Capítulo VII

K.

Al día siguiente por la tarde nos dieron de alta en el hospital. Me puse un poco de ropa que ellos me ofrecieron y salimos del lugar. Subimos a un Stratus negro y partimos hacia la carretera. Todo lucía tan tranquilo y resplandeciente, como si la ciudad tuviera un cálido aliento a paz. El sol se encontraba a punto de perecer, una enorme cantidad de autos iban y venían. Conforme fuimos avanzando pasamos por varios viejos pero majestuosos edificios, a simple vista parecía un lugar tranquilo para vivir.

Acomodé la cabeza sobre el asiento y fijé mi mirada a la ventana, aunque realmente no estaba viendo algo en específico. Mi mente divagaba sobre el inmerecido castigo que sobrepuse en mi padre todos estos meses al erróneamente pensar que nos había abandonado a mí y a mi madre. Ella ya me había dicho sobre su muerte justo antes de partir, aunque ahora conocía el trasfondo pues acorde a la historia de Mauricio, él falleció tratando de proteger la lista de clientes de la organización. Traté de relajarme y digerir el que mi padre había sacrificado su vida para intentar salvar a todos los niños que yo vi ahí. Ahora entendía mucho de lo que me había pasado, sin embargo, por alguna extraña razón sabía que esto estaba lejos de acabar.

Llegamos a lo que parecía ser un cerro que aún estaba dentro de la ciudad, nos adentramos en él por un camino pavimentado, cosa que me pareció extraña, hasta que llegamos a una clase de hacienda escondida entre la naturaleza. Nos abrieron la entrada unos hombres y aparcó dentro del inmueble. Abrieron las puertas del coche y nos escoltaron a lo que tenía la apariencia de una antigua iglesia donde un hombre de saco oscuro nos estaba esperando.

—Me alegra ver que hayan llegado sanos y salvos –caminó hacia nosotros con una sonrisa en el rostro.

—¿Quién es usted? –desconfié de inmediato.

—Mi nombre es Leobardo Hernández –estiró su mano hacia mí para saludarme, acción que correspondí–. Trabajé con tu padre en el caso de Potrero Viejo hace un tiempo. Le prometí protegerlos a ti y a tu mamá.

—Qué bien ha cumplido su promesa –recriminé sarcástica y retraje la mano.

Él caminó hacia una caja dorada que estaba pegada a la pared, sacó una botella de vino y un par de copas de ella, sirvió ambas hasta llenar tres cuartas partes y me ofreció una.

—Hicimos lo mejor que pudimos con recursos demasiado limitados para que tú estés aquí de pie en una despreciable reliquia, en medio de cientos de metros de árboles y arbustos, a costo de la vida de un hombre que dio su vida por salvar a una niña desconocida –hizo una pausa para beber un sorbo y continuó con su discurso viéndome de reojo–. Lo mínimo que podrías hacer es ser agradecida.

Me quedé callada, no supe qué responder, supuse que tenía algo de razón. Inclinó de nuevo su copa para beber de esta hasta no deja una sola gota dentro de ella. La colocó sobre la mesa y vertió un poco más de la botella sobre esta.

—Karen, mañana por la mañana te van a llevar al aeropuerto para que te saquen del país y puedas estar por fin segura –guardó el vino en la caja–. Mauricio se va a encargar de llevar a tu madre contigo después de unos días.

—¿Y qué hay de Daniel? –abogué por él.

—Nosotros nos encargaremos de contactarlo con su familia. Desafortunadamente, no tenemos el suficiente presupuesto para sacarlos a ambos del país. Para ser honesto, no teníamos en mente rescatar a nadie más que a ti, Karen –desvió su mirada por un segundo hacia el pequeño.

Asentí.

—Preparamos una habitación para ustedes para que puedan dormir esta noche –añadió–. Les dejamos un poco de comida por si tienen hambre, también el cuarto cuenta con una regadera por si necesitan ducharse después de semejante experiencia. Si necesitan cualquier cosa, solo avísenos. Para mañana –hizo una breve pausa– ambos habrán vuelto a sus vidas normales.

Normales. Retumbó en mi mente la palabra. Después de todo, tras vivir dicho infierno en carne propia, nuestras vidas nunca podrían volver a la normalidad.

