Capítulo V

K.

No pasados ni quince minutos, llegamos a un viejo edificio a un costado de la carretera. Uno de los tipos abrió la puerta, y entre dos me cargaron hasta aventarme en la habitación de la que habíamos partido hace ya unas horas. Me quedé inmóvil ahí mientras un par de lágrimas salían de mis hinchados ojos, pues no podía dejar de pensar que, lo que le habían hecho a Daniel, era completamente mi culpa y estaba pagando por mi maldita rebeldía. Me tenían entre la espada y la pared, cualquier movimiento que yo hiciese recaería en esa inocente criatura. Me sentía fúrica e impotente, lo único que podía hacer era someterme por el bien de él.

De pronto, la puerta se abrió de golpe y esos hombres nuevamente entraron cargando a Daniel. Éstos lo dejaron en el suelo de un movimiento brusco y salieron. Al cerrarse la puerta, inmediatamente me levanté y corrí hacia él para abrazarlo, sus ojos se encontraban rojos e inflamados, mientras que su cuerpo estaba lleno de moretones de pies a cabeza.

—Perdóname –rogué pegando mi frente en su pecho mientras le abrazaba–, por favor perdóname mi niño, todo esto fue mi culpa, tú no merecías pagar por mis errores.

No respondió ya que estaba inconsciente.

—Te prometo que esto no va a volver a suceder, no voy a permitir que te hagan daño por mi culpa –sollocé–.

Lo estrujé fuerte hacia mí mientras empapaba mi cuerpo en lágrimas por el remordimiento que me causaba. La escena duró apenas un par de minutos cuando de repente fue interrumpida por una risa de fondo. Giré de inmediato la cabeza y aquél tipo se encontraba recargado en la pared, contemplando la escena con gozo.

—Espero que hayas aprendido la lección –masculló mientras acercaba su boca al encendedor que tenía entre manos para prender su cigarro.

No respondí, solo me limité a apretar los puños con la mirada fija en su rostro. Me invadió una cascada de rabia al verlo ahí, sonriendo y fumando cual cazador que tenía acorralada a su víctima.

—Lamento lo de tu amigo, no me gusta ser tan violento con los niños, pero –exhaló el humo del cigarro y lo introdujo nuevamente en su boca– de una u otra forma tenías que aprender. En verdad tienes suerte de que tengo órdenes de arriba de no hacerte nada, le haz de gustar a alguno de esos güeyes o yo qué sé –exhaló el humo hacia mí–. Yo que tú estaría agradecida, de no ser por ellos, ambos ya estarían en el Jamapa. Pero eso sí –aspiró profundamente, dio unos pasos hacia nosotros y dejó salir la capa de humo de su boca– dame un motivo, solo uno, por más mínimo que sea, y no te la vas a acabar. ¿Entiendes?

Asentí son soltar a Daniel.

Aventó su cigarro al suelo para posteriormente apagarlo con su bota, dio media vuelta y antes de salir, giró ligeramente su cuerpo y su cabeza para voltear a verme una vez más.

—Ah, antes de irme –introdujo su mano en su bolsillo–. Para que veas que no soy un desalmado, ten –aventó una pequeña caja con pastillas de ketorolaco a mis manos.

Después de decir eso, se marchó, cerrando la puerta tras de él. Por mi parte, solté a Daniel y me acomodé a su lado. Cerré mis ojos por un instante y di un largo suspiro, lo único en lo que podía pensar era en darle la medicina y esperar que surtiera efecto en el menor tiempo posible.

Tomé su mano, la apreté y fijé la mirada en la nada, repitiendo una y otra vez en mi cabeza la escena del motel, imaginaba todos los posibles escenarios en los que pude haber actuado diferente para evitar lo que había ocurrido. Mi mente se estancó tanto en ello, que poco a poco me fui desvaneciendo hasta caer dormida.

