1. Un regalo divino
Delmar sacó la cabeza del agua, abriendo la boca lo máximo posible para tomar una buena bocanada de aire. No había daños a primera vista en la barca, pero no podía cantar victoria. La noche era cerrada y las olas ascendían por el aire, expandiéndose como las inexorables e impugnables murallas del castillo del noble Thale. Negras. Frías. Tenebrosas. Carentes de toda vida. Delmar miró hacia abajo, hacia el agua que se movía a su alrededor como tinta negra, y pensó que los peces habían huido despavoridos, como si hubieran sido puestos al tanto de la irremediable ira que los dioses iban a descargar contra los mortales.
Océano contra Cielo.
El silencio agobiante a su alrededor había quedado reducido a una monotonía angustiosa, a una fuerte y agresiva pelea entre dos grandes titanes. Después de todo, a los inmortales poco les importaban los simples y perecederos mortales y solo se acordaban de ellos cuando deseaban hinchar su ya de por sí inmenso ego.
Delmar corrió al otro extremo de la embarcación que flotaba a la deriva, intentando enderezar el rumbo. Su único objetivo era mantenerse a flote y salir del ojo de la tormenta que se había desatado a su alrededor en cuestión de segundos. Las nubes completamente tupidas descargaban toda su rabia contra la barca; gotas finas y frías que se clavaban en el cuerpo como pequeñas agujas afiladas.
—¡Maldita sea! —gritó Delmar, rompiendo la monotonía e intentando sujetar con ambas manos la cuerda que mantenía recogida la vela. Si se desplegaba, era más que probable que acabase hecha jirones.
Sus manos temblaban por el frío, su cuerpo tiritaba y sus dientes castañeaban al ritmo de las gotas contra el agua y la madera. No estaba siendo capaz de hacer que se moviera como él deseaba, ni tampoco realizar el nudo adecuadamente para poder afianzarla. Estaba perdido.
Una ola de gran tamaño rompió contra la barca haciendo que se balanceara peligrosamente. Delmar se agarró con fuerza al mástil, rezando con que el mar no se la tragara y le arrastrara hasta las profundidades del océano. Luchando con sus emociones, consiguió amarrar la cuerda, rezando porque pudiera salir de allí. Era lo único que le quedaba.
Sin embargo, para cuando se incorporó sobre la barca, el viento arreció con tal fuerza que le desestabilizó, haciéndole perder el equilibrio. Delmar cayó de culo y se golpeó la espalda con el mástil, sintiendo un latigazo recorrerle. La vela se había terminado de rasgar por culpa del viento y colgaba libremente. Delmar deseó poder maldecir por su mala suerte, pero el dolor era indescriptible. En un vano intento por recuperarse, se palpó la zona dolorida y trató de masajearla, deseando recuperar algo de sensibilidad, pero el dolor era similar al de un puñetazo en la boca del estómago, privado de su aliento y con la amenaza de su cuerpo de desmayarse.
—¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! —gruñó, agarrándose a la barandilla de la barca y aguantando el balanceo peligroso por culpa de las olas y el viento. No quería morir allí. No podía morir allí. Tenía que volver con su esposa, cuanto antes.
Un rugido surcó el cielo, hablándole la sangre. Delmar alzó la cabeza, asustado, buscando el origen de aquel ruido. Un rayo brillante recorrió la negrura del cielo, anunciando el empeoramiento de la tormenta.
No podía quedarse quieto. Tenía que hacer algo, tenía que actuar. Y, si perecía, que nadie dijera que no lo había intentado.
Delmar se acuclilló y juntó ambas manos, formando un pequeño cuenco con el que empezó a achicar agua, pero la lluvia y las olas no ayudaban demasiado. Era cuestión de tiempo que alguna ola rompiera con más fuerza de la debida y destrozara la barca. Si eso llegaba a suceder... Bueno, estaría a merced del océano embravecido, de las criaturas marinas y de su propia resistencia, la cual, desgraciadamente, no era demasiada debido a su avanzada edad.