Unos hombres nos llevaron a un pequeño cuarto acogedor que estaba detrás de la iglesia, el cual estaba acondicionado con un par de camas, una lámpara de mesa y un guardarropa con algunas prendas para los dos; las paredes estaban hechas de una piedra que le daba un toque clásico, mientras que a lado de una de las camas había una ventana que daba con una vista hacia el exterior del recinto y podía verse a lo lejos gente caminando con sus mascotas. Me quedé viendo a esas personas disfrutando de la naturaleza y riendo en compañía de sus seres queridos. Por un momento nos recordé a mi madre, a mi padre y a mí caminando juntos por la tarde, cerca del Kauyumari; mi madre debatiendo qué íbamos a comer al día siguiente, si mole o caldo, mientras mi padre y yo nos burlábamos de ella por pensar en algo tan absurdo como la comida. Quién pensaría que algo tan tonto como una plática sobre la comida del día siguiente con ellos iba a ser algo que añoraría con tanta melancolía años más tarde.

Suspiré.

Algunos minutos después decidí ir al baño a darme una ducha para tratar de relajarme un poco. Una vez dentro me desvestí, abrí las llaves de la regadera y dejé que brotara el agua hasta que estuviese caliente. Metí mi cuerpo poco a poco y cerré los ojos hasta que las gotas de agua rozaron mi piel.

Mucha gente había sacrificado parte de su vida por salvar la mía. Todas estas personas abandonaron sus hogares por mí, incluso el policía dio su vida por salvarme. Vidas ajenas pagaron las consecuencias de algo que yo nunca pedí. Nadie lo pidió. Ninguno de los que siguen allá lo hizo. ¿Cuándo habrá sido la última vez que ellos sentitían el agua caliente como yo lo acababa de hacer? ¿Cuándo habrá sido la última vez que tuvieron un plato de comida caliente, un colchón sobre el cual descansar y la certeza de que verán pronto a sus seres queridos? Muy pocos, sino es que ninguno, podrán volver a sus hogares ni verán a sus familias. No he hecho nada para merecer ese privilegio. Esto fue un golpe de suerte. Mañana todo volvería a la normalidad, incluyéndolos. Mañana habría de ser otro día de ese infierno para ellos, otro día siendo la carne de león.

—Karen ¿estás bien? –gritó Daniel mientras golpeaba la puerta, interrumpiendo mis pensamientos–. Llevas mucho tiempo ahí y no has hecho ningún ruido, así que me preocupé.

—Sí, estoy bien. Ya salgo –contesté alto para que me escuchara.

Cerré las llaves, me sequé el cabello y el resto del cuerpo. Salí del baño cubierta con una toalla y le indiqué al niño que se podía meter a bañar, y así lo hizo con entusiasmo. Yo me quedé recostada en la cama, contemplando una de las cruces puestas sobre la pared mientras se escuchaba el ruido de la regadera de fondo.

Después de unos quince minutos, Daniel salió de la ducha, se vistió y ambos cenamos la comida que nos habían dejado puesta, la cual ya se había enfriado por el largo tiempo que pasamos en la ducha. Era un plato de sopa de fideo acompañado de una milanesa de pollo, ensalada y frijoles. Los dos devoramos la comida sin dejar ninguna migaja. Siendo franca, ninguna comida en la vida me había parecido tan deliciosa como esa. Al terminar, ambos dejamos nuestros platos encima de una mesita, apagamos las luces del cuarto y nos recostamos en nuestras camas. Él niño no tardó en caer profundamente dormido, era la primera vez que lo escuchaba roncar. Por un lado, me dio bastante ternura y me pregunté por cuánto tiempo no habría podido descansar en una cama luego de una sabrosa cena. Al igual que él, cerré los ojos y traté de dormir. No obstante, no logré conciliar el sueño por un buen rato, pues cada que lo conseguía mi mente proyectaba las imágenes de lo que viví en aquél lugar. Mi cabeza no me permitía estar en paz, solo estaba arrumbada ahí, sintiéndome culpable de ser libre. No pude aguantar más el estrés así que me levanté de la cama, me puse un pantalón y una chamarra, y salí a tomar un poco de aire fresco. Era una noche bastante airosa, las estrellas relucían bastante, después de todo, estábamos en medio de un bosque. Perdí la mirada en el cielo, tratando de buscar lógica a todo lo que estaba viviendo.

—El cielo es hermoso, ¿no lo crees? –irrumpió Leobardo.

—Sí, tenía rato que no me fijaba en él –lo vi de reojo.

—No puedes dormir, ¿cierto?

No respondí, solo continué observando el firmamento.

—¿Qué es lo que no te deja dormir? –se escuchó el crujir de las hojas por sus pasos acercándose a mí.

