01
— ¡Muchas gracias! ¡Que las disfrutes!
Eros se forzó a mantener la sonrisa mientras la clienta salía de la panadería y cerraba la puerta detrás suyo. Se inclinó sobre el mostrador para verla alejarse a través de la ventana, la esfera de cabello inflado rebotando sobre sus hombros con cada paso.
En cuanto la mujer se perdió de vista, Eros soltó la sonrisa y se dejó caer dramáticamente al piso.
— ¡Renuncio! —exclamó.
— ¿Qué? —Pedro gritó desde los hornos.
— ¡Que renuncio! —Eros repitió. Se relajó contra la heladera exhibidora junto al mostrador, estirando las piernas—. Estoy agotado.
Pedro se asomó sobre la barra que separaba el local de la cocina. La expresión de preocupación en su rostro curvaba su bigote de forma chistosa.
—Deberías estar contento de tener tantos clientes —dijo, con un acento norteño que sonaba evidente cuando no estaba hablando en monosílabos.
Eros chasqueó la lengua. Sopló hacia arriba para espantar el rulo castaño que se había instalado entre sus cejas. A ese extremo había llegado: sucio y despeinado, inaceptable.
— ¿Te acordás del primer día? —Pedro preguntó, y el afecto en su voz hizo que Eros cerrara los ojos con fuerza, preparándose para el rumbo vergonzoso que estaba tomando la conversación—. ¡Nuestro plan es un fracaso! ¡Me voy a la ruina! —Pedro lo imitó— Apagá los hornos, Pedro, ¡cerramos para siempre!
—Ah, ah. No. —Eros sacudió la cabeza—. Yo no sueno así.
—Sí, chiquito. Así sonás. Querías declarar bancarrota y mirá ahora: la panadería es un éxito. —Pedro sonrió y las arrugas en las esquinas de sus ojos hicieron, no por primera vez, que Eros se alegrara de su propia incapacidad de envejecer.
—Eso es porque soy un genio —dijo Eros, con una sonrisita satisfecha.
La cosa había empezado la mañana en la que Eros llegó al pueblo. Después de bajar del tren, caminó hasta el edificio cargando con esfuerzo la única valija que le permitieron llevarse del palacio, estrictamente revisada por los guardias antes de cruzar la salida. La puerta de la oficina que estaba buscando estaba abierta y desde el pasillo se podía sentir el aroma a limón.
Era una inmobiliaria, pero el hombre que debía atenderlo –Pedro, Eros supo un rato después– no estaba detrás del escritorio sino un poco más allá, en la cocinita. Eros se aclaró la garganta y Pedro se sobresaltó, casi soltando la bandeja de muffins de arándanos que acababa de sacar del horno.
Y cuando lo saludó con una sonrisa amable y le ofreció uno, Eros cambió impulsivamente los planes. En vez de pedirle ayuda para concretar el alquiler del departamento que había reservado, Eros lo invitó a abrir una panadería.
Había costado hacer que el negocio despegara. Durante el primer mes, las ventas apenas habían sido una cuarta parte de las necesarias para recuperar la inversión. Todo estaba saliendo mal y la idea de cerrar para siempre no era una exageración.
La razón por la que Eros no se daba por vencido y volvía al Olimpo con la cabeza gacha buscando que lo perdonaran, rogando que aceptaran recibirlo de vuelta, era que el optimismo de Pedro era contagioso y cada vez que decía:
—Tenés que tener paciencia, Eros. A la gente del pueblo le cuesta aceptar cosas nuevas, pero vas a ver: una vez que prueben nuestros productos van a seguir viniendo —Eros le creía, y tenía paciencia.
—Mis galletitas salvaron el negocio —Eros opinó, poniéndose de pie para mirar dentro de la campana de vidrio sobre el mostrador, donde guardaba el secreto del éxito. Estaba vacía, excepto por las migas desparramadas en la base.
—Es verdad —coincidió Pedro, escondido de nuevo entre las bandejas—. Siempre se agotan enseguida. ¿Por qué no horneamos más cantidad? —preguntó, sonando genuinamente curioso— Seguro que si hicieras el doble, venderías el doble.
— ¡Para mantener al público interesado! —Eros contestó— Es bueno que se agoten temprano, así no tienen más opción que volver mañana.
La idea de las galletitas fue un poco un instante de genialidad y otro poco un intento desesperado por expresar lo solo que Eros se sentía, lejos de casa.
Lo habían echado de su hogar injustamente, como si hacer alguna que otra travesura fuera algo tan grave. Un par de flechas desviadas de sus objetivos, unos brownies con una pizca de cardamomo de más que resultaron en una fiesta salida de control, esa vez –o dos– que perdió su ropa en el fondo del lago y tuvo que volver al palacio desnudo al amanecer...
