TERCERA ESTROFA

EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPÍRITUS


Al despertar en medio de unos ronquidos prodigiosamente fuertes e incorporarse en la cama para recomponer sus pensamientos, Scrooge no tuvo ocasión de que se le dijera que la campana estaba de nuevo a punto de dar la una. Sintió que recuperaba la consciencia justo en el momento oportuno para el fin especial de mantener un encuentro con el segundo mensajero que se le enviaba por medio de la intervención del fantasma de Marley. Pero al darse cuenta de que se quedaba incómodamente frío cuando empezó a preguntarse cuál de sus cortinas abriría este nuevo espectro, las corrió todas él con sus propias manos; y al acostarse de nuevo, posó su mirada detenidamente alrededor de toda la cama. Quería desafiar al espíritu en el momento de su aparición; no quería que le cogiera por sorpresa y le pusiera nervioso.

Caballeros de esos despreocupados que se vanaglorian de sabérselas todas y que están preparados para lo que pueda ocurrir, que expresan su amplia capacidad para la aventura observando que valen para todo, desde jugarse algo a cara o cruz hasta cometer un homicidio, entre cuyos opuestos extremos, sin lugar a dudas, se extiende una suficientemente amplia y variada gama de posibilidades. Sin aventurarme a suponer en Scrooge tanto, no me importa pedirte que te creas que estaba preparado para un amplísimo campo de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un rinoceronte, le hubiera asombrado muchísimo.

Ahora, al estar preparado para casi cualquier cosa, para lo que desde luego no estaba preparado era para que no ocurriera nada; y, en consecuencia, cuando la campana dio la una y no apareció ninguna forma, se apoderó de él un violento ataque de temblores. Cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora pasó y allí no ocurría nada. Todo este tiempo él permaneció tumbado sobre la cama; el mismísimo núcleo y centro de un resplandor de luz rojiza se derramó sobre ella cuando el reloj proclamó la hora y, al ser sólo luz, era más alarmante que una docena de fantasmas porque él no tenía capacidad para saber lo que significaba eso o lo que iba a hacer; a ratos temió que pudiera estar dándose en ese mismo momento un interesante caso de combustión espontánea, sin tener el consuelo de saberlo. Sin embargo, al final empezó a pensar —como tú o yo hubiéramos pensado al principio; porque siempre es la persona que no está en el aprieto la que sabe lo que debería haberse hecho en él y, sin lugar a dudas, lo hubiera hecho también— al final, digo, empezó a pensar que la fuente y el secreto de esta luz fantasmagórica podría estar en la habitación contigua, desde donde, al seguirla más allá, parecía que brillaba. Al apoderarse por completo de él esta idea, se levantó con cuidado y arrastró sus pies con las zapatillas hasta la puerta.

En el momento en que la mano de Scrooge se posó sobre la cerradura, una voz extraña le llamó por su nombre y le mandó entrar. Él obedeció.

Era su propia habitación. De eso no había ninguna duda. Pero había sufrido una transformación sorprendente. Las paredes y el techo estaban tan cubiertos de vegetación, que parecían un perfecto bosquecillo desde cada rincón del cual refulgían las brillantes y relucientes bayas. Las crujientes hojas del acebo, el muérdago y la hiedra reflejaban la luz como si un número igual de pequeños espejos hubieran sido esparcidos por allí; y tan fuerte resplandor subió rugiendo por la chimenea, como jamás había visto en tiempos de Scrooge, o de Marley, o en muchísimos y muchísimos inviernos anteriores aquella apagada chimenea pétrea. Amontonados sobre el suelo, como formando una especie de trono, había pavos, gansos, caza, aves de corral, cabeza de jabalí, grandes asados de carne, lechones, largas vueltas de salchichas, pasteles de carne picada, pudin de ciruela, barriles de ostras, castañas al rojo vivo, lustrosas manzanas rojas, naranjas jugosas, peras voluptuosas, bizcochos de la Noche de Reyes y cuencos humeantes de ponche que dejaban la habitación borrosa con su delicioso vapor. En una postura cómoda sobre este sofá, estaba sentado un gigante jovial con un aspecto glorioso, que llevaba una antorcha resplandeciente no muy diferente en forma de la del cuerno de la abundancia, y la sostenía arriba, bien arriba, para derramar su luz sobre Scrooge según se asomaba por la puerta.

—¡Entra! —exclamó el fantasma—. ¡Entra y conóceme mejor, hombre!

Scrooge entró tímidamente y bajó la cabeza ante este espíritu. No era el Scrooge obstinado de antes; y aunque aquél tenía los ojos limpios y amables, a él no le gustaba encontrarse con ellos.

—Soy el fantasma de las Navidades presentes —dijo el espíritu—. ¡Mírame!

Scrooge lo hizo reverentemente. Iba vestido con una sencilla túnica o manto verde oscuro bordeado con un ribete de piel blanca. Esta prenda caía sobre la figura tan holgadamente que su amplio pecho quedaba al descubierto, como si desdeñara ser protegido u ocultado por medio de cualquier artificio. Sus pies, visibles bajo los grandes pliegues de su manto, estaban también desnudos; y la cabeza no iba cubierta sino con una especie de corona de acebo con carámbanos que brillaban por un sitio y por otro. Sus rizos castaños oscuros caían libres, libres como su cara genial, sus ojos chispeantes, su mano abierta, su voz animosa, su actitud distendida y su aire gozoso. Ceñida a su cintura llevaba una vaina antigua, pero en ella no había ninguna espada, y la vieja funda estaba comida por el óxido.

—¡Nunca has visto nada parecido a mí! —exclamó el espíritu.

—Nunca —dio Scrooge por respuesta.

—¿Nunca has estado con los miembros jóvenes de mi familia; me refiero a (porque yo soy jovencísimo) mis hermanos mayores nacidos estos últimos años? —continuó el fantasma.

—Creo que no —dijo Scrooge—. Me temo que no. ¿Has tenido muchos hermanos, espíritu?

—Más de mil ochocientos —dijo el fantasma.

—Una familia tremenda a la que mantener —murmuró Scrooge.

El fantasma de las Navidades presentes se levantó.

—Espíritu —dijo Scrooge sumisamente—, dirígeme hacia donde desees. Ayer me vi obligado a dejarme llevar y aprendí una lección que ya está haciendo efecto. Esta noche, si tienes algo que enseñarme, lo aprovecharé.