Porque pese a ser pescador, no sabía nadar. Podía mantenerse, por supuesto, y moverse un poco por el agua, pero el cansancio no tardaba en alcanzarle. Si se daba esta última situación, acabaría muriendo ahogado en mitad de ninguna parte. Los movimientos de Delmar se volvieron igual de frenéticos que los latidos de su corazón mientras seguía achicando el agua que no hacía más que multiplicarse. La barca estaba cada vez más hundida en el mar.
Era el fin.
Delmar dejó escapar un gemido lastimero mientras sentía sus ojos arder. No tardaría demasiado en ponerse a llorar por la impotencia y el terror. El temblor de la barca era cada vez más violento. Solo quedaba una cosa por hacer: rezaría. Se arrodilló, sintiendo cómo las rodillas golpeaban la dura madera y jurando que se había clavado alguna espina. Pero no importaba nada. Cualquier cosa era poca cuando aún no perdía la esperanza de salir con vida, de volver con su adorada esposa Nahir. Solo esperaba que los dioses tuvieran misericordia y le escucharan.
Otro rayo en el cielo hizo que Delmar se estremeciera. Se encogió más sobre sí mismo, como si eso fuera a protegerle, y siguió rezando, ignorando el balanceo de su cuerpo y sin ser consciente si era propio o propiciado por el vaivén agresivo de la barca.
Para cuando terminó de rezar, se incorporó e intentó estabilizar la barca con uno de los remos partidos. Delmar sorteó las olas con mucha, mucha dificultad y consiguió dejar atrás gran parte de la tormenta. Lo había conseguido. ¡Los dioses le habían escuchado!
El cielo seguía encapotado, la lluvia caía con la misma fuerza y las olas continuaban igual de movidas y tenebrosas. Pero allá, a lo lejos, podía ver un pequeño claro. La salvación. Si remaba lo suficientemente rápido, podría conseguirlo, podría salir con vida de allí.
Delmar se agachó y tomó el remo roto, sumergiéndolo en el agua y ejerciendo toda la fuerza posible para poder avanzar. Sin embargo, un rugido resonó tras de sí haciendo que su cuerpo se tensara. Delmar tragó saliva, sintiendo de pronto la boca seca y se giró. Sus ojos, antes relajados por la buena suerte, se abrieron violentamente, presa del pánico. Quiso gritar, pero una gran ola se cernió sobre él, engulléndolos a ambos en lo más profundo del océano.
Un calor agobiante y un picazón incontrolable sobre el rostro despertó a Delmar. El dolor en su cuerpo era insoportable. Sentía la piel tirante, seca y picaba como mil demonios. Intentó abrir los ojos, pero la extrema claridad del día bastó para obligarle a cerrarlos de nuevo.
Quizás estaba en el Infierno para pagar por sus pecados.
Sonidos ininteligibles salieron de su garganta. El dolor era tal que podía sentir cada milímetro de ella al tragar; sentía tal quemazón como cuando, siendo joven, había bebido de aquel rústico vino que hacían en el pueblo con arroz. En aquella ocasión había tosido tanto que casi expulsó los intestinos. Y ahora, no era diferente. Salvo que lo que salió por su boca fue agua.
Delmar intentó mover poco a poco la mano mientras abría, con dificultad los ojos, paseando la mirada a su alrededor. Estaba tumbado en la arena, boca abajo, con la cabeza girada hacia la derecha y observando una pequeña espesura y unas rocas. ¿Cuánto tiempo llevaría en la misma pose? El cuerpo le estaba matando.
Al final, terminó por incorporarse con dificultad, ignorando el dolor y estirando sus doloridos músculos. Sus ojos viajaron finalmente hacia el océano que estaba tan calmo como una balsa. La tormenta parecía haberse marchado y, si atisbaba el horizonte, no quedaba rastro de ella. Pero Delmar sabía que había sido real. Lo que no sabía era cuánto tiempo llevaba allí, en aquella playa.
Deseó, en lo más profundo, que no hubiera sido demasiado tiempo. Nahir estaría completamente fuera de sí. Tenía que volver junto a ella.