Hechos simples, comparados absurdamente con verdaderos crímenes.
Así que lo habían desterrado. Pero no le habían quitado su magia. Y tener que pasar desapercibido en el mundo humano no quería decir, necesariamente, que no pudiera usarla.
Eros estiró los brazos por encima de la cabeza con un suspiro, tratando de relajar la tensión que pasar todo el día parado le había causado en la espalda. Una mirada al reloj en la pared le confirmó que faltaban veinte minutos para las seis de la tarde, la hora de cierre, así que buscó un trapo humedecido con alcohol y se puso a limpiar los estantes de la heladera.
Usar su magia –aunque fuera un poquito, solo lo necesario para que las galletitas funcionaran sin despertar sospechas– era una forma de consuelo. Eros podía sentir que tenía una razón para existir, que había valor en ser él mismo.
Empezó a hornearlas buscando desahogarse y, en cuanto la noticia de las "galletitas mágicas que enamoran a cualquiera que las pruebe" llegó a todo el pueblo, las ventas se dispararon.
Y con cada historia de éxito, cada "¡No puedo creer que funcionaron! Vamos a volver a vernos este fin de semana", Eros se sentía un poco más solo.
— ¿Sabés que me hace falta? —dijo cuando terminó de limpiar el interior de la heladera.
Admiró su trabajo un momento antes de cerrar la puerta corrediza y empezar a limpiar la parte de afuera. No estaba seguro de que Pedro pudiera escucharlo desde la cocina, donde estaba envolviendo budines para ponerlos a la venta al día siguiente, pero siguió hablando.
—Que un hombre entre a comprar pan. Un hombre bien lindo. No. —Eros se corrigió—: El más lindo del pueblo. Quiero que el hombre más lindo del pueblo entre a comprar pan y se enamore de mí a primera vista y venga a comprar pan todos los días hasta animarse a pedirme que salga con él. ¿Estoy pidiendo demasiado?
Después de rodear la heladera, Eros se agachó frente a ella para pasar el trapo por el cristal, insistiendo en las marcas de huellas digitales que la gente dejaba al señalar su porción de cheesecake preferida.
— ¿Estoy pidiendo demasiado? —repitió, levantando la voz— ¿No te parece que sería divertido?
— ¿Como en las películas?
— ¿Qué es eso? —Eros detuvo el movimiento circular del trapo para prestar atención. Pedro se asomó sobre la barra con una pila de bandejas vacías en los brazos.
—Las películas, chiquito —dijo en un tono incrédulo—. ¿No sabés lo que es una película?
—Por supuesto que sí —Eros se defendió, frunciendo el ceño. Retomó la limpieza del vidrio frotando un punto pegajoso con especial dedicación—. En fin, eso quiero. Ya sé que el negocio es un éxito y no me puedo quejar y todo eso que me decís todo el tiempo. Pero todos nuestros clientes son señoras. Se está volviendo aburrido. ¡Es más! —agregó, antes de que Pedro pudiera opinar— Te las puedo describir a todas, mirá: la peluquera, la profesora de geografía, la que trabaja en la radio y siempre intenta engancharme con su sobrina, la mamá del bebé gordo que casi me vomita encima esa vez...
— ¿Y el bombero de los viernes a la tarde? El que compra bizcochitos. —Pedro había desaparecido de nuevo y Eros no llegaba a verle la cara, pero sonaba cien por ciento involucrado en el chisme—. Parece estar soltero.
Eros puso los ojos en blanco.
—Está soltero pero tiene hijos —dijo.
— ¿Cuál es el problema?
—Tiene hijos. Viene los viernes a la tarde a comprar bizcochitos para compartir con sus hijos. La madre se va con su nuevo novio a la ciudad todos los fines de semana y deja a los nenes con él.
— ¿Cómo sabés todo eso?
— ¡Le pregunté! El punto es que no me gustan los nenes. Te vomitan encima.
Eros se sobresaltó con el tintineo de la campanita. El trapo que sostenía salió despedido y aterrizó en algún lugar en el piso. Eros se llevó una mano al pecho y soltó un suspiro de fastidio.
— ¿Hola? —dijo una voz detrás de él.
Una voz grave. Dulce y suave como la crema pastelera de chocolate que Eros usaba para rellenar los eclairs. Una voz que fácilmente podía pertenecer...
Eros se levantó de golpe y tuvo que tomarse un momento para respirar hondo y tratar de aliviar el mareo. Se dio media vuelta para enfrentar a la persona que había entrado.
...al hombre más lindo del pueblo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top