—No puedo dejar de pensar en ellos –suspiré–. Todos los que se quedaron en ese motel, ¿qué va a pasar con ellos? ¿quién los va a rescatar como a mí y devolverlos con sus familias?

—La policía lo hará –puso su mano sobre mi espalda y la frotó en señal de consuelo–. Ellos harán algún operativo aleatorio y en alguna de esas van a descubrir lo que tienen armado allí. Y cuando eso pase, ellos se encargarán de enviarlos a todos a sus casas.

—¿No eran ustedes los que se iban a hacer cargo? –agaché la mirada y volteé a verlo–. Abandonaron a sus familias, sacrificaron la vida del policía y la de mi papá para obtener esa bendita lista –sacudí la espalda para quitar su mano de encima– ¿y ahora me dices que la policía lo descubra al azar? ¿Qué clase de estupidez es esa? –repliqué con coraje.

Suspiró.

—Nosotros no tenemos la infraestructura ni el presupuesto necesario para hacerlo. A duras penas pudimos rescatarte –rio leve con ironía.

—No, ustedes no me rescataron –di un paso al frente con el puño cerrado mientras se escuchó el crujir de las hojas por mi pisada–. La persona que me rescató está en coma en el hospital, –alcé el dedo índice hacia la derecha señalándolo como si estuviese a mi lado– él dio la vida por rescatarme, él les pidió un chingo de veces que fueran a ayudarlo porque tenía dos balas en el cuerpo ¿y ustedes qué hicieron? Dejaron que se desangrara y que volcaran el coche. No me vengas a decir que ustedes fueron los que nos rescataron ni te quieras llevar el crédito por algo que él hizo completamente solo.

—Ciertamente él detective tuvo un papel importante en esto, mas no habría podido hacer el trabajo de no ser por nuestra ayuda. Si hubiésemos intervenido antes, habrían dado con nosotros y ni tu ni yo estaríamos aquí. Tú no ves el riesgo que implica lidiar con ese tipo gente, ¿o sí? –aumentó su tono de voz y esta se tornó más irritada– Tú y tu padre son igual de tercos, piensan que el mundo gira en torno a ustedes y que son el vivo rostro de la moral y la justicia. ¡Es por eso que él está muerto! –apretó el puño y detuvo su discurso por un momento en un intento de ahogar aquella lágrima que gritaba ser derramada por su párpado–. No tienes que acabar como él –entonó más apagado y agachó la mirada–. Tú te puedes salvar.

Entendí entonces que era su miedo a perder aquello que más amaba quien estaba hablando, lo cual comprendía a la perfección. No obstante, no fue su vida la que puso en riesgo sino la del detective, la de mi padre y la de los cientos de niños que dejó en el camino. Caminé entre el follaje con dirección a la habitación decidida a no quedarme de brazos cruzados. Cuando pasé junto a él, detuve la zancada y viré la cabeza sin girar el resto del cuerpo.

—Si prefieres acobardarte y hacer que la muerte de mi papá haya sido en vano, esa es tu decisión. Yo no voy a huir y pretender que nada de esto ocurrió, y si me han de matar por ello, habré hecho más de lo que tú hiciste por él.

Proseguí mi camino de vuelta a la pequeña cabaña que nos habían brindado para dormir. Ingresé al dormitorio, me acerqué al armario y tomé la mochila que había visto antes de ducharme para comenzar a empacar la ropa que había ahí. Estaba furiosa y llena de coraje, no pude tolerar la idea de ocultarme y dejar que el tiempo siguiese su marcha de esta manera, estaba decidida a hacer algo por ellos. Una vez que estaba lista, observé al otro lado de la cama y a Daniel dormir tan tranquilo que me dio sentimiento marcharme de su lado, sin embargo, era lo mejor para él, pues por fin volvería a su familia, donde pertenecía. Me acerqué a su cama, recargué mi rodilla en el colchón y me recliné para darle un último abrazo. Después de todo, ese niño significaba mucho para mí, fue quien me había ayudado a sobrevivir esa tortura y tomé gran cariño hacia él. Estrujé su pequeño cuerpo y derramé un par de gotas sobre la almohada.

—¿Qué pasa? ¿Está todo bien? –espetó adormilado.

—Sí, todo está bien. Vuelve a dormir –susurré acariciando tierna su frente y limpié las lágrimas que recorrían mis mejillas.