Al abrir los ojos otra vez, me encontraba sola en un cuarto completamente cerrado, no tenía puertas ni ventanas, las paredes parecían ser de metal, pues se sentían frías al tocarlas; la única luz que se reflejaba provenía de una luz incandescente pegada al techo, la cual emitía una estática que con el pasar de los segundos se hacía cada vez más intensa. No podía salir, tenía miedo intenté gritar para pedir ayuda, no obstante, mi voz no salía, se ahogaba en el resplandor de aquél foco. De pronto, me percaté que la habitación se estaba encogiendo lentamente, entonces empujé el muro hacia el lado contrario, sin embargo, fue inútil. El cuarto se estaba haciendo más y más pequeño, comencé a sofocarme y, cuando ya no resistí más, escuché la tierna voz de Daniel, el cual me llamaba por mi nombre.

Inmediatamente abrí los ojos y de un abrupto suspiro me incorporé de nueva cuenta para voltear a ver al niño, el cual tenía sus ojos llenos de preocupación puestos en mí.

—¿Estás bien, Karen? –preguntó Daniel con la voz agotada

—Sí –respiré agitada, intentando calmarme– solo fue una pesadilla –suspiré una vez más sin soltar su mano–, ¿tú cómo estás?

—Me duele todo el cuerpo, ¿te hicieron algo a ti? –contestó preocupado

—No –respondí apenada.

Los dos permanecimos en silencio por unos segundos.

—Ah, –saqué una de las pastillas que estaban en la caja– toma, esto te va a ayudar con el dolor –la coloqué con cuidado en su boca para que pudiera tragarla.

Nos quedamos conversando acerca de distintos temas para que pudiésemos distraernos de lo que había ocurrido. Platicamos sobre cómo eran nuestras vidas y nos contamos algunas anécdotas graciosas. Perdí la noción del tiempo, sin embargo, cada que entraban a darnos comida le daba una pastilla para aliviar su dolor. He de admitir que durante ese tiempo me sentí en paz, no obstante, sabía que dicha sensación no sería eterna.

En una de las ocasiones que los guardias trajeron la comida, alcé mi brazo para tomar una pieza de pan cuando de repente sentí como su mano gruesa me tomó del antebrazo con fuerza, provocando que soltase la telera.

—La comida solo es para él –jaló brusco la charola hacia la dirección opuesta–. Tu vendrás conmigo –añadió seco.

Tras haber dicho esto, puso una bolsa de tela negra sobre mi rostro y me hicieron bajar las escaleras hasta llegar a un vehículo, el cual partió casi enseguida de que subí. Al llegar al destino, me bajaron del coche y me guiaron hasta el interior de una de las habitaciones de las que, seguramente, era aquél motel al costado de la carretera del otro día. Me recostaron en la cama, retiraron la tela y salieron de allí, no sin antes advertirme que habría serias consecuencias si intentaba hacer algo. No pasó mucho tiempo cuando de pronto, un hombre de unos cuarenta y cinco años, según calculé, entró lento al cuarto, esbozó una depravada sonrisa y cerró la puerta tras sí.

—Hola, preciosa –dio unos pasos hacia la cama mientras desabrochaba la prenda que vestía y aventaba su cinturón al suelo sin consideración.

Quería vomitar en ese momento, más estaba consciente que si hacía algo tan simple como eso, podrían torturar a Daniel por mi culpa y no estaba dispuesta a verlo sufrir así otra vez. Así que, solo tragué saliva y dejé que mi orgullo se esfumara con ella.

—Hola –fingí la sonrisa.

—Los guardias me advirtieron que eres una chica problemática y me dijeron que les avisara de inmediato si algo no me parece. Pero, al juzgar por tu sonrisa –sentó su cuerpo sobre la cama y bajó el tono de su voz– no creo que sea necesario hacerlo, ¿verdad?

Negué suave con la cabeza, aferrando mis uñas al cobertor llena de miedo e ira de forma simultánea. Entonces, se acercó a mí, apoyó sus rodillas sobre la cama, pegó su pecho desnudo al mío y comenzó a besar el cuello lentamente. Intenté ahogar mi llanto con la palma de mi mano, no obstante, los obvios quejidos que emitía parecían no importarle, lo cual provocó que mis ojos se inundaran mientras se aquél hombre me arrebataba la inocencia que nunca habría de recuperar y extinguía cualquier destello de humanidad que pudiese existir en ese lugar.