Se levantó y, mientras se deshacía de la arena sobre su piel, pensó en la manera de volver a casa. Su barca estaría destrozada por culpa de la tormenta y sería un auténtico milagro que no fuera así. Además, para su desgracia, temió que su única opción fuera construir otra con la madera que encontrara por la isla.
Pero antes... Llevó una mano a su estómago, el cual le dolía como si hubiera sido golpeado. Antes debería llevarse algo a la boca si no quería desfallecer completamente. Sus pasos le llevaron a recorrer gran parte de la orilla, haciéndole pensar que estaba en una isla y haciéndole encontrar, para su sorpresa, la barca.
—¿Qué? ¡Alabados sean los dioses! —exclamó Delmar, loco de contento. Salvo unas cuantas maderas que podían sustituirse con facilidad, todo parecía estar perfecto. El casco estaba intacto por fuera y sería capaz de mantenerse a flote durante la travesía de vuelta.
Junto a su barca había restos de otras embarcaciones, tal y como se había imaginado: maderas rotas, cuerdas deshilachadas, velas rasgadas... Podría usar las partes menos tocadas para reconstruir su barca de alguna manera. Podría volver a casa con su adorada esposa y vivir una vida tranquila. El destino parecía que así lo quería.
Al final, sus pasos le llevaron hasta una zona rocosa. Imaginó que podría encontrar algún pez en las pequeñas balsas de agua o marisco, con un poco de suerte. Después de todo, él mismo era pescador, de ahí que la tormenta le hubiera sorprendido en mitad de la faena. Conocía bien dónde encontrar comida. Se le hizo la boca agua de solo imaginarlo.
Sin embargo, antes de que pudiera pescar, algo en la pared rocosa del acantilado llamó su atención. Una pequeña apertura a ras del agua. Delmar frunció el ceño y se acercó. El agujero no era demasiado grande como para traspasarlo a pie, aunque sí lo suficientemente amplio como para que alguien pudiera entrar en su interior nadando. Así que, con los pies descalzos y extremo cuidado, Delmar se introdujo en el agua y se mantuvo a flote. Entraría y saldría pegado a la pared rocosa, asegurándose de que tenía algo a lo que agarrarse.
El camino se le hizo insoportablemente largo, pero no tardó en encontrarse al abrigo de una gruta pequeña y acogedora. La luz parecía filtrarse por una apertura en lo más alto e iluminaba una diminuta parcela de tierra y piedra. Las paredes tenían vegetación colgando, sobretodo musgo, con alguna que otra flor blanca de pequeño tamaño.
Delmar abrió la boca sorprendido y se fijó más en la parcela. Allí, entre lo que parecía un nido de hojas y sedas de brillantes colores turquesas, descansaba un huevo de gran tamaño. Un huevo quizás demasiado grande para ser de gallina, como los que estaba acostumbrado a ver en casa.
Con esfuerzo, Delmar se acercó hasta el huevo y lo observó, atónito. ¡Era precioso! El huevo era blanquecino, brillante como el nácar y con una superficie suave y pulida que solo hacía que su belleza aumentara. Pasó su mano por la cáscara y apartó la mano, sorprendido. El enorme calor que desprendía le hacía saber que aquello no era un huevo normal. Era agradable.
Aún no era consciente de quién allí arriba había decidido interceder por él y dejarle vivo, pero debía de quererle mucho. Con aquel huevo... ¡Dioses! Podría alimentarse de lo que fuera que hubiera dentro y, en el mercado, vender la cáscara por el suficiente oro como para solucionarle la vida a él y a su esposa durante una larga temporada.
Con una amplia sonrisa plasmada en los labios, Delmar alzó el huevo, alejándolo de aquellas hojas y sedas y se metió dentro del agua. Intentó avanzar por ella con el huevo alzado, pero su poca capacidad de nado le hizo ver que era imposible, sobre todo, cuando vio cómo se hundía él mismo y solo quedaba a la vista sus manos con el huevo. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Volviendo a salir a la superficie, cogió las sedas turquesas y se las ató al cuerpo, creando un fular portabebés como el que había visto usar a algunas mujeres en el pueblo. Entre ellas, aseguró el huevo y volvió a meterse dentro del agua, esta vez, agarrándose a las paredes rocosas. Sus movimientos se hicieron más lentos pero cuidadosos. No quería dañar el huevo y sabía que tardaría mucho en salir de allí. Sin embargo, Delmar se armó de valor y paciencia y se encaminó hasta la salida, sin ser consciente del ligero resplandor verdoso que emanó del huevo al estar dentro del agua.