—¡Toca mi manto!

Scrooge hizo lo que se le había dicho, y lo agarró con fuerza. Acebo, muérdago, bayas rojas, hiedra, pavos, gansos, caza, aves de corral, cabeza de jabalí, cerdos, salchichas, ostras, pasteles, pudines, fruta y ponche, todo desapareció al instante. Lo mismo sucedió con la habitación, el fuego, el brillo rojizo, la hora de la noche, y se vieron en las calles de la ciudad en la mañana del día de Navidad, donde (se sentían los rigores del tiempo) la gente hacía una especie de música áspera pero dinámica al raspar para quitar la nieve del pavimento delante de sus viviendas y de los tejados de sus casas; de aquí que fuera divertidísimo para los chicos verla caer de golpe sobre la carretera y, al estrellarse, convertirse en pequeñas tormentas de nieve artificial.

Los frentes de las casas tenían un aspecto bastante negro, y las ventanas todavía más, en contraste con el suave manto blanco de la nieve sobre los tejados y con la menos limpia que había sobre el suelo, cuya última capa estaba llena de profundos surcos arados por las pesadas ruedas de carros y carromatos; surcos que se cruzaban y volvían a cruzar unos con otros cientos de veces en los cruces de las grandes calles, y se hacían intrincados canalillos, difíciles de rastrear, en el espeso barro amarillento y el agua helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas se ahogaban en una bruma sórdida medio derretida medio helada, cuyas partículas más pesadas descendían en una fina lluvia manchada de hollín, como si todas las chimeneas de Gran Bretaña se hubieran encendido de común acuerdo y estuvieran ardiendo a placer. En el clima y en la ciudad no había nada que resultara muy animoso, y sin embargo había un aire de alegría por todas partes que el más claro aire de verano y el más brillante sol veraniego han procurado difundir en vano.

Porque la gente que estaba retirando la nieve con las palas en los tejados estaba contenta y gozosa; se llamaban unos a otros desde los parapetos y de vez en cuando se intercambiaban juguetones bolazos de nieve —proyectiles de mejor naturaleza que muchas bromas verbales— riéndose a carcajadas si acertaban y no menos si fallaban. Las pollerías estaban todavía medio abiertas y las fruterías estaban resplandecientes. Había grandes cestos redondos y barrigudos llenos de castañas, con forma como de chalecos de viejos caballeros alegres repanchingados en las puertas y ocupando parte de la calle en su apoplética opulencia. Había cebollas españolas gordas, de color castaño y rubicundo que brillaban en su gordura como frailes españoles y que hacían guiños desde las estanterías con desenfrenada picardía a las chicas que pasaban por allí y paseaban su mirada recatadamente por el muérdago que colgaba. Había peras y manzanas colocadas en florecientes pirámides; había racimos de uvas, hechos, en la benevolencia de los tenderos, para colgar llamativamente de ganchos bien a la vista, de manera que de forma gratuita a la gente se le hiciera la boca agua gratis al pasar; había montones de avellanas marrones y musgosas que recordaban, por su fragancia, viejos paseos entre los bosques y complacientes caminatas arrastrando los pies hundidos en las hojas marchitas hasta los tobillos; había manzanas cocidas de Norfolk, gorditas y tostadas, que hacían resaltar el color amarillo de las naranjas y los limones y, el aspecto terso de su jugosidad, rogaba y suplicaba urgentemente que se las llevaran a casa en un bolsa de papel y se las comieran después de cenar. Los mismísimos peces dorados y plateados, colocados entre esta variedad de frutas en una pecera, aunque miembros de una raza sosa y con la sangre estancada, parecían saber que estaba ocurriendo algo; y, para lo que es un pez, iban jadeando de un lado para otro con un lento y desapasionado entusiasmo.

¡Las tiendas de comestibles! ¡Ay las tiendas de comestibles! Casi cerradas, con quizás una o dos contraventanas bajadas; pero ¡hay que ver lo que se veía por las rendijas! No era sólo que el peso al bajar sobre el mostrador tuviera un sonido feliz, o que la cuerda y el rollo se separaran con tanta agilidad, o que se zarandeara a los botes para arriba y para abajo como en los juegos malabares, o incluso que la mezcla de los aromas del café y del té fuera tan grata a la nariz, o incluso que las pasas fueran tan abundantes y tan buenas, las almendras tan extraordinariamente blancas, las ramas de canela tan largas y tan rectas, las otras especias tan deliciosas, las frutas escarchadas tan confitadas y azucaradas para hacer a los más fríos que sintieran desmayo y se les hiciera la boca agua. Tampoco era que los higos estuvieran jugosos y carnosos, o que las ciruelas francesas no se ruborizaran en su modesta acidez desde sus cajas profusamente decoradas, o que todo fuera bueno para comer y estuviera adornado para la Navidad: sino que los clientes iban todos tan deprisa y con tanta urgencia ante la esperanzadora promesa del día, que tropezaban unos con otros en la puerta chocándose las cestas de mimbre una y otra vez, dejaban sus compras en el mostrador y volvían corriendo a recogerlas; les pasaban cientos de cosas de este tipo con el mejor de los humores posible. Mientras tanto el tendero y su gente estaban tan abiertos y tan dispuestos que el lazo con el que se ataban el delantal a la espalda podría haber sido su propio corazón expuesto para una inspección general y para que las cornejas navideñas lo picotearan si quisieran.

Pero pronto los campanarios convocaron a todas las gentes de buena fe a las iglesias y a las capillas, y allá fueron en multitud por las calles con sus mejores ropas y con sus caras más alegres. Y al mismo tiempo emergieron de docenas de calles laterales, callejones y de anónimas esquinas una cantidad innumerable de personas que llevaban sus cenas a las panaderías. La visión de estos pobres gozosos pareció interesar muchísimo al espíritu porque se quedó parado junto a Scrooge en la entrada de una panadería y, levantando las tapaderas a medida que pasaban, espolvoreó sus cenas con incienso de su antorcha. Era una antorcha muy peculiar porque una o dos veces cuando algunos de los que llevaban sus cenas habían tropezado uno con otro y se intercambiaban palabras malhumoradas, él rociaba con ella unas gotas de agua y su buen humor se recuperaba inmediatamente, pues decían que era una pena discutir el día de Navidad ¡y lo era! ¡por el amor de Dios, por supuesto que lo era!