Cuando por fin terminó, no pude más que cubrir mi rostro lleno de vergüenza y coraje que no desearía ni a mi peor enemigo. Por su parte, él solo se limitó a limpiarse en el baño, vestirse ahí mismo y salir de la habitación como si nada hubiese ocurrido esa noche. Pasados unos minutos, uno de los guardias entró al cuarto y me indicó que me vistiera de nuevo. Colocaron otra vez la bolsa negra en mi cabeza y me regresaron de vuelta al edificio. Al llegar ahí, me escoltaron hasta el cuarto, donde Daniel se encontraba durmiendo en un rincón. Empujaron mi espalda para tirarme al piso y cerraron la puerta tras ello. Abrí las palmas para incorporarme de nuevo, no obstante, mi cuerpo no reaccionó. Las piernas y los brazos me temblaban y ninguna fuerza en el mundo podía lograr que me levantase en ese momento. Pasados algunos segundos, desistí de ello y dejé rebotar mi cuerpo contra el suelo, con el rostro boca abajo.

—¿Karen? –despegó sus ojos y su rostro se llenó de preocupación al instante– ¡Karen! ¡¿Estás bien?! –corrió como pudo hacia mí– ¿Qué te pa...?

—¿Cuánto tiempo llevan haciéndote esto? –interrumpí sin alzar la cabeza.

La habitación se llenó de silencio. Solo pude escuchar su suave respiración a lado mío.

—Un año –infirió a lo que me refería después de algunos segundos.

Cerré los ojos y solté una leve risa sarcástica para no llorar, no quería entrar en pánico frente a él. Apoyé mis manos sobre el cemento y con fuerza logré levantarme. Vi su mirada compasiva perdida en mí, como si tratase de decirme "te entiendo" con los ojos. Esa noche comprendí el verdadero dolor que sintió durante todo este tiempo. Deduje entonces que aquella paliza que le dieron, más que una tortura, había sido un regalo porque significó un descanso para su gastado ser.

Caminé hacia él, lo abracé con gentileza y lloré en sus hombros, como si de mi mejor amigo se tratase, por fin había entendido todo por lo que había pasado.

—Tranquila –susurró mientras acarició mi cabello–. Como solía decir mi madre, no hay mal que dure cien años.

No logré contenerme y lloré en su pecho el resto de la noche hasta caer dormida.

E.

Pasadas un par de horas, Mauricio me llamó para ponerme al tanto de la situación. Al parecer, encontró a Karen en un sitio de Internet donde, junto con decenas de otras víctimas, había sido puesta en renta. Su ficha indicaba la medida de la cintura, su pecho, estatura y rasgos particulares, así como varias fotografías de su cuerpo. Lo que más llamó mi atención fue que uno de los recuadros indicando que ya no era virgen. Me informó que el pago ya estaba hecho y en cuestión de tres días podría reunirme con ella dentro de un motel que estaba al costado de la autopista Córdoba-Veracruz, en un pueblo llamado Potrero Viejo a las ocho y media de la noche.

Coordinamos una ruta de escape y, además, me proveyeron con placas distintas para el auto y que de esa forma no pudiesen identificarme. Ellos me estarían esperando a una corta distancia de allí, donde me escoltarían hasta Paraíso para entregársela a su madre. Karen pronto estaría libre.

Hablé con mi esposa durante los siguientes días y de forma ambigua le conté que iba a estar en un operativo fuera del estado. Naturalmente ella se preocupó e imploró que desistiera de ir, no obstante, rechacé su petición pues al final del día ese era mi deber encontrarla y salvarla cuando nadie más lo haría.

Los cinco días habían transcurrido, el día por fin había llegado. Repasamos el plan varias veces y, al dar las ocho, salí de Córdoba rumbo al motel. Llegué cinco minutos antes de lo acordado al lugar, estacioné mi auto, caminé hacia la entrada y me escoltaron a la habitación en la que se encontraba Karen; giré la perilla de la puerta y al empujarla ahí estaba ella, recostada sobre la cama, semidesnuda y con el rostro apagado. Cerré la puerta con cautela y me acerqué hacia donde se encontraba. Observé que no hubiera alguna clase de cámara a la vista y cuando lo pude corroborar, vi fijamente su rostro.

