4. "Quiebre"



❝Somos nosotros los humanos, el arma para nuestra propia destrucción❞

. . .

Camelia

Acaricié el filo de los libros que se apoyaban en una fila larga sobre la estantería. Alessandro estaba sentado sobre el amplio sofá clásico que adornaba la oficina del hotel, observando el cielo reflejarse en el mar y sumido en el susurro de las olas que de tanto en tanto, se paseaban y rompian en la orilla. Suspiré y cerré los ojos abrazándome a mí misma. Por ese pequeño instante, pude sentirlo. Pero todo aquello no fue más que un espejismo.

Me vino un poco en gracia ver a Gianna entrar un instante después haciendo malabares, con una pila de libros en la mano y en la otra, una taza de Valeriana, lo supe por el olor que inmediatamente se extendió por todos los rincones, era mi infusión favorita, ella lo sabía.

—Si ser una payasa va a sacarte una sonrisa, tendré que ir a husmear en un circo. —Descansó sus brazos al colocar los libros sobre el escritorio pulido de madera y entregándome la taza en mis propias manos, tuve que olerlo.

Negué resignándome. Cuando se trataba de ella, todo era alegría y risas. Era el alma de los Napolitano. Como siempre, iba embutida en un vestido crema completamente cernido a su cuerpo, se ajustaba tanto a su figura que parecía de una talla inferior. El negro azabache de su cabello largo, estaba sujeto a una cola alta y, aun así, caía hasta la curva de su espalda. Como toda ejecutiva de veinticuatro años.

— ¿Qué es todo eso? —Pregunté, espiando por encima cada uno de los libros.

—Contabilidad. —Soltó un suspiro—. Es hora de que tomes las riendas de la industria que ha dejado Alessandro para ti.

Suspiré trémula. Era una gran responsabilidad, una que estaba cayendo en picada sobre mis hombros. Solo esperaba no irme junto con ella. No estaba preparada para aquello. Lo más cerca que había estado de cada uno de los hoteles Napolitano, era porque me encargaba de la ergonomía y estética. Alessandro me había permitido aquello, era una forma de recompensarme por a veces, dejarme sola durante semanas por sus inesperados viajes de último momento.

—Hace tres semanas de su muerte. —Creí que había retenido aquel pensamiento para mí misma, pero no fue así.

—Tienes que dejarle ir, Cam. —Me habló mi cuñada en aliento—. Tienes que aferrarte más a la vida, no puedes seguir así. Mírate, eres una mujer preciosa y tienes una vida entera que vivir. Alessandro no hubiese querido esto para ti.

—He intentado mucho hacerlo. —Mi voz sostenía un hilo que estaba a nada de quebrarse—. Pero todo me recuerda a él. Cada espacio, cada olor, cada imagen, es como si...

—Cam, no. —De pronto, ya estaba abrazándome—. Deja de hacerte esto a ti misma, no es sano. Estas lastimándote y si no lo dejas ir, temo que te pierdas a ti misma.

— ¿Crees que pueda hacerlo? —Pregunté cabizbaja.

— ¿Hacer qué?

—Perderme a mí misma.

La forma en cómo se aferró a mí en un abrazo y sollozó sobre mi hombro, me hizo darme cuenta que temía perderme a mí también y no quería que ella pasara por eso, conocía ya muy bien la sensación.


. . .


La nieve nos golpeó de frente cuando salimos del hotel. Hacia tanto frió que, mis labios titiritaban. Greco, el chofer de Alessandro ya nos esperaba con la puerta abierta y una sonrisa de bienvenida. Le devolví el gesto un poco menos apagado y me introduje rápido.

Odiaba la sensación de saber los copos de nieve por todo mi cuerpo, era como si en cada pedazo de piel que ellos tocaban, podría sentir el ardor de la piel desprenderse con la sartén caliente.

—Llévanos a casa Greco, por favor. —La voz de Gia hizo que el auto se pusiera en marcha.

— ¿Podríamos ir a verle? —Pregunté, necesitaba hacerlo. Ella me observó con un gesto triste y ni siquiera tuve que mencionar nada más, para que ella entendiera que era lo que yo quería.

Greco nos observó a través del retrovisor y asintió en silencio. Llevándome al único lugar que ahora mismo, necesitaba estar.

No me sorprendió entrar al panteón y encontrarlo vacío, más de lo habitual. Cada vez, los vivos olvidaban más a los muertos.

Me tembló el corazón y una ráfaga de viento me envolvió. Temía que alguna vez yo hiciera lo mismo. Olvidarle seria como ser una desgraciada y mal agradecida.

—Nunca lo haré, mi amor. —Le hablé en silencio. Sabiendo que Gianna estaba muy cerca de mí para evitar que aquello se convirtiera en una escena de lágrimas y lamentos.

Sin embargo, no pude evitarlo. Cada vez que estaba cerca de él me sentía más sola. Cada vez que venía a reconfortarme junto a él, era como si todo empeorara. Como si ya no me hiciera bien estar aquí. ¿Estaba siendo masoquista? No quise saberlo.

El filo de la piedra brillaba entre mis dedos cuando lo acaricié, recorriendo su nombre. En ese momento, una lagrimita se me escapó, tuve que quitarla con el dorso de mi mano y me despedí, dejando un beso entre mis dedos y colocándolo sobre la piedra fría antes de incorporarme de pie.