Llegado el momento cesaron las campanas y se cerraron las panaderías; y hubo un seguimiento jovial de todas estas cenas a medida que se iban cocinando por las manchas derretidas sobre el horno de cada panadero, donde el pavimento humeaba como si sus piedras también estuvieran cocinando.

—¿Hay un sabor especial en lo que espolvoreas con la antorcha? —preguntó Scrooge.

—Sí, el mío.

—¿Podría echarse a cualquier cena en el día de hoy? —preguntó Scrooge.

—A cualquiera que se dé amablemente; sobre todo a la de un pobre.

—¿Por qué a la de un pobre sobre todo? —preguntó Scrooge.

—Porque es la que más lo necesita.

—Espíritu, —dijo Scrooge después de un momento de reflexión—, me sorprende que tú, de todos los seres que habitan los muchos mundos que hay sobre nosotros, limites las oportunidades de disfrute inocente de esta gente.

—¡Yo! —gritó el espíritu.

—Los privarías de los medios para cenar los domingos, con frecuencia el único del que se puede decir que cenen —dijo Scrooge—. ¿No es así?

—¡Yo! —gritó el espíritu.

—¡Intentas cerrar estos lugares los domingos! —dijo Scrooge—. El resultado es el mismo.

—¡Que yo intento hacer eso! —exclamó el espíritu.

—Perdóname si estoy equivocado. Se ha hecho en tu nombre, o por lo menos en el de tu familia —dijo Scrooge.

—Hay algunos en esta tierra tuya —replicó el espíritu— que afirman conocernos y que realizan sus hazañas de pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia, intolerancia y egocentrismo en nuestro nombre; estas personas son tan extrañas a nosotros, y a todos nuestros familiares y amigos, como si nunca hubieran nacido. Recuérdalo y cárgales sus actos a ellos, no a nosotros.

Scrooge prometió que lo haría, y continuaron, invisibles, como antes, metiéndose por los suburbios de la ciudad. El fantasma tenía una cualidad notable (que Scrooge había observado en la panadería) por la que, a pesar de su gigantesco tamaño, podía acomodarse a cualquier lugar con facilidad, y por la que estuvo de pie debajo de un tejado bajo con la soltura de una criatura sobrenatural, como le hubiera resultado posible hacerlo en una estancia elevada.

Y quizás fuera el placer que el buen espíritu sentía al mostrar este poder suyo, o su propia naturaleza amable, generosa y cordial, y su simpatía hacia todos los pobres, lo que le llevó derecho a la casa del escribiente de Scrooge; porque allá fue y se llevó a Scrooge con él agarrado a su manto; y en el umbral de la puerta el espíritu sonrió, y se detuvo para bendecir la vivienda de Bob Cratchit con el espolvoreo de su antorcha. Fijaos, Bob no ganaba más que quince Bobs a la semana; no se embolsaba más que quince copias de su nombre de pila y, sin embargo, el fantasma de la Navidad presente bendijo su casa de cuatro habitaciones.

Entonces se levantó la señora Cratchit, la esposa de Cratchit, pobremente ataviada con un vestido al que se le había dado la vuelta dos veces, pero con lazos vistosos, que son baratos y, por seis peniques, dan un aspecto aparente; puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, también ataviada con lazos vistosos; mientras el señorito Peter Cratchit hundía el tenedor en la cazuela de las patatas y aunque se le metían las puntas del monstruoso cuello de la camisa (propiedad privada de Bob prestada a su hijo y heredero en honor al día que era) en la boca, se regocijaba al encontrarse con tan galante atuendo, y anhelaba enseñar su ropa elegante en los paseos. Y luego dos Cratchits más pequeños, un chico y una chica, llegaron a todo correr diciendo a gritos que desde fuera de la panadería habían olido el ganso y que sabían que era el suyo; y deleitándose con pensamientos suculentos de salvia y cebolla, los pequeños Cratchits bailaban alrededor de la mesa y exaltaron al señorito Peter Cratchit hasta los cielos, mientras él (que no era vanidoso, aunque el cuello estuviera a punto de ahogarle) daba aire al fuego hasta que las patatas, que borboteaban lentamente, golpearon con viveza la tapa de la cazuela para que las sacaran y las pelaran.

—¿Pero dónde se ha metido vuestro querido padre? —dijo la señora Cratchit.

—¿Y vuestro hermano Tiny Tim? ¿Y Martha? La Navidad pasada no se retrasó tanto ¡media hora!

—¡Aquí está Martha, madre! —dijo una muchacha que apareció al hablar.

—¡Aquí está Martha, madre! —gritaron los dos pequeños Cratchits—. ¡Hurra! ¡Qué ganso tenemos, Martha!

—Pero, querida mía, ¿cómo es que vienes tan tarde? ¡Bendito sea Dios! —dijo la señora Cratchit besándola una docena de veces y quitándole el chal y el gorro con toda clase de mimos.

—Anoche tuvimos un montón de trabajo —replicó la muchacha— y esta mañana hemos tenido que recogerlo, madre.

—Bueno, no importa, el caso es que hayas venido —dijo la señora Cratchit.

—Sentaos junto al fuego, querida mía, y calentaos; que Dios os bendiga.

—¡No, no! ¡Que viene papá! —gritaron los dos pequeños Cratchits, que estaban en todas partes al mismo tiempo—. ¡Escóndete Martha, escóndete!

Entonces Martha se escondió y entró el pobre Bob, el padre, con al menos un metro de bufanda, sin contar los flecos, colgando delante de él y sus raídas ropas bien zurcidas y cepilladas, para tener un aspecto acorde con el día que era; y Tiny Tim en sus hombros. ¡Ay Dios mío, Tiny Tim! Llevaba una pequeña muleta y un aparato metálico en las piernas.

—Pero ¿dónde está nuestra Marta? —gritó Bob Cratchit mirando a su alrededor.

—No viene —dijo la señora Cratchit.

—¿No viene? —dijo Bob con una repentina decaída de su elevado estado de ánimo, ya que había hecho de caballo de carreras pura sangre de Tiny Tim desde la iglesia y había venido hasta casa a galope—. ¿No viene el día de Navidad?