—Hola, Karen –sonreí.

—Hola –respondió indiferente.

—Ven, vamos –la tomé del brazo–. Tene...

—Señor, por favor, –tomó con su otra mano la mía– no le voy a impedir que me coja, si eso es a lo que viene, pero no me pida que lo haga con entusiasmo o con una sonrisa porque no va a pasar.

—No, no, Karen. Mira, yo no estoy aquí para hacerte nada de eso, yo vine a rescatarte –intenté persuadirla.

—No me dé falsas esperanzas –volteó la cabeza y suspiró–. No hay forma de salir de aquí –añadió.

—Sí la hay –metí la otra mano en el bolsillo trasero y le enseñé mi placa–. Soy el detective Eduardo Gonzales García, trabajo para la Fiscalía de Ciudad del Paraíso y he venido a rescatarte.

Su rostro cambió radicalmente, pasó de verme con odio a verme con alegría, con esperanza. Saltó sobre mí y me abrazó con fuerza mientras cubría su llanto en mi pecho. Respondí por inercia el gesto, preguntándome por todo lo que habría pasado para llegar hasta este punto.

—Bien, necesito que te calmes y te vistas –la separé de mí y limpié sus lágrimas con mis dedos–. Iré a distraer al guardia de la entrada. Una vez que les den el pitazo solo tendremos unos dos o tres minutos para irnos. ¿Cuento contigo?

Asintió.

Abrí la puerta y caminé por el corredor, el cual no estaba cubierto por ninguna pared y daba con una vista directa al estacionamiento y la autopista. Recargué el antebrazo en el barandal por unos segundos mientras analizaba el panorama. A unos cuantos metros donde se encontraban aparcados los vehículos había un par de guardias, quienes eran los mismos que me habían acompañado hace unos minutos. En el pasillo en el que me encontraba, a la altura de las escaleras, había únicamente uno solo, los tres cargaban armamento pesado. Tenía que deshacerme del que estaba casi a lado mío sin que se dieran cuenta los otros. Ideé un plan rápido, no sabía realmente si funcionaría, pero tenía que intentarlo. Caminé lentamente hacia el primer sujeto que estaba en las escaleras, saqué un cigarrillo de mi bolsillo y me acerqué a donde estaba.

—Disculpe, ¿tendrá un encendedor que me preste? –pregunté con el cigarro en la boca–. El mío lo dejé en el coche.

—Claro, permítame –bajó su arma por un momento para sacar el encendedor de su pantalón.

Activó el gatillo del fuego y acerqué mi boca para lo encendiese. salir la llama, sin darle advertencia alguna, coloqué mi mano izquierda sobre su boca y la derecha sobre su arma para que no disparase, y de un solo movimiento lo empujé contra una de las esquinas que daban con una habitación, haciendo que su nuca recibiera el impacto y lo desorientase por unos segundos. Le arrebaté el arma con ambas manos y golpeé fuerte su cabeza con la empuñadura, noqueándolo al instante. Quité el cigarro de mi boca, exhalé el humo y lo arrojé por el balcón. Regresé de inmediato por Karen, quien ya estaba lista. Ambos salimos de ahí, no obstante, antes de llegar a las escaleras se detuvo de golpe.

—Espera, no me puedo ir sin Daniel –señaló concernida.

—Karen, no tenemos mucho tiempo antes de que se den cuenta los otros de que falta un guardia aquí –repliqué.

—No me importa, no me voy a ir y dejar que se lo cargue la chingada –se opuso firme–. Tengo que sacarlo de aquí a como dé lugar, él ha sido lo único que me ha mantenido cuerda y no lo pienso abandonar en este maldito infierno –dio unos pasos atrás.

Suspiré profundo, añorando no haber tirado ese cigarro hace unos segundos.

—Bien, ¿sabes dónde está?