—¿Por qué estás llorando? –vio la mochila a un costado– ¿Ya nos tenemos que ir? –levantó su torso para incorporarse.

—No, no –lo detuve a medio camino–. Aún no. Solo estoy preparando mi maleta –mentí para no inquietarlo.

Volteó su cabeza hacia una de las paredes y talló sus ojos.

—Apenas es la una de la mañana –apuntó al reloj que estaba colgado del lado de su pared, el cual daba la una y cuarto–. ¿A dónde vas? –no compró la historia.

Suspiré. No quería, no obstante, tenía que decirle la verdad.

—Voy a ir por el resto –admití honesta–. Tengo que hacer algo por ellos, no me puedo quedar aquí sin hacer nada. No después de que mi papá y el policía dieron su vida por nosotros.

—Entiendo –hizo una breve pausa–. Entonces voy contigo –hizo a un lado sus cobijas.

—No –lo sostuve fuerte para que no pudiera levantarse–. Tú tienes que quedarte aquí, mañana ellos te van a llevar con tus papás, ¿no quieres eso? ¿no quieres abrazar a tu mamá y a tu papá de nuevo?

—Claro que quiero, pero yo no estaría aquí de no ser por ti –tomó mi muñeca y la apartó con cuidado–. No voy a dejar que te vayas sola. Además, ¿quién más te va a cuidar sino?

Reí y lloré al mismo tiempo. Era incrédula de lo tierno y bobo que sonaba eso.

—Yo me puedo cuidar sola, no necesito que estés a mi lado –coloqué mis manos sobre sus hombros con una sonrisa–. Lo único que necesito es que tú te quedes aquí para que así ellos te lleven a tu casa mañana. Anda, no te preocupes por mí, voy a estar bien.

—Karen –vio directo a mis ojos–. No voy a permitir que vuelvas allá para que te maten o algo peor, al menos no sola. Si volvemos a casa o nos lleva el diablo, será a los dos –apartó mis manos y se levantó.

Daniel se encontraba en la misma posición que yo, pues prefería acompañarme aún si ello significaba poner su vida en peligro, que escapar y fingir que no pasó nada. No estaba de acuerdo con su decisión, más la respetaba.

—Está bien –suspiré resignada tras algunos segundos–. Prepara tus cosas, nos vamos esta noche.

Se puso de pie y comenzó a vestirse rápido y emocionado mientras yo meditaba si llevarlo conmigo era la decisión correcta. Cuando terminó, abrimos la puerta del cuarto y nos escabullimos por el jardín interior del inmueble buscando el auto en el que nos trajeron, pues debía estar en algún lado. Después de recorrer varias galerías, encontramos por fin el garaje en donde se encontraba aparcado el vehículo en el que nos trajeron, junto con un par más. Me acerqué a la puerta del conductor y tiré de la palanca para abrirla sin éxito alguno. Observé el carro por un minuto, ideando algún plan para adueñarnos de él sin tener las llaves hasta que se me ocurrió la idea más básica del mundo. Salí por un instante al patio, tomé una piedra de buen tamaño, regresé corriendo al garaje y golpeé el vidrio de la puerta trasera con violencia, provocando que el cristal se rompiera y la alarma del auto resonara de inmediato. Metí la mano por el agujero que hice con cuidado de no cortarme con el vidrio roto y retiré el seguro de la puerta delantera tras tirar de este. Abrí la puerta y le indiqué a Daniel que subiera al vehículo rápido, pues estaba segura de que no habrían de tardar en llegar los guardias para averiguar qué estaba ocurriendo. Al momento en que ambos estuvimos dentro, cerré la puerta y bajé el seguro para ganar un poco de tiempo mientras veía un par de hombres gritar y acercarse al auto exigiéndonos bajar de este.

—Pásame el cuchillo que guardé en la mochila –señalé el morral que cargaba con los dedos impaciente.

—¿Qué vas a hacer con eso? –me lo entregó mientras me observaba sobresaltado.

—Voy a encender el auto de forma manual –jalé el acceso que se encontraba debajo del volante, dejando relucir algunos cables–. Mi papá me enseñó este truco una vez que sus llaves cayeron por el drenaje, me dijo que solo lo usara en casos de emergencia –corté el alambre y los junté hasta provocar que brotara una chispa de ellos y el auto se encendiera– y creo que esto califica como una –añadí con una sonrisa triunfante en el rostro.