A Martha no le gustaba verle decepcionado, ni siquiera en broma; así que salió antes de lo previsto de detrás de la puerta del armario y corrió a sus brazos mientras los dos pequeños Crachits metían prisa a Tiny Tim y se lo llevaban corriendo al lavadero para que oyera el dulce sonido del pudin hirviendo en el caldero.

—¿Y cómo se ha portado el pequeño Tim? —le preguntó la señora Cratchit, cuando ya le había hecho a Bob salir de su credulidad y éste había abrazado a su hija con toda la alegría de su corazón.

—Como un ángel —dijo Bob—, mejor si cabe. Se pone pensativo al estar un buen rato sentado sobre el banco, y piensa las cosas más extrañas que te puedas imaginar. Cuando veníamos para casa me ha dicho que esperaba que le viera la gente en la iglesia porque era tullido, y que quizás fuera agradable para ellos recordar el día de Navidad a aquél que hizo que los mendigos cojos anduvieran y que los ciegos vieran.

A Bob se le puso la voz trémula cuando les contó esto, y tembló más cuando dijo que Tiny Tim estaba creciendo fuerte y con salud.

Se oyó sobre el suelo su pequeña muleta en actividad y allí venía de nuevo Tiny Tim antes de que se dijera otra palabra, escoltado por su hermano y su hermana hacia su taburete junto al fuego; y mientras Bob, recogiéndose los puños de la camisa —como si, pobre hombre, pudieran estropearse más de lo que estaban—, preparó una mezcla caliente en una jarra con ginebra y limones, le dio vueltas y más vueltas y la puso en el fogón a hervir lentamente; el señorito Peter y los dos ubicuos pequeños Cratchits fueron a recoger el ganso, con el que pronto volvieron en procesión solemne.

Se preparó tal bullicio que uno podría haber pensado que el ganso fuera el más raro de todos los pájaros; un fenómeno con plumas ante el que un cisne negro fuera una cosa normal y corriente; y en verdad en esa casa era así. La señora Cratchit calentó la salsa (que ya tenía preparada en una pequeña cazuela); el señorito Peter machacó las patatas con increíble vigor; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzana; Martha pasó un paño a los platos calientes; Bob puso a Tiny Tim a su lado en una esquinita de la mesa; los dos pequeños Cratchits pusieron sillas para todos, sin olvidarse de ellos mismos y, montando guardia sobre sus puestos, se embutieron las cucharas en la boca para no pedir el ganso chillando antes de que les llegara su turno. Por fin se colocaron los platos y se dio la bendición; a ésta le sucedió una pausa en la que no se oyó ni un respiro, mientras la señora Cratchit, mirando despacio el cuchillo de trinchar, se dispuso a hundirlo en la pechuga; pero cuando lo hizo y vieron asomar el relleno, un murmullo de placer se levantó por toda la mesa y hasta Tiny Tim, animado por los dos pequeños Cratchits, dio en la mesa con el mango del cuchillo y débilmente gritó ¡Bien!

Nunca habían tenido un ganso así. Bob dijo que no creía que jamás se hubiera guisado un ganso así. Lo tierno, sabroso, grande y barato que era fue el tema de admiración generalizada. Al añadirle la salsa de manzana y el puré de patata, resultó una cena suficiente para toda la familia; efectivamente, como dijo la señora Cratchit con gran gozo (al detectar un pequeño átomo de hueso en el plato), al final ¡no se habían comido todo! Todo el mundo había tenido suficiente, y en concreto los más pequeños tenían salvia y cebolla ¡hasta en las cejas! Pero entonces, cuando la señorita Belinda estaba cambiando los platos, la señora Cratchit se marchó de la habitación sola —demasiado nerviosa como para tener testigos— para recoger el pudin y traerlo.

Suponte que no esté suficientemente hecho, o que se rompa al sacarlo, o que alguien haya saltado la valla del patio de atrás y lo haya robado mientras ellos estaban tan felices con el ganso, una suposición ante la que los dos pequeños Cratchits se pusieron lívidos. Se supusieron todo tipo de errores.

¡Hala! ¡Qué cantidad de vapor! El pudin estaba fuera del caldero. Un olor como de día de colada. Eso era el trapo. Un olor como de casa de comidas y de pastelería juntas, con una lavandería al lado. Era el pudin. En medio minuto entró la señora Cratchit, colorada pero sonriendo con satisfacción, con el pudin como una bola de cañón moteada, dura y firme, llameando con una pizca de brandy encendido y adornada con una rama de acebo en lo alto.

¡Qué pudin! Bob Cratchit dijo pausadamente que le parecía el mejor logrado por la señora Cratchit desde su boda. La señora Cratchit dijo que se le había quitado un peso de encima, que confesaba que había tenido dudas sobre la cantidad de harina. Todo el mundo tuvo algo que decir, pero nadie dijo ni pensó que fuera en absoluto pequeño. Hubiera sido una herejía total hacerlo. Cualquiera de los Cratchit se hubiera sonrojado sólo con insinuarlo.

Por fin la cena terminó, se recogió el mantel, se barrió la chimenea y se encendió el fuego. Se probó la mezcla de la jarra y estaba perfecta; pusieron sobre la mesa naranjas y manzanas, y una pala de castañas en el fuego. Luego toda la familia Cratchit se colocó alrededor de la chimenea en lo que Bob Cratchit llamó un círculo, queriendo decir medio. Junto al codo de Bob Cratchit se encontraba desplegada la cristalería de la familia, dos vasos y una taza de postre sin asa.

En ella se encontraba el brebaje caliente de la jarra, como si se tratara de copas doradas; Bob lo sirvió con aire sonriente. Mientras, las castañas crepitaban y chisporroteaban ruidosamente. Luego Bob pronunció estas palabras:

—Feliz Navidad para todos nosotros, queridos míos. ¡Que Dios nos bendiga!

Lo cual toda la familia repitió a coro.

—¡Que Dios nos bendiga a todos nosotros! —dijo Tiny Tim, el último.

Él estaba sentado en su pequeño taburete pegado a su padre. Bob le tenía cogida su manita tullida porque amaba al niño, deseaba mantenerlo a su lado y temía que se lo pudieran quitar.

—Espíritu —dijo Scrooge, con un interés que nunca había sentido en su vida—, dime si Tiny Tim vivirá.

—Veo un sitio vacante —replicó el fantasma—, en la pobre esquina de la chimenea, y una muleta sin dueño cuidadosamente conservada. Si estas sombras permanecen inalteradas para el futuro, el niño morirá.