—No, pero debe estar en este piso. Hace rato nos trajeron y lo tomé de la mano para que no se sintiera solo, subimos las escaleras y ahí nos separaron. Debe estar en este piso.

—Ok, ok. Si nos pegamos a la puerta, ¿podrías reconocer su voz?

—Sí –afirmó con certeza.

Le indiqué que nos acercaríamos a cada habitación y pegaría su oído en la puerta para tratar de averiguar si se trataba de su compañero. Acudimos a la habitación del fondo, sin embargo, no hubo suerte. En cambio, en el segundo cuarto ella reconoció de inmediato su voz.

—Bien, esto es lo que haremos. Voy a abrir la puerta y quiero que tu ayudes al chico a alistarse lo más rápido que puedas en lo que yo me encargo de ese sujeto, ¿está bien?

Asintió.

Hice un gesto con la mano, giré la perilla y entré apuntando el arma hacia un tipo blanco de unos treinta y cinco años que estaba encima del muchacho.

—¡Manos arriba! ¡Aléjate del niño y tírate al suelo con las manos sobre la cabeza! –demandé sin soltar el dedo del gatillo.

Inmediatamente se quitó de encima suyo y se recostó en el suelo con las manos tapando su cabeza. Me acerqué con cuidado hacia él, puse mi bota sobre su espalda y Karen corrió tras de mí directo hacia el chico, a quien abrazó con fuerza.

—Dani, necesito que te vistas lo más rápido posible –colocó sus manos sobre los hombros del pequeño–. Este hombre de aquí es de la policía, él nos va a sacar. Hoy nos vamos de aquí –añadió con una sonrisa esperanzadora.

El pequeño comenzó a reír con un par de lágrimas, incrédulo de lo que sus oídos estaban escuchando. Volteó a verme, preguntándose si en verdad estaba ahí para ayudarlos. Bajé por un momento el arma que tenía y le mostré las credenciales que me acreditaban como parte de la Fiscalía. Devolvió la mirada hacia ella de nuevo y la abrazó. Quise soltar una lágrima por la emoción que me provocó la escena, pues realmente nunca había estado al frente en este tipo de operaciones.

No obstante, esa emoción no habría de durar por siempre, pues de pronto ese sujeto me tomó de la pierna y tiró de ella para hacerme caer al suelo. Extendió sus brazos hacia el rifle para tomarlo, pero alcancé a detenerlo antes de que se adueñara por completo de este. Rápido me reincorporé y forcejamos por algunos segundos para obtener el control del arma cuando de repente, una bala penetró en su sien y el arma salió disparada hacia el otro lado. Volteé la cabeza para ver cómo pudo haber ocurrido y fue ahí que vi a Karen sosteniendo una pistola con ambas manos temblando por los nervios.

—Karen –bajé los brazos, incrédulo de la situación–. ¿Qué acabas de hacer?

—Yo... Tomé el arma que se cayó de tu cinturón y... –dejó caer el arma al suelo y se vio a las manos, contemplando lo que había hecho– Yo n-no quería...

—¡Pide refuerzos! –interrumpieron los gritos de alguien a lo lejos– ¡Ruso está noqueado y alguien acaba de disparar, que envíen refuerzos ya! –se escucharon pisadas subir por las escaleras.

Tomé el arma del suelo, le indiqué a los dos que se escondieran en el baño y corrí hacia la parte trasera de la puerta para esconderme y esperar a que entrara. Sus pasos tomaron un ritmo mucho más lento y se acercaban poco a poco a nuestra posición. Mi corazón latía de forma acelerada, mas no dejé de apuntar hacia la puerta en todo momento. De pronto, vi la sombra de su zapato por el pequeño orificio debajo de la puerta y supe que era el momento. No se escuchó nada por algunos segundos, los cuales se sintieron como horas en ese instante. De repente, la silueta de aquél sujeto se movió aprisa hacia el interior y apreté el gatillo sin dudarlo. Tras unos segundos, cayó al suelo por los impactos que tenía en el pecho. Sin dejar de apuntarle, me acerqué para comprobar que estuviera muerto, giré su cuerpo con mi pie y lo pude corroborar.