Coloqué la palanca en primera velocidad y pisé el acelerador hasta el fondo, saliendo disparados por el oscuro camino de terracería rumbo a la reja que delimitaba la salida. Al verla, no hice más que acelerar aun más, derrumbando la valla tras nosotros. Avanzamos por la calzada hasta ver unas luces que parecían indicar el camino hacia una carretera y nos incorporamos en esta al llegar. Conduje hasta perder la noción del tiempo con el miedo latente de ser perseguidos, sin embargo, fue para mi sorpresa que nadie fue tras nosotros, así que opté por orillarme en una calle y aguardar un momento allí para tranquilizarme.

Froté mis manos sobre la cara y respiré hondo mientras pensaba en mi cabeza cómo habríamos de llegar a Potrero Viejo, pues no sabía dónde estábamos en realidad, ni siquiera tenía idea de cómo volver a esa iglesia a mitad del bosque. Estábamos perdidos, no teníamos rumbo ni dirección alguna.

De pronto, el sonido de las arrulladoras notas de un vibráfono se dejó escuchar por las bocinas del auto. Viré la mirada asustada pensando que había movido algo por accidente, aunque fue mi sorpresa ver que se trataba de la mano de Daniel presionando el reproductor de la pantalla del carro.

—Perdón –pausó la canción de inmediato–. E-estaba explorando la pantalla y vi una canción que me recordó a mi mamá, y tenía mucho tiempo que no escuchaba música, perdóname –imploró nervioso al ver mi reacción.

Cerré los ojos y reí con ironía. No había caído en cuenta del tiempo que llevaba sin poder hacer algo tan simple como escuchar una canción, y mi primera respuesta cuando lo quiso hacer fue espantarme como si hubiese delatado nuestra posición.

—Perdóname, no fue mi intención asustarte –presioné el botón de reproducción para que escuchara de nuevo la canción y esbocé una tenue sonrisa–. ¿A tu mamá le gustaba escucharlo?

—Sí –asintió con su cabeza mientras escondía la gota que derramó a los pocos segundos de escuchar la melodía–. Ella iba a sus conciertos en la capital. Y esa es su canción favorita.

"Es raro el amor".

Recliné mi cuerpo y lo abracé por algunos segundos mientras la canción sonaba de fondo. En realidad, tampoco había escuchado música desde la noche de mi secuestro, ni había saboreado algún cigarrillo, de hecho, moría de ganas por uno en aquél instante. Quería hacer todas esas simplicidades que le daban sabor de alguna u otra forma a la vida, y quería que él de igual forma lo hiciera, que recuperase un poco de lo que le fue arrebatado.

Solté su cuerpo con cuidado, recliné la espalda sobre el asiento y dejé sonar la canción mientras pensaba en qué forma habríamos de obtener dinero para sobrevivir durante nuestra travesía hacia Potrero Viejo. De repente, la pantalla del auto emitió un ruido y se dibujó un círculo de carga en ella. Tras unos segundos, se marcó una ruta en el mapa, la cual tenía como destino una ubicación sin nombre al costado de una autopista, a lado de Potrero Viejo. Eran dos horas y media de camino, aproximadamente. Dudé por un instante el seguir la ruta marcada en el mapa, sin embargo, estaba en un auto robado en una ciudad desconocida, si había alguna oportunidad de cumplir mi cometido, era este el momento de tomarla. Toqué el botón sobre la pantalla para comenzar la ruta, ajusté bien nuestros cinturones y me dirigí por la autopista hacia nuestro destino.

M.

—Se fueron por Independencia, de acuerdo con el GPS, están a unas calles del Morelos. Podemos ir rápido por ellos, no hay mucha gente en las calles a esta hora –exclamé algo preocupado mientras le daba un vistazo a la pantalla de la computadora.

—No, no voy a exponerlos. Es muy peligroso y nos podemos arriesgar a que alguien nos grabe y nos expongan como secuestradores. Ya me cansé de ser su niñero, si ella quiere ir allá para que la maten o peor, que lo haga –hizo un ademán con su mano y presionó unas teclas en su computadora.

—Bien –me levanté molesto del asiento–. Si no quieres ayudarlos, lo haré yo mismo –caminé hacia la puerta de la oficina.

En ese instante, desenfundó su arma y vi de reojo cómo apuntó a mis espaldas, lo que provocó que me detuviese ahí mismo.

—No voy a dejar que nos descubran por tu culpa. El auto se va a reportar como robado y dejaremos que las autoridades se encarguen del resto –bajó el arma.

Suspiré profundo, di media vuelta y caminé lento hacia él.