—No, no —dijo Scrooge—. No, amable espíritu, di que se salvará.

—Si estas sombras permanecen inalteradas en el futuro, ningún otro de mi familia —replicó el fantasma—, lo encontrará aquí. Entonces, si tiene que morir es mejor que se muera y disminuya la población que sobra.

Scrooge agachó la cabeza para oír sus propias palabras pronunciadas por el espíritu y fue vencido por el pesar y el arrepentimiento.

—Hombre —dijo el fantasma—, si de corazón eres hombre, si no eres inflexible, abstente de ese despiadado cinismo hasta que hayas descubierto qué es lo que sobra y dónde está. ¿Vas a decidir tú quién debe vivir y quién debe morir? Puede ser que, a la vista del cielo, tú merezcas menos la pena y seas menos indicado para vivir que millones de personas como el hijo de este pobre hombre. ¡Dios mío! ¡Oír al insecto sobre la hoja pronunciarse sobre la vida que les sobra a sus hermanos hambrientos en el polvo!

Scrooge se inclinó ante la reprimenda del fantasma y, temblando, dirigió sus ojos al suelo. Pero los levantó velozmente al oír su propio nombre.

—¡El señor Scrooge! —dijo Bob—, ¡un brindis por el señor Scrooge, el benefactor de la fiesta!

—¡Menudo benefactor de la fiesta! —gritó la señora Cratchit enrojeciendo—. Ojalá lo tuviera aquí. Le diría lo que pienso de él para que se deleitara con ello y espero que tuviera buen apetito para digerirlo.

—Querida mía —dijo Bob—, los niños, el día de Navidad.

—Tenía que ser el día de Navidad, lo sabía —dijo la señora Cratchit—, cuando uno bebe a la salud de un hombre tan odioso, tacaño, duro y sin sentimientos como el señor Scrooge. ¡Sabes que lo es, Robert! Nadie lo sabe mejor que tú, pobre.

—Querida mía —fue la respuesta templada de Bob—, es el día de Navidad.

—Beberé a su salud por ti y por el día que es —dijo la señora Cratchit—, por él desde luego, no. ¡Que viva muchos años! ¡Que tenga una feliz Navidad y un próspero año nuevo! ¡No tengo ninguna duda de que será y de que tendrá un año próspero!

Los niños bebieron después del brindis. Fue el primero de sus actos en el que no había buen humor. Tiny Tim fue el último que se lo bebió, pero no le importó un comino. Scrooge era el ogro de la familia. La mención de su nombre arrojó una sombra oscura sobre la fiesta que tardó cinco largos minutos en dispersarse.

Cuando ésta se pasó, estuvieron diez veces más felices que antes, por el mero alivio de que ya habían pasado la página de Scrooge el siniestro. Bob Cratchit les habló de un empleo que tenía a la vista para el señorito Peter que proporcionaría, si se obtuviera, ni más ni menos que cinco chelines con seis peniques a la semana. Los dos pequeños Cratchits se rieron a base de bien ante la idea de que Peter fuera hombre de negocios. El propio Peter miró pensativo al fuego desde los extremos del cuello de su camisa como si estuviera deliberando qué inversiones concretas debería favorecer cuando se viera ante el recibo de esa cantidad desbordante. Martha, que era una pobre aprendiz en una sombrerería, les contó entonces qué tipo de trabajo tenía que hacer, cuántas horas trabajaba sin parar y la intención que tenía de estar en la cama al día siguiente por la mañana para tener un buen rato de descanso, ya que el día siguiente era fiesta y la pasaba en casa. También cómo había visto a una condesa y a un lord unos días antes y que el lord «era poco más o menos de alto como Peter», ante lo cual Peter se estiró el cuello de la camisa hacia arriba tanto que no se le veía la cabeza. Todo este tiempo las castañas y la jarra habían estado pasando una y otra vez y, entre unas cosas y otras, escucharon una canción sobre un niño perdido que iba por la nieve cantada por Tiny Tim, que tenía una vocecita lastimera y ciertamente la cantó muy bien.

No había nada de especial en esto. No eran una familia elegante; no iban bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas y Peter podría haber conocido, y muy probablemente lo hizo, la casa de un prestamista por dentro. Pero eran felices, agradecidos, complacientes los unos con los otros y estaban satisfechos con su tiempo. Cuando su visión se desvanecía y en su partida parecían más felices a la luz rociada por la antorcha del espíritu, Scrooge tuvo los ojos puestos sobre ellos, y especialmente en Tiny Tim, hasta el final.

Ya se estaba haciendo de noche y estaba nevando con fuerza. A medida que Scrooge y el espíritu recorrían las calles, el brillo de los fuegos crepitantes en cocinas, salones y todo tipo de habitaciones era maravilloso. El parpadeo de la llama era señal de los preparativos de una cena acogedora con platos calientes cociendo largo tiempo en el fuego y cortinas rojas oscuras a punto de correrse para dejar fuera el frío y la oscuridad. Por allí todos los niños de la casa salían corriendo a la nieve al encuentro de sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías para ser el primero en saludarlos; de nuevo se veían en las persianas sombras de invitados reuniéndose; allí un grupo de chicas hermosas, todas con capucha y botas de piel, y todas charlando a la vez, corretearon con rapidez hacia la casa de algún vecino cercano; ¡ay del hombre solo que las vio entrar —brujas astutas, bien lo sabían ellas— llenas de alegría!

Si se hubiera juzgado por la cantidad de gente que iba a reunirse con amigos, se podría haber pensado que, en lugar de estar esperando compañía y de estar cargando bien el fuego hasta la mitad de la altura de la chimenea, no habría nadie en las casas para darles la bienvenida cuando llegaran. ¡Bendita sea! ¡Qué alborozado estaba el fantasma! ¡Cómo descubría la amplitud de su pecho y abría sus grandes palmas y se elevaba en el aire derramando con mano generosa su luminosa y sana alegría sobre todo lo que tenía a su alcance! El mismo farolero, que corría delante punteando la calle oscura con manchitas de luz, y que estaba vestido para pasar la noche en algún sitio, rió con fuerza al paso del espíritu; ¡no sabía el farolero que no tenía por compañía sino a la propia Navidad!