Cuando Delmar volvió a poner los pies en la arena, ya lejos de la gruta, se apresuró a hacer una hoguera. Tenía que cocinar el huevo y para ello utilizaría una fina lámina de metal que había encontrado junto a los restos de naufragios. Chasqueó dos piedras hasta que consiguió prender la hojarasca y ramitas que había recolectado en la zona boscosa y sonrió.
—Ya casi está —respondió, dejando la placa de metal sobre la hoguera con cuidado de no sofocar el fuego. Se estaba relamiendo de solo pensar en el manjar que iba a saborear—. Solo necesito... —Pero cuando se giró, dispuesto a coger el huevo que había dejado sobre la arena y todavía envuelto en las sedas turquesas, algo lo asustó de tal forma que lo hizo retroceder—. ¿Qué demonios?
Habría dicho algo más, pero las palabras murieron en su garganta mucho antes de que pudiera siquiera pensar en pronunciarlas.
El huevo comenzó a agitarse de un lado a otro con suavidad, resplandeciendo con cada vez más y más fuerza. Casi parecía que estaba a punto de eclosionar. Delmar se acercó, dubitativo, y se atrevió a alargar la mano hacia el huevo. Pero no llegó a tocarlo. El huevo seguía moviéndose, aunque ninguno lo suficiente llamativo. Eran débiles, con algo de timidez, pero lo suficientemente esclarecedores para saber que, fuera lo que fuera que había dentro, no podía comérselo. Sería arrebatarle la vida a un recién nacido.
Delmar permaneció en el más completo de los silencios, incapaz de apartar la mirada del huevo y olvidándose del hambre tan horrible que sentía. Parecía que a esa criatura, fuera lo que fuera, le estaba costando romper la cubierta suave y brillante. ¿Qué podría haber dentro? Estaba claro que un pollito no. Demasiado grande. Y no se le ocurría nada que pudiera entrar en aquel huevo más que antiguas leyendas mitológicas que le contaban sus mayores. ¿Podría ser un dragón? La sola idea le provocó una sonora carcajada.
Y, contra todo pronóstico, el huevo dejó de moverse momentáneamente ante aquel sonido surgido de su garganta. Delmar aguantó la respiración sin ser consciente del tiempo que pasó, puesto que el huevo pronto comenzó a agitarse de manera mucho más frenética.
—Hola —dijo, desencadenando la misma reacción en el huevo que antes. Al parecer, reconocía la voz humana. Y Delmar no supo si sentirse aliviado o aterrado. Ahora sí que sí quiso saber qué había dentro.
Viendo que el extraño ser del huevo no sería capaz de romper la cáscara por sí mismo, el pescador decidió ayudarle. Delmar tomó una de las rocas que bordeaban la hoguera con cuidado de no quemarse con las llamas que continuaban crepitando y, ejerciendo el mínimo de fuerza posible, golpeó la parte superior del huevo.
Un crack resonó con fuerza en sus oídos y una pequeña grieta recorrió toda la superficie, zigzagueando, hasta la base del huevo. Delmar deseó no haber dañado la criaturita en su interior, por lo que soltó la piedra y se apresuró a abrir el huevo. Pero pronto alejó ambas manos, incapaz de creer lo que estaban viendo sus ojos. No podía ser... Un gemido de sorpresa escapó de sus labios.