—Sé muy bien que tus acciones son motivadas por el miedo, Leobardo. Iba a esperar a que Karen saliera de aquí, pero en vista que está a punto de regresar allá, dime algo –me detuve frente a él, abracé su cuerpo con delicadez y susurré a su oído– ¿desde hace cuánto no puedes dormir por la culpa de cargar con su sangre? O mejor aún, ¿acaso te arrepentiste de haber secuestrado a Karen que por eso recurriste al detective, para mitigar tu culpa?

No respondió, su cuerpo se quedó tieso, ni siquiera la mirada pudo mover.

—Yo... Yo no lo maté –titubeó sin abrir la boca.

—No tienes que seguir usando la máscara conmigo, yo ya sé la verdad. Esa noche tú lo mataste e inventaste ese accidente para encubrirlo. Solo me pregunto, ¿por qué conservas la grabación? ¿te torturas a ti mismo escuchándola?

Fue entonces que él me tomó de la cintura, reposó su mentón sobre mi hombro y clavó su mano con fuerza en mi piel.

—Intenté detenerlo, pero tu más que nadie sabe lo obstinado que era –su brazo temblaba y la voz se quebraba–. Jamás quise hacerle daño, lo juro. Solo quería proteger a mi familia –hizo una breve pausa–. Perdóname por quitártelo –derramó una lágrima sin soltarme.

Esas palabras, esa disculpa era aquello que más anhelaba, la vida misma disculpándose por la mala mano que me jugó desde la noche en que lo conocí, por haberme arrebatado lo único que le dio sentido a la vida durante tantos años. Sin embargo, pedir perdón no era suficiente, pues no habría de regresar su cuerpo con vida al hacerlo. Por el contrario, lo único que provocaba era una ira incontrolable, solo sentía mi cuerpo arder de la rabia ante el coraje y cinismo de sus palabras.

—Lamento su muerte cada día desde entonces, haría lo que sea por volver al pasado y cambiar lo que sucedió esa noche –apretó los brazos y dejó caer la pistola al suelo.

Si tan solo supiese que algo en mí desapareció desde la muerte de Raúl, entendería los sentimientos encontrados que tenía en ese momento. Muy dentro de mí, sabía que lo que decía era sincero, pues era uno de sus mejores amigos desde la infancia y lo conocía a la perfección. No obstante, era preciso por ello que la llama no hacía más que avivarse aún más por el hecho de su traición. Casi por instinto, desenfundé con cautela el arma que tenía guardada en la parte trasera y sostuve la empuñadura, nervioso de lo que estaba a punto de hacer. Debatí dentro de mí por algunos segundos que se sintieron como meses completos si cabía la posibilidad de perdonar el asesinato que cometió contra el único ser en quien podía confiar, quien había salvado mi vida en ese viejo puente y dio un propósito a mi patética existencia. Matarlo no habría de devolverlo a la vida, pero perdonarlo significaría olvidar el esfuerzo, sudor y sangre que no solo él sino cada uno de nosotros había puesto en este proyecto, lo seres queridos que dejamos atrás, todo aquello que sacrificamos en nombre de una moral que estaría a punto de fallecer de no apretar el gatillo.

—Si me vas a matar –soltó de pronto mi espalda y su mirada quedó frente a la mía mientras esbozaba una melancólica sonrisa–, asegúrate de enviarle un ramo de orquídeas negras a Alejandra. A estas alturas los puedo proteger mejor muerto que vivo.

Levanté el arma y pegué el cañón contra su cabeza, remando contra las mil voces implorando que me detuviese dentro de mí. ¿Qué haría él si estuviese en mis zapatos? ¿Presionaría el gatillo para culminar su instinto de venganza, dejándose llevar por sus emociones, o simplemente lo dejaría ir, apegando a su sentido de la moral y la razón? Para mi buena o mala fortuna, él nunca más estaría aquí para ayudarme a decidir qué hacer.

Al final, opté por guiarme por lo que sea que mis emociones me dictaran en ese momento. Tras unos segundos, apreté el gatillo y su cuerpo cayó al suelo de inmediato. No quise agachar la mirada tras hacerlo, me limité a soltar la pistola al suelo y esperar que llegaran los demás para explicarles lo que había sucedido. Plasmé la vista en el abismo, no sabía cómo sentirme en ese instante, mi rostro era inexpresivo pues jamás había quitado la vida de nadie, por peor o merecido que lo tuviese. De ahora en adelante, habría de cargar con su sangre por el resto de mis días.

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