Y ahora, sin una palabra de advertencia por parte del fantasma, se encontraron en un páramo inhóspito y desierto, donde había diseminadas masas monstruosas de piedra tosca como si fuera un cementerio de gigantes; el agua se extendía por dondequiera que el terreno se inclinara, o lo hubiera hecho de no ser por la helada, que la mantenía prisionera; no crecía más que musgo, aliaga y malas hierbas pestilentes. En el oeste el sol poniente había dejado una franja de luz de un rojo vivo que resplandeció un instante sobre la desolación, como un ojo sombrío, cerrándose lentamente, poco a poco hasta perderse en la espesa oscuridad de la negra noche.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Scrooge.

—Un lugar donde viven mineros que trabajan en los intestinos de la tierra —replicó el espíritu—. Pero me conocen. ¡Mira!

Brilló una luz en la ventana de una choza y rápidamente avanzaron hacia ella. Al atravesar la pared de adobe y piedra, se encontraron con una compañía animada reunida alrededor de un fuego resplandeciente. Un anciano muy anciano y una anciana con sus hijos, y los hijos de sus hijos, y otra generación después de ésa, todos arreglados alegremente con su ropa de fiesta. El anciano, con una voz que raras veces se levantaba por encima del rugido del viento sobre el estéril yermo, les estaba cantando un villancico, que ya era una vieja canción cuando él era chaval, y de vez en cuando se unían todos en el estribillo. Entonces seguro que cuando ellos levantaban sus voces, el anciano se animaba y cantaba alto y, con la misma seguridad, cuando ellos callaban su vigor decaía de nuevo.

El espíritu no se entretuvo aquí sino que le mandó que se agarrara a su manto y, elevándose sobre el páramo, se apresuraron ¿hacia dónde? ¿No sería hacia el mar? Hacia el mar. Para el horror de Scrooge, al mirar hacia atrás, vio el final de la tierra, unos temibles acantilados, detrás de ellos; sus oídos ensordecieron por el tronar del agua al agitarse las olas, su rugido y su fiereza entre las terribles cavernas producto de la erosión, y la furia con que intentaba socavar la tierra.

Construido sobre un deprimente arrecife de rocas hundidas a una legua o así de la costa sobre las que el agua golpeaba y se alejaba salvajemente a lo largo de todo el año, allí se erguía un faro solitario. Grandes montones de algas se aferraban a su base y los petreles —nacidos del viento podría suponerse, como las algas marinas del mar— se elevaban y caían a su alrededor, como las olas que ellos rozaban con su vuelo.

Pero incluso aquí dos hombres que vigilaban la luz habían hecho un fuego que por la tronera del grueso muro de piedra lanzaba un rayo de luz sobre el tenebroso mar. Éstos, uniendo sus callosas manos sobre la mesa ruda a la que estaban sentados, se desearon mutuamente una feliz Navidad con sus jarras de grog. Uno de ellos, el mayor, con su cara toda curtida y quemada por el mal tiempo, como podría estar el mascarón de proa de un barco viejo, irrumpió con una enérgica canción que era un vendaval en sí misma.

De nuevo el fantasma se elevó apresuradamente, por encima del negro y ondulante mar; continuó hasta que encontrándose lejísimos, como le dijo a Scrooge, de cualquier costa, se posaron en un barco. Estuvieron junto al timonel en el timón, junto al vigía en la proa, junto a los oficiales que estaban de guardia; oscuras, fantasmales figuras en sus diferentes puestos, pero cada uno de ellos tarareaba una melodía navideña, o tenía un pensamiento navideño o hablaba bajito con un compañero de alguna Navidad pasada acariciando la esperanza de poner rumbo a casa. Todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido ese día una palabra para otro más amable que cualquier otro día del año y, de alguna manera, había participado de su alegría, y, desde la distancia, se había acordado de aquellos a los que quería y sabía que ellos se deleitaban en recordarle.

Fue una buena sorpresa para Scrooge, mientras escuchaba el silbido del viento y pensaba lo solemne que era moverse por la solitaria oscuridad sobre un abismo desconocido cuyas profundidades eran secretos tan profundos como la muerte; fue una gran sorpresa para Scrooge, mientras estaba ocupado en esto, oír una risa cordial. Fue todavía una sorpresa mayor para Scrooge reconocerla como la de su propio sobrino, y encontrarse en una habitación luminosa, seca y reluciente con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al mismo sobrino con aprobación y afabilidad.

—¡Ja, ja, ja! —se reía el sobrino de Scrooge—. ¡Ja, ja, ja!

Si, por una remota coincidencia, diera la casualidad de que conocieras a un hombre con una risa más generosa que el sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que me gustaría conocerlo también. Preséntamelo y cultivaré su amistad.

Es una disposición noble, imparcial, justa de las cosas que cuando hay infección en la enfermedad y pena, no haya nada en el mundo tan irresistiblemente contagioso como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se reía agarrándose los costados, girando la cabeza y torciendo la cara haciendo las más extravagantes contorsiones, la sobrina política de Scrooge se reía tan sinceramente como él. Y sus amigos, todos juntos, no quedándose atrás ni una pizca, rompían a carcajadas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

—Él decía que las navidades eran paparruchas, ¡como os lo digo! —exclamó el sobrino de Scrooge—. ¡E incluso se lo creía!

—¡Peor para él, Fred! —dijo la sobrina de Scrooge indignada. Benditas sean esas mujeres; nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo en serio.

Ella era muy guapa, extraordinariamente guapa. Tenía una cara preciosa con hoyuelos y expresión de sorpresa, una boquita madura que parecía hecha para ser besada, como sin duda era; tenía en la barbilla todo tipo de pintitas que se le mezclaban al reírse y el más luminoso par de ojos que jamás se haya visto en la cara de una criatura. En conjunto era lo que podríamos llamar provocativa, pero en su sitio; ¡sin salirse de su sitio!

—Es un viejo cómico —dijo el sobrino de Scrooge—, esa es la verdad, y no todo lo agradable que podría ser; pero en el pecado lleva la penitencia y no tengo nada contra él.

—Estoy segura de que es muy rico, Fred —insinuó la sobrina—. Al menos eso es lo que siempre me dices.

—¿Y eso qué? Querida mía —dijo el sobrino—. Su riqueza no le sirve para nada; no hace ningún bien con ella; no le da comodidad. No tiene la satisfacción de pensar que, ¡ja, ja, ja! algún día nos beneficiará a nosotros con ella.

