió la mirada con facilidad, enfocándose en las canastas a los costados, llenas de los últimos trozos de pan del día.
—Bastante lejos —dijo, enigmático—, detrás de las montañas. —Se encogió de hombros en una expresión de sentimentalidad que desapareció demasiado pronto, cubierta por una capa de seriedad que Eros quiso rasgar—. No importa.
Eros se lamió los labios. Esperó a que el hombre volviera a mirarlo antes de seguir hablando.
— ¿Cómo te llamás?
Esta vez, el hombre sonrió de verdad, una sonrisa entera que no necesitaba ninguna magia para ser encantadora.
—Alex —contestó.
Eros rotó los ojos lentamente, como si estuviera pensando en algo muy complicado. Abultó los labios para que se vieran tentadores.
—Asumo que viene de... ¿Alexander? —dijo.
—Alexis.
—Alexis... —Eros rodó las sílabas en su lengua, probándolas. Notó la vista del hombre siguiendo de cerca el movimiento de su boca—. Soy Eros.
—Eros...
La devoción con la que Alex dijo su nombre aceleró su corazón. Eros enderezó la postura y tomó aire por la nariz para tratar de no revelar cuánto le había afectado, cuánto quería escucharlo de nuevo. Forzó una sonrisa desinteresada y decidió que, por hoy, había sido suficiente.
—Entonces... ¿Qué te puedo ofrecer?
Alex pasó una mano por su pelo para peinarlo hacia atrás, pero los mechones volvieron a caer sobre sus sienes. Guardó las manos en los bolsillos y respiró hondo. Era fácil reconocer en sus gestos la intención de calmar los nervios, de disimular lo que fuera que estaba sintiendo.
—Como te decía... Acabo de mudarme y todavía no pude almorzar —explicó, evitando mirar a Eros a la cara. Una buena señal, aunque ligeramente frustrante—. ¿De casualidad venden sándwiches? ¿O tartas?
Honestamente, a Eros le importaba muy poco lo que Alex necesitara. Dijo algo sobre algún tipo de pan y algo sobre la rotisería de la mano de enfrente, la que abría todos los días al mismo tiempo que ellos cerraban.
Cuando le ofreció una bolsa de bizcochitos para mantener el hambre bajo control mientras esperaba hasta la cena, Alex sacó la billetera del bolsillo interno de su saco y trató de pagar.
Eros guiñó el ojo y le aseguró que era un regalo. Le pidió que volviera al día siguiente para poder probar los demás productos y conversar sobre la vida en el pueblo. Después de todo, Eros también era nuevo, y tal vez esa fuera la primera de una lista de cosas que tenían en común.
Cosas que Eros podía aprovechar para potenciar sus encantos.
Tenía una misión: hacer que Alexis comiera las galletitas mágicas, directamente de sus dedos.
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