El agudo y desconsolado llanto de un bebé llenó el ambiente y dejó en un segundo plano el chisporroteo del fuego, la brisa del viento y el rumor de las olas rompiendo en la orilla de la playa. Delmar se deshizo de las cáscaras, como si estuviera en algún tipo de trance, y cogió al bebé en brazos. Todavía no se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
Sus ojos tenían que estar engañándole, aquello no era posible. El bebé, con el ceño fruncido y los ojos fuertemente cerrados, se retorció entre sus brazos, incómodo. Agitó sus rechonchas piernecitas y sus pequeños brazos en el aire, antes de bostezar escandalosamente y fijar sus ojos azules oscuros en los de Delmar. La boquita del bebé se abrió, esbozando una mueca que se asemejaba más a una sonrisa desdentada y adorable.
—Hola —murmuró el hombre lo más dulce que pudo. El bebé volvió a mover los brazos sin apartar los ojos de Delmar, como si le estuviera respondiendo. Parecía estar más que encantado. Pero, entonces, una idea le vino a la cabeza. ¿Quién podría abandonar a un bebé solo e indefenso en una isla desierta como aquella? Vale que había nacido de un huevo, pero había cosas que jamás llegaría a comprender.
Sus ojos viajaron por el cuerpo del niño antes de alzar una ceja, sorprendido. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Lo primero de todo es que no era un niño, sino una niña. Y lo segundo... Su cuerpo era como el de cualquier otro ser humano pero, todo el bajo vientre del bebé y sus piernas, había pequeñas zonas completamente cubiertas por brillantes escamas verdes. Según el bebé se movía, destellos azules y violetas surgían de las mismas gracias a los rayos de sol incidiendo sobre ellas.
Fue entonces cuando Delmar lo entendió.
Aquel niño no era humano.
Nacer de un huevo le debería haber despejado todas las dudas, pero, la verdad, es que no se percató de ello. De hecho, ni lo pensó después de tener al bebé junto a él.
De pronto, recordó la pequeña historia que su mujer, Nahir, le escribió el día de su boda. Siempre había sido una enamorada de las leyendas. ¿Qué dijo exactamente? Recordaba algunos detalles vagamente, cómo describía a las sirenas y a los tritones, la unión entre ellos y su descendencia. Por supuesto, a ojos de Delmar aquello no eran más que leyendas sin fundamento, un cuento que contar y poder embellecer con poesía para mantener entretenidos a los niños.
Las sirenas y los tritones no existían. Él, al menos, jamás había visto uno en todos sus años como pescador.
Pero, si todo aquello no era más que una patraña, ¿cómo estaba tan seguro de que aquel niño no era humano? ¿Por qué le vino a la mente la historia de su mujer y las sirenas? ¿Por las escamas? ¿Por esos ojos azules tan extraños? Quizás, pero Delmar sintió que algo se le escapaba.
Casi contrarreloj, Delmar arregló su barca como pudo y, tomando las telas turquesas que se habían secado casi al instante, envolvió al niño y lo llevó, junto a los restos del cascarón, hasta allí. Lo dejó tumbado sobre la superficie creando, con las telas que encontró secas, un pequeño colchón donde lo dejó tumbado. Lo último que quería era que cogiera frío. Delmar empujó la barca hasta el mar y, sin pensárselo dos veces, emprendió el camino de vuelta a casa.
En el pequeño puerto del pueblo de Sylmun, una barca destartalada arribaba en su muelle, rompiendo el silencio que había caído como una pesada losa. No había ni un alma por las calles llenas de barro y con restos de desperdicios. Las personas se habían refugiado ya en sus casas frente a la tormenta que parecía acercarse rauda y veloz, amenazando sus vidas. Delmar agradeció a los dioses haber podido llegar sano y salvo hasta allí. Sus ojos viajaron hasta el bebé y sonrió. Se había portado maravillosamente bien.
Delmar tomó al bebé entre sus brazos con cuidado de no despertarle y caminó por las calles desiertas hasta su casa; una pequeña choza algo destartalada, pero coqueta, situada en lo alto de una colina. A su alrededor había unos campos perfectamente labrados por su mujer.
Estaba deseando volver a verla y enseñarle aquel pedacito de sueño que continuaba durmiendo dulcemente entre sus brazos.
El calor de la casa lo abrazó con cariño a través de la puerta abierta. En el fuego de la chimenea pudo ver una cazuela de metal abollado con algo sumamente delicioso burbujeando, con sus vapores blanquecinos elevándose en el aire como volutas incandescentes.