—No tengo paciencia con él —observó la sobrina. Las hermanas de la sobrina, y todas las otras señoras, expresaron la misma opinión.

—¡Yo sí! —dijo el sobrino—. Yo lo siento por él; no podría estar enfadado con él aunque lo intentara. ¿Quién sufre por sus caprichos? Él. Se le mete en la cabeza que no le gustamos y no viene a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No se pierde una gran cena.

—Desde luego que sí. Se pierde una cena estupenda —interrumpió la sobrina. Todos los demás dijeron lo mismo, y debieron de ser jueces competentes porque acababan de cenar; y, con el postre en la mesa, estaban hechos un racimo alrededor del fuego, a la luz de la lámpara.

—¡Bueno! Me alegro mucho de oír eso —dijo el sobrino— porque no tengo una gran fe en estas amas de casa jóvenes. ¿Qué dices, Topper?

Topper tenía claramente los ojos puestos en una de las hermanas de la sobrina de Scrooge, por ello contestó que un soltero era un pobre marginado que no tenía derecho a expresar su opinión sobre el asunto. Ante lo cual la hermana de la sobrina de Scrooge —la rellenita con el cuello de encaje, no la de las rosas— se ruborizó.

—Pero sigue, Fred —dijo la sobrina dando palmas—. ¡Nunca termina lo que empieza a decir! ¡Qué ridículo es Scrooge!

El sobrino se regocijó con otra carcajada y, como la risa era contagiosa, su ejemplo tuvo un seguimiento unánime, por mucho que la hermana rellenita se empeñara en evitarlo con vinagre aromático.

—Sólo iba a decir —dijo—, que la consecuencia de que no le gustemos y de que no sea feliz con nosotros es, creo, que se pierde algunos buenos momentos que no le harían ningún daño. Creo que pierde una compañía más agradable que la que puede encontrar en sus propios pensamientos, ya sea en su oficina mohosa o en sus habitaciones polvorientas. Yo tengo la intención de darle la misma oportunidad todos los años, le guste o no; me da pena. Quizás despotrique de la Navidad hasta que se muera, pero no podrá evitar pensar mejor de ella si me encuentra allí de buen humor, año tras año —con mi desafío— diciéndole «Tío Scrooge ¿qué tal estás?». Con que eso le ponga de humor para dar cincuenta libras a su pobre empleado, ya es algo; y creo que ayer se conmovió algo.

Ahora les tocaba a ellos reír ante la idea de que Scrooge se conmoviera. Pero con total buena intención y sin importarles mucho de qué se reían, se reían de lo que fuera, él los animaba en su felicidad y pasaba la botella con gozo.

Después del té tocaron música. Eran una familia musical y sabían lo que hacían cuando cantaban un canon o una vieja canción inglesa; os lo puedo asegurar, sobre todo Topper, que gruñía en voz grave como los buenos, y ni se le hinchaban las venas de la frente ni se ponía rojo. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa; entre otras melodías tocó un pequeño aire (nada, se podría aprender a silbarlo en dos minutos) que había sido familiar para la niña que recogió a Scrooge del internado, como le había recordado el fantasma de la Navidad pasada. Cuando empezaron a sonar los compases, le vinieron a la mente todas las cosas que le había enseñado el fantasma; poco a poco se fue ablandando, y pensó que si pudiera haber escuchado eso a menudo hace años, hubiera cultivado la amabilidad por su propia felicidad con sus propias manos, sin recurrir a la pala del sepulturero que enterró a Jacob Marley.

Pero no dedicaron toda la noche a la música. Al cabo de un rato jugaron a las prendas. Es bueno hacerse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando su poderoso Fundador fue, él mismo, un niño. ¡Alto! Primero jugaron a la gallina ciega; por supuesto. Y yo no me creo que Topper tuviera los ojos bien tapados más que tuviera ojos en las botas. Mi opinión es que estaba preparado entre él y el sobrino de Scrooge, y que el fantasma de la Navidad presente lo sabía. La manera de ir detrás de la hermana rellenita del cuello de encaje, era un escándalo contra la credibilidad de la naturaleza humana. Tiró de un golpe los útiles de la chimenea; dejó las sillas patas arriba; se chocó con el piano; se enredó con las cortinas; dondequiera que ella fuera, allá iba él. Siempre sabía dónde estaba. No pillaba a ningún otro. Si alguien hubiera caído justo delante de él, como les pasó a algunos, y se quedaron allí, él hubiera hecho un amago de intento de atraparlo, lo que hubiera sido una afrenta al entendimiento, y con disimulo se hubiera alejado en la dirección de la hermana rellenita. Ella a menudo se quejaba de que no era justo; y realmente no lo era. Pero cuando por fin la cogió, cuando a pesar de todos los crujidos de la seda de su ropa y de que sus rápidos revoloteos le pasaran rozando, la acorraló en un rincón del que no podía escaparse; entonces su conducta fue de lo más execrable. Porque el fingir que no sabía quién era; el fingir que necesitaba tocarle el pelo e incluso asegurarse de su identidad tocándole un anillo que llevaba en el dedo y una cadena que llevaba en el cuello ¡fue vil, monstruoso! Ella no dudó en decirle lo que pensaba cuando al tocarle a otro hacer de gallinita ciega, se pusieron muy íntimos detrás de las cortinas.

La sobrina de Scrooge no estaba jugando, se había puesto cómoda en un sillón con los pies sobre un escabel en un rincón acogedor. Justo detrás de ella estaban el fantasma y Scrooge. Pero se unió a las prendas, y quiso a su amor con todas las letras del abecedario. De la misma manera en el juego de dónde, cómo y cuándo estuvo fantástica; y para el gozo secreto del sobrino de Scrooge, dio una buena paliza a sus hermanas, aunque también eran listas, como Topper podría contar. Podría haber allí unas veinte personas, viejos y jóvenes, pero todos estaban jugando, también Scrooge; y olvidando por completo, absorto en lo que estaba ocurriendo, que su voz no se oía, a veces decía la respuesta bastante alto y, además, muchas veces la decía bien. La aguja más afilada, las buenísimas Whitechapel, con la garantía de que su ojo no cortaba el hilo, no era más aguda que Scrooge, por muy obtuso que él se considerara.