—Llévame a casa. —Le pedí.

Gianna me abrazó y empezamos a salir del panteón. No supe si fue por la nebulosa de mis lágrimas, pero pude sentir como si alguien nos observara. Tal vez estaba teniendo otro de aquellos espejismos o estaba abusando ya de las pastillas para dormir, pero una sombra se movió entre los árboles.


. . .


La mansión ya se asomaba desde la avenida. El jardín, a través del portón, se vislumbraba alegre. Sin embargo, tenuemente silencioso. Las luces se encendieron en la entrada y cuando la cámara de seguridad, dio con nosotros, el motor eléctrico comenzó a abrirse.

Las luces de un auto, se reflejaron a través del retrovisor y lo que supe después de ello, fue que una lluvia de disparos, se avecinaron en nuestra dirección.

Un grito suculento abandono mis labios. El de Gianna, fue casi ensordecedor.

— ¡¿Qué está sucediendo?! —Clamé, llevándome las manos a las orejas y agaché la cabeza.

A pesar de que, las ventanas estaban protegidas con el blindaje más alto, aquella lluvia de balas no cesaba y por un instante, creí que iba a atravesarlas. El terror me sucumbió. Comencé a sollozar, cerrando los ojos con mucha fuerza, como si aquella acción pudiese detener el insistente impacto contra las ventanas que, dentro de nada, iban a salpicar en pequeños cristales rotos.

Sentí la mano fría de Gianna envolverse entre la mía, no supe cuál de las dos temblaba. Éramos solo una maraña de miedo petrifico, de ansiedad y llanto. Los ojos de mi cuñada estaban enrojecidos por las lágrimas y el rímel, manchaba ya su cara.

Nos mantuvimos agachadas en los asientos, casi fundiéndonos en ellos. Se escuchaban voces, gritos y órdenes, sin embargo, en medio de la reyerta, era incapaz de formar oraciones coherentes. Todo allí afuera era caos y balaceras. Más balacera y más balacera.

De pronto, la puerta del lado de Gianna se abrió y de un instante a otro, su mano ya no conectaba a la mía.

— ¡Carlo, sácalas de aquí, ahora! —Alguien bramó con furia. No supe si aquello fue malo o bueno.

Yo, por mi parte, aún permanecía agachada con las manos sobre mis orejas, mientras las lágrimas se me escapaban agresivas y calientes. Voces se escuchaban en la lejanía, se escuchaban disparos y ellas. Más voces y más disparos. No obstante, yo no lograba entender que sucedía, quien hablaba o quien dispara y, pese a que mi mente estaba peleando en mi contra por no moverme, luché por hacerlo, pero no conseguía llevarlo a cabo.

— ¡Sal del auto, Camelia! —Alguien me ordenó en un grito. Evidentemente quería escucharse por encima del sonido de la balacera.

« ¡Muévete! ¡Muévete, Camelia!» Pero mi cuerpo, no reaccionaba a lo que mi mente en gritos le ordenada.

Después de eso, alguien me zarandeó por el brazo y cuando me sacó del auto. El olor a sudor y a pólvora se confundió con loción fresca masculina. Lo supe porque aquel cuerpo me cubrió y, con un brazo sobre mi cabeza, me hundió en su pecho.

Obligándome a moverme, comenzó a empujarme y fue en ese instante, en ese jodido instante cuando reaccioné y hubiese deseado no hacerlo, porque por instinto, comencé a golpear todo a mi paso, un pecho duro y perfectamente trabajado.

— ¡Camelia! —Gritaba, exigiéndome que me detuviera—. ¡Maldita sea, Camelia, basta!

Entonces lo hice. Porque me di cuenta que, estaba siendo salvada, no atacada.

Estaba siendo salvada por el mismísimo Dante Napolitano.

Me tomó del rostro y me exigió mirarle a los ojos durante un instante

— ¡Tengo que sacarnos de aquí! ¡¿Puedes maldita sea ayudarme?! —Asentí, después de eso, me estampó contra su pecho y me volvió a cubrir con una mano, porque en la otra sostenía un arma de fuego.

Comenzó a movernos y al menos algunos cinco hombres de este lado de la mansión, disparaban en la dirección contrario, cubriéndonos y, tratando de que llegáramos adentro con vida. Los disparos no acababan. Las balas impactaban contra el suelo, a nuestro alrededor, a nuestros pies. Todo aquello era desastre, todo aquello disparos, pólvora y trifulca hasta que vi un hilo de sangre sobre la capa de nieve en el suelo.

— ¡Gianna! —Comencé a gritar—. ¡¿Dónde está Gianna?!

— ¡Cálmate,  ella está bien!

Llegamos a una pared que, en forma de arco daba la bienvenida al jardín. Dante nos cubrió de ese modo, mientras su respiración era notablemente manejada, la mía era exasperada y agitada. Traté de reprimir el llanto, traté con mucha fuerza de hacerlo llevando mi mano hacia mi boca, pero en el proceso, un brillo escarlata manchaba la palma y el dorso de ella.

¡Sangre!


❁❁❁

¡Hola, por aquí! ¿De quien creen que sea esa sangre?

¡Espero les haya gustado! Por favorcito, no olviden dejarme una estrellita y un comentario. ¡Es super importante para mi! Yo les doy que leer, denme algo que leer ustedes a mi. 

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