—¡Alabados sean los dioses! ¡Querido! —exclamó una mujer de mediana edad, levantándose con rapidez de una silla junto al fuego y corriendo hasta la puerta. La preocupación pintaba todos y cada uno de sus rasgos—. ¡¿Dónde estabas?! —le regañó, llevándose una mano al pecho—. Estaba muerta de preocupación cuando no volviste tras la tormenta. ¡Me temía lo peor!
—Lo siento muchísimo querida.
—¡¿Lo sientes?! —No bajó el tono en ningún momento, completamente desesperada—. ¡Casi dos semanas! Dos semanas sin saber nada de ti. ¡Creí que habías muerto! Y yo... —Pero la mujer calló abruptamente mientras sus ojos se fijaban en el bulto que su marido cargaba con cuidado entre ambos brazos—. ¿Qué es eso?
Delmar sonrió, viendo cómo la ira de su mujer desaparecía, y descubrió el rostro del bebé.
—No me creerías aunque te lo contara —comenzó, y no tardó en narrarle a su esposa todos y cada uno de los detalles de su aventura. Nahir escuchó atentamente todas y cada una de las palabras de Delmar, conteniendo la respiración de vez en cuando y sin poder evitar acariciar el rostro del bebé, quién ahora descansaba cómodamente entre sus maternales brazos.
—¿De verdad crees que no es humano? —le preguntó Nahir, mirando las escamas que decoraban el pequeño cuerpo del bebé, atreviéndose a rozarlas con la yema de los dedos.
—¿Cuántos humanos conoces con escamas y que hayan nacido de un huevo?
—Tienes razón —respondió Nahir, alzando al bebé y acercándolo a sus labios. Depositó un suave beso en su frente y sonrió—. Da igual, da igual... —quiso quitarle hierro al asunto, incapaz de ocultar su felicidad—. Querido, ¿te das cuenta? —Delmar la observó confundido antes de que Nahir aumentara su sonrisa—. Durante años hemos rogado a los dioses para que nos bendijeran con un hijo, intentándolo, rezándoles... Tal vez por fin hayan contestado a nuestras plegarias.
—Quizás... —respondió sin apartar los ojos del bebé—. Como sea, no podemos dejarle a la intemperie.
Nahir lo abrazó entre sus brazos y sonrió, aspirando el aroma infantil entremezclado con la sal del mar que emanaba su pequeño cuerpecito.
—¿Dónde estarán sus verdaderos padres? —se preguntó. Esa era una buena incógnita que no parecía tener respuesta. Delmar no había encontrado rastro alguno de posibles progenitores y casi que lo agradeció. Sólo imaginar las represalias por intentar comérselo... Se le helaba la sangre—. No entiendo cómo alguien puede tener tan poco corazón para abandonar una cosita tan linda —susurró antes de alzar la mirada, encontrándose con la de su marido—. ¿Cómo lo llamaremos?
Delmar negó con la cabeza, encogiéndose de hombros. No había pensado en ningún nombre.
—¿Qué tal Sukha? —propuso Nahir, esbozando una amplia sonrisa.
—¿Sukha? —Su mujer asintió, sin poder eliminar la felicidad de su rostro—. Sí... Sukha me gusta —Delmar cerró los ojos y sonrió al descubrir el significado del nombre—. Aquella que trae la felicidad auténtica, profunda y duradera independientemente de las circunstancias.
—¿No crees que la describe muy bien?
Delmar acarició la pequeña cabecita con cuidado mientras Nahir soltaba alguna lágrima de alegría. Había deseado tanto ser madre... Por fin su sueño se hacía realidad.
—Nuestra hija, Sukha.
—Bienvenida a la familia, cariño —susurró Nahir llena de dicha.
Relato para la ronda 2 del Club de Escritura
Número de palabras: 3890 palabras
Inspirado en una imagen de: una mano sumergiéndose en el agua mientras sujeta una bengala.
Disclaimer: Este es el primer capítulo de una historia inspirada por el reto y que continuaré cuando termine con "El secreto del dragón".
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top