Al fantasma le complacía enormemente encontrarle de ese ánimo y le miró con tanta benevolencia que, como si fuera un niño, le pidió que le permitiera quedarse hasta que se fueran los invitados. Pero el espíritu le dijo que no podía ser.

—Aquí tenemos un juego nuevo —dijo Scrooge—. ¡Media hora, espíritu, sólo media! Era un juego llamado Sí y No, en el que el sobrino de Scrooge tenía que pensar en algo y el resto debía averiguar en qué; él sólo podía contestar sí o no según fuera la pregunta. El enérgico fuego de preguntas al que estaba expuesto, le hizo decir que estaba pensando en un animal, un animal vivo, bastante desagradable, un animal salvaje que a veces gruñía y rugía y a veces hablaba, que vivía en Londres y andaba por las calles, que no se exhibía y no le llevaba nadie, que no vivía en una casa de fieras, su carne no se vendía en el mercado, no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada pregunta nueva que se le hacía, el sobrino se reía a carcajadas y le hacía tanta gracia que se levantaba del sofá y daba patadas en el suelo. Al final la hermana rellenita, cayendo en un estado similar, gritó:

—¡Lo he averiguado! ¡Sé lo que es, Fred! ¡Sé lo que es!

—¿Qué es? —gritó Fred.

—¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!

Y, efectivamente, así era. Hubo un sentimiento general de admiración; pero algunos objetaron que a la pregunta «¿Es un oso?». La respuesta debería haber sido «sí», en la medida en que una respuesta negativa era suficiente para desviar la atención del señor Scrooge, suponiendo que hubieran tenido alguna tendencia en esa dirección.

—Nos ha dado felicidad en abundancia, de eso estoy seguro —dijo Fred—, y sería desagradecido no beber a su salud. Aquí tenemos preparado un vaso de vino aromatizado caliente, así que ¡un brindis por el tío Scrooge!

—¡Por el tío Scrooge! —gritaron todos. Imperceptiblemente el tío Scrooge se había puesto tan contento y ligero de corazón, que hubiera compensado a su inconsciente compañía con otro brindis y les hubiera dado las gracias en un inaudible discurso, si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el aliento de la última palabra pronunciada por su sobrino. Entonces él y el espíritu se vieron de nuevo viajando.

Vieron mucho, llegaron lejos y visitaron muchas casas, pero siempre con un final feliz. El espíritu se detuvo junto a camas de enfermos y éstos se animaron; junto a los que estaban en tierras extranjeras y se sintieron como en casa; junto a los que luchaban y tuvieron paciencia y una mayor esperanza; junto a la pobreza, y llegaba un sentimiento de riqueza. En casa de mendigos, hospitales, cárceles, en todo refugio de miseria donde el hombre vanidoso, con su pequeña y pasajera autoridad, no hubiera cerrado la puerta con llave e impedido la entrada al espíritu, éste dejó su bendición y enseñó a Scrooge sus preceptos.

Fue una noche larga, si es que fue sólo una noche; Scrooge tenía sus dudas porque las fiestas de Navidad parecían condensadas en el espacio de tiempo que estaban pasando juntos. También era extraño que mientras Scrooge permaneció inalterable su forma externa, el fantasma había envejecido, estaba claramente más viejo. Scrooge había notado este cambio, pero no había dicho nada hasta que se fueron de una fiesta infantil de Reyes, cuando, al mirar al espíritu mientras estaban juntos en un lugar abierto, notó que tenía el pelo gris.

—¿Son las vidas de los espíritus tan cortas? —preguntó Scrooge.

—Mi vida en este mundo es muy breve —replicó el fantasma—. Termina esta noche.

—¡Esta noche! —exclamó Scrooge.

—Esta noche a medianoche. Escucha, el momento se acerca.

Las campanadas estaban dando las doce menos cuarto en ese momento.

—Perdóname si no tiene justificación lo que pregunto —dijo Scrooge mirando fijamente al manto del espíritu—, pero veo algo raro, que no es parte tuya, que sobresale de tu túnica. ¿Es un pie o una garra?

—Podría ser una garra por la carne que hay sobre ello —fue la respuesta apenada del espíritu—. Mira aquí.

De los pliegues de su manto, sacó dos niños tristes, menesterosos, con miedo, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus pies y se aferraron a la parte de fuera de su vestimenta.

—¡Hombre! Mira aquí. ¡Mira, mira aquí abajo! —exclamó el fantasma.

Eran un niño y una niña. Amarillos, exiguos, harapientos, con el ceño fruncido, lobunos; pero postrados en su humildad. Donde una juventud garbosa debería haber rellenado sus rasgos y haberlos tocado con sus más frescos tintes, una mano rancia y marchita, como la de la vejez, los había pellizcado, retorcido y los había hecho jirones. Donde podrían haberse sentado los ángeles como en un trono, se habían escondido los demonios mirando con furia y de forma amenazante. Ningún cambio, degradación o perversión de la humanidad en ningún grado entre todos los misterios de la maravillosa creación tiene monstruos la mitad de horribles y espantosos.

Scrooge se echó para atrás horrorizado. Al habérselos mostrado de esta manera, él intentó decir que eran unos niños estupendos, pero en lugar de hacerse cómplices para una mentira de tan enorme magnitud, las palabras se le ahogaron.

—¡Espíritu!, ¿son tuyos? Scrooge no pudo decir más.

—Son del hombre —dijo el espíritu bajando la vista para verlos—, se agarran a mí suplicantes, apelando contra sus padres. Este chico es la ignorancia. La chica es la necesidad. Sé consciente de los dos, y de todos los de su condición, pero sobre todo sé consciente de este chico porque en su frente veo escrita su condena, a no ser que la escritura se borre. ¡No la aceptes! —gritó el espíritu extendiendo la mano hacia la ciudad—. Rechaza a los que te digan que lo hagas. Si la admites para tus fines perversos y la empeoras verás lo que pasa al final.

—¿No tienen refugio ni recursos? —exclamó Scrooge.

—¿Es que no hay cárceles? —dijo el espíritu volviéndose hacia él por última vez con sus propias palabras—. ¿Es que no hay asilos?

La campana dio las doce.

Scrooge buscó al fantasma a su alrededor, pero no lo vio. Cuando dejó de vibrar la última campanada, recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, levantando los ojos, contempló a un espectro solemne, cubierto y encapuchado, que venía hacia él por el suelo como una neblina.

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