—Ya pueden salir, está muerto –solté un enorme suspiro.

Los dos salieron lento y temblorosos del baño. Sin embargo, sus rostros cambiaron de forma drástica tras verme. Fijaron sus ojos en mi vientre, aterrados por lo que veían. Agaché la mirada y fue entonces que me percaté que tenía un charco de sangre en el saco. Acerqué los dedos de la mano para tocar la herida y al momento de hacer contacto con la piel sentí un dolor descomunal. Alcé la vista de nuevo y me encontré con sus ojos llenos de pánico.

—No se preocupen por esto –señalé la herida en mi abdomen con dificultad para hablar–. El auto está abajo, solo tenemos que bajar por las escaleras y salir de aquí antes de que lleguen los otros guardias.

Extendí el brazo para indicarles que avanzaran por la puerta y así lo hicieron. Cargué el arma y salimos de la habitación. Al llegar a las escaleras, escuché el sonido de alguien pisando un pedazo de vidrio, así que les indiqué que se detuvieran con la mano. Asomé la vista y confirmé mis sospechas al ver la silueta de alguien apuntando hacia arriba mientras se cubría en la pared. Tomé cobertura con el concreto, cerré los ojos y respiré un par de veces para calmarme. Si habíamos de escapar, teníamos que pasar por ese último hombre para poder llegar al auto y huir de ahí, no había otra opción. Determinado por esto, apreté fuerte el mango del rifle, salí de mi cobertura, bajé corriendo los escalones y apreté el gatillo a todo lo que da. Logré abatirlo, sin embargo, de manera simultánea caí en por las escaleras tras haber recibido otro impacto en el brazo derecho. Karen y el chico bajaron de inmediato y ayudaron a reincorporarme. Terminamos por bajar a la planta baja y caminamos con torpeza hasta llegar al vehículo de escape. Saqué las llaves de mi bolsillo, abrí la puerta y el chico se subió por la puerta trasera. Cuando ella estaba a punto de hacer lo mismo, detuve su camino con mi brazo.

—Karen, necesito que tú conduzcas –cerré los ojos por un momento.

—¿Qué? Pero...

—Tengo una bala en el vientre y otra en el brazo, no puedo manejar –extendí la mano con las llaves hacia ella–. Necesito que tú nos saques de aquí, yo te guiaré hacia dónde, ¿está bien? –coloqué la otra mano sobre su hombro.

Tomó las llaves y asintió con determinación.

K.

Lo ayudé a subir al asiento del copiloto con mucho cuidado de no lastimarlo para después subirme del lado del conductor. Estaba a punto de encender el motor cuando, de pronto, vi unas luces a lo lejos aproximándose. Sabía que eso no podía significar nada bueno.

—Arranca y vete para la maleza de allá –señaló el detective hacia un costado del puente.

Giré la llave y escuché el motor encenderse. Puse mi mano sobre la palanca, la acomodé en primera marcha y pisé a fondo el pedal mientras esquivaba a las camionetas que se nos acercaron. Al vernos ellos huir por el matorral abrieron fuego y quebraron los cristales con los impactos.

—¡Agáchate y no te detengas! –exclamó Eduardo.

Encogí la cabeza y conduje por la tierra y el trigal hasta que, de un brinco que dio el auto, llegamos a una carretera. Él situó su mano izquierda en el volante y lo giró para evitar que nos fuéramos de largo.

­—Tú sigue derecho, apaga las luces y sigue.

Apagué los faros y proseguí por el camino a oscuras, pues no había ninguna lámpara sobre la carretera ni vehículo alguno. Tras algunos segundos, eché un vistazo por el retrovisor y corroboré que nadie venía detrás nuestro, lo cual me otorgó una breve sensación de alivio. No obstante, esta no duró por mucho tiempo pues vi de reojo al detective y noté su chaqueta empapada de sangre a la altura de su estómago. Se estaba desangrando en el asiento.

—No dejes de ver el camino –advirtió mi mirada–. Suficiente tenemos con lo que nos pasó como para que choques por no ir concentrada –me regañó.

