CAPÍTULO 9 - SUPOSICIONES
—Todo parece indicar que Guadalupe asesinó a su novio, seguramente en mitad de una querella pasional y posteriormente se quitó la vida. —El agente Gonzáles asintió. Ante él se encontraba el juez Mendoza, revisando los papeles que tenía en las manos.
—El detective Espíndola supone que la chica murió después y yo le creo. Esta tarde nos hará llegar las últimas evidencias.
—Bien, agente. Entonces, creo que no me necesita. El caso ha quedado resuelto cuando apareció el cadáver de ese muchacho.
—Así parece.
—Quiero que termine lo más pronto posible —siseó las palabras con un tono lento y pausado. Se trataba de un hombre viejo y delgaducho que prefería pasar el tiempo en el juzgado a tener que aguantar a la pesada de su mujer—. La prensa está haciendo una comidilla de esto y muchos reporteruchos intentan aprovecharse del caso para sus fines políticos. Están tratando de convencer a la sociedad de que el gobierno de nuestro actual presidente es peligroso y sombrío para las mujeres. No es buena publicidad con las elecciones tan próximas.
—Sí, es lo que he oído.
—Mejor terminar de una vez y dejar esto atrás. A decir verdad, el hecho de que la chica hubiera asesinado al novio resulta bastante conveniente.
—Lo entiendo a la perfección, su señoría. Yo mismo solicitaré que el dictamen final salga lo más pronto posible.
—¿Homicidio y suicidio? —preguntó Espíndola consternado.
La resolución del caso había sido lo primero que el agente Gonzáles le dijo al entrar a su oficina.
—El juez Mendoza así lo cree y las pruebas que ha ofrecido terminaron de convencerlo.
—Pero, el caso aún no puede ser cerrado. Mis evidencias aún no son concluyentes.
—Usted mismo me las entregó.
—Porque así lo solicitó, agente. Yo soy nuevo en la ciudad y aún me resultan desconocidos algunos procedimientos.
El agente se sentó frente al escritorio y, con tranquilidad, colocó sobre este el sombrero que había recuperado de la última escena del crimen. Espíndola ni siquiera pudo agradecerle, lo que estaba escuchando lo tenía atónito.
—Agente, ¿cómo podría Guadalupe Alcázar asesinar a su novio en las afueras de la ciudad y suicidarse poco después a unos kilómetros adelante? Sus zapatillas ni siquiera están llenas de tierra, lodo o pasto.
—Pudo haber solicitado un taxi.
Claro, el detective había supuesto que esa sería la resolución.
—Si ese fuera el caso, entonces se tendría que abrir una carpeta de investigación sobre las bases de taxis que tienen como ruta aquella carretera, lo cual, a decir verdad, me parece absurdo. Además, esta mañana fui notificado de que varias personas habían denunciado la presencia de un hombre merodeando muy cerca del lugar en el que encontraron a Guadalupe durante los días previos a su hallazgo. Eso significa que hay alguien más involucrado.
Hernesto Gonzáles se acomodó en el asiento, presentía que aquella conversación iría para largo.
—Pudo incluso solicitar un aventón, las chicas de ahora son capaces de hacer cualquier cosa y por lo demás, no estamos seguros de que aquella persona esté involucrada en el caso, pudo haber sido un vagabundo cualquiera. La policía ni siquiera acudió a esos llamados. Son cotidianos en esta ciudad.
—¿Y qué me dice del cadáver de Guadalupe? Su cuerpo se encontraba húmedo, bañado en formol.
—Tal vez uno de los forenses.
—De acuerdo a mi investigación ninguno aplicó tal componente al cuerpo, ni siquiera tenían un motivo para ello. —Hernesto suspiró hondo—. Agente, es evidente que alguien intentó mantener el cadáver lo más limpio posible, tal vez esperando a que alguien lo encontrase.
—Es absurdo, detective. —Sonrió él—. Usted mismo redactó en el reporte que los forenses no habían encontrado una sola huella de violencia o resistencia en el cuerpo de la chica, ni siquiera abuso sexual.
El detective se quedó meditabundo durante unos instantes. ¿Cómo hacerle entender a ese hombre algo de lo que a todas luces no deseaba enterarse?
—Entonces, ¿no habrá juicio? —quiso saber.
—¿Contra quién? El muchachito apareció y no hay evidencia hasta el momento que nos haga creer que él fue el asesino.
—Aún no tenemos los resultados de la autopsia.
—Yo pienso que con el reporte preliminar de los peritos forenses es más que evidente lo que sucedió. El juez está de acuerdo conmigo.