—Perdón –devolví la vista y sostuve el volante con ambas manos.

En ese momento, sacó torpemente de la guantera una radio, estiró la antena y presionó un botón para hablar por ella.

—Aquí Gonzales, ¿me copian? –hizo una breve pausa–. Ya tengo a Karen y vamos sobre la carretera, necesitamos ayuda, cambio.

Se escuchó estática. Seguí conduciendo por la autopista mientras giraba la cabeza con sutileza de vez en vez para ver cómo se encontraba. A pesar de cubrirse la herida, la sangre seguía brotando de su cuerpo mientras trataba de mantenerse consciente. Luchaba por tener los ojos abiertos mientras le hablaba a esa vieja radio y repetía el mismo mensaje con una voz cada vez más tenue. Por un momento entré en pánico, puesto que no sabía qué haría si Eduardo llegaba a morir, solo él sabía cuál era el plan y, además, el carro ya tenía menos de la mitad del tanque. Pensé en todas las soluciones posibles hasta que, de pronto, sentí como algo nos chocó por detrás, provocando que el auto diese varias vueltas en el aire y cayera a un costado de la carretera.

Abrí lento los ojos y acomodé la cabeza a un lado de la bolsa de aire, todo estaba de cabeza. De pronto, alguien abrió la puerta y puso un pañuelo húmedo sobre mi nariz. Agité la cabeza para zafarme, sin embargo, el cinturón de seguridad y la bolsa de aire me tenían atada al asiento y frustraron mi escape. Tras algunos segundos mi cuerpo no aguantó más y se rindió. Entrecerré los ojos de forma inconsciente y aquél sujeto desató el cinturón para sacarme del vehículo, causando que mi cuerpo se estrellase contra los trozos de cristal roto en el piso. Sentí su mano jalar de mis hombros para extraerme del auto, no obstante, antes de que lograra salir por completo escuché dos balas dispararse a lado mío. La fuerza que me arrastraba de los hombros se detuvo y escuché el estruendo de su cuerpo cayendo al pavimento. Giré la mirada y vi al detective sosteniendo una pistola con la poca fuerza que le quedaba, batallando para sostener la pistola. Posterior a eso, me arrastré por el vidrio y la carrocería del auto hasta que por fin logré salir. Mi vista comenzó a nublarse poco a poco por los efectos que comenzaba a producir el líquido que había inhalado. Luché por mantenerme consciente, me levanté soez y estiré la mano hacia la puerta del pasajero para ayudar a Daniel, solo que, al tirar de la manija mi brazo no tuvo la fuerza suficiente para lograr abrirla pues estaba atascada con algún objeto. Solté la palanca y caminé tambaleando hacia el otro lado de este para intentar abrirlo por el otro lado.

—¡Karen! –gritó una voz masculina no muy lejos de mí.

Intenté descifrar quién había gritado mi nombre, sin embargo, la penumbra de la autopista combinada con las gotas de lluvia que entorpecían mi vista y el estado seminconsciente en el que me encontraba, no me permitieron hacerlo.

—¡Karen! –se escuchó de nuevo pocos segundos después, esta vez mucho más cerca.

—¿Q-quién... er...? –intenté hilar sin éxito, puesto que no podía maquinar bien las palabras que salían de mi boca–

De pronto, observé la silueta de alguien corriendo hacia mí. Di media vuelta para huir, no obstante, caí al suelo tras dar la primera zancada. Mi cuerpo no se podía mover más, solo podía sentir la brisa chocar con mi piel. Entonces, aquel hombre se paró junto a mí y lo único que pude ver fueron sus botas de piel grises pisando el asfalto. Inclinó sus rodillas, acarició suave mi cabello y pude ver lo que parecía una sonrisa en sus labios, una que no me inspiraba miedo sino, más bien, tranquilidad.

—No te preocupes, Karen. Ya estás a salvo –pude escuchar una cálida y suave voz que se sentía familiar.

En ese momento, mis ojos se cerraron por completo y perdí la consciencia. 

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