Espíndola bajó la cabeza con pesadumbre.
—Por favor, agente, permítanme investigar unos días más. Al menos hasta que los forenses me envíen su informe sobre el cadáver de Arturo. Si no descubren nada relevante, le aseguro que entregaré mi reporte oficial sin pedir más tiempo y sin decir nada más.
El agente se mordió el labio. No lograba entender por qué aquel detective que aparentaba ser tan frío y calculador, se mostraba ahora efusivo, con unos ardientes deseos de resolver ese caso. Sin embargo, en la comisaría había escuchado algunos rumores sobre su pasado e intuía que tenían mucho que ver con su extrema implicación en el asunto de la desaparecida de Miraflores.
—De acuerdo, detective. Le daré únicamente el tiempo que tarden los forenses en terminar sus investigaciones. No más.
—¡Perfecto! Le agradezco infinitamente por esto, y le aseguro que no se arrepentirá.
Gonzáles asintió, sonriendo, aunque por dentro rogaba que el juez Mendoza no se molestara demasiado con él por no haber sido más estricto con Espíndola. Había algo en ese hombre que lo hacía sentir extraño. Le parecía que guardaba dentro de sí una profunda pena y que transitaba por la vida como un autómata. Tal vez ese caso le sería beneficioso, le ayudaría a romper con las oscuras cadenas que lo ataban al pasado y de las que él tenía apenas conocimiento.
En cuanto el agente Gonzáles abandonó la oficina del detective, este comenzó a recoger las cartas que, hasta esos momentos, habían reposado ordenadas sobre el escritorio. Volvió a depositarlas en sus respectivas bolsas y prosiguió a guardarlas en el cajón de su escritorio que guardaba bajo llave. Al abrirlo, se llevó una grata sorpresa al encontrarse con el cofre de madera que había recuperado de la habitación de Guadalupe. ¿Cómo había sido tan torpe para olvidarlo?
Lo sacó movido por una emoción ciega y lo depositó en el escritorio frente a él, disfrutando de aquel momento. Volvió la vista al cajón para buscar la llave que los forenses le habían facilitado, cuando el teléfono comenzó a chillar desesperado. El detective se apresuró a contestar la llamada, detestaba el sonido de los teléfonos y los despertadores.
—Diga.
—Detective, ¿cómo es que piensan cerrar el caso con mi Lupita acusada de asesinato?
Espíndola se llevó una gran sorpresa al escuchar la furiosa voz de doña Margarita.
—¿Quién le ha dado semejante información? —quiso saber.
—Eso no importa, detective. Usted prometió dar con su asesino: Arturo. ¿Y ahora me entero de que intentan inculparla a ella? ¿Cómo sería ella una homicida y suicida, señor?
Espíndola suponía que la familia Alcázar, con todo su poder e influencia, tenía gente en las oficinas que los mantenía informados de todo lo que se debatía tras aquellas paredes. De no ser así, ¿de qué otra forma se habría enterado esa mujer sobre la resolución prematura del juez Mendoza? Especialmente tan rápido.
—Permítame visitarla mañana temprano y le comentaré todos mis avances y las resoluciones del juez.
—¿Es que está escrito en piedra?
—No puedo revelarle nada por teléfono, doña Margarita, por favor, comprenda.
La mujer dejó escapar un breve quejido.
—De acuerdo, lo espero mañana. —Colgó antes de que el detective tuviera tiempo de siquiera pensar una respuesta. Sin embargo, aquello era lo de menos. Con las nuevas aportaciones al caso Espíndola se sentía cada vez más en la dirección correcta.
De alguna manera, aquella inesperada llamada le había abierto las puertas de la casa de los Alcázar y él aprovecharía esa visita al máximo. Necesitaba descubrir un poco más acerca de Felipe, el hijo mayor y ahora único de la señora Margarita Romero. No sabía qué le pasaba con ese chico, pero desde que lo había visto a los pies de la escalera aquella mañana no había podido sacárselo de la cabeza.
Sabía que se trataba de un joven peculiar y astuto; después de todo había logrado evadirlo sin problemas durante el interrogatorio que él personalmente le había realizado de modo infructuoso, y a pesar de que no le fascinaba la idea de invadir arbitrariamente la intimidad de nadie sin una orden oficial; dadas las circunstancias le parecía que esa era la única solución.
Daría con el verdadero asesino de Guadalupe y Arturo. Tenía que hacerlo o de contrario sus almas no encontrarían el descanso eterno. Lo había prometido y no podía permitirse una derrota. No podía fallar un solo caso después de lo que había sucedido